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Veintidós años después

Gracias a los dioses que estás aquí. He estado dando vueltas por tod…

Sin inmutarse ni perder el paso mientras avanzaba por el sucio y oscuro callejón, Caillen sacó su pistola de rayos y le disparó a su hermana en el hombro, haciéndola callar de golpe antes de que le hiciera perder más tiempo.

No pretendía matarla, sólo aturdirla. Hacer que se callara antes de que complicara aún más las cosas para ambos.

En ese momento no tenía tiempo para escuchar sus tonterías. Estaba allí para salvarle la vida. Y, con suerte, la suya también.

Con un grito ahogado, su hermana se desplomó en la calle llena de basura. Con un rápido movimiento, que hizo que su abrigo marrón, ligeramente acorazado, le revoloteara a la altura de los tobillos, Caillen la cogió en brazos. Gruñó al notar su peso.

—Maldita sea, Kasen, deja de hacer tanto ejercicio y de comer frigs. He cargado con hombres que pesaban menos.

Tampoco es que tuviera demasiada costumbre de cargar con hombres, pero aun así…

Aunque ella era más o menos un palmo más baja que él, pesaba unos diez kilos más, y Caillen tenía menos de un dos por ciento de grasa corporal para su metro noventa y cinco de altura. Sus músculos estaban protestando por el titánico esfuerzo cuando oyó que llegaban los agentes.

La cosa se estaba poniendo fea.

Echó una mirada enfadada al cuerpo inconsciente de Kasen, cuyo cabello castaño colgaba sobre la manga de él. Los rasgos de la chica, bastante corrientes, se veían tan tranquilos a pesar del infierno que había desatado que a Caillen le entraron verdaderas ganas de pegarle.

Pero no podría hacerlo.

La sangre era la sangre.

Con un suspiro, la depositó detrás de un contenedor de basura y la cubrió con su abrigo. Le colocó encima la suficiente basura como para que los agentes no la vieran. Sí, seguro que luego ella le daría una bofetada por el olor… y por el dolor de cabeza que el rayo aturdidor le causaría, pero así al menos estaría a salvo y, en ese momento, eso era lo único que a Caillen le importaba.

Bueno, también estaba el impulso de retorcerle el pescuezo hasta que se pusiera azul, pero eso podía esperar.

Un pitido en la muñeca lo alertó de que su documentación falsa para la nave y la carga había colado. Los documentos de identificación de Kasen habían sido borrados de todas partes y él se había registrado en su lugar.

«Soy un puto idiota».

Haciendo eso, se había puesto la soga al cuello, y lo sabía. Pero ¿qué diablos, quién quería vivir eternamente?

Para que constara y por si acaso alguna elevada deidad lo estaba escuchando y tomando notas, él sí quería hacerlo. Pero su vida no iba a durar mucho si seguía rescatando a sus hermanas. O, como mínimo, acabarían limitando su libertad al tamaño de una celda de dos por dos.

Sí, vale, al menos así haría dos comidas al día en vez de seis a la semana.

Apartó esa idea de su mente, desenfundó las pistolas y las puso en modo aturdidor para hacer lo que mejor se le daba: sobrevivir y escapar.

—¡Tira las armas! —le gritó un agente desde la izquierda.

Sí, claro. Como si alguna vez hubiera obedecido órdenes. Caillen abrió fuego mientras se metía en un callejón contiguo, tan asqueroso como aquel en el que había dejado a Kasen. Los agentes le devolvieron los disparos y los agujeros que estos hicieron en las paredes, el suelo y la basura que lo rodeaba le indicaron que las pistolas de rayos de sus atacantes no estaban en modo aturdidor.

Tenían intención de matarlo.

Pensó en cambiar él también la función de su arma para devolverles el favor, pero no quería matar a unos tipos que sólo pretendían ganarse la vida. No merecían morir por apoyar un sistema corrupto. Incluso los imbéciles tenían que comer, y hacía falta más valor del que tenía la mayoría de la gente para resistirse y luchar contra la Liga y sus serviles gobiernos. No les iba a tener en cuenta esa cobardía. Al menos, no mucho.

Volvió la cabeza hacia la derecha y notó el calor de un rayo que no lo alcanzó en la cara por muy poco. Curiosamente, se sentía completamente tranquilo cuando luchaba. Su hermana Shahara lo llamaba Eritale, un término gondaro que significaba «hecho de hielo». Y así era. Desde que vio cómo mataban a su padre, nunca había vuelto a perder la calma en un enfrentamiento.

