Renqueante, acaso falta de ritmo, la novela ha avanzado a brazadas desiguales, arrojado a los pies del lector materiales enfermos, explicitado mecanismos que normalmente son encubiertos por la habilidad manufacturera del novelista, el andamiaje siempre se disimula tras hermosas cortinas. ¿De qué se trata entonces? ¿Suficiencia del autor? No, evidentemente. Quizás el hartazgo ante cierta escritura de plantilla —por otra parte perfectamente respetable— que trampea al lector con los viejos recursos ya conocidos: intrigas dosificadas, elementos dispuestos con helada premeditación, motivos repetidos con un compás exacto, ambigüedades afinadas, o ese meritorio runrún que destilan ciertas novelas y del que salimos con sensación de desvalimiento, de haber sido llevados de la mano por alguien que considera que no sabemos andar. Y que nadie vea en esta declaración una ingenua pretensión iconoclasta, ni una contribución —por otra parte no solicitada— al tosco e interesado debate sobre el fin de la novela y etcétera. Quizás, más probable, estamos ante una confesión de invalidez, el recurso deconstructivo de quien no sabe, no puede o no quiere construir, y que al final, en la última página, comprueba entre lamentos que no hay otro modo, que siempre se acaba construyendo algo. Y que la voluntad de alejamiento nos conduce siempre al punto del que huíamos: acabamos transitando por los mismos caminos que decíamos rechazar, aunque pretendamos hacerlo por la cuneta o caminando de espaldas —lo que no deja de ser un preciosismo decorativo y acaso una disipación de herramientas de otro modo aprovechables—. Concluyamos, sin remedio, el juego.