Llegados a este punto, las convenciones narrativas sugieren realizar un ejercicio de mayor retrospección en nuestro personaje, dejar a un lado durante varias páginas el relato de las calamidades más o menos creíbles vividas por Julio Denis en torno a 1965 y atender a los reclamos de su biografía, sus desconocidas infancia, juventud y primera madurez, de las que ya se nos ha informado que tuvieron como escenario Sevilla en las primeras décadas del pasado siglo. Años en los que, si admitimos los más elementales postulados de la construcción psicológica de personajes, se sitúan los acontecimientos que marcaron el destino de Julio Denis e hicieron inevitable su marcha/huida a Madrid en 1939, su recogimiento interior, su concentración académica por rechazo a un entorno que deseaba ignorar, su desenvolvimiento en las décadas siguientes y, en último término, su desgraciado final todavía por desvelar. Es éste por tanto el momento de abrir uno o varios capítulos, más o menos insertados en la narración, en los que conocer los hechos principales de la vida de nuestro protagonista, cuya aparición en este mundo, si tenemos en cuenta su provecta edad en 1965, deberíamos situar en el arranque del sangriento siglo. Puesto que todo es invención, el relato en tiempo pretérito puede construirse de forma autónoma, con los ingredientes que elija el autor, siempre que conduzcan en su acumulación al perfil que hemos dado al personaje (un hombre apocado, tibio, temeroso ante actitudes comprometedoras, algo frustrado sexualmente). Será necesaria además una suficiente dosis de excepcionalidad en la historia de Julio Denis, no sólo por la obligación de rellenar con rigor los huecos de su acomplejada figura, sino también por evitar una semblanza anodina, contraria a los usos de la novela contemporánea más exitosa (que debe ofrecer un mínimo de entretenimiento al lector), pero sobre todo contraria a la ambición del autor, puesto que nos hallamos ante el instante preferido de tantos novelistas, aquel en que más oportunidades de lucimiento se presentan, la parte más agradecida de la novela y como tal no siempre bien medida, en ocasiones excesiva. En el momento de ofrecer una semblanza de Julio Denis encontramos dos oportunidades de exhibición compositiva: la forma y el fondo. En cuanto a la primera, las técnicas a seguir son variadas, podemos elegir un relato en primera persona, que siempre permitirá una mayor introspección del personaje; o adoptar la forma de un diario apócrifo, que como la artimaña epistolar nunca pasa de moda; o el género de entrevistas, que posibilita una demostración de dominio en tantos registros coloquiales como coetáneos entrevistados escojamos, introduciendo jergas y muletillas personalizadoras; o el menos problemático narrador omnisciente, al que sin embargo no se le admiten tantas ambigüedades en su narración. Pero el verdadero alarde se encuentra en el fondo, en el contenido del relato, la tentación siempre presente de convertir al personaje en testigo y testimonio, utilizar su vida como coartada para relatar los fenomenales acontecimientos históricos de que fue contemporáneo, según el galdosiano modelo de los episodios nacionales. En el caso de Julio Denis, el autor es eufóricamente consciente de las generosas posibilidades que anuncia una acción desarrollada en Sevilla durante las cuatro agitadas décadas que transcurren entre el arranque novecentista y el estallido de la guerra civil; basta tener unos mínimos conocimientos de historia española para adivinar el enorme caudal novelesco que nos espera, una ficción que no sólo entretiene sino que además alimenta; la pedantería del autor se enciende ante la oportunidad de convertirse en un oficioso cronista municipal, qué digo municipal, por lo menos andaluz, cuando no estatal, en esa querencia galdosiana que comentábamos y que seduce a tantos novelistas patrios (en ocasiones para bien, hay que reconocerlo); la ocasión de convertir Sevilla en una ciudad de los prodigios, colocar a Denis en el lugar y el momento precisos para presenciar tanta maravilla, obligarle a ver, conocer, frecuentar o hasta intimar con los principales artífices de nuestras efemérides recordadas u olvidadas. Y así, con la vista ya puesta en la posteridad (lograr que la novela sea adoptada por los munícipes como