No tenía ni idea de por qué. Era como si aquel día el miedo que había sentido en su interior se hubiera roto en mil pedazos y hubiera dejado algo extrañamente satisfactorio en su lugar, algo que se le activaba durante la lucha y lo mantenía totalmente sereno.

Disparó a tres agentes antes de enfundar la pistola de la derecha y lanzar un gancho de asalto al tejado de un viejo edificio. Cuanto más pudiera alejarse de su hermana, menos probabilidades había de que la hallaran inconsciente y la interrogaran.

El gancho alcanzó el tejado y se fijó.

Caillen apretó el botón de recogida del mango y disparó a los agentes de la izquierda mientras se elevaba a toda prisa hacia el tejado. Los rayos que le devolvieron se le acercaron mucho, pero ninguno llegó a alcanzarlo mientras zigzagueaba rápidamente sobre la desportillada pared de ladrillo hasta llegar arriba. Por suerte, ninguno de sus perseguidores era lo bastante listo como para disparar a la cuerda; eso hubiera conseguido dejar una fea mancha en la calle y a él le habría acabado de arruinar el día.

Al llegar arriba, saltó al otro lado de la cornisa, soltó el gancho y acabó de recoger la cuerda del todo; luego salió corriendo hacia el río por los tejados, saltando de uno a otro con la agilidad y la flexibilidad de un gimnasta, algo para lo que se entrenaba con ahínco todos los días.

El grave zumbido de un motor por encima de su cabeza le hizo saber que llegaban los refuerzos aéreos y, además, rápido y a baja altura. Desde donde estaba, pudo ver la cantidad de agentes que lo perseguían. Era impresionante. Corrían por las calles y por los tejados, tratando de alcanzarlo con un rayo.

¿Qué? ¿No tenían nada mejor que hacer? ¿Acaso no había allí auténticos criminales? No, vayamos a perseguir a los contrabandistas, que son mucho más peligrosos que, por decir algo, los violadores o los asesinos.

—¿Qué demonios llevabas en la nave, Kasen?

Debería haber mirado el manifiesto de carga, porque la situación tenía muy mala pinta. Mala de verdad.

Le llovieron más rayos cuando el vehículo aéreo lo localizó y se le acercó a toda velocidad. Maldita fuera la brillante luz del día de aquel sol doble. Lo dejaba totalmente expuesto, sin una triste sombra en la que esconderse.

Esquivó los disparos del artillero de la nave y salió corriendo a toda pastilla.

Saltó a uno de los tejados, rodó por el suelo y se puso en pie un instante antes de que la puerta de la terraza se abriera y seis agentes salieran por ella, disparándole. Caillen se volvió para retroceder, pero a su espalda llegaban más agentes. La nave estaba a su derecha, a punto de ponerlo en una pésima situación. Se lanzó hacia la izquierda y tragó aire al ver la distancia que lo separaba del siguiente tejado. Si fallaba ese salto, le iba a doler.

«¿Quién quiere vivir eternamente?».

Siempre que era necesaria una buena dosis de extrema estupidez, Caillen recurría a su lema favorito; así que se descolgó la jabalina del cinturón y la extendió para utilizarla como pértiga y saltar. Contuvo la respiración mientras cruzaba la calle por lo alto.

Por suerte, años de esquivar a las autoridades y de vivir a un paso de la muerte le habían proporcionado la suficiente práctica como para llegar al otro lado. En cuanto aterrizó a salvo en el otro tejado, retrajo la jabalina y siguió corriendo con los disparos silbando a su alrededor. Varios le rozaron la camisa acorazada y la mochila y lo hubieran abatido de no ser por esa protección.

Aun así, dolía muchísimo y un par de ellos le quemaron el brazo.

«Un hombre cuerdo se estaría meando encima».

Qué bien que él estuviera como una cabra.

Corrió hasta el borde y, con un movimiento muy practicado, plantó el gancho en la pared. Sin detenerse, saltó y bajó en rápel el muro hasta la calle, donde habría algún lugar para ponerse a cubierto. Soltó el gancho con una sacudida y lo dejó recogerse hasta el estuche que llevaba en el antebrazo.

Al menos, allí la ciudad estaba más concurrida.

«Sí, pero es difícil confundirse con la masa cuando tu abrigo está tapando a tu hermana».

Cierto. Sin el camuflaje, sus armas eran visibles. Lo que hacía que la gente de alrededor se asustara, gritara y saliera corriendo al ver su camisa acorazada de manga corta cubierta de bombas ligeras, cargadores, cuatro pistolas de rayos (además de la que sujetaba en la mano), su equipo de rápel y todas las otras cosas que llevaba «por si acaso», además de la mochila. Unas correas de cuero le cubrían ambos brazos desde la muñeca hasta el bíceps.

