Escribir una novela resentida es fácil, ya lo creo: y esto que usted está perpetrando es, sin duda, una novela resentida, un J’accuse poco meritorio y en realidad inofensivo, un vano ejercicio de señalación en el que un estilo pretendidamente ingenioso acaba consiguiendo que se mire al dedo que señala antes que al objeto señalado: qué fácil y qué gratuito andar pidiendo cuentas a estas alturas, exigir responsabilidades con la boca chica, culpar a todos sin disculpas ni contextos ni coyunturas, da lo mismo: los gobernantes que hacen tabla rasa, los empresarios que ganan su hacienda con sangre ajena, los hijos que heredan de sus padres las manos sucias, los novelistas que entretienen a costa de depreciar la sacrosanta verdad, los cineastas y teleprogramadores que ofrecen al espectador un consuelo de nostalgias lenitivas, los chivatos, los inconscientes, los borregos y, por supuesto, los policías: los policías malísimos que torturaban y torturan y torturarán ad calendas graecas, que sólo cambian el color de la chaqueta y la gorra porque somos en realidad clones del maligno y usted al fin nos ha descubierto, pequeños franquitos con un tic golpeador en el brazo desde que salimos de una academia en la que parece que todavía nos hacen jurar fidelidad a los principios del Movimiento nacional, ésas son en grandes trazos sus fabulosas acusaciones: porque en ningún momento se detiene a pensar cuánto nos debe usted a policías como yo, que lo he dado todo, que me han condecorado varias veces, y me refiero al tiempo presente, en democracia, es inútil que le relate mis mayores éxitos profesionales, no merece la pena porque las personas como usted entienden más confortable el rencor que la gratitud, se instala en el resentimiento como una atalaya moral con la que se justifica a sí mismo, se deja llevar por ideas primitivas, lugares comunes, la policía represora, proterva: no entiende nada, tiene la cabeza saturada de hermosas historias, de mitos fáciles, de luchadores por la libertad, pero no todo era tan simple, no valen estos ajustes de cuentas, porque a eso se dedica usted: a ajustar unas cuentas que en realidad desconoce, y lo hace desde un resentimiento sin concesiones: fíjese en un solo dato, suficientemente ilustrativo: hasta llegar a este punto, usted ha dedicado 118 de 264 páginas a su cuestión monotemática, nada menos que 118 de las 264 páginas precedentes se refieren de forma más o menos directa a la represión, a la brutalidad policial, esto es, un 44,7 % de las páginas: ¡no me negará que es una novela insoportablemente reiterativa!, usted desconoce por completo el arte de la sugerencia, de lo implícito, de las lecturas indirectas: se lo digo incluso, fíjese mi generosidad, en términos de eficacia novelesca: si su intención es denunciar la supuesta brutalidad del anterior régimen parece más que suficiente con un 44,8 % de la novela: ¿no teme que sus lectores crean ser tomados por lerdos, pues parece que el autor ve necesario repetir una misma cosa ciento dieciocho veces para que la entiendan bien?: pero usted insiste, inagotable en su pesadez, por si no fuera bastante con decenas de relatos de palizas, homicidios, cargas desproporcionadas en manifestaciones, visitas nocturnas, intimidaciones, chivatos encubiertos, detenciones sin garantías, etcétera, por si no fuera bastante con tal catálogo, usted aporta además un puñado de testimonios que, a primera lectura, resultan increíblemente manipuladores, embusteros, pero que por su apabullante presencia abruman al lector más indulgente, quien no podrá más que llegar, aunque sea a empujones, a las mismas conclusiones del autor, sólo podrá decir amén ante su tesis, víctima de un juego descaradamente maniqueo, y puedo detallarle algunos ejemplos de este juego: en las páginas 38 y 39 se citan los casos de Ruano y Gualino grosso modo, olvidando que del primero nunca se ha demostrado la acusación de homicidio, pues había muchos indicios de suicidio en su personalidad desequilibrada, y en cuanto a Gualino, quedó probado que se produjo un disparo fortuito cuando su vehículo intentó atropellar a dos números de la guardia civil que le dieron el alto, pero usted no menciona nada de eso y a cambio incluye otras barbaridades mentidas con mayor o menor fortuna literaria: entre las páginas 89 y 92 reproduce la pretendida confesión de un miembro de la policía armada de aquellos años, en lo que no es más que un recurso literario sin apego alguno a la verdad, es decir, una entrevista a todas luces falsa, en la que el confeso no dice más que aquello que usted quiere que diga, como en un ejercicio de ventriloquia, aunque eso parece no importarle en su persecución de la verdad prefijada: son numerosos los momentos de su novela en que usted incluye textos que tienen la apariencia de testimonios personales de quienes, según se afirma, vivieron la supuesta brutalidad policial: el joven que recibe una paliza por realizar una pintada en el Rectorado (p. 70), el estudiante que precisa internamiento hospitalario tras la carga policial (pp. 86-89) o, con mayor gravedad, el dirigente estudiantil que es conducido a las dependencias de la Dirección General de Seguridad, interrogado y llevado finalmente a una pretendida cámara de tortura (pp. 117-130), y el delincuente anarquista que dice haber sido salvajemente maltratado en dos ocasiones (pp. 156-171): en todos estos casos, como en otros presentes en la novela, resulta evidente que usted se beneficia de la buena disposición del lector, trabucando sus sentimientos mediante su exposición a terribles experiencias personales que, de entrada, son absolutamente falsas, se trata de personajes ficticios, producto de una imaginación necesitada de mártires que adornen la fácil patraña del Estado policial: es el caso del