Mucho mejor así, ¿no es cierto? Siempre será más aceptable esta comedia de arrojos seniles, equívocos, torpezas alcoholizadas, novelitas de quiosco, parodias más o menos ingeniosas; podía haber transcurrido toda la novela por este camino, podría continuarlo en adelante, sería preferible, no tendríamos que hacernos otras preguntas, olvidemos esa colección de patéticos secundarios que han desorganizado el relato, no sigamos hablando de André Sánchez, siempre será mejor encerrarlo en una indefinición intencionada, dejar su desaparición en un limbo mullido, no conocer los detalles de su muerte (sí, murió. Va siendo hora de espantar las últimas dudas, esas esperanzas que algunos mantienen de una vuelta de tuerca final en la intriga, una sorpresa de dobles juegos, un André Sánchez envejecido que aparece treinta años después para contarnos su misteriosa peripecia de cambios de identidad e infiltraciones. Nada de eso. Lo suyo fue una muerte sin adornos, una muerte sin certificados ni documentos probatorios, pero podemos imaginar el proceso, es de sobra conocido: tras el último y fatal golpe —que no es un golpe autosuficiente, sino que aprovecha la previa acumulación de agresiones— se produce la interrupción definitiva de todas las funciones fisiológicas y se pone en marcha el más perfecto mecanismo de destrucción, de autodestrucción, el cadáver pierde un grado centígrado de temperatura por hora, las manos y los pies se enfrían con mayor rapidez mientras que el descenso térmico es mucho más lento en las concavidades naturales tales como axilas y perineo, la deshidratación espontánea acelera la aparición de placas apergaminadas, fenómenos químicos extienden la rigidez cadavérica por todos los músculos de forma progresiva, cara, músculos masticatorios, cuello, tórax, abdomen, extremidades superiores, extremidades inferiores, el endurecimiento comienza hacia la tercera hora y alcanza su grado máximo en la hora trece, manchas de color violáceo debidas al paso de la sangre fuera de los vasos sanguíneos se observan en las regiones más bajas hacia la cuarta hora, una mancha verde abdominal hace su aparición al cabo de varias horas en verano o de varios días en invierno, a las dieciocho o veinticuatro horas la temperatura corporal queda equiparada con la temperatura ambiente y la deshidratación ocasiona modificaciones oculares —aplastamiento de los globos oculares y deformación ovalar de las pupilas—, la putrefacción alcanza rápidamente el cerebro, el hígado, el estómago, el bazo, el intestino, al cabo de algunos meses los músculos quedan fundidos, los cabellos y las uñas se caen y, si el clima no es muy seco, la piel se desescama, al cabo de cuatro o cinco años el esqueleto es el único resto en una destrucción acelerada por obra de predadores o parásitos, eso si no intervienen otros elementos tales como un fuego muy intenso y sostenido, agentes corrosivos, óxido de calcio también llamado cal viva); no saber tampoco qué sucedió con Marta, qué carantoñas le hicieron durante su paso por unas dependencias policiales donde las detenidas habían conquistado una completa igualdad de trato, sin discriminaciones de género, aquí se sacude por igual a hombres y mujeres; o qué le ocurrió realmente al profesor Julio Denis, si en efecto fue un error policial, un cúmulo de casualidades y confusiones, siempre será preferible esa salida antes que hurgar en los hábitos de un sistema policial que detenía profesores, los expedientaba, los apartaba de la enseñanza durante años o de forma indefinida, los condenaba en infames procesos de apariencia judicial, los encerraba meses o años en prisiones, los fusilaba en los primeros años de posguerra, los desterraba a comarcas semidesiertas, los obligaba a dejar el país. Tampoco queremos saber, sería una información gratuita, inválida después de tantos años, agua pasada, de qué hechos fue testigo o protagonista en la guerra civil, qué fue aquello que le hizo conducir su vida con miedo, renegar de toda implicación con un país que en sus textos, en sus conmemoraciones, en sus callejeros sangrientos no cesaba un solo día de estimular la memoria de quienes querían olvidar; fueron tantas vidas individuales, cientos de miles, millones de personas que durante cuarenta años —los que aguantaron, otros desaparecieron antes— vivieron condicionados por un recuerdo atroz, por unos sucesos que para una minoría actuaban como reactivo para combatir, pero para la gran mayoría eran razón suficiente para la inacción, andar de puntillas, agachar la cabeza, mirar para otro lado, cada día del resto de sus vidas mantenían fijo un ancla en aquel día vivido en el horror. Qué le sucedió a Denis en la guerra, de qué hechos fue testigo o partícipe, tal vez sólo un lance de armas sin mayores consecuencias pero que le metió el miedo en el cuerpo (obligado por su padre a unirse a los bravos varones que en las calles de Sevilla combatían la resistencia de los rojos y matacuras, el joven Julio Denis se ocultó en un hotel hasta que todo hubiera pasado, pero el padre le llevó de la oreja a Capitanía para que lo reclutaran, como escarmiento o con la esperanza de que lo mataran