Al salir de la oficina de Carpe Editorial, libre de la asfixiante atmósfera del despacho del editor, descargado de las últimas cuarenta páginas ya entregadas, Julio Denis sintió una punzada de hambre en el estómago. Nada más prosaico que el hambre. Quizás debería haber sentido otra sensación, una sensación a la altura de su protagonismo novelesco, acaso un presentimiento de desgracia, un insólito augurio de que en ese momento comenzaban a descontarse sus últimas veinticuatro horas en España, el inicio del desafortunado proceso que le llevaría en pocas horas a ser detenido, interrogado, encarcelado y finalmente expulsado del país; debería tal vez percibir en el aire contaminado del mediodía algo extraño, una forma orquestada de circular los automóviles, un desasosiego en el paso de los peatones, una minúscula alteración en lo cotidiano, una anomalía inexplicable, como una conjura subterránea que le indicase que ése era el día definitivo, como el delincuente que una mañana sale a la calle y de repente se siente final, no hay señales exteriores que lo indiquen pero está ahí, omnipresente, la evidencia de su inmediata captura tras meses de huidas y precauciones, cada paso que da es una aproximación a su abismo, a la grieta que comenzó a abrir mucho tiempo atrás con cada gesto, sólo queda aparentar una dolorosa normalidad y esperar el momento en que alguien por la calle te agarre del brazo y te hable con voz imperativa, queda usted detenido. Habría sido hermoso que Julio Denis hubiese sentido, al salir de Carpe Editorial, algo parecido, por pequeño que fuese, un malestar agorero de futuros pesares. Pero no sintió nada así. Únicamente un encogimiento en el estómago que nada tenía que ver con presentimientos ni temores y sí con un apetito súbito y desconsolado, lejano ya el café con galleta de las ocho de la mañana, frustrado el segundo desayuno que intentó en una cafetería de la que fue desalojado por impertinentes estudiantes que confundieron su galanteo con un acto de espionaje. Comprobó en el reloj de Correos que eran casi las dos de la tarde y, justificado en el horario español del almuerzo, subió por la calle Almirante a la busca de un establecimiento que ofreciera enmienda a su hambre. Tras descartar dos bares por motivos opuestos —uno por abarrotado, el otro por sospechosamente despoblado— entró por fin en un restaurante a la altura de Barquillo, tomó asiento junto al ventanal y ordenó el menú del día: potaje de verduras, pollo al chilindrón y vino con gaseosa. Comió los dos platos con una avidez desmedida, una prisa sin fundamento que guardaba en su pecho desde que había salido esa mañana de su casa y que ahora comprobaba que no era sólo hambre, o no sólo un hambre de alimentos. Caminaba por la calle, hablaba con las personas que encontraba —incluso con don Carlo de Lope, a quien había dado más réplicas que de costumbre— o comía, como en este momento, llevado por un vértigo dulce, una urgencia que le ulceraba el estómago y le tiraba del cuerpo por las calles, sintiendo las piernas, normalmente cansadas, hoy más robustas que nunca, con deseos reprimidos de correr, saltar, tirarse rodando en cada jardín, poseído de un injustificado sentimiento de poder, de vida plena, una juventud arrancada de la nada, un vigor que no podía ser sólo consecuencia de la excitación por aquella muchacha que había jugado con su deseo, sino que la chica actuaba como resorte sobre una vitalidad marchita o quizás únicamente contenida hasta ayer y que ahora estallaba, aunque todavía era pronto para estas consideraciones, era necesario contener la euforia porque el anciano profesor ya había conocido en su prolongada madurez otros episodios de engañoso ímpetu cuya extinción le hundía horas después en los brazos de una pegajosa tristeza.

—¿Café o copa, señor? —le apremió el camarero, un adolescente de pelo abrillantado y la tez borrajeada de barrillos.

—Sí, por favor. Y un cigarro puro, gracias —respondió Denis, con la naturalidad de quien toda la vida hubiese fumado o bebido, decidido a conceder un margen de confianza a su presente energía, ser audaz al menos por unas horas más.