relato, ¡en primera persona!, del anarquista (pp. 156-171), que representa, insisto, un testimonio embustero, inventado, lo que ya de por sí resta credibilidad a lo descrito, en una nueva trampa para lectores incautos en la que, en medio de tan grandes mentiras —electrodos, salvajadas rompehuesos, partes de defunción firmados y sin fecha—, lo único rescatable como probable es la condición del supuesto maltratado, un confeso terrorista que además reconoce pertenecer a una banda autora de delitos de sangre, lo que demuestra que no todo eran estudiantes, cantautores, sindicalistas honestos y ciudadanos indignados, no señor, también había terroristas, ¿o no recuerda usted a los once muertos de la calle Correo?, ¿y el atentado contra el almirante Carrero Blanco, en el que también murieron su chófer y el escolta?, y tantos policías, guardias civiles, ciudadanos asesinados por terroristas y que no fueron más gracias a nuestro trabajo, nosotros combatíamos ese desorden para evitar una vuelta atrás, para evitar males mayores, para evitar más muertos…

… De acuerdo, no había tantas libertades como ahora, se cometieron algunas injusticias, no lo dudo, aunque fueron aisladas, no generalizadas, y hay que entender cada fenómeno en su momento, en la historia, en el contexto en que ocurrieron: pero además usted, incluso en su falsario propósito de veracidad, incurre en grandes inconsistencias, errores e informaciones increíbles que acaban por echar por tierra su débil argumentación: así, las páginas que se refieren al paso del dirigente estudiantil por las dependencias de Sol (pp. 117-130) están llenas de inexactitudes, cuando no enormes mentiras, que le puedo señalar una por una: en primer lugar, se cita el caso Grimau como un episodio más de brutalidad policial, cuando quedó demostrado que se produjo las heridas al arrojarse por una ventana, ya que se arrojó, no lo arrojaron, y de hecho el propio detenido —de quien usted, por cierto, ha olvidado mencionar su pasado como comisario político y chequista en la guerra civil— declaró ante el juez no haber sufrido torturas, como prueba el artículo de prensa que, con ánimo irónico, usted reproduce en las páginas 134 y 136: posteriormente, su ficticio estudiante detenido realiza un imposible recorrido por los pasillos y escaleras del edificio policial, cuando lo cierto es que los detenidos no se movían de una zona restringida, quedando el resto de estancias para oficinas y despachos en los que nada tenía que hacer un detenido, pero usted desdeña cualquier verosimilitud, prefiere escudarse en el mito fácil, la leyenda infundada que permanece en torno a la Dirección General de Seguridad, el edificio de la Puerta del Sol: yo he leído narraciones espantosas, peores incluso que la suya, escritores de supuesta solvencia que trazan un retrato sombrío de aquel edificio, poco menos que un campo de concentración, o incluso de exterminio, en pleno centro de Madrid: nada de eso, créame, allí había unas dependencias policiales, ni más ni menos, con sus despachos, sus trabajadores, sus oficinistas, sus máquinas de café, sus cuartos de baño, sus funcionarios eficientes, sus funcionarios vagos, las rencillas propias de cualquier centro de trabajo, el compadreo igualmente propio, el bote común de las quinielas, la cerveza que invita cada uno por su santo y nada más: sí, y los calabozos, efectivamente, como en cualquier comisaría, calabozos por los que pasaron muchos detenidos, todos los días entraban y salían personas, la misma rutina de cualquier comisaría de nuestros días: yo conocí bien aquellos calabozos —que por supuesto estaban situados en el sótano, pero no por un afán tenebroso, como usted preferirá, sino por mera arquitectura policial, no conocerá usted muchas comisarías aquí o en el país más democrático en que los calabozos estén en un ático, ¿verdad?—, y le aseguro, puede usted creerme o no, que allí se trataba con corrección a los detenidos, aunque había de todo, como en botica: había quien se comportaba como debía, y había quien se resistía con todos sus medios a ser entrado o sacado, y hasta quien intentaba agredir a un funcionario, casos en los que queda justificado el recurso a la fuerza, una fuerza proporcionada, sin excesos, claro: pero sigamos señalando los grandes yerros que falsifican aún más su relato: según señala usted, siempre en mentirosa primera persona, el estudiante es interrogado inmediatamente después de su llegada a Sol, cuando lo habitual era que el detenido, a su llegada, fuera fichado, reconocido por un oficial médico que se informaba de si precisaba algún tipo de medicación y llevado a una celda individual, de la que raramente salía para ser interrogado antes de tres o cuatro horas, ya que siempre es necesario dejar al detenido en su soledad durante un período mínimo para mejor éxito del interrogatorio, aunque eso usted lo desconoce, como ignora las más elementales técnicas de interrogatorio, queda demostrado en la insostenible descripción que del mismo hace, incluido un verborrágico monólogo del interrogador que quizás tenga algún valor literario, pero que nada tiene que ver con la realidad de un proceso que debe ser conciso, directo, persistente: debería usted informarse mejor, saber que los policías entonces, como ahora, estábamos en la vanguardia policial en cuanto a técnicas de investigación: yo mismo, tras salir de la academia —apadrinado por el comisario Ramos, que seleccionaba a los alumnos más brillantes y se los reservaba para su brigada— pasé un par de años en Estados Unidos, donde me formé con los nuevos sistemas de investigación que aplicaba la agencia de inteligencia norteamericana, las últimas técnicas en la lucha contra la subversión, en el control de elementos peligrosos, en la infiltración en organizaciones, porque los policías de más valía, y mis medallas pesan más que mi modestia, teníamos grandes oportunidades de formación…

