Pocos habitantes de la posguerra se resisten tanto a las caracterizaciones verosímiles como el neófito empresariado triunfante, aquel capitalismo local de nuevo cuño que, junto a la vetusta oligarquía avalada por generaciones victoriosas, se repartieron el botín durante cuarenta años. Nos referimos a ese prototípico compatriota de más o menos humilde origen —generalmente exagerado en las biografías—, que desde el oportunismo o la sinceridad se entregó sin reservas al glorioso alzamiento del 18 de julio y vio compensada su lealtad con generosas facilidades por parte de las nuevas autoridades —de las que además formó parte con cargos de mayor o menor importancia—. Usando un término actual podemos denominar «estimulación de la actividad empresarial» una política estatal de fomento de la iniciativa privada que consistió en, cuando menos, hacer la vista gorda, y cuando más, conceder créditos munificentes, mercados monopolistas, clientela pública e incluso mano de obra esclava reclutada entre los miles de españoles ansiosos por redimir sus culpas ideológicas; sin olvidar una política laboral modélica de la que algunos empleadores, ya en democracia, se han sentido huérfanos, y que prometía poner fin a la incómoda conflictividad social —lo que en otros tiempos se conoció como lucha de clases— mediante la desconvocatoria policial de toda huelga. La versión hispánica del calvinista self-made man vendría a ser un cateto que, bajo el palio franquista, levanta un autárquico éxito productivo que le permite en pocos años afianzar una cuantiosa fortuna y no pocos atributos de prestigio social, mediante actividades que oscilan en el arco emprendedor desde el más basto estraperlo inicial hasta admiradas aventuras industriales en múltiples sectores: alimentación, automoción, distribución, textil, transportes y prácticamente todo el índice de las páginas amarillas. Pocos años ha, el autor localizó en un expositor de saldos un libro que hoy lamenta no haber adquirido a cualquier precio, pues ha olvidado el título y no ha vuelto a encontrar rastro del mismo. Se trataba, por así decirlo, de una suerte de «Vida de santos capitalistas españoles», pues siguiendo el literario modelo de las hagiografías y martirologios católicos recogía un catálogo de vidas ejemplares: autorizadas biografías de aquellos grandes hombres que partiendo de la nada o de modestas posesiones —un taxi rural, un pequeño negocio familiar, un oficio mozo—, consiguieron en esos años difíciles con su solo ingenio y su buena estrella —pues otros factores determinantes son omitidos en estas beatíficas biografías— hacer realidad esa promesa evangélica que equipara la igualdad de oportunidades con el esfuerzo personal que culmina en la ganancia del primer millón. La intención del autor es trazar ahora un retrato cierto —es decir, ajeno a bondades de santoral— de alguno de esos increíbles guerreros que medraron a la sombra de un régimen que allanaba caminos a cambio de su diezmo. Sin embargo, la excesiva precaución que viene maltratando la presente novela está de nuevo presente, ante la dificultad de relatar una de estas biografías sin tropezar en una narración que parezca demasiado esperpéntica, incluso berlanguiana. La zafiedad de tales personajes parece ser su mejor profilaxis frente a posibles intentos de desenmascaramiento, ya que un relato veraz de sus trayectorias, manejos, éxitos y delitos acaba resultando increíble por grotesco. A fuerza de superar a la ficción que la retrata, la realidad termina por invalidarla a la par que se invalida a sí misma. Así que, como prevención, haremos el trayecto inverso: si las vidas grotescas producen retratos grotescos, mediante un retrato voluntariamente grotesco encontraremos una vida grotesca, y como tal verídica, real, pese a la resistencia del lector que, ignorando u olvidando los desmanes paletos que ciertos personajes cometieron, preferirá adjudicar a la barroca imaginación del autor el origen de los materiales empleados. Intentaremos, pues, que la deformación logre traslucir la forma original, auténtica. Escojamos, por ejemplo, la carrera singular de Carlos López. O digamos mejor don Carlo de Lope, para