en combate y apartar ese borrón de cobardía de su estirpe, Julio Denis recibió un rifle y un puñado de cartuchos, unos minutos de mínima instrucción y fue incorporado a una compañía de voluntarios para tomar el barrio de San Bernardo, a mitad de camino un piquete obrero les plantó cara y en cuanto escuchó el primer disparo Julio Denis se tumbó en el suelo, pegado a una pared, se cubrió la cabeza con los brazos y ahí permaneció, rígido, hasta que acabó todo, sin estrenar siquiera su fusil, el teniente de la compañía lo creyó inútil o incluso izquierdista y lo mandó al calabozo, de donde lo rescató su padre antes de que en un descuido lo fusilaran, no por amor paternal sino por consideración hacia su esposa y madre de Julio, que sí le tenía cariño a su hijo porque le escribía versos cursilones sobre la virgen cuando ella se lo pedía); quizás lo que impresionó su ánimo para siempre fue la ejecución de su amigo, el joven anarquista o comunista o socialista (Julio Denis supo de su detención por boca de un hermano de aquél y pensó que su poderoso apellido era suficiente para salvarlo, fue a visitarlo al antiguo cabaret donde los militares improvisaron una cárcel por estar saturados todos los calabozos y espacios adecuados en la ciudad, el Variedades, donde un centenar de hombres esperaban sentencia, sentados en los sillones, frente a las mesas doradas, como clientes que esperasen su cóctel y el comienzo del espectáculo, otros tumbados en cualquier hueco, en el suelo, sobre el mostrador del bar, se oía el lamento de los heridos, el amigo estaba en un lateral del escenario, sin camisa, sudando como todos en aquel tugurio sin ventanas, se abrazaron con fuerza, el detenido lloró, nervioso, Denis le prometió que le sacaría de allí en unas horas, y realmente creía en su promesa, todavía no conocía la enormidad de la represión que en esos momentos se ponía en marcha, estaba convencido de que bastaría con un par de llamadas, hablar con ciertas personas, aprovechar el buen nombre de su familia, no perdió esa confianza inicial pese a los sucesivos fracasos, no descansó un momento mientras quedó una mínima esperanza de salvar a su amigo, comenzó pidiendo a su padre que intercediera, pero el triunfante industrial se negó, dijo que su amigo era un canalla, carne de paredón, tenía los días contados, si no lo fusilaban lo mataría él mismo, lo acusaba de la desviación de su hijo, de su poca hombría en aquellos momentos, pero Julio Denis no abandonó su empeño, desoyendo los disparos que cada pocas horas ejecutaban una nueva remesa de hombres se lanzó durante días a suplicar ante todo el que quisiera escucharle, visitó a las nuevas autoridades, al alcalde, que ni siquiera le recibió de lo ocupado que estaría el buen señor, al gobernador civil, que era amigo de la familia Denis y le dio unas palmadas en el hombro y le recomendó con una sonrisa mejores compañías en adelante, al comandante de la plaza, que le explicó vagos crímenes que, según él, había cometido el detenido, brutalidades que figurarían en su expediente, cualquier mentira, lo primero que se le ocurriera, ni siquiera le sonaría en realidad el nombre mencionado, sólo lo buscó en la lista, vio su filiación anarquista o comunista o socialista y la cruz marcada junto a su nombre, nada que hacer, caso perdido, Julio Denis solicitó entrevista con el cónsul de Italia, bien relacionado con los militares, que aseguró que haría todo lo que estuviera en su mano, muy diplomático el caballero en su respuesta, y hasta el cardenal arzobispo Ilundáin fue abordado por Denis, el santo varón que nada hizo por un hombre que, según dijo, había quemado iglesias y ni siquiera estaba bautizado, todavía arrastraba el pecado original, tras tantas decepciones Julio Denis intentó sin éxito entrevistarse con Queipo de Llano y, como último recurso, trató de llegar al más inaccesible de todos, el capitán Díaz Criado, responsable de firmar las sentencias de muerte en la capital sevillana, decían que se emborrachaba cada tarde y señalaba al azar los condenados de ese día en el listado de nombres, como en un juego, era casi imposible acceder a él porque sólo admitía visita de las jóvenes esposas dispuestas a cualquier cosa por salvar a sus maridos aunque al final tampoco lo conseguían, Julio Denis supo de un mecanismo alternativo, una tal Conchita, o doña Mariquita, como la conocían todos, que era vecina de Díaz Criado y se había ingeniado un buen negocio para aprovechar su vecindad y buena relación con el capitán, la señora aceptaba regalos a cambio de interceder ante él, si ella le susurraba tres o cuatro nombres el verdugo los tachaba de la lista, Julio Denis le entregó todo el dinero que ella le pidió y esperó durante una semana, confiado en el éxito final de su gestión, hasta que el hermano de su condenado amigo fue a comunicarle la mala nueva, durante la ronda matutina de los vecinos que buscaban a sus familiares entre los fusilados de cada amanecer habían encontrado al joven en la carretera de Dos Hermanas, pero Julio Denis no quería creerle, estás seguro, a ver si es uno que se le parece, no puede ser que lo hayan matado, doña Mariquita