Ser un chico malo tenía un precio y ese día el precio podía ser su libertad.

O su vida.

Corrió entre los transeúntes, que aún se aterrorizaron más, sin duda porque temían que cogiera a uno de ellos como rehén.

¡Cómo si fuera a hacerlo! La única vida con la que Caillen jugaba era con la suya.

Los agentes lo rodearon, tratando de apuntarle a la cabeza, que mantenía gacha. A través del comunicador que llevaba en la oreja, sintonizado en su frecuencia, oyó que estaban colocando controles por toda la ciudad.

Pero no era eso lo que lo preocupaba…

Llevaban con ellos a un rastreador trisani y estaban a punto de hacerlo entrar en acción.

Maldita fuera.

A no ser que se tratara de Nero, era hombre muerto. Los trisani tenían poderes psíquicos contra los que nadie, excepto otro trisani, podía luchar. Nero podía meterse en la cabeza de quien quisiera, bloquearle toda actividad cerebral y, si estaba cabreado de verdad, derretirle el cerebro y dejarlo como un vegetal, chupándose el pulgar en el suelo.

Por suerte, Nero era uno de los nuevos amigos de Caillen y por mucho que le pagaran no lo entregaría. O eso esperaba él.

«Toda vida tiene un precio…».

Caillen lo sabía mucho mejor que la mayoría.

Notó una sacudida de poder cuando el trisani bajó del transporte y paseó la vista por la multitud, leyéndoles la mente en busca de su posición.

No era Nero… Nunca antes había visto a ese rastreador.

Mierda.

Caillen casi se paró al ver al hombre de cabello castaño claro, con marcadas facciones y vestido completamente de negro. Sus miradas se encontraron y, con una mueca de asco, el rastreador lanzó un disparo de plasma que por poco no lo alcanzó, pero que dio de lleno en un transporte que había a su espalda, haciéndolo estallar.

«Espero que no hubiera nadie dentro». De ser así, fuera quien fuese, tenía un día aún peor que el suyo.

Caillen desenfundó la otra pistola de rayos y abrió fuego con las dos a la vez sobre el rastreador. Pero el muy cabrón alzó un campo de fuerza para detener los rayos.

—Odio a los trisani.

No le extrañaba que la mayoría de ellos hubieran sido cazados hasta dejar sólo un pequeño grupo. En ese momento, a Caillen le hubiera gustado añadir uno más a la lista de extintos.

Pero mantuvo la calma; aún tenía un truco en la manga. Literalmente. Enfundó la pistola de la derecha y cogió una pequeña bomba que le lanzó al trisani y luego la acompañó de una granada de pulsos.

La luz cegó temporalmente al rastreador y el pulso electromagnético estalló junto al campo de fuerza. No bastó para atravesar este, pero sí para lanzar al trisani hacia atrás.

Así aprendería que más le valía no tontear con alguien cuyo mejor amigo era un ingeniero en explosivos, famoso por fabricar los mejores juguetitos del universo. Darling vivía con un solo objetivo: hacer volar cosas por los aires.

Antes de que el trisani pudiera recuperarse, Caillen se había metido en el callejón más cercano.

Que estaba lleno de agentes.

Mierda, mierda.

Doble mierda.

Apretó los dientes, frustrado, y reculó para regresar a la calle.

No pudo. Sus perseguidores se habían cerrado sobre él y la nave de apoyo se hallaba justo encima, situando francotiradores por los tejados de los edificios.

—¡Ríndete!

Ah, eso sí que resultaba irritante.

—¡Tira las armas!

Algo más fácil de decir que de hacer, pues estaba cubierto de ellas. Tardaba dos horas en colocarse todo aquel equipo…

Lo único que podía animarlo a desarmarse a toda prisa era una mujer dispuesta y desnuda en su cama, que le arañara la espalda. Era evidente que allí no había ninguna, y no tenía interés en quedarse indefenso con toda aquella artillería apuntándolo.

Un disparo de aviso le pasó justo por encima de la cabeza.

—El siguiente será entre los ojos. —Los láseres le hicieron ver adónde apuntaban exactamente. La verdad, el de la frente no lo inquietó tanto como el de la entrepierna.

—¡Las manos en la cabeza!

Caillen frunció el ceño.

—Si pongo las manos en la cabeza, no puedo tirar las armas. Alguien tendría que tomar una decisión. ¿Qué queréis que haga y en qué orden?