Encendió el cigarro habano con un gesto cinematográfico, sintiéndose infantilmente peligroso, prohibido. Bebió un sorbo de la copa, un licor irreconocible, ligeramente tostado, que le flameó la garganta y el rostro por la falta de costumbre. Tosió sin contención hacia un lado, un hilo de saliva le goteó en la camisa, aunque no llamó la atención de los indiferentes clientes, concentrados en el televisor que colgaba de una esquina o en la prensa deportiva llena de grasa de desayunos. Con pequeñas lágrimas en los ojos tomó la copa y en un movimiento decidido se la vertió entera en el gaznate, persiguiendo y encontrando la irritación de la carne, la náusea profunda que le sacudió el pecho, como un asco íntimo. Con voz demediada pidió al mozo que le sirviera otra copa de lo mismo. Denis chupó el cigarro en una calada honda, lanzó la chimenea hacia el techo con satisfacción y bebió la nueva copa de un solo trago. Apretó los dientes para tratar de frenar la náusea, pero tras unos segundos de estremecimiento se rindió al pañuelo, donde recogió una pequeña arcada que le desbordó la boca y motivó, ahora sí, la mirada risueña de los clientes, mientras el camarero enseñaba los dientes sin disimulo, con los granos de la cara muy hinchados, y le sirvió otra copa, que ésta invita la casa.

Denis no pudo siquiera corresponder a la invitación, dejó unos billetes en la mesa, se levantó con dificultad, agarrándose al mantel hasta tirar un tenedor al suelo, y consiguió alcanzar la calle ciertamente mareado. El sol le recibió con palmetazos en la frente, se soltó de su apoyo en la puerta del restaurante y logró dar unos pasos cortos antes de chocar contra una pared que parecía imantada. Se enderezó con poca convicción, respiró hondo, metió las manos en los bolsillos buscando un precario punto de equilibrio en su cuerpo y comenzó a andar hacia la calle Alcalá, al principio concentrado en cada paso, pero pronto abandonado feliz a su asumido tambaleo, algo volcado sobre un costado, buscaba la referencia rectilínea de la pared por las encharcadas y anochecidas calles de Chin-Chin, sorprendía acertijos en las miradas maquilladas de las mujeres apostadas en las esquinas, en los ojos enrojecidos de los traficantes asiáticos que se ocultaban en los portales de los que supuraba un espesor de frituras quemadas, en la expresión malcarada de un policía malayo habituado a sobornos y que le vigilaba desde lejos. Así alcanzó Alcalá y tomó dirección hacia Sol: los matrimonios con que se cruzaba, los funcionarios de vuelta de la hora del almuerzo, se sonreían al verle por su lamentable caminar, le miraban con la venganza escrita en los ojos, grupos de estudiantes con uniformes marengos, matones orientales a los que les faltan los pulgares de las manos, cortados en el último ajuste de cuentas; una madre que tira de dos niños rubios idénticos, prostitutas enlazadas por la cintura que muestran los pechos desnudos y tatuados con dragones, los pezones argollados, una pandilla de sirvientas que empujan cochecitos de bebé con sombrilla, adolescentes de dudosa sexualidad abrazados a un europeo al que le sacan billetes de los bolsillos entre caricias de distracción, ancianas encogidas a la salida de la iglesia de San José en el cruce con la Gran Vía, indochinos con las mejillas cuadriculadas de cicatrices, una turbamulta que entorpecía más aún el paso beodo de Denis, que aguantaba el invernal sol a la espalda como un fardo sisífico. Llegó por fin a la Puerta del Sol envuelto en la niebla con la que el puerto manchaba toda la ciudad, entre la cortina de agua y vapor pudo reconocer el perfil impreciso de los astilleros, sus grúas esqueléticas que despuntaban sobre la bruma, las luces débiles de un carguero que se alejaba con las bodegas rebosantes de opio; cambió de acera, mareado por el baile intencionado de la gente que le rodeaba, los colores disonantes de las ropas, el brillo repetido de los relojes y pulseras que dañaban la hipersensibilidad alcohólica de sus pupilas, chocó blando contra un conductor de autobús que aguardaba su vehículo para el cambio de turno, esquivó a un grupo de cargadores de almacén que tenían las espaldas deformadas bajo las sacas del contrabando, marineros ociosos con los musculados brazos alfabetizados en femenino que llevaban de la cintura a una putilla de ojos acuchillados, casi niña, y en la otra mano una botella de aguardiente de caña, exotismo, mucho exotismo, eso es lo que quieren los lectores, lugares exóticos, que bastante miseria tienen que ver todos los días. Un perro desnutrido, puro pellejo, apareció desde la niebla y lanzó un vago gruñido al ver a Guillermo Birón, que ahora caminaba alerta, con el revólver empuñado bajo la chaqueta, esperaba en cualquier momento la habitual emboscada que suele tener lugar en la página catorce más o menos, un sicario escondido en la manta de oscuridad que saltará sobre el detective con un machete tagalo, la enciclopedia de los pueblos y razas del mundo ofrece suficiente información, el vocabulario preciso para las ambientaciones, aunque el lector tampoco exige mucho, no busca rigores antropológicos, no le importa ver mezclados un tigre y un león en una selva, quiere acción, exotismo, evasión por dos pesetas cada lunes en su quiosco, Birón sentía en la nuca el aliento del peligro cercano pero no se detuvo, avanzó en paralelo a la línea invisible del mar que apenas levantaba su voz de rompeolas unos metros a su derecha, hasta que pudo distinguir una luz roja que competía con la niebla a unos cincuenta pasos de él; avanzó hacia el reclamo luminoso, esquivando a los escolares que cruzaban la plaza con las carteras abultadas a las espaldas, correteaban, se perseguían en juegos y rodeaban al viejo profesor que a punto estuvo de tropezar y caer cuando un mozalbete buscó parapeto entre sus piernas; Birón giró en la esquina de la Dirección General de Seguridad, buscaba la tranquilidad de las calles laterales, algún local donde tener refugio y espantar la curda antes de regresar a casa, giró otra esquina y desembocó a propósito en una calle corta, poco más que un callejón que terminaba en un muro de ladrillo desnudo, adelantó unos pasos y reconoció, al fondo del pasaje, una puerta de cristal tintado, un letrero minúsculo en placa laqueada, «Bora-Bora Club», y una bombilla apagada sobre la puerta. Asumió que el nombre resultaba lo bastante exótico, propio de Birón y de las infalibles estadísticas de ventas editoriales, mujeres orientales, cócteles envenenados, asesinos amarillos, eso es lo que el público quiere, así que decidió al menos echar un vistazo en el interior, empujado por su conciencia doblegada al alcohol y al remoto empuje vital de la mañana que ahora se confundía con su desesperación.

