¿Quién no se ha interrogado alguna vez acerca de los mecanismos que sostienen las desapariciones y que escapan a nuestro conocimiento? La facilidad con que una persona puede extinguirse sin dejar huella: alguien se despide por la mañana y nunca más aparece, no queda un solo rastro sobre la tierra, pasa a integrar el regimiento de desaparecidos que distorsiona las estadísticas, que deja familias durante años encadenadas a una fotografía en la que el evaporado, sonriente, parece estar adelantando su marcha. Ninguna búsqueda se prolonga hasta el infinito: toda búsqueda se ve en algún momento aliviada por el éxito, por la desgana del perseguidor, o por la absoluta carencia de nuevas pistas. Hay búsquedas que concluyen en un cadáver con la garganta llena de tierra y cal. Hay búsquedas que culminan en el hallazgo de un hombre despreocupado, diríase que feliz, que sostiene una vida apócrifa en una localidad costera a miles de kilómetros de su punto de fuga. Pero también hay búsquedas que cesan violentamente en un vacío desconsolado, la dificultosa sucesión de pistas se ve cercenada de un tajo fulminante, definitivo, no hay nada más allá, el objeto de nuestra búsqueda ha dado un paso invisible que rompe la cadena, como si hubiera retrocedido con cuidado sobre sus últimas huellas y escapado por un margen del camino borrando su rastro en la arena mientras avanzaba de espaldas; a partir de ese momento podemos abandonar inmediatamente la búsqueda o regodearnos por tiempo indefinido en nuestro fracaso mediante la observación desesperada y eterna de las pistas anteriores. Hay personas que desaparecen y pareciera que en su huida hay una terrible voluntad de extinción total, de desintegración sin remedio. Generalmente no son necesarios esfuerzos especiales por parte del desaparecido y es su propia insignificancia, reforzada por el paso del tiempo que como un viento desordena los campos de huida, la que le regala ese pasaporte a la inexistencia, a salvo de investigadores y familiares. Hay personas que desaparecen y, tras una ilusión inicial de estela visible a su paso, pronto se consumen en una exhibición de prestidigitación y no hay nada más, sólo una vasta ignorancia y un recuerdo condenado a morir o a convertirse en fetiche de sí mismo.
—Yo no conocía lo que había sucedido en Madrid con el profesor Denis. Sí estaba al tanto de todo lo de la universidad, las manifestaciones y la represión, por la información que aparecía en la prensa francesa y lo que me enteraba en reuniones con exiliados. Por Le Monde supe, en un suelto aparecido días después de los incidentes, que habían expulsado del país al profesor Denis, y me sorprendió, claro, porque yo fui su alumno a finales de los cincuenta, cuando empezó la agitación estudiantil, y lo recordaba como lo que siempre aparentó: un profesor encerrado en sus estudios y ajeno por completo a la situación política del país. Aquella breve noticia no aclaraba su destino. Si hubiera sabido que estaba en París le habría ofrecido mi ayuda desde el primer momento, el exilio siempre es duro en sus inicios y yo conservaba un recuerdo afectuoso del profesor. Nuestro encuentro fue pura casualidad, él no me buscaba. Yo salía de la facultad, era ya abril, recuerdo que llovía, esa lluvia fina que en España llaman calabobos y que en París tiene una consistencia sucia, de polución licuada. Me llamó la atención la figura de un hombre bajo la lluvia, rígido, con las manos en los bolsillos de un traje viejo, no exactamente sucio pero sí desolado, con ese abandono que delata al mendigo en sus primeros días de habitar la calle, esas arrugas del pantalón de quien ha dormido encogido y sin desvestirse, el desgaste precipitado de la ropa, una sombra feroz en la cara que no es sólo barba sino que es también una mancha de desesperanza, como si la piel se sometiese al mismo proceso de descomposición que la vestimenta. En París, desde el primer día, siempre me llamaron la atención los vagabundos, esos entrañables clochards que parecían ajenos al drama de vivir en la calle, casi unos profesionales de la indigencia, con su alcoholismo festivo y su territorialidad civilizada, cada uno con su banco de parque, su andén de metro, su ojo de puente, su soportal en propiedad indiscutida en el que atesorar todo ese equipaje fantástico que acumula la locura callejera. No es que frivolice ni idealice la situación de necesidad de estas personas, pero siempre me llamaron la atención por su talante digno, en contraste con los mendigos españoles, heridos de hambre y vestidos de ese tremendismo tan católico de nuestros paisanos. Por eso aquel día, al salir de la Sorbona, me fijé en ese hombre de incipiente mendicidad, que no podía ser un clochard con aquella severidad casi mística, parecía recrearse en su