… De acuerdo, hubo cosas difíciles de justificar en la policía de Franco y que necesitan de una contextualización y de una atención caso por caso, pero en líneas generales, desde un punto de vista profesional, puede afirmarse que aquélla fue una gran escuela, de ella salieron los mejores policías, los que ya en democracia han seguido combatiendo el terrorismo con éxito en este país, los ejemplares funcionarios que ahora se jubilan y los que se jubilarán en los próximos años, todos salimos de aquella gran escuela, ¿y acaso no somos policías democráticos sólo porque nos formamos durante el régimen de Franco?: quien diga eso no comprende nada, porque la policía es un cuerpo profesional, no entiende de sistemas de gobierno, cumple con su trabajo y punto, pero eso a usted no le importa, se encuentra más cómodo chapoteando en sus mentiras, no merece la pena continuar porque podría desmentir una por una sus ciento dieciocho alevosas páginas, su fácil dramatización para nublar el juicio del lector, su efectismo trágico, como hace con la repentina aparición de un Andrés Sánchez lleno de golpes y ensangrentado (p. 128), o la peliculera sala de torturas a que es conducido el detenido (p. 130), con su mesa de operaciones, su mordaza, su venda y su desnudez, a lo que siguen unas tramposas páginas sobre métodos de tortura que invitan al lector —al que definitivamente se piensa carente de toda inteligencia según su método narrativo— a relacionarlas con las prácticas policiales: y no hablemos de las infames páginas 189 a 194, que merecen una querella criminal contra el autor antes que una crítica que no salvaría ni una coma: si quiere hablamos de los interrogatorios, de los métodos de la Brigada de Investigación Social, si es que usted se atreve a desprenderse por unos segundos de toda esa hojarasca mistificadora: probablemente, es inevitable, hubo ocasiones en que se pudo ir un poco la mano, pero puedo afirmar que en mis años de servicio yo no torturé a nadie, no participé en nada semejante, ni vi a ningún compañero torturar a un detenido: otra cosa es que, en circunstancias extremas, sea necesario forzar un poco la voluntad del detenido, no sé si me entiende, intento elegir con cuidado mis palabras para evitar malentendidos: en los interrogatorios hay quien colabora y hay quien calla, como hay quien miente, y se justifica cierta presión cuando se pueden evitar males mayores, las técnicas de interrogatorio han sido objeto de estudio y desarrollo por los principales centros de investigación policial del mundo, ciertas prácticas no las inventamos nosotros, sino Scotland Yard o el FBI u otros referentes policiales de países democráticos, nosotros, ya lo dije, intercambiábamos información, recursos, métodos, formación, con otros cuerpos de seguridad, no inventamos nada: y en todas partes, desde la republicana Francia hasta la China comunista, se admite que, llegado determinado momento, se hace necesaria cierta dureza, una mayor exigencia con el interrogado, tanto mayor cuanto más vital sea la información que se espera obtener: en muy escasas ocasiones, en casos muy excepcionales, insisto, muy excepcionales, uno de cada cien, o uno de cada mil, en casos minoritarios, se puede recurrir a cierta, digamos, mayor presión, psicológica, y sólo si ésta no es suficiente, un poco de presión física: siempre moderada, por supuesto: es el viejo dilema, y aquí no valen garantismos de boquilla: imagínese que hemos detenido a un terrorista que ha colocado una bomba con un temporizador en un sitio público y concurrido que desconocemos: ¿no estará justificado, no será incluso obligatorio, llevar el interrogatorio a sus últimas consecuencias, sin regatear medios, para conseguir esa información?: siempre de forma gradual, en efecto, pero sin punto final, hasta conseguirlo: estoy convencido de que usted coincide en este punto conmigo, sin escudarse en un humanismo integrista y ramplón poco creíble…

… ¿Que cuántas situaciones límite de ese tipo se produjeron durante el régimen de Franco?: ya veo por dónde va, puede que mi ejemplo haya sido un poco desafortunado: sin tener que llegar a ese extremo, hay muchas veces en que la información a obtener es vital para evitar males mayores: ése es el sentido de la proporcionalidad que nos rige: que el mal cometido compense el mal que se va a evitar: y de ese tipo sí que hubo numerosos casos en aquellos años, aunque no merece la pena recordarlos, porque hoy quizás no se entiendan, sacados de su contexto, de su tiempo histórico, tal vez lo que hoy nos parece injustificable podía estar justificado en otros momentos, cuando nos enfrentábamos a peligros que hoy, gracias a Dios, ya parecen superados en España, como la desestabilización social, la descomposición nacional, la revancha sangrienta de quienes no aceptaban la derrota de un proyecto inviable: en aquellos años la ciudadanía demandaba, como hoy, paz, progreso, estabilidad, consumo: y eso era lo que le garantizábamos, estábamos comprometidos en combatir todo aquello que pudiera perturbar tales aspiraciones legítimas: y como una perturbación de ese calibre podía ser calificada la gran huelga que se preparaba cuando fue detenido el profesor Julio Denis por su participación en la organización de la misma: se preparaba una huelga política para agitar el país, una acción conjunta de estudiantes y obreros, se pretendía dar un golpe de mano, poner a la nación contra las cuerdas, tumbar el sistema de una vez, pues si una huelga así salía adelante, detrás iban los terroristas, los vascos, los catalanes, todos los oportunistas a pedir lo suyo, sin olvidar a los revanchistas que esperaban su vez desde el treinta y nueve: yo no discuto lo del derecho de huelga y todo eso, pero insisto en que hay que entender cada cosa en su contexto, y aquéllos eran momentos delicados, el país no estaba preparado para según qué cosas, era imprescindible esperar hasta que el pueblo estuviese bien maduro para conceder ciertas libertades, no sé si me entiende, porque usted parte de muchos prejuicios ideológicos, lo simplifica todo en una cuestión de libertad o no libertad y no se da cuenta de las infinitas gradaciones que existen, no todo es blanco o negro, todo lleva su tiempo, gracias a que no se precipitaron acontecimientos y se esperó a esa madurez vivimos hoy como vivimos: porque si se hubiera operado de otra manera, a mayor velocidad de la que se podía soportar, ya sé dónde habríamos acabado, mire lo que pasó con la República, que fue puro desorden, con huelgas y más huelgas y muertos y más muertos y así acabó como acabó: por eso nosotros nos aplicamos en impedir aquélla y cuantas acciones desestabilizadoras se intentaron por parte de los comunistas y sus allegados, si una de esas grandes huelgas generales hubiera tenido éxito habría podido degenerar en un nuevo conflicto sangriento, no se sonría, no estoy exagerando, ya se había producido el relevo generacional, los jóvenes no habían conocido la guerra y estaban cada vez más radicalizados, las huelgas parciales solían degenerar en actos violentos, con lo que de una huelga general podíamos esperar lo peor: en la brigada de investigación estábamos siguiendo varias pistas, teníamos localizados a varios de los enlaces, nuestros infiltrados funcionaban con precisión, sólo esperábamos el mejor momento para ir a por ellos, cuando tuviéramos el máximo número posible de elementos identificados, pero no pudimos esperar todo el tiempo que deseábamos, hubo que adelantar la operación ante lo que estaba ocurriendo en la universidad en aquellos días, los graves desórdenes en las facultades, con enfrentamientos diarios, la situación se iba de las manos y comprendimos que en esas condiciones, con los jóvenes tan radicalizados, una convocatoria de huelga podía resultar desastrosa, podía ser el detonante final para un gran estallido en el que todos teníamos mucho que perder: hubo que pasar a la acción antes de que fuera demasiado tarde y se decidió iniciar la caza por el eslabón más débil de la cadena: los estudiantes: sabíamos que en la convocatoria que se preparaba los estudiantes tenían gran peso, estaban trabajando de igual a igual con los sindicalistas obreros, así que era fácil ir a por ellos, comenzar deteniendo a los cabecillas estudiantiles para después tirar de la madeja y coger a los demás: sabíamos que el enlace a perseguir, la clave de bóveda en la operación, el que conectaba el grupo estudiantil con el resto del partido, el que nos llevaría hasta los de arriba, era uno cuyo nombre de batalla era Birón, Guillermo Birón: por supuesto, supimos lo de las novelitas de quiosco, no piense usted que la policía es tonta, pero eso en principio no cambiaba nada, un simple capricho al elegir nombre: buscábamos a un tal Birón sin saber aún quién era realmente, sospechábamos en primer lugar de ese estudiante, Andrés Sánchez, al que teníamos más que fichado y vigilado, sólo nos faltaba dar el paso definitivo, ir a por él, averiguar si se trataba de Birón y, en ese caso, interrogarle a fondo para que nos llevase a los demás, así que cuando decidimos iniciar la operación Sánchez era nuestro primer objetivo, pero el tipo debió de olerse algo porque se puso a salvo antes de que pudiésemos detenerlo, se escondió y no hubo manera de encontrarlo en su casa ni en la universidad, decidimos hacer una batida por los domicilios de algunos estudiantes y profesores conocidos por sus actividades, no piense usted en violentos allanamientos de morada e intimidaciones nocturnas, todo era muy pacífico, una práctica habitual que solía dar buenos resultados y que no implicaba ningún abuso, si lo hacíamos de madrugada era para tener a favor el factor sorpresa, pero llamábamos con educación a las puertas, entrábamos cuando nos lo permitían y raramente era necesario realizar un registro, para el que incluso solicitábamos una orden judicial: buscamos sin éxito a Sánchez en un puñado de domicilios, sin encontrarlo ni conseguir ninguna información válida…

… Supimos por nuestros informadores que Sánchez se había reunido un día antes con ese profesor, Julio Denis, durante varias horas: a este profesor no se le conocía actividad subversiva alguna, pero esa reunión despertó sospechas, pues entre ellos no había vínculo profesor-alumno, muchas veces trabajamos sin más elemento que una sospecha, una intuición, y en ocasiones se acierta: aquella misma noche enviamos una pareja de agentes al domicilio del profesor: le visitaron, le hicieron algunas preguntas y echaron un vistazo al piso, nada extraordinario, sin forzar la situación, porque no teníamos nada contra él, apenas esa leve sospecha, pero cuando regresaron a la brigada los agentes nos comunicaron que habían visto, entre los papeles que el profesor tenía sobre su mesa de trabajo, el nombre de Guillermo Birón varias veces escrito: la sospecha iba tomando forma, para la policía no existen las casualidades, sólo las causalidades, las cosas suceden siempre porque existe una causa, ésa es nuestra verdad, despreciamos el azar o, como decía el comisario Ramos, que era muy leído y gustaba de memorizar citas famosas, el azar sólo es un modo de la causalidad cuyas reglas ignoramos: intentamos encajar las escasas piezas con que contábamos, pero el puzzle todavía no ofrecía solución, así que tuvimos que esperar un poco más, hicimos trabajar a fondo a nuestros infiltrados en la organización estudiantil y pusimos vigilancia al profesor: ambos esfuerzos dieron