Bora-Bora, anunciaban las letras de neón sobre el tejado de cañas del local, insumisas a la niebla. Guillermo Birón entró, en la confianza de encontrar allí su enlace, o al menos esperarlo a cobijo de este laberinto de bruma y almacenes abandonados que convertía la zona franca del puerto en territorio de emboscadas. Al empujar la puerta, un hombre asiático, cuya camisa abierta mostraba en el pecho un retorcido dragón rojo, miró a Birón desde detrás del flequillo grasiento y le hizo con la cabeza un gesto suficientemente amistoso para franquearle el paso al interior. El detective apartó un pesado cortinaje y se sintió cómodo en la luz mediana del tugurio, un pequeño bar que, tras la puerta de cristal tintado, tenía poco de club y menos aún de exótico, simplemente un desolado bar que no despertaría el recelo legal de los cercanos policías de la Dirección General, que en realidad daban permiso a aquel local apropiado para su propio desfogue en los cambios de guardia. El interior era simple, esquemático, un mostrador de zinc sin brillo en un lateral y un camarero aburrido en la lectura de una revista gráfica, un hombre rígido, musculoso, fiero bajo su corta camiseta de marinero y una cicatriz antigua que le vaciaba el ojo derecho, las paredes eran de bambú y del techo colgaban pequeños farolillos de papel chino; marinantes engrasados y voluminosos menestrales del astillero jugaban a las cartas en una mesa, con una única botella turbia que pasaba de boca en boca. Las mujeres, algunas menos que adolescentes, maquilladas como muñecas japonesas de porcelana, se sentaban en las rodillas de los hombres o se apoyaban en la barandilla de sus anchas espaldas, pasaban la lengua por sus cuellos enrojecidos y salados. En la atmósfera hinchada de fumadero, que irritaba los ojos y obligaba a un parpadeo mecánico, los tahúres tardaron unos segundos en descubrir la llegada de Birón, que se acodó en la barra y pidió un dry martini, indiferente a las miradas hostiles de quienes, con los naipes paralizados en las manos, esperaban una mínima provocación del recién llegado, una excusa para comenzar el baile de puñetazos y orejas mordidas, navajas que relucirán feroces.