epopeya local, incluida la colocación de placas en los lugares verdaderos en ella mencionados y hasta la organización de un «día de Julio Denis», fecha a convenir, en el que paisanos y turistas recorrerían los citados lugares novelados y los comerciantes podrían desplegar un amplio merchandising cultural), podríamos convertir las páginas en curiosos anales hinchados de lances, descubrimientos, hechos revolucionarios, leyendas, crímenes locales, cotilleos cortesanos, infamias caciquiles, movimientos culturales, usos y costumbres populares: páginas exquisitamente decoradas gracias a entusiastas lecturas de tantos anecdotarios de la vida cotidiana de nuestros ancestros como existen en nuestras bibliotecas; un esfuerzo documental que nos permitirá graciosas ambientaciones, detallistas y exactas, ese costumbrismo de época que a fuerza de imitar la realidad acaba por hacerla increíble, pormenorizando descripciones callejeras, vestuario y atrezo, expresiones jergales, hábitos de ocio, ceremonias de cortejo, marcas comerciales, precios, carteleras teatrales, canciones más tarareadas en el hit parade ciudadano y etcétera y etcétera; una inmersión agotadora, un viaje en el tiempo que nos devuelve a nuestro presente infectados de nostalgia malsana y de felicidad por el progreso nacional, cualquier tiempo pasado fue mejor y vivimos en el mejor de los mundos, a partes iguales. En el caso de Julio Denis, ya sus orígenes familiares nos invitan a una preciosa zoología del capitalismo local, a través del dibujo de uno de los clanes del poder económico sevillano, un antepasado que hizo fortuna en las Indias o en hechos de guerra contra la morisma y del que arranca una dinastía destacada entre las llamadas fuerzas vivas de la ciudad y que da nombre a alguna plaza céntrica. El padre de Denis tiene madera suficiente para el estereotipo caciquil, el industrial derechista duramente enfrentado a la conflictividad obrera de las primeras décadas del siglo: un hermoso retablo de las luchas socialistas en Sevilla, huelgas revolucionarias, sucesos sangrientos, despotismo patronal, sabotaje sindical contra la maquinaria y la producción arrojada al río, y hasta cuadrillas de incontrolados que arrojan piedras contra el hogar de los Denis, con el esperable enojo del industrial que decide crear su propio servicio de seguridad alistando pistoleros y rompehuesos que resuelven los conflictos visitando a los líderes sindicales en sus domicilios. No descuidemos, en el relato de esos años, la exposición iberoamericana del veintinueve, inmejorable escenario literario por el que pasearemos al boquiabierto lector ante tanto prodigio artesano y tanto azulejo con que podremos rellenar no menos de quince páginas. Incluso, forzando más aún la madeja episódica, podemos aprovechar a don Denis padre para generar una de esas maravillosas historietas de rígida erudición en torno a, por ejemplo, los pioneros de la aviación en España, con las suficientes dosis de emoción, humor, ingenio, superación; mediante un Denis padre enloquecido en la fiebre por conquistar los cielos que a principios de siglo hacía competir a los más notables industriales: el infante Julio Denis recordaría a su padre recortando noticias del desarrollo aeronáutico, realizando maquetas de aeroplanos, relatando las fabulosas hazañas de los precursores (el capitán Kindelán a la deriva en un globo aerostático hasta perderse en el Mediterráneo, Santos-Dumont volando sobre la Bagatelle, los incansables hermanos Wright logrando el primer salto de un kilómetro, el acrobático Conde de Lambert, el malogrado Chávez que arañó la cresta de los Alpes, la apuesta por cruzar el Canal de la Mancha), toda esa exuberancia de valientes pilotos, máquinas soñadas, triunfos y tragedias que tanto enriquecería nuestra novela, material de fácil adquisición en cualquier crónica ilustrada de la aviación y que completaríamos con un discurso en torno a la tensión de progreso que rodea cualquier avance científico, la oposición entre descreídos y quijotes. En cuanto a la madre de Julio, la señora Denis, nos pondría en bandeja una descripción ácida de las estiradas damas de la aristocracia hispalense, con reuniones marujiles en torno a la mesa camilla y al five o’clock tea puesto de moda por la reina Victoria Eugenia, de la que emularían