pena bajo la lluvia. Al menos en los años sesenta era fácil distinguir un mendigo español de uno francés, de la misma forma que en el extranjero diferenciamos a un turista español del resto, son esas particularidades inevitables que algunos confunden con lo patrio. Identifiqué a aquel hombre como español y me acerqué a él, no por curiosidad sino por solidaridad, pues en esos años conocí a tantos españoles, exiliados o emigrantes laborales en París, que llegaban con las manos vacías y sin saber una palabra de francés y necesitaban ese primer apoyo, no sólo alguien que les pusiera en el camino, que les orientase para regularizar su situación, dónde encontrar trabajo y vivienda, sino alguien con quien intercambiar unas palabras para aliviar el desamparo de una ciudad como París, en la que además, por mucho que se mitificara, la solidaridad con la causa española iba por barrios. Al aproximarme reconocí al profesor Denis y relacioné su presencia y su lamentable estado con la noticia de su expulsión leída en prensa varias semanas antes. Le llamé por su nombre y reaccionó con temor, quizás creyéndome un policía, así que aceleró el paso para alejarse, hasta que le alcancé, le tomé de un brazo y traté de tranquilizarle. Me reconoció sin necesidad de presentación y me apretó la mano con fuerza, como un gesto de agradecimiento por adelantado. Lo conduje a una cafetería cercana donde se recompuso ante un tazón de café y unos cruasanes que comió con prisa, delatando su hambre de varios días. Me contó que un par de horas antes había entrado en la Sorbona para encontrarse con un profesor español del que había sido compañero en Madrid, un tal Matías Ávalos al que los profesores y estudiantes españoles conocíamos bien y teníamos por un espía de la embajada española. Denis pensó que Ávalos podría ayudarle, por mero compañerismo académico y compatriota. Pero Ávalos era más franquista que Franco y estaba al tanto de la expulsión de Denis, supongo que advertido por la legación nacional. Así que Ávalos le acusó de enemigo de la patria y ese tipo de lindezas que nos dedicaba por los pasillos, y expulsó al profesor a empujones del edificio, amenazándole además con denunciarle a las autoridades y, por supuesto, a la embajada, cosa que seguramente no tardó en cumplir. Y en tal fracaso se encontraba Denis, bajo la lluvia frente a la facultad, angustiado por lo que consideraba una nueva puerta cerrada en sus narices. No me contó mucho de lo que había vivido desde su llegada a París, porque ni de eso ni de lo sucedido en España quería hablar, como un capítulo definitivamente clausurado, y sólo a través de menciones indirectas pude recomponer su trayectoria. Al parecer, al llegar a Francia los policías españoles que lo escoltaban lo pusieron bajo custodia de la policía francesa, que sin motivo aparente lo mantuvo bajo vigilancia varios días. Denis tuvo un incidente, que no me quiso referir, con la embajada española, y probablemente también con las autoridades francesas, así que acabó por abandonar su hotel y, falto de recursos, ya que había salido de España con lo puesto, pasó varias semanas como un vagabundo: dormía en un refugio de transeúntes cercano a la Sorbona, comía gracias a una parroquia que alimentaba a los mendigos del barrio y el resto del día, cuando no llovía, lo pasaba deambulando por las calles o sentado en un banco del Luxembourg. Hasta que decidió resolver su situación y dirigirse a la universidad aquel día. En cuanto a lo sucedido en España, su detención, las acusaciones contra él y la expulsión sufrida, Denis rehusaba mis preguntas, únicamente repetía que con él se había cometido una injusticia, que todo era un error y que cuando estuviese en mejor situación lo aclararía, aunque al mismo tiempo aseguraba no querer volver a España bajo ningún concepto, y mostraba hacia el país un desprecio triste, apagado, como un despecho amoroso. Le hice acompañarme al pequeño apartamento en que me alojaba, un cuchitril por la zona de Saint-Médard que era lo único que me permitía mi exigua beca. Le presté ropa limpia y se dio una ducha que casi agotó el depósito de agua caliente del edificio. Pese a su cortés negativa le convencí para que se quedase un tiempo conmigo, el apartamento tenía una cama y un sofá a cual más pequeño, al menos hasta que hubiese resuelto lo más urgente: legalizar su situación en Francia y buscar una fuente de ingresos que le garantizase no volver a la calle. Le ofrecí, además de alojamiento y comida sin contrapartida, toda mi ayuda; le averigüé los trámites necesarios para legalizar su residencia, su condición de exiliado, y le prometí que, una vez resuelto el papeleo, le presentaría a algunas personas de la universidad que estarían interesadas en su trabajo, pues no olvidemos que