Tomé este restaurante en traspaso hace más de quince años. Antes se llamaba La Vieille Espagne y, en efecto, era propiedad de Luis Requejo, un español exiliado que vivía con su hija. Con ella negocié el traspaso, porque el padre estaba impedido: tuvo un derrame cerebral y, aunque salió vivo, quedó postrado en la cama. Fue entonces cuando decidieron deshacerse del restaurante, por la incapacidad de Requejo, no por motivos económicos, pues en realidad el negocio funcionaba muy bien, tenía una clientela amplia, más francesa que española. Aparte de la enfermedad del propietario, su hija no demostró mucho interés en continuar con el establecimiento, tenía prisa por desprenderse de él. Tuvo suerte de encontrar un comprador honrado como yo, amigo de la familia, porque cualquier otro se habría aprovechado de ella, ya que aceptaba cualquier rebaja en el precio o en las condiciones con tal de resolverlo cuanto antes. Era una mujer poco afable, incluso desabrida en el trato; en realidad era su padre quien sostenía el restaurante, él sí era un hombre encantador, no así la hija. Mantuve todavía algo de contacto con ellos mientras vivió el padre, a quien visitaba cada vez con menos frecuencia, dado lo penoso de su enfermedad, que ni hablar le dejaba. Vivían en un piso por la zona de Bonnefoy y desde que dejaron el restaurante apenas salían, él postrado en la cama y su hija en tareas de enfermera. Además, ella nunca tuvo mucha vida social aquí. Él sí, él estaba muy relacionado. Con los españoles, por supuesto, pero también con muchos franceses, yo entre ellos. Los martes organizaba una cena, por así decirlo, política, en su restaurante, a la que asistíamos españoles y franceses por igual. Pero la hija no, la hija se limitaba a servir la mesa y cocinar, pero no quería saber nada de aquellos encuentros que acababan en borracheras cantarinas y nostálgicas. A ella nunca le gustó Toulouse, y supongo que por eso, y por su carácter arisco, no hizo esfuerzo alguno en relacionarse con sus vecinos. Su poco aprecio hacia su lugar de residencia era manifiesto en todo momento. Así, por ejemplo, cuando se le reprochaba su insociabilidad repetía siempre la misma broma sin gracia: decía que no soportaba una ciudad que significa perder, haciendo un chiste fácil con la pronunciación de Toulouse llevada al inglés, to lose. Una pena de mujer. Yo la conocí desde que era una muchacha de apenas veinte años, cuando llegaron a Toulouse huyendo del régimen franquista, y fui testigo de su proceso de deterioro: fue disipando su encanto original hasta convertirse en un hermoso cuerpo malgastado por un interior que no quería salvación. Cuando murió su padre, hace unos diez u once años, vendió el piso y se marchó de la ciudad, sin informar a nadie de su destino. Entre los amigos de la familia se decía que había regresado a España, pero no lo creo, porque ella ya intentó el retorno a principios de los ochenta y acabó por volver a Toulouse, decepcionada por cómo había encontrado su país, lo que no hizo sino agriar aún más su ya de por sí conflictivo carácter. No creo que nadie aquí pueda aportar alguna información para encontrarla; ya he dicho que no cultivó muchas relaciones en Toulouse, por no decir ninguna, más allá de las obligadas por el restaurante o el padre. Hay personas que pueden vivir treinta años en una ciudad y actuar como si estuvieran de paso, en permanente provisionalidad, parece que se esfuerzan por pisar despacio para no dejar huella de su presencia. Hay personas capaces de cruzar la vida sin mancharla y sin ser manchados por ella. Nunca he entendido esa discreción extrema, esa actitud de quien parece vivir porque no queda otro remedio.