ser respetuosos con su vanidad sin límites, pues los cambios de nombre no son extraños a estos triunfadores. De Lope alcanzó la cumbre de su carrera editorial en 1967, cuando vendió su empresa a Bruguera, que entonces lideraba el mercado de quiosco con sus colecciones del Oeste y de «Hazañas Bélicas». Áquel fue su gran pelotazo final: se llenó los bolsillos y buscó dorado retiro en Venezuela o en cualquier país tropical, ya que él tenía ese sentido popular del paraíso, con sus palmeritas, sus playas blancas y sus mulatas. Prueba de este ideal paradisíaco son las portadas de un buen número de novelas salidas de su editorial, la reiteración con que aparecía ese fácil exotismo que, según él, era lo que demandaban los lectores: «lugares exóticos, que bastante miseria tienen que ver todos los días». Con la citada operación puso fin a casi treinta años de existencia de su gran empresa: Carpe Editorial, con la que había realizado todos sus sueños excepto uno, común entonces y ahora a cierta raza empresarial: la presidencia de un club de fútbol. La editorial se llamaba Carpe por la primera sílaba de Carlos y la segunda de López o Lope, como esos bares tan celtíberos que se llaman «Maifer» por ser sus dueños Maite y Fernando. En el momento de su venta a Bruguera, la empresa que presidía don Carlo de Lope estaba totalmente consolidada, era la segunda de su género, sólo superada por aquella a la que luego se vendió. Carpe Editorial ocupaba una amplia oficina en el madrileño paseo de Recoletos. Los recursos humanos se limitaban al propio don Carlo de Lope, su secretaria y un contable que hacía las veces de diseñador y otros trámites; y a los prolíficos novelistas correspondía, previo paso por la oficina, llevar personalmente los manuscritos a la imprenta, mientras que el almacén para la distribución estaba en las afueras. El único movimiento visible en la sede de Carpe Editorial era el de los escritores, generalmente jóvenes estudiantes y opositores, aunque también profesores universitarios y funcionarios municipales, que acudían a entregar sus treinta o cuarenta nuevas páginas y recoger el correspondiente cheque. Como en otras biografías similares, la de don Carlo de Lope demuestra ese afán por el camuflaje de quienes, una vez acceden a la elite envidiada, se mimetizan con ella, o con lo que creen que son distintivos de esa elite. En ese afán se aplicó nuestro editor hasta extremos ridículos. Incluso su nombre era una impostura: a partir de un vulgar Carlos López decidió convertirse en don Carlo de Lope, convencido de que el tratamiento de don, el uso de la preposición y la desaparición de las últimas letras de nombre y apellido le otorgarían una presunción de nobleza latina de la que de otra forma carecería. Fiel a su condición de nuevo rico, quiso dar un barniz de calidad a su humilde estirpe. En el colmo de su grandeza, incluso llegó a encargar, a un experto en heráldica con pocos escrúpulos, la confección de un escudo de armas con el nombre de su inventada genealogía. Mandó acuñar un blasón que contenía una leyenda en castellano antiguo, con letra gótica, enmarcando algunas divisas que el propio don Carlo propuso al heraldista, tales como una enorme águila bicéfala, un torreón cristiano, dos dagas cruzadas en aspas y una anacrónica imprenta moderna que resaltaría una supuesta tradición familiar de siglos en el campo de la edición. Este increíble escudo figuraba en sus tarjetas de visita y en la contraportada de las novelas editadas por Carpe Editorial como insignia de la empresa. Además, el mentido emblema ocupaba una considerable porción de la pared de su despacho, junto a una descolorida bandera nacional y un retrato del Generalísimo —el retrato oficial multiplicado en colegios y negociados junto al crucifijo y el grave semblante joseantoniano, lo que incitaba al fácil chiste de la crucifixión de Cristo entre dos ladrones— en un marco engalanado con el yugo y las flechas en cada esquina. En la mesa de don Carlo de Lope destacaba una fotografía enmarcada en la que aparecía Franco entregando a nuestro hombre una placa al mérito empresarial. En el aspecto físico, don Carlo de Lope transparentaba