me ha prometido que estaba salvado, tuvo que ir personalmente hasta la carretera donde, incluso delante del cadáver, tardó un rato en asumir su identidad, le cogía la cabeza y le miraba el rostro, como si buscase una señal, un lunar o una cicatriz que desmintieran la identificación, hasta que se convenció, era él, no había duda, pese a que estaba enflaquecido y le faltaban dos dientes, allí quedó Julio Denis, sentado en silencio junto a su amigo, con el sol de agosto que aceleraba la descomposición de la treintena allí fusilada, hasta que llegó el camión y se los llevó al cementerio de Dos Hermanas, donde cientos de hombres fueron encajados, vértebra con vértebra, sin fisuras, en una fosa común que cubrieron con cal y en la que después de tantos años se habrá desintegrado la carne y sólo quedarán las balas, los proyectiles abandonados, ese pedazo de plomo que permanece caliente, fijo en su trayectoria, entre la cal solidificada); o podemos adivinar otros incidentes, decenas de ellos, toda una tipología del horror veraniego, podemos situar a Julio Denis en tantos escenarios y situaciones, incluso podemos disfrazarlo de verdugo ocasional, miembro de un pelotón de fusilamiento, obligado a matar; o simple testigo de hechos que le son ajenos pero que nunca olvidará, testigo accidental desde una ventana (sentado junto al enrejado de geranios, agotado por el calor y el ruido de guerra que llega de los barrios obreros, escucha gritos, ve llegar a un hombre que corre, que huye, escucha una ráfaga de ametralladora y el perseguido tropieza, se incorpora, se agarra con ambas manos a la reja de la ventana y mira a Denis de cerca, a los ojos, el testigo no puede moverse, no puede cerrar los ojos, sólo le queda contemplar la escena, dar réplica a esa mirada de quien se extingue, mueve la boca pero ya no hay sonidos, nadie reclamará aquel cadáver y cuando alguien lo recoja horas después la rigidez obligará a romperle todos los dedos que quedaron aferrados a la reja, la mancha negruzca de la acera frente a la ventana tardará semanas en desaparecer a base de barreños diarios de lejía); o podemos amplificar el horror, enfrentar al joven Julio Denis a las descomunales cotas de espanto que se alcanzaron en aquella guerra y que deberíamos narrar con detalle, no es suficiente con una información general, no sirven disparos escuchados tras una tapia, noticias de prensa, párrafos de manual de historia; tampoco podemos admitir un relato ambidiestro, un discurso que evoque falsos argumentos conciliadores, las dos españas que hielan el corazón del españolito, el horror fue mutuo, en las guerras siempre hay excesos, grupos de incontrolados, odios ancestrales, cuentas pendientes que se saldan en la confusión, no hubo vencedores, todos perdimos, nunca más, Caín era español: ya está bien de palabrería que parece inocente y está cargada de intención, ya está bien de repetir la versión de los vencedores. El horror no es equiparable por su muy distinta magnitud y por su carácter —espontáneo y reprobado por las autoridades, en el bando republicano; planificado y celebrado por los generales, en el bando nacional—, yo no estoy hablando de los paseos, de las checas, de Paracuellos, de la cárcel modelo, de los santos padres de la iglesia achicharrados en sus parroquias; yo estoy hablando de Sevilla, de Málaga, de la plaza de toros de Badajoz, del campo de los almendros en Alicante, de los pozos mineros rellenos con cuerdas de presos, de Castuera, del barranco de Víznar, de las tapias de cementerio en las que son todavía visibles las muescas, de las fosas que permanecen hoy sin desenterrar a la salida de tantos pueblos y cuyos vecinos todavía saben situar con precisión, incorporadas al racimo de leyendas locales que circulan en voz baja, de los asesinos en serie que conservan una calle, una plaza, un monumento, una herencia y un prestigio intocables hasta hoy y así seguirán porque no merece la pena remover todo aquello, ha pasado tanto tiempo, las generaciones transcurren, sólo los rencorosos insisten en recuperar hechos que a nadie interesan, y si interesan es sólo mediante otros, digamos, tratamientos literarios, convirtiendo el período en territorio de la novela de época, la novela histórica, referirse a la guerra civil o a la larga posguerra con el mismo apasionamiento con que se escribe del Egipto faraónico, olvidemos tanto pedrusco ideológico y seamos hábiles para encontrar las verdaderas lentejas, cuanto de novelable hay en esos años, fuente inagotable de argumentos más al gusto de nuestros contemporáneos, mero escenario para ambientar pasiones, luchas y muertes que en realidad son intemporales, utilizamos la guerra civil o el franquismo como podríamos utilizar los monasterios medievales o las intrigas de la Roma imperial, la gente no necesita que le recordemos qué horrible era aquello, todo eso ya lo saben, ya se lo enseñaron en el colegio, lo han visto en las películas, en las series de televisión que tan bien retratan el período, para qué vamos a insistir en repeticiones, redundancias que entorpecen la novela, qué fijación tienen algunos, parece que añorasen tiempos peores.