—Tira el arma que tienes en la mano y luego pon las manos en la cabeza.

Hizo lo que le decían.

Los agentes se acercaron.

«Sí, venid con papá. Más cerca… más cerca… No seáis tímidos».

Cuando uno de ellos fue a esposarlo, Caillen lo agarró y lo empleó de escudo. Tres ráfagas de los francotiradores impactaron en el pecho del hombre. Lanzó el cadáver al agente que se le acercaba por la espalda, dio media vuelta, cogió a otro hombre, lo desarmó y lo envió por los aires.

Desechó del todo sus remilgos sobre matar agentes, empleó el muelle cargador para subirse un puñal a la mano y acabó con cinco más antes de que el trisani lo agarrara del cuello sin tocarlo y lo paralizara.

El rastreador chasqueó la lengua.

—Casi odio tener que entregar a estos zánganos a un hombre de tus habilidades.

—Que te jodan.

El trisani se rio.

—Lo siento, pero aquí el único jodido vas a ser tú.

Caillen lo miró a los ojos. En cuanto lo hizo, forzó un incremento de energía, como Nero le había enseñado a hacer. Era la única arma que se podía emplear contra aquella especie; y a no ser que aquel tipo fuera más fuerte que Nero, funcionaría.

«Esperemos que no lo sea».

Se concentró con todas sus fuerzas. Un segundo, el trisani lo tenía dominado, y al siguiente Caillen estaba libre y estrellaba a un agente contra otro. Lanzó su gancho a lo alto de la pared y estaba comenzando ya a alejarse cuando oyó algo por el comunicador que llevaba en la oreja que lo hizo detenerse.

—Hay una mujer inconsciente en esa calle, bajo la basura. No estoy seguro de si es nuestra presa o no, pero está cubierta por lo que parece un abrigo de hombre.

Mierda.

Habían encontrado a Kasen. Si él escapaba, la cogerían a ella, y su hermana nunca resistiría el interrogatorio. Era el tipo de persona que cantaba más que una ópera.

Eso sí era mala suerte.

Suspiró mientras movía la muñeca para fallar el tiro y que el gancho cayera sobre el pavimento. Dejó que sus perseguidores pensaran que el éxito era de ellos, aunque la verdad le quemaba por dentro. De no ser porque habían descubierto a Kasen, habría logrado escapar.

Lo esposaron y luego, con cuidado, estuvieron desarmándolo durante los siguientes veintiocho minutos.

—Maldita sea, chaval —dijo uno de los oficiales, mientras seguían encontrándole armas escondidas por el cuerpo—. Es como desarmar a un asesino de la Liga. ¿Estás seguro de que no estás con ellos?

Tuvo que contenerse para no atacarlos y volver a escapar. La sumisión no formaba parte de su carácter.

«Piensa en Kasen…».

Sí, pero lo que realmente estaba pensando de ella era las ganas que tenía de darle una buena paliza.

El agente le sacudió las manos esposadas.

—¿Quién está contigo?

Él lo miró a los ojos sin parpadear ni vacilar.

—Nadie. Vuelo solo. Comprueba los registros.

Gracias a los dioses, Caillen era muy bueno en lo que hacía. En los registros no encontrarían ni el más mínimo rastro de alguien que no fuera él.

—¿Y qué hay de esa mujer?

—Una víctima sin nombre. Le he robado la cartera. Regístrame el bolsillo y la encontrarás.

Siempre tenía un carnet de identificación falso y una cartera con un alias para sus hermanas.

Por si acaso.

El agente la sacó y luego alzó el brazo para hablar por el micro que llevaba en el puño.

—La mujer es inocente. Llevadla al hospital.

—¿Quiere que le tome declaración? —preguntó una voz.

—No. Tenemos una confesión, y robo es por lo mínimo que vamos a detenerlo. Limítate a dejarla en el hospital y vuelve.

Caillen vio que el trisani fruncía el ceño. El cabrón o bien sospechaba que mentía o bien lo sabía seguro, pero por la razón que fuera se lo guardó para sí.

A fin de cuentas, él tenía razón en una cosa: Caillen estaba bien jodido y eso que r1i siquiera lo habían acariciado.

Aquello no era nada bueno.

Pero se puso aún peor cuando, mientras lo llevaban hacia el transporte, comenzaron a leerle los cargos que se le imputaban.

—… y por hacer contrabando de prilion.

Notó que el estómago le daba un vuelco. Mierda.

La carga que llevaba su hermana acarreaba una sentencia de muerte…