también los veranos cantábricos, el meñique adelantado al tomar la taza y la pompa caritativa (bailes benéficos, colectas para dispensarios populares que son inaugurados por señoras disfrazadas con blanquísimos uniformes de enfermera de sastrería). Pero sobre todo, la figura de la madre posibilita una suculenta relación de hechos católicos en la siempre muy pía ciudad de Sevilla: caracterizaremos una señora de religión apretada, catolicismo fiero, corazón contrito y fiestas de guardar. Qué deslumbramiento se abre ante nosotros, un inagotable filón de simpáticas sorpresas: la encomienda supersticiosa a los santos (Santa Polonia para los dolores de muelas, Santa Genoveva contra la fiebre, etc.), el tormento de la estricta Cuaresma (la señora Denis gobernando el hogar con la cruz en una mano y el puchero en la otra, la dieta cristiana y el recuerdo a los santos anacoretas que con el ayuno lograban asombrosas longevidades: San Arsenio ciento veinte años, San Pacomio ciento diez, San Antonio ciento cinco, etc.) y la culminación narrativa en la barroca Semana Santa sevillana, cuya descripción puede incluso hacernos ganar un patrocinio turístico: la señora Denis haciendo de la fecha una tragedia doméstica (cierre de cortinas, voz baja, cirios e incienso ardiendo en cada rincón y en el altar familiar), caminando detrás de la virgen en las procesiones, a punto de llorar en cada sacudida de las candelerías del palio, y el recuerdo tenebroso del pequeño Julio Denis obligado a desfilar como nazareno en la siniestra Hermandad del Santo Entierro (con su necrófilo paso de la Canina, el esqueleto sentado sobre un globo que representa la muerte), todo el ambiente callejero narrado con estremecimiento y colorido, cuidados epítetos, piruetas léxicas, sinestesias, metáforas insólitas. Todo ello relatado desde el respeto o la disculpa folclórica, o de forma más temeraria mediante una crítica laica a la implícita confesionalidad del aconfesional Estado español (la mayor parte de nuestras fiestas nacionales, regionales o locales son religiosas, los beneficios de que disfruta la Iglesia, los problemas de la enseñanza, y así seguiríamos o no en función de cómo estuviese de templado el anticlericalismo del autor). Pero, frente a todo este torrente anecdótico, tendrá mayor presencia en la narración biográfica de Julio Denis el reflejo de las convulsiones políticas y sociales de la época que le tocó vivir, que en el caso de Sevilla son muchas y representativas del discurrir nacional. Mediante la ya mencionada ubicuidad del personaje (colocar a Denis en el lugar y momento precisos) asistiremos a los principales hechos de nuestra historia: las huelgas políticas que culminan en batallas armadas (relatadas sin escatimar medios), el advenimiento de la República (fiestas callejeras, profusión de banderas, desconfianza del padre y del resto de caciques que en el casino conspiran contra el nuevo régimen), la sanjurjada del treinta y dos (otra oportunidad para novelar combates) y, claro, el estallido de la guerra civil (en el que sin duda estará muy implicado el padre de Denis). Para mayor eficacia, dadas las limitaciones de Julio Denis por su adscripción social y familiar, necesitaremos del concurso de un personaje secundario: un joven idealista (cuya filiación ya decidiremos: anarquista, socialista o comunista), de hogar humilde, activo participante en las convulsiones del momento (puede ser concejal, líder sindical, o secretario de algún partido) y al que relacionaremos con Julio Denis mediante una emocionante amistad por encima de diferencias sociales y políticas, por encima de caracteres tan opuestos (el joven idealista, generoso, hasta un punto cándido; frente al señorito Julio Denis, que no conoce más Sevilla que la de la buena mesa y la cama caliente, el Corpus en tribuna y la Feria en coche engalanado). Una amistad de cuya mano podremos hacer una incursión turística por los barrios obreros, la Sevilla humillada y explotada de Triana y la Macarena (de la que completaremos, sin concesiones, una dura estampa con jornaleros de manos encallecidas, estibadores con la espalda machacada de cargar fardos en el puerto desde el amanecer, menestrales expulsados de las fábricas por una huelga y que recorren las plazas en busca de oficio con que comer; pero también toda