algunos de los complejos que sufrían los advenedizos de su condición. En el momento de su retirada rondaba los setenta años, pero insistía en enmascarar su vejez: disimulaba su calvicie con un hábil peluquín y añadía a su rostro algunos afeites que, si bien le daban un color saludable, en ocasiones no tenía medida ni habilidad con el maquillaje y aparecía como un maniquí fachoso, con las mejillas enrojecidas y los labios espesos de un rojo frutal lleno de grietas. Mientras hablaba con alguno de sus novelistas o con cualquier invitado, el muy narciso no dejaba un instante de buscar su reflejo en un espejo que tenía colocado en la pared frente a su mesa, a espaldas de su interlocutor, en el que confirmaba su eterna juventud. Cuando en la conversación se refería a sí mismo, don Carlo de Lope recurría generalmente a la fórmula plural «nosotros los empresarios», con la que, en aquellos años de desarrollismo, certificaba su pertenencia a tan privilegiado estamento. Pero no eran precisamente méritos empresariales los que le habían elevado a su adinerada posición, sino más bien otras habilidades —tan necesarias en ciertos momentos como una buena gestión— tales como olfato, buenas relaciones, oportunismo y cierta dosis de, digamos, caradura. Don Carlo de Lope, que entonces era simplemente Carlos López, llegó a Madrid a finales de los años veinte, emigrado desde un pueblo de Murcia donde quedó su familia, a la que deberíamos suponer, en honor a una biografía de hombre hecho a sí mismo, una vida rural, recolección de hortalizas, sequías desgraciadas y alta morbilidad. En el Madrid de Alfonso XIII el joven Carlos supo hacerse valer gracias a sus dotes de embaucador, e inició distintos y disparatados negocios, siempre con dinero ajeno y con final idéntico para todos: la quiebra, sin que él se viera afectado por responsabilidad alguna, ya que sableaba a incautos que nunca vieron los prometidos beneficios ni volvieron a saber de aquel emprendedor engañabobos que siempre tuvo el verbo fácil para describir todo tipo de empresas de éxito infalible, ya fuera un innovador cemento de pegado rápido que causó el derrumbe de un edificio en construcción, una partida de uniformes saldados de la Gran Guerra para el ejército español y que nadie recibió jamás, o un servicio de sillas de mano o rickshaws para los visitantes de la Exposición Universal de Barcelona que dejó a cuarenta filipinos abandonados en el puerto y al comisariado de la muestra en ridículo. Fraudes que, por supuesto, desaparecieron de su currículum cuando años después se convirtió en un meritorio empresario. Porque don Carlo de Lope fue un impostor compulsivo. La historiada placa entregada por Franco, que ocupaba un lugar principal en la vitrina de trofeos de su despacho, era verdadera; pero no así el título académico de una universidad alemana de impronunciable nombre, que colgaba de una pared y que debió de comprar a algún falsificador, socio del heraldista. Como tampoco era cierto el daguerrotipo que decoraba la misma vitrina, en el que supuestamente aparecían sus padres, dos elegantes personas de porte aristocrático en un entorno parisino, y que realmente sería un retrato anónimo adquirido entre los cachivaches del Rastro. Pero lo que definitivamente decidió el éxito empresarial de Carlos López fue, como en tantas otras biografías nacionales, su actitud política, saber estar con los ganadores en los momentos más convulsos. Fue monárquico en los años veinte con tanto fervor como fue republicano desde abril del treinta y uno, liberal o conservador, según cambiasen las tornas electorales, adelantándose siempre a los cambios con sagacidad para ofrecer sus servicios leales a la clase dirigente de cada momento. Así, en los primeros días del alzamiento militar del treinta y seis tuvo la clarividencia de prever quiénes iban a ser los ganadores de aquel órdago definitivo, dejó Madrid a tiempo y, encamisado de falangista, se presentó en Burgos para mostrar su incondicional adhesión a los principios de la cruzada, sabedor de que en tiempo de mudanza son necesarios hombres como él. Su concurso en la guerra fue creciente y en pocos meses logró que le asignasen