resultado y un par de días después la sospecha inicial fue tornándose en asomo de certeza: en primer lugar, supimos de un encuentro entre varios estudiantes sospechosos y el profesor Denis en una cafetería y sin que hubiera entre ellos, una vez más, relación docente, ya que eran alumnos de otros cursos, e incluso de otras facultades: las piezas iban encajando: en segundo lugar, el seguimiento a uno de los cabecillas estudiantiles nos condujo hasta donde se reunían los que preparaban la huelga en la universidad, una casa en las afueras en la que, además, se escondía Andrés Sánchez: todo estaba a punto: reunimos un número suficiente de agentes y lanzamos, por fin, la operación en varios frentes, había que actuar con precisión, sincronizados en las detenciones para que nadie escapase: y Ramos decidió ir a por el profesor, podía ser la pieza que nos faltaba, el propio Ramos se ocupó personalmente de la detención y el interrogatorio, yo le acompañé al domicilio de Denis: cuando llegamos, al anochecer, el profesor no se encontraba en su piso, así que decidimos esperarle dentro, forzamos la puerta con ayuda de un cerrajero y teniendo en mano un permiso judicial, y aprovechamos la espera para recoger material, todos aquellos folios que, como comprobamos, no eran más que borradores de una novela de detectives: pero el hecho de que Julio Denis fuera, bajo seudónimo, el autor de aquellas novelas protagonizadas por un Guillermo Birón no aclaraba nada, al contrario, lo hacía más confuso, porque la única certeza, junto a su autoría, era que él tenía relación con los organizadores de la huelga, se había reunido con ellos y, por tanto, seguramente también con aquel que se hacía llamar Guillermo Birón: y ya le he dicho que, en investigación policial, las casualidades no existen, son despreciables como tales y necesitan un mayor esfuerzo investigador…

… Llevaríamos apenas media hora registrando la vivienda cuando apareció el profesor, no lo oímos llegar, entró en silencio y vio el desorden, sus libros y papeles por el suelo, cajones volcados, papeles y ropa por todas partes, los registros siempre son incómodos: no le dio tiempo a escapar, si es que tenía intención de hacerlo, yo crucé por el pasillo, de una habitación a otra, y le vi en la penumbra del vestíbulo, paralizado, le brillaban los ojos de humedad, pensé que de miedo, aunque al acercarme comprendí, por su aliento, que estaba algo bebido, el tipo se quedó mudo, rígido, y eso le hacía incluso más sospechoso, porque si alguien llega a su casa y se encuentra todo revuelto y descubre a un par de hombres de paisano, puede pensar que son ladrones y, en ese caso, reacciona y echa a correr, o puede pensar que son policías y, si no tiene nada que ocultar, hace preguntas, se escandaliza, propone que aquello sea un malentendido, pide explicaciones: pero el profesor no: su actitud era la de quien ha caído en la trampa, la del que no tiene escapatoria, su miedo era el de quien tiene algo, mucho, que temer, un miedo que estaba además acentuado en el alcohol que le dejaba inválido, cuando me acerqué a él noté que le temblaba la mandíbula, era incapaz de una sola palabra, parecía a punto de derrumbarse y llorar, yo ya no sabía cuánto había de miedo y cuánto de borrachera, porque el tipo no reaccionaba, y así quedó, mudo, inerte, mientras concluíamos el registro y la recogida de papeles: Ramos intentó hablar con él, le hizo algunas preguntas elementales, pero el viejo seguía callado, con su mandíbula temblona y los ojos vidriosos, y dígame usted, ¿no es ésa la actitud, no ya de un sospechoso, sino incluso de un culpable?, ¿explica una cogorza esa forma de comportarse, ese entregarse sin resistencia, esa confesión silenciosa de quien no intenta una mínima excusa?: quedó sentado en una silla, con las manos sobre los muslos y la cabeza un poco torcida, mientras concluíamos el registro: le tomé del brazo para llevarlo a la comisaría y sólo entonces, al escucharme decir «levántese, tiene que venir con nosotros», pareció recuperar la lucidez e intentó decir algo como «qué pasa, yo no sé qué ocurre, no tengo nada que ver con nada, ustedes se confunden de persona, por qué», preguntó varias veces «por qué» mientras bajábamos la escalera del edificio, yo le sujetaba del brazo pues en cada escalón estaba a punto de despeñarse, y repetía «por qué», con esa voz lastimera del borracho, e incluso preguntó, con voz baja, «por qué», a la portera del edificio, que al verlo salir en aquel estado, acompañado por quienes no podíamos ser más que policías, le lanzó una mirada de reproche, de esas que significan «ya lo decía yo»: al salir a la calle el profesor, que parecía estar en el momento más crítico de su curda, vomitó sin agacharse ni detener su paso torpe, se lo echó todo encima, en la pechera, un vómito pequeño, de baba amarilla, de bilis hedionda, se limpió él mismo con un pañuelo de tela mientras seguía su lamento, su «por qué» asustado y algunas frases incomprensibles que, ahora sí, parecían tomar forma de disculpa, de coartada urgente, de inocencia tardía: al subir al coche no tuvo cuidado, yo le empujé apenas para que entrara y se golpeó la frente con el marco de la puerta, se hizo una pequeña herida sangrante sobre la ceja y no se le ocurrió otra cosa que aplicarse sobre la hemorragia el mismo pañuelo del vómito: ya dentro del automóvil, mientras hacíamos el viaje en dirección a Sol, tuvo nuevas arcadas, dejó perdida la tapicería, lo que enfureció a Ramos, que me pidió que lo echara al suelo, que iba a llenar de mierda todo el coche, por lo que obligué al profesor a tumbarse, así era como llevábamos a los detenidos que ofrecían alguna resistencia, boca abajo en el suelo estrecho del automóvil, y en esa postura completó el viaje el profesor Denis hasta que