esa fraternidad que se presupone a estos barrios y sus habitantes, pobres pero honrados, pues el retrato de las amorosas clases bajas suele ser incluso más tópico que el de las biliosas clases poderosas), la efervescencia de las casas del pueblo, la ilusión maltrecha, mediante un personaje, el joven amigo de Julio Denis, que convertiremos en una de esas caretas absurdas que dictan más que hablan, que cada vez que abren la boca sueltan un pensamiento certero, una máxima política, un diagnóstico que nos ilustra los acontecimientos con la sapiencia de un libro de texto; esa fatal debilidad que desvirtúa los diálogos en ciertas novelas (por no decir películas, aún peor) que pretenden reproducir y explicar un ambiente de época. Pero nuestra fortuna narrativa no termina aquí, pues si seguimos expoliando la bibliografía del período podremos aprovechar manantiales tanto o más atractivos, tales como la poesía (haremos del joven Julio Denis un poeta aspirante, con cuyo concurso asistiremos al traslado de los restos mortales de Bécquer de Madrid a Sevilla en 1911, incluido el letraherido desfile de los duelistas por las calles tras el féretro; pero especialmente seremos testigos de primera fila en el surgimiento de la prestigiada generación del 27, cuyos hechos fundacionales tuvieron lugar en Sevilla en aquellos años y a los que por supuesto asistirá nuestro joven vate como reportero a nuestro servicio: el homenaje a Góngora en el Ateneo sevillano, las conferencias y lecturas de poemas, las memorables farras de nuestras mayores estatuas —los Alberti, Cernuda, Lorca y compañía, que circularán por nuestra novela disfrazados de sí mismos—, el paseo nocturno en barca por el Guadalquivir, la histórica fiesta en la finca de Sánchez Mejías; toda esa jarana cultural que recogen los manuales de literatura y de la que nuestro Julio Denis será partícipe mediante, por qué no, una amistad adolescente con alguna de las figuras) o los usos amorosos de la época (nuestro introvertido protagonista vive febriles enamoramientos de corte dieciochesco por una prima segunda de mejillas empolvadas que muere prematuramente de alguna enfermedad romántica; o coquetea sin éxito con las codiciadas herederas que en el casino forman corrillos femeninos, hablan en voz baja, ríen tapándose la boca y beben dedales de anís; o mejor aún, para completar la épica de nuestro relato, introduciremos una imposible pasión de raíz montesco-capuleta con una joven libertaria, a la que conocerá en alguna de sus incursiones en los barrios humildes y que terminará trágicamente en los primeros días de la guerra civil). Porque, por supuesto, la guerra civil ocupará un lugar central en la biografía de Julio Denis, como un desenlace fatal en el que confluirán las vidas de todos los secundarios: el padre, implicado en la financiación y organización del alzamiento en Sevilla, incluso sale a la calle en los primeros días con una pistola para asegurarse de que los molestos sindicalistas reciban lo suyo; el joven amigo anarquista, socialista o comunista participa en la resistencia armada de su barrio hasta que, tras varios días de enfrentamientos —que detallaremos en toda su crudeza, nada favorece más una ficción que las escenas de guerra—, es detenido y ejecutado en la tapia del cementerio; la muchacha libertaria, muerta por un cañón de artillería o marchada a Madrid para defender la capital; y Julio Denis, títere de todos estos destinos, presionado por el padre para tomar parte en la lucha junto a los primogénitos de las principales familias, que camisa azul y pistola al cinto secundan con jolgorio la conquista y represión de la ciudad; Julio Denis recorriendo las calles —disparos de francotiradores, iglesias ardiendo, cadáveres en descomposición bajo el sol de julio— en busca de su amor imposible y de su comprometido amigo, por cuya vida intercederá sin éxito. La guerra civil, en la que nuestros literatos y cineastas recaen a gusto una y otra vez, inagotable fuente de epopeyas individuales, de contextos trágicos para historias personales, de venganzas ancestrales y heroísmos sin igual, poco importan el rigor, la verdad histórica, la memoria leal o mellada, la falsificación mediante tópicos generados por los vencedores, estamos construyendo una ficción, señoras y señores, relájense y disfruten.