el abastecimiento de la retaguardia en la región norte, lo que le permitió, además de ganarse la estima de mandos militares y autoridades civiles, conquistar su propia parcela de negocio, apartando una porción semanal de los suministros para cotizarla en el más rentable mercado negro, con el consentimiento necesario —y bien retribuido— de cuantos generales nacionales hubiera por medio. Su generosidad en repartir las ganancias de lo ilícito le aseguró buenas amistades para, una vez concluida la guerra, rentabilizar su colaboración en la misma. Favorecido por el régimen, dispuso de cuantiosos y cómodos créditos para iniciar sucesivos negocios, que fracasaron uno tras otro, hasta encontrar aquel que finalmente fructificó y se convirtió en fuente de su fortuna: la editorial Carpe. Inicialmente constituyó una compañía que tenía por objetivo, en aquellos piadosos años, difundir los sagrados principios del Movimiento y la moral católica, editando catecismos, manuales de familia y libros de texto que el régimen le compraba o promocionaba, generalmente como lectura escolar. Pero pronto se deslizó hacia proyectos más rentables: las novelas baratas de romances tropicales, de detectives, de cuatreros tejanos y otras por el estilo. En sus inicios, cuando todavía se llamaba Carlos López, la editorial ocupaba un pequeño taller en la Latina, que durante la República y la guerra había sido imprenta de una conocida revista anarquista que, tras ser confiscada con la caída de Madrid, fue entregada a tan noble colaborador de la cruzada como era Carlos López. De los catecismos pasó a las novelitas de quiosco a mediados de los cuarenta, donde encontró su particular filón. Se hizo con los servicios de escritores necesitados, a los que pagaba a tanto por página, una miseria en comparación a lo que llegó a ganar con algunas tiradas. Pronto el taller de Latina resultó insuficiente para la rápida expansión del negocio: el poco espacio que dejaban las máquinas y las bobinas de papel estaba ocupado por montañas de libros ordenados en filas de tres en fondo, de los cuales las primeras columnas eran de catecismos y obras análogas, de forma que si algún celoso funcionario del Ministerio de Educación rondaba por allí podía comprobar que la labor catequista del taller marchaba bien, que las ayudas y créditos no se perdían en productos frívolos como las pilas de novelitas que, tras los catecismos, esperaban para ser distribuidas a los quioscos. Con el tiempo esa precaución se hizo innecesaria, porque la labor de entretenimiento y evasión nacional que el editor realizaba hacia la empobrecida población fue reconocida por las autoridades. Se decía incluso que el propio Franco era lector ocasional de aquellas obras menores, aunque esto no deja de ser un rumor. En la primera entrevista con un nuevo autor —pongamos un profesor universitario necesitado de ingresos suplementarios— don Carlo de Lope utilizaba el mismo discurso introductorio: «Yo sé que todos ustedes, los de la universidad, tienen muy buena pluma, que para algo están donde están. Le quiero dar a entender que a mí no me tiene que demostrar usted nada, ¿comprende? Se lo diré más claro: si usted quiere escribir literatura, se ha confundido de sitio. Yo lo que quiero de usted no son novelones ni palabras de esas que la gente tiene que buscar en el diccionario para seguir leyendo. Lo que yo espero de usted es lo que el público demanda: aventuras, sólo eso, pura evasión. Cuanto más simple, mejor. Así que no se me vaya a estar un año para traerme una novelita, porque mis escritores me dan dos o tres al mes, que es lo que tiene que salir a los quioscos. Y le diré más: si de verdad quiere usted ganarse un buen dinerito, puede sacar una a la semana, que es lo que hacen algunos de mis muchachos, que escriben a esa velocidad. Usted tráigame la primera y ya le diré yo lo que me parece.» Habitualmente, el aspirante a ingresar en el dudoso parnaso de Carpe quería causar buena impresión y se dedicaba durante varias semanas a encontrar una escritura que se aproximase a lo que el editor buscaba, esforzándose en una simplicidad mal entendida, llena de tópicos, diálogos fáciles, acción