llegamos a Sol y lo sacaron entre dos agentes, lo intentaron incorporar pero el tipo no se tenía en pie, le temblaban las piernas, ya se le estaba pasando la borrachera del mismo susto, cayó un par de veces, de rodillas, hasta que entre dos agentes lo levantaron, uno por las axilas y otro por las piernas y lo condujeron dentro, no se aguantaba en pie de los nervios que le entraron al ver dónde le habíamos llevado, porque la leyenda negra de la Dirección General de Seguridad estaba muy extendida por los relatos embusteros de los comunistas: pero ya he dicho antes que no eran más que unas ordinarias dependencias policiales, sin ningún añadido dramático, nadie tenía motivos ciertos para temer en su paso por Sol, sólo tenían algo que temer, lógicamente, quienes se obstinasen en su violencia, en su insumisión, en su delito, pero no quien colaborase, quien no tuviese nada que temer por sus actos más allá de la sanción que toda sociedad civilizada contempla para sus infractores: mire, por ejemplo, el caso de Julio Denis: nadie le puso un dedo encima durante su paso por la Dirección General de Seguridad, salió de allí tal como entró, sólo tenía, ya lo he mencionado, un pequeño corte en la frente, sobre la ceja, por el golpe que él mismo se dio al entrar en el coche: se le trató con la máxima corrección, se le permitió descansar en una celda individual hasta que estuviera repuesto de su estado alcoholizado, y con esto le demuestro una vez más lo infundado de la leyenda negra, lo fácil habría sido interrogarle en aquel lamentable estado, con sus defensas vencidas de alcohol, pero optamos por tratarle con humanidad: cuando estuvo repuesto se le facilitó su aseo en un cuarto de baño, se le ofreció incluso una camisa limpia: sólo entonces se procedió a los trámites habituales, se le completó la ficha como se hacía con todos los detenidos, como se sigue haciendo hoy con cualquier detenido, y después se le condujo al interrogatorio…

… ¿Abogado?: bueno, no, en realidad él no pidió un abogado y tampoco hubo tiempo para ello, porque duró poco en Sol y además estaba todavía dentro del período de incomunicación que se permitía en las detenciones: lo interrogamos Ramos y yo: fue un interrogatorio tranquilo, educado, no fue necesario presionar, psicológicamente me refiero, al profesor Denis, y eso que el interrogatorio no dio los resultados esperados, fue un tanto confuso, porque por momentos el profesor mostraba graves incoherencias en su discurso, se contradecía, balbuceaba, se retractaba de una afirmación anterior, o directamente callaba: comenzó, sin esperar a ser preguntado, afirmando su inocencia, lo cual era precipitado cuando no le habíamos acusado de nada, insistió en que todo era un error, una equivocación: el comisario Ramos no se anduvo con rodeos y le preguntó quién era Guillermo Birón: el profesor Denis se mostró desconcertado, sin habla: para mayor claridad, el comisario Ramos, que era muy sereno en sus interrogatorios, le dijo: mire, conteste solamente con un sí o un no, ¿es usted Guillermo Birón?: entendíamos que aquel viejo profesor no podía ser el enlace, pero había que descartar toda posibilidad, porque bien podía ser que el tal Birón no existiera y fuera sólo una clave, un recurso de comunicación clandestina: a la pregunta del comisario, Denis no contestó, enmudecido, sólo algún balbuceo: el comisario, hombre de buenas palabras, recordó al profesor que le convenía colaborar, que quizás no era consciente del lío en que se estaba metiendo, que estaba poniendo en juego su carrera universitaria: Denis entonces habló, dijo, titubeando, que todo aquello era un embrollo que no entendía bien, pero que intentaría explicarlo: de acuerdo, le dijo Ramos, explíquese, somos todo oídos: el profesor, ante aquella invitación, quedó un tanto desarmado, quizás por saberse víctima de su propia falta de argumentos, dijo de nuevo que todo era un error, que le habíamos confundido con otra persona: bueno, dijo, en realidad ni siquiera con una persona, porque ese Birón es un personaje de ficción, no existe, es el protagonista de una novela: el comisario sonrió y preguntó a Denis si nos tomaba por tontos, a lo que él respondió con una negativa rápida, no he querido ofenderles: el comisario tomó de una mesa cercana un ejemplar de una de aquellas novelitas, no recuerdo el título, la dejó sobre la mesa y le preguntó a Denis si él había escrito aquello: Denis, que quizás en el fondo sí nos tomaba por un poco tontos, suspiró fingiendo alivio y exclamó: ¿se dan cuenta?, tengo razón, Guillermo Birón no existe, es un personaje de novela, ustedes me confundían: el comisario, sin perder todavía la paciencia, insistió: ¿ha escrito usted esto?: el profesor confesó su autoría y a continuación el comisario y Denis se perdieron en una discusión sobre la autoría y el uso de seudónimo, el comisario preguntaba por el motivo de aquella ocultación, y yo no me atreví a corregirle, no se puede desautorizar a otro policía delante del interrogado, pero yo sabía que por ese camino no íbamos a ninguna parte, porque el profesor podía usar seudónimo como tantos otros escritores que se escondían, supongo que por mera vergüenza o por eludir los inconvenientes de la fama, no por algo clandestino: el problema, en realidad, era que la urgencia de la operación nos había impedido alcanzar conclusiones preliminares en la investigación y no teníamos demasiado claro cuál era el papel que el profesor jugaba en toda aquella trama y qué relación tenían las novelitas, ni quién era realmente Guillermo Birón, pero seguíamos por ese camino, pues ya le he dicho, y lo digo con la experiencia de muchos años, que las casualidades no existen en términos policiales: si se produce un atraco en un banco y la cámara de seguridad graba a un conocido ladrón