La entrada de Denis en el local resultó indiferente para la escasa clientela presente: tres hombres que bebían en silencio sentados en sillas plegables de madera y que observaron al profesor con solidaria lástima antes de beber de forma coordinada de sus vasos. Denis se apoyó en la barra, cruzó una mano por la frente para recoger el sudor y pidió con voz segura un dry martini, a lo que el camarero respondió, tras levantar los ojos de la revista, con una interrogación de cejas y hombros, que se repitió cuando Denis volvió a formular su petición, hasta que el recién llegado entendió que el barman del Bora-Bora desconocía su oficio y pidió, con humildad, una ginebra con hielo, como una entrega temeraria a un final previsiblemente patético. El camarero agarró una de las escasas botellas del estante, un envase sin etiqueta, y llenó un vaso ancho, olvidando el hielo. Denis acercó el vaso a la boca y recibió el olor corrompido del alcohol mal destilado; adivinó un aviso de venideras arcadas, un regato de sudor le acarició la espalda, pero ni siquiera dedicó un pequeño pensamiento para reconocer lo inapropiado de su comportamiento, decir ya hemos llegado muy lejos, es hora de volver a casa, un analgésico y a la cama. Miró a los presentes, invariables en sus posturas y en su silencio compartido, dirigió el vaso hacia ellos para homenajearles un brindis y bebió un sorbo largo del vaso. Apretó las uñas contra la palma de la mano en el bolsillo, pensó que la garganta se le inflaba como a un batracio, se le impuso un fino telón de lágrimas en los ojos, la mandíbula le temblaba sin voluntad. Dispuesto a un nuevo sorbo, el temblor de la boca y la pérdida progresiva del sentido de la distancia hicieron que no acercase lo suficiente el vaso a los labios y dejara caer parte de la supuesta ginebra en la pechera de la camisa. Al fondo del local unas cortinas de plástico se agitaron un instante para abrir paso a un hombre adulto que caminaba seguido por una mujer. Ella era toda una señora, bastante más de cuarenta años, pero dueña aún de una belleza doméstica de madre joven. Bajo su batín se intuía un cuerpo pródigo, pechos montañosos, cintura sin mella, piernas que expresaban todo el esplendor de la carne lentamente madurada. Su cara era esférica y amable, con las mejillas rosadas y unas desproporcionadas pestañas postizas. El pelo, negro y brillante, se recogía en un descuidado moño. El hombre que salió con ella de la desconocida estancia contigua tenía aspecto de funcionario cumplido en muchos trienios, dejó un billete en el mostrador y abandonó el local dedicando una sonrisa a los espectadores, ufano en su caminar. La odalisca hizo un gesto a los tres hombres sentados y desapareció de nuevo tras las cortinas, que en su sacudida dejaron ver parte de un interior sombrío y un espejo que devolvía la luz exterior. Los tres clientes se miraron entre ellos, hasta que uno, el más cercano al cortinaje, se puso en pie, se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de la silla, y sin despedirse se perdió tras las prometedoras cortinas mientras se desabrochaba los puños de la camisa y silbaba una tonada popular. Denis observaba la escena desde detrás del vaso, colocado como catalejo en su fondo aguado, instalado en una distancia borracha como quien asiste a una escena lejana de la que no participa; atendía a cada gesto de los hombres, cada parpadeo lento del camarero, la respiración que le expandía las aletillas de la nariz y que Denis recibía ampliada en su exceso de percepción, la bebida le desordenaba los sentidos y él comenzaba a lamentar su comportamiento, había recaído en el error pese a los decididos juramentos que hizo la última vez que le ocurrió algo similar y cuyo final fue desastroso: hacía ya dos años y medio de aquello, una tarde de septiembre en que la tristeza de los anocheceres más tempranos le venció y buscó esperanza en una botella de anís regalada por un alumno cobista el curso anterior. Desacostumbrado al alcohol, un cuarto de botella le bastó aquel día para, envalentonado, salir a la calle y caminar sin dirección hasta caer dormido en un banco de Alonso Martínez, donde un espabilado le limpió los bolsillos en tan dulce sueño.

Por fin, uno de los jugadores perdió la paciencia, apartó de un manotazo a la prostituta que descansaba en sus rodillas, se puso en pie, agarró una botella por el gollete y se dirigió al rincón donde Birón bebía, marcando la cojera en cada paso, en tensión para, ante cualquier gesto del detective, hundirle el vidrio en la frente. Guillermo Birón concedió el gesto que el matón esperaba, pero cuando éste alzó el brazo para golpear, nuestro héroe, en un movimiento rápido y sorprendente, le sujetó la mano en lo alto, le torció la extremidad y lo volteó sobre el mostrador. El hombre se desplomó torpe tras la barra, seguido de un estrépito de vasos que se confundió con el estallido de una botella que Birón partió en el cráneo del fanfarrón antes de que pudiera levantarse. Sus compañeros de partida se levantaron y tomaron posiciones, cercando al valiente extranjero. Unos desenfundaron cuchillos deslucidos, otros eligieron los taburetes por armas y un mostrenco exhibía sus puños pelados, los nudillos encallecidos por tantas peleas portuarias. Las mujeres escaparon entre chillidos tras la cortina del fondo del local y el camarero se encogió bajo el mostrador. Birón permaneció quieto, impasible ante el cercano ataque; apuró sin prisa el resto de su bebida y encendió un cigarrillo a la espera de que el primer hombre se adelantase hacia él, momento en que el intrépido detective arrojó el fósforo prendido a los ojos del matasiete, quien a continuación recibió, sin tiempo a reaccionar, el impacto de un puño cerrado en la base del cuello. El marinero cayó fulminado al suelo. Los demás dudaron un instante, atónitos ante su compañero desmayado. Cuando volvieron a mirar a Birón, éste ya mostraba su revólver con una sonrisa.