Denis llegaba a París con una sólida carrera académica a su espalda. Así transcurrieron un par de semanas, durante las que cada uno se entregó a su rutina: yo a la universidad, y Denis a la no menos rutinaria procesión por oficinas, direcciones generales, despachos; una disciplina que me relataba a la hora del almuerzo, que compartíamos en un comedor universitario al que conseguí franquearle el acceso. Durante la comida me hablaba de visitas a tal o cual despacho, de formularios rellenados, entrevistas con funcionarios más o menos displicentes, complicados trámites que se alargaban por días, el relato de esa lentitud administrativa que todos hemos conocido. Hasta que un día, sin previo aviso, Denis desapareció. Nos despedimos como cada mañana, en la esquina en que yo tomaba el camino de la facultad y él enfilaba hacia algún ministerio. A la hora del almuerzo no se presentó en el comedor, lo que yo interpreté como una demora burocrática que le retenía en cualquier despacho. Pero tampoco lo encontré al final de la jornada, al regresar al apartamento. Me acosté tarde, preocupado por su ausencia y su falta de noticias. Al día siguiente hice mi jornada dominado por ese presagio de desgracia que provoca la incomunicación que precede a toda desaparición, y al volver al apartamento esa tarde seguía sin aparecer. Pregunté al portero del edificio y me reveló que el día anterior había visto salir a Denis —al español que vive con usted, dijo— acompañado de varios hombres, también con aspecto de españoles —ese olfato para los extranjeros que tienen los porteros franceses—, que subieron todos en un coche y se marcharon. Esperé varios días, hasta que opté por denunciar la desaparición, me temía cualquier cosa. Lo primero que se me pasó por la cabeza es que había sido secuestrado por agentes de la policía franquista, que se lo llevaban de vuelta a España para completar su proceso. Lo comenté con algunos exiliados con los que tenía trato frecuente y fue uno de ellos, militante del partido comunista, quien averiguó y me comunicó que habían sido miembros de su partido quienes se llevaron a Denis, para aclarar algunas cosas con él, y que tras aquella reunión Denis marchó bruscamente sin que nadie lo retuviera y desde entonces no se había vuelto a tener contacto con él. Mis averiguaciones no quedaron ahí. Intenté recomponer el recorrido administrativo de Denis para comprobar en qué punto había quedado su solicitud de residencia, y me llevé la desagradable sorpresa de que en realidad el profesor no había hecho un solo trámite, no había visitado ningún despacho ni rellenado formulario alguno, pues no encontré rastro de él en los negociados pertinentes. Al principio me enfureció aquel descubrimiento, me sentí engañado, pensé que el profesor se había aprovechado de mi hospitalidad y había permanecido dos semanas viviendo de mis escasos recursos, a mi costa y mediante engaños, puesto que recordaba los relatos que me hacía en cada almuerzo, pródigo en detalles sobre el talante hosco de tal o cual funcionario, o cierta secretaria que le agradó por su belleza. Y después me entero de que no había hecho nada, que todo era mentira, que pasaba las mañanas, qué sé yo, paseando por el Luxembourg, visitando museos, enredando en los puestos de libros viejos del Sena, o simplemente tumbado en el sofá del apartamento, leyendo el periódico del día anterior. Sin embargo, la inicial decepción dio paso al desconcierto. ¿Qué había ocurrido realmente? ¿Dónde estaba Denis? ¿Qué explicaba su extraño comportamiento? En todo este tiempo he sido, por así decirlo, fiel a la memoria de Denis, sin saber qué ocurrió con él, sin tener ya ni siquiera una hipótesis con la que especular, pero recordando de vez en cuando aquel episodio, aquel hombre tranquilo que tenía su vida resuelta en Madrid, que se encontraba en ese momento de la vida en que sólo queda esperar, remar despacio, y de repente se vio atrapado en un remolino de sucesos que le empujaban, sin remedio, hacia una desaparición sin testigos. ¿Dónde acabó Julio Denis? Aún le busqué, durante un tiempo, en el territorio de los clochards, en la mirada tan individual como afín de todos esos habitantes de la calle: le busqué en las estaciones de metro cercanas, en el refugio arcado de los puentes, en los asilos de transeúntes; incluso amplié mi búsqueda algunas tardes hacia barrios más apartados, pese a esa preferencia centrípeta de los mendigos en las ciudades; estuve en los grandes parques del oeste, en zonas marginales, en ruinosos edificios abandonados como comunas de la miseria; pregunté a otros españoles, en reuniones de exiliados que cada domingo intercambiaban sus pesares idénticos en bares periféricos de nombre español, pero nadie pudo darme señal alguna de Julio Denis en París.