de bancos en la cola de ventanilla segundos antes, eso no es una casualidad, ese hombre no está ahí para actualizar su libreta: por eso el comisario, ante la inconsistencia del interrogatorio, arriesgó la hipótesis de que Guillermo Birón fuera una clave y que las novelitas, en apariencia inofensivas, jugasen algún cometido que no conseguíamos averiguar, por más que sometimos aquellos libros a lectura detenida, al método relacional e incluso a alguna prueba de cifrado: no se sonría, usted sabe poco de organizaciones criminales, le podría contar cientos de casos más increíbles, cómo y dónde se ocultaban los panfletos agitadores para cruzar la frontera, o qué sistemas de comunicación, mediante todo tipo de claves y lenguajes cifrados, se utilizan en situaciones de clandestinidad, o en las cárceles para escapar al control del funcionario: por eso la hipótesis, que no dejaba de ser una hipótesis de trabajo, no era en modo alguno descabellada: ¿no utilizaron en Portugal una canción, emitida por la radio, como señal cuando lo de los Claveles?, ¿no publicaron los militares del 23-F una noticia en un periódico acerca del florecimiento adelantado de los almendros para alertar a los conspiradores?: no era descabellado pensar que se intentase transmitir una consigna determinada, una fecha o algo por el estilo, a través de unas novelas que tenían más distribución que cualquier periódico y que no despertarían sospecha alguna, el ingenio siempre ha estado del lado de los enemigos del orden, que han sabido alcanzar la mayor sofisticación, aquella que se oculta en las cosas más sencillas, en lo cotidiano, y por tanto es invisible: ante la insinuación del comisario, el profesor Denis mostró, o quizás fingió, mayor perplejidad, dijo que aquello no tenía sentido, él escribía novelas de entretenimiento, no tenía ninguna relación con esos grupos ni con ninguna huelga: el comisario, siguiendo su método interrogatorio, le preguntó por sus relaciones con las organizaciones clandestinas estudiantiles, especialmente con ciertos elementos, y ofreció una lista de nombres, con los que el profesor dijo no tener relación alguna, ni siquiera los conozco, aseguró: el comisario, que paso a paso conducía al interrogado a su callejón de contradicciones, ofreció ciertas evidencias que el profesor no había tenido en cuenta: la reunión con Sánchez en la facultad, encerrados durante dos horas en un despacho, o el encuentro con cinco estudiantes en una cafetería: Denis se mostró sorprendido por ambas imputaciones y comenzó a hablar de forma más atropellada, dijo que no podía creer todo aquello, él nunca se había metido en nada, todo era una casualidad: fíjese, lo que yo le decía, el delincuente siempre apela a la casualidad cuando sus coartadas flaquean, yo sólo pasaba por allí, alguien puso la pistola en mi bolso, ese tipo de frases antológicas de la historia del crimen: Denis dijo que todo era un malentendido, que Sánchez había acudido a su despacho para hablar de cuestiones académicas: ¿qué cuestiones académicas?, preguntó el comisario, y recordó que Sánchez no iba a las clases de Denis: el profesor rectificó y dijo, de acuerdo, no fueron cuestiones académicas, vino a pedirme mi apoyo para algo que estaban preparando, unas reuniones de no sé qué, unas asambleas de estudiantes y profesores, me pidió que intercediese ante el rector para que fueran autorizadas: qué contestó usted, preguntó el comisario: Denis aseguró que había negado su apoyo, que no quería saber nada de todo aquello: ¿y para eso necesitaban dos horas a puerta cerrada?, insistió el comisario: el profesor, cada vez más preso de su inconsistencia, expuso otro de esos argumentos antológicos: que si estaban a gusto, que si tuvieron una charla agradable, que si el joven escribía poesía y quiso mostrarle algunos poemas, que si estuvieron hablando de literatura, una charla relajada, aseguró: en cuanto a la reunión en una cafetería, dijo que no había sido nada, que se encontró con un grupo de estudiantes y decidió saludarlos: el comisario le recordó que anteriormente había afirmado no conocer a aquellos estudiantes, y que ni siquiera eran alumnos suyos: el profesor Denis, cada vez más acorralado, retomó su atropello, eso de yo no tengo nada que ver, se confunden conmigo, todo esto es una gran equivocación, son todo casualidades, una cadena desafortunada de casualidades: lo que le decía, ¿se da cuenta?, el delincuente siempre busca refugio en la casualidad, no en una sino en muchas casualidades encadenadas, y cada nuevo error descubierto es una nueva casualidad, pero que yo sepa nadie ha ido a la cárcel por una casualidad…

… El comisario, aburrido de un interrogatorio sin rumbo, desinteresado de aquel tipo que a ratos parecía un conspirador y a ratos un pobre borracho, mandó que trajesen a Andrés Sánchez, al que acababan de detener en el refugio campestre, y lo sometimos a un careo con el profesor: por lo visto llevaban bien preparada su coartada común, porque fueron capaces de reproducir la citada reunión sin muchas contradicciones, insistiendo en aspectos anecdóticos de una supuesta charla literaria: pero cuando el comisario mencionó aquel nombre, Guillermo Birón, ambos enmudecieron, el profesor se mostró retraído, mientras que el joven se delató algo nervioso: el comisario preguntó, dirigiéndose a los dos indistintamente, ¿quién es Guillermo Birón?: Sánchez quedó callado, o quizás respondió que no lo sabía: Denis, en cambio, dijo al comisario: ya le expliqué antes quién es Guillermo Birón: entonces el muchacho perdió la firmeza, se dejó llevar por los nervios y gritó al profesor: «¿qué ha contado?, ¿qué sabe usted de Guillermo Birón?»: el comisario se apretó los dedos hasta escuchar su crujido, gesto habitual cuando veía al fin la luz en una investigación, me