—¿Quién de vosotros es Ducroix? —preguntó señalando a unos y otros con el cañón del arma. Los hombres, mudos, se miraron entre ellos como quien aguarda una traición. Birón disparó al pie de uno de los brutos, que se dejó caer al suelo, agarrándose con dolor la herida, entre lamentos entrecortados. Los demás retrocedieron un paso tras el disparo, parecían menos fieros, alguno arrojó la navaja al suelo en señal de buena voluntad. Birón apuntó directamente a la cabeza del más cercano, se adelantó unos pasos hasta colocarle el cañón entre los ojos. Iba a repetir la pregunta que le había llevado hasta aquel tugurio cuando sin esperarlo recibió un impacto en la nuca, un golpe seco que le hizo caer de rodillas, hasta que un segundo golpe le tumbó. Antes de cerrar los ojos pudo ver al camarero, al que creía escondido, y que empuñaba el barrote con que había sacudido la cabeza del detective. El corro de hombres, tal que montoneros, se cerró en torno al caído y lo patearon por todo el cuerpo. Antes del desmayo, Birón pudo escuchar una voz femenina que ordenaba a los hombres que detuviesen la agresión.

Después de un tiempo impreciso, el detective despertó. Se llevó la mano a la cabeza, reconoció con los dedos las heridas que le escocían, la cabeza que sentía partida como una fruta. Al abrir los ojos se descubrió tumbado en un cómodo diván, en el centro de una pequeña estancia, con paredes de junco, ligeramente oscurecida y perfumada con velas de sándalo. Se incorporó en el lecho y entonces sintió por todo su cuerpo los efectos de la paliza, probablemente una costilla rota y múltiples traumatismos. Su primer gesto, instintivo, fue buscar su pistola en la funda axilar, pero comprobó que, además del arma, le habían quitado toda la ropa. Escuchó pasos cada vez más cercanos. Evaluó sus menguadas fuerzas y renunció a preparar defensa alguna; quedó tumbado y se fingió dormido. Con los ojos entornados vio una cortina que, al agitarse, dejó entrar una cucharada de luz solar sobre la que se recortaba una silueta de mujer. La desconocida avanzó con un ensayado contoneo de cintura. Se sentó junto a Birón, mostró una sonrisa de dientes que refulgieron en la penumbra y pasó sus dedos finos por el pelo sudado del herido, que se relajó en la caricia. La mujer acercó los labios al oído del yaciente y le habló en susurros, despacio, con una voz que ahora creía reconocer Birón:

—Vamos, padrecito; recupérese que le toca a usted.

Denis escuchó las palabras demasiado lejanas, un eco de acantilado, voces de sueño portadoras de un mensaje cifrado. Sacó la cabeza de la penumbra artificial que se había construido cruzando los brazos sobre el mostrador, levantó los ojos hacia la mujer que le hablaba, la misma hermosa señora que entraba y salía por la puerta cortinada acompañando cada vez a un hombre que entraba impaciente y salía satisfecho y engreído. Ahora llevaba el moño suelto y la melena le cubría los hombros hasta media espalda, sobre la bata fina que, mal cerrada, enseñaba el arranque moteado de los senos.

—Venga, padrecito, no se duerma que me hace el feo. ¿Se encuentra bien?

—Déjalo, que está mamado —advirtió el camarero.

—Ya verás como no. Con el tiempo que ha estado esperándome no se va a ir de vacío el pobre —la mujer acarició la cabeza del profesor, le pasó los dedos como un peine por el escaso y alborotado pelo, con un gesto de ternura que desvanecía aún más a Denis en una suavidad cansada.

—Además, seguro que ni siquiera tiene un duro —protestó el mal barman, a lo que el cuestionado cliente, como un resorte, volcó su cartera sobre la barra, billetes y monedas de diferentes tamaños que se pringaron de los cercos de bebida.

La telaraña nubosa de la ginebra le presentaba el rostro de la mujer cubierto de sedas sucias, una cabeza de medusa sobre un lecho de algas. Desvalido, pero terriblemente feliz, se dejó conducir por la mano gruesa que le tomó del brazo y le enlazó la cintura para sostenerle hasta alcanzar el fondo del bar, las cortinas que le tabletearon la frente al traspasar el umbral de aquel paraíso local, oscuridad preñada de un olor a lejía pleno de reminiscencias, la luz atardecida se atrevía a cruzar las rendijas y boquetes de una persiana mal cerrada, sembrando las baldosas de la estancia con decenas de parches brillantes y fijos. La mujer le guió en silencio, repitiéndole al oído «venga, padrecito, verá cómo luego se siente mejor, ha bebido más de la cuenta, ¿verdad?» Denis se dejó tumbar sobre un colchón duro, unas sábanas rígidas por el semen reseco de tantos hombres, aquellos que habían cumplido minutos antes con la frialdad de un trámite semanal, no por ello menos gozoso.

Las formas que la vespertina luz repartía por paredes y suelo parecían por momentos deslizarse como cucarachas eléctricas a los ojos del jaquecoso profesor, que abrió la boca con dificultad, los labios pegados por la sequedad. La mujer, arrodillada frente al inválido, le quitó con calma los zapatos, los calcetines, los pantalones ligeramente orinados. A continuación se sentó junto a sus rodillas y le desabrochó la camisa sudada, se la quitó sin brusquedad, primero de un brazo y luego del otro, sujetándole la nuca con una mano, con un cuidado de enfermera, hasta dejarlo desnudo sobre aquella cama visitada por todos los olores de todos los cuerpos. Denis se incorporó sobre los codos, apoyó la barbilla en el pecho y pudo ver cómo la mujer se situaba frente a un espejo alto, probablemente una puerta arrancada de ropero, en el que Denis, las pupilas cada vez más adaptadas a la escasa luz, pudo reconocer su propio reflejo lamentable, aunque lo sostuvo sin vergüenza, como la instantánea de otro hombre: incrédulo ante sus gestos, agitó una mano para comprobar que el otro hombre, el valiente, el que estaba desnudo y tumbado en el fondo del espejo, seguramente con el musculoso cuerpo dolorido por la paliza reciente, también movía la mano en saludo recíproco. La amable hetaira desanudó la bata y la dejó caer al suelo para mostrar desde ese momento la plenitud de su cuerpo, la línea del deseo que dibujaban sus caderas, sus piernas definidas por la breve luminosidad que duplicaba el espejo. Todo en ella era ofrenda: sus pechos redondeados como cerámicas perfectas, la carnosidad laxa de sus brazos, las piernas separadas en apuntado arco, el pelo colocado sobre los pezones como dos telones azulados y su olor que adormecía al ya casi durmiente: su emanación vaginal como una sinceridad insospechada en un trato comercial como aquél.

Rebozado en una dicha desconocida hasta entonces, todavía muy borracho, Denis se abandonó en el colchón, se restregó con pereza los párpados y los mantuvo abiertos para comprobar cómo la mujer, que ahora parecía recién nacida del espejo, se acercaba a él, se tumbaba en paralelo a su cuerpo, de costado, apoyada en el codo izquierdo, y le pasaba una mano tan caliente por el pecho encogido de Denis, le dibujaba las caderas por primera vez, la forma de las piernas, el sexo estremecido en el roce inicial, la repentina brutalidad al apretarle los testículos un segundo antes de ascender los dedos hacia las axilas y los brazos. La amante se volcó lenta sobre el anciano cuerpo, aplastándolo dulcemente hasta provocar en Denis un anhelo de extinción fulminante, de desaparecer en ese instante, atrapado bajo aquella celebración de la carne, la melena que se le metía por la nariz y la boca. El profesor permaneció inmóvil, convencido de que su concurso en tal operación era secundario, incapaz de tocar a la mujer, como atrapado en una superstición infantil, la toco y se desvanece en ceniza dejándome solo y desnudo en la habitación, como tantas otras fantasías masturbatorias durante décadas. Se dejó besar la boca, tembló al primer contacto de una lengua inesperadamente áspera, agresiva en su torsión; se dejó mordisquear el cuello y el pecho, el estómago, el recorrido adivinado en descenso por su vientre, como una boca aislada, sin cuerpo, que le conminaba a ceder a una pereza sin límite, sin pensamientos ni apenas recuerdos, incluso el rostro de aquella estudiante de la que ni el nombre supo se le hacía ahora insostenible, fundido en este cuerpo que era el de todas las mujeres, reales pero también las noveladas, las mujeres que habían estimulado sus hábitos solteros hasta este relámpago. A punto de capitular ante el sueño, Denis pudo ver todavía cómo la mujer operaba sobre él, se sentaba a horcajadas encima del anciano y, con mano experimentada y gesto mecánico, tomaba el pene mal erecto para guiarlo antes de la improrrogable eyaculación.

Cuando el cliente despertó, ignorante del tiempo transcurrido, se descubrió sentado en una de las sillas de madera del local, frente al camarero que hablaba con un tipo recién llegado. Denis no recordaba haberse vestido, no tenía tampoco memoria de que nadie le hubiese auxiliado en ponerse la ropa, comprobó que todo estaba bien abrochado, la camisa metida y sin muchas arrugas. Miró a las cortinas del fondo, dudando si en verdad alguna vez estuvo al otro lado. Pensó interrogar al encargado sobre lo ocurrido, pero se sintió ridículo ante aquel hombre que intercambiaba chistes groseros con el nuevo cliente.

—¡Loli, que es para hoy! ¡Tienes un señor esperando! —gritó el camarero con voz desagradable, mientras el elegido sonreía y se frotaba las manos crujiendo los huesos. Las cortinas se abrieron para dar paso a la mujer, envuelta en su bata y recién cepillado el pelo, los labios retocados en un rosa pálido. Al pasar junto a Denis, que la miraba boquiabierto desde su silla, ella demoró una mano cariñosa en la cabeza del anciano, despeinándole al tiempo que le sonreía de reojo, con una ternura diríase maternal. Denis recibió la caricia como confirmación de su desleído recuerdo y no disimuló un pellizco de celos cuando la prostituta agarró la mano del hombre de la barra y lo condujo al interior. El resacoso profesor se levantó al paso de la pareja, como si fuera capaz de la heroicidad de interponerse, besar a la mujer con decisión y rescatarla de aquella rutina esclava. Permaneció sin embargo en silencio, temblón y cabizbajo al paso de la mujer, que le tomó la barbilla con los dedos y le besó en la comisura de los labios, un beso que parecía ser continuación del beso travieso de la anónima estudiante un día antes.

—Ya nos veremos otro día, padrecito —y se perdió con sus palabras tras las cortinas, seguida por su nuevo usuario, quien lanzó a Denis una mirada podrida de envidia y estupor que despertó algo parecido al orgullo en el profesor.

—Bueno, padrecito —exclamó el camarero, imitando grosero la voz anisada de la mujer—; a ver qué pasa con lo que me debe por la mujer y la bebida.

Denis sacó la cartera y comprobó la previsible falta de varios billetes, pero no se atrevió a reprochar el hurto al proxeneta. Pagó la cantidad exigida con tristeza, porque ese gesto sucio significaba una considerable pérdida emocional para el momento vivido, sobre todo con miras a futuros recuerdos engrandecidos de seductor. Abrió la puerta acristalada del Bora-Bora y salió de vuelta al callejón. Levantó la mirada al cielo lejano, menguado entre los edificios que cerraban la calleja, y comprobó el mucho tiempo transcurrido por la opacidad marina del firmamento. ¿Cuántas horas había permanecido allí dentro? Y lo más importante, ¿cuánto tiempo había estado enredado en los pliegues de aquella mujer? Una mujer que, a escasos minutos del encuentro, ya adquiría proporciones míticas, insertada en lugar preferente en la exaltada fantasía de Denis, aunque este capítulo, a diferencia de otros, estaba construido sobre columnas reales, un sabor salado que permanecía aún en su boca, un cansancio muscular que le engrandecía al caminar.

Al salir a Sol, de vuelta al tumulto del fin de la jornada laboral, advirtió que todavía le duraba la borrachera, intacta pese al lapso temporal. Un aturdimiento que le hacía tropezar en cada paso, divertimento de los niños que por allí cruzaban y le señalaban con el dedo acusador para escándalo consiguiente de madres y abuelas. Subió por Preciados, cercado por una muchedumbre que le extraviaba la referencia de los edificios para caminar en línea recta, el necesario apoyo de las paredes que no alcanzaba. Conquistó Callao y aceleró el trastabillado caminar hacia la plaza de España, quería escapar de aquel crepúsculo de neones que confundía el cielo con su engaño luminoso desde las fachadas de los cines, donde espectaculares carteles pintados a mano mostraban escenas congeladas de películas trepidantes, un Sean Connery con silueta de Guillermo Birón apunta con su brillante automática al zigzagueante profesor que, palpando el revólver en su bolsillo, guiña un ojo al agente secreto y gana la tranquilidad de las calles laterales.