sonrió con complicidad y yo le devolví un guiño de éxito inminente, mientras los dos detenidos, Denis y Sánchez, discutían absurdamente sobre la realidad o la irrealidad de Guillermo Birón, hasta que el comisario dio orden de que los llevasen a calabozo, separados, claro, y así tener tiempo suficiente para recomponer la investigación con los nuevos datos antes de continuar el interrogatorio: sin embargo, en el caso del profesor, no hubo tiempo para nuevos interrogatorios: nos faltaba poco para encontrar la solución, cada vez teníamos más piezas sobre la mesa, cada vez más descartada la casualidad, si es que alguna vez fue contemplada por el comisario, que no por mí: estábamos en plena investigación cuando hubo una interferencia que nos frenó: se metió por medio una autoridad, alguien que salvó la cara al profesor: el rector de la universidad, que era amigo del profesor y que además, según repetía, quería evitar un escándalo de ese tipo en medios académicos, tampoco es que nos diera argumentos de peso, él no tenía que convencernos para que soltáramos al profesor, tenía sus propios cauces, a través del ministro de Educación se movieron hilos por encima de nosotros y sin que nos enterásemos de nada se presentó allí a la mañana siguiente el rector, acompañado del director general de Seguridad, con un par de agentes que tenían orden de sacar del país al profesor Denis: el rector, por tanto, no consiguió liberar del todo a su protegido, pero sí una salida, digamos, razonable, digna para el profesor, que oficialmente fue expulsado de España y no tuvo que sentarse en un banquillo ni esperar una condena: se llevaron al profesor directamente al aeropuerto, creo que ni le dejaron recoger sus cosas, lo subieron a un avión junto a dos policías que lo acompañaron hasta llegar a París, donde un par de agentes franceses se hicieron cargo de él: nosotros, ante ese giro de los acontecimientos, optamos por cerrar aquella vía de investigación y centrarnos en los interrogatorios de los demás detenidos, hasta que conseguimos completar una buena operación, dejamos tiritando la organización por una buena temporada y, lo más importante, la huelga quedó en intención, la mayoría de la gente ni se enteró de que estuviera siquiera convocada: en cuanto al profesor, por lo que supimos, desapareció poco después de llegar a París, se perdió del control de las autoridades y eso no hizo más que confirmar nuestras sospechas, porque además recibimos algunos informes del servicio de información de nuestra embajada que señalaban que Denis se había reunido en un piso con dirigentes del partido comunista español: supimos que estuvo un tiempo alojado en el domicilio de un profesor comunista de la Sorbona, uno con nombre vasco, creo que medio etarra, no recuerdo bien el nombre, uno de esos apellidos largos e impronunciables: después se le perdió la pista, no volvimos a saber de él…

… En cuanto al denunciado homicidio de Andrés Sánchez, le invito a que encuentre una sola prueba de lo que afirma, pues nada ha quedado de su supuesta muerte, ni referencia en libros del período, ni noticias en prensa, ni testimonios de contemporáneos, nada de nada: sólo hubo rumores sobre si había o no salido vivo de Sol: sólo eso, rumores: yo estuve presente en su interrogatorio y le aseguro que no se le maltrató pese a que no fue tan fácil como con el profesor, porque Sánchez se negó en redondo a colaborar, resistió hasta el final sin decir una palabra: no me malinterprete: lo de resistir es una expresión, una forma de hablar, me refiero a que se mantuvo en silencio pese a las muchas preguntas, pese a la presión, porque sí hubo que presionarle un poco, psicológicamente, quizás algún guantazo, no se lo oculto, pero nada grave, no lo matamos, que quede claro, y tenga en cuenta que algunos agentes estaban furiosos, porque uno de nuestros hombres recibió un disparo cuando intentaba detener a uno de los estudiantes en la operación de esa misma tarde, y salvó la vida de milagro: fíjese qué angelitos los niños, disparaban a la autoridad, intentaron asesinar a un joven oficial: yo no sé qué fue de Sánchez, nosotros únicamente completábamos la investigación, no nos correspondía juzgar, los detenidos salían de allí con destino a una cárcel, como preventivos a la espera de juicio, y nuestra labor había concluido entonces, no hacíamos un seguimiento de cada detenido: supongo que le cayeron unos años, los pasó en una cárcel y después quedaría libre, como todo el mundo: lo único que puedo asegurarle es que Sánchez salió vivo, ileso, de Sol, porque allí no se mataba a nadie, no se torturaba, todo eso, ya se lo dije, son leyendas malintencionadas: allí nadie murió, bueno, alguno hubo que se suicidó, eso sí, pero también ocurre hoy y nadie se escandaliza, hay detenidos que no resisten la tensión, que se derrumban y acaban por colgarse en el calabozo o se tiran por una ventana, como aquel Grimau: yo estuve presente en lo sucedido con Grimau, lo acababan de sacar del calabozo para un interrogatorio, iba esposado, lo llevaba un funcionario agarrado por un brazo y al pasar por un pasillo con ventanas se revolvió, tomó carrera y se lanzó contra la cristalera: pero después, todos esos historiadores farsantes han dicho en sus libros que Grimau fue defenestrado, que lo machacaron, que fue brutalmente torturado: esos mismos historiadores que han contado mentiras espantosas, que nos han tejido una historia impresentable a los policías que sólo cumplimos con nuestro trabajo, que pusimos nuestro granito de arena para que este país llegase adonde está hoy, que lo hemos dado todo por España, incluso la vida, y no esperamos el merecido agradecimiento público, menos aún el de resentidos como usted, aunque confiamos en que la historia será ecuánime en su juicio…