Cuando entró por fin en el portal oscurecido presagió un próximo desfallecimiento, aturdido por los últimos coletazos de la fraudulenta ginebra. Apoyó la espalda en una de las paredes de azulejo gélido, más calmado ahora que se sabía a pocos escalones de su refugio casero. Se asustó tontamente con el chirriar de charnelas de la portería, cuartucho encajado bajo el hueco de la escalera, cuya puerta al abrirse repartió por el portal la luz grisácea del interior. La portera, apoltronada tras una mesa camilla, ni siquiera se levantaba para comprobar la presencia de visitantes, se limitaba a empujar la puerta con el palo de la escoba y observar desde su posición, agotada en sus piernas varicosas. Pero esta vez, al contemplar el deplorable aspecto del anciano vecino, se aupó con esfuerzo y avanzó unos pasos hasta encajar su figura chata en el marco de la puerta.

—¿Se encuentra bien, profesor? —preguntó la cotilla. El interpelado, preso todavía de su interminable ebriedad, sintió una alegría irracional al ver a la portera, un impulso divertido de tomar a la pequeña mujer de las manos e improvisar un pasodoble sobre las baldosas, para desgracia de sus varices y sus pies hinchados que le obligaban a calzar chancletas todo el año, mostrando los dedos un permanente color morado, como si aquella mujer se hubiera empezado a morir por abajo. Denis contuvo su tentación y esperó a escuchar la sorprendente advertencia de la portera: «Sabe, profesor, creo que tiene usted visita arriba, en su piso. Suba, suba, ya verá lo que le espera», dijo con un intencionado acento de desdén, agitando levemente la escoba como un corrector moral. Tal reproche, en una señora conocida en el barrio por su implacable rectitud, convenció a Denis de que la persona que le esperaba arriba era una mujer. Subió la escalera a la mayor velocidad que su estado permitía, empujado por la esperanza de que una nueva amante le aguardase en la puerta del piso. Pensó, en primer lugar, por la cercanía del recuerdo, en la mujer del Bora-Bora, sentada en los escalones y cubierta con la misma bata que mostraba más que ocultaba el espléndido cuerpo. Pero en seguida reconoció lo imposible de esa visita. A cambio, poseído de mayor certeza, evocó a la estudiante a la que auxilió un día antes y que quizás buscaba escondite en el piso del profesor, una semana de estancia clandestina ante el acoso policial, posibilidad que Denis iba rellenando de realidad a medida que ascendía los tres pisos, planeando ya su inmediata estrategia de seducción. Entre la segunda y la tercera planta tuvo que detenerse unos segundos, agarrado a la barandilla. La deshidratación de la naciente resaca le agotaba. Se sentó un instante en un escalón y se enjugó la frente y la boquera con la manga de la chaqueta; evaluó su aspecto, se alisó los pantalones y la camisa, comprobó que había perdido la corbata, lo que lejos de fastidiarle le facilitaba la excusa para regresar al prostíbulo cuando estuviera recuperado. Escuchó tras las puertas de la segunda planta discusiones domésticas, ruido de cacharros de cocina, batir de huevos, una radio melódica. Se ayudó del pasamanos para levantarse y reanudar la subida, ahora más despacio pero con idéntica impaciencia, la imagen de la muchacha que surgiría en el siguiente rellano, casi podía verla ya.

Al alcanzar su planta se desilusionó por la ausencia. No había nadie esperándole, ni siquiera un resto de ceniza o una colilla consumida que demostrase la espera. Melancólico y debilitado por el vano esfuerzo, convencido por enésima vez de que no basta desear algo con fuerza para que ocurra, y de que la fantasía es sólo un doloroso desgaste, trató de introducir la llave sin fortuna, hasta que comprobó que no era su falta de tino sino la desaparición de la cerradura lo que entorpecía su maniobra. La cerradura había sido arrancada, la madera estaba astillada en torno al hueco. Empujó con las yemas de los dedos la puerta, que se abrió sin ruido, mostrando el pasillo oscuro y, al fondo, la luz encendida del dormitorio de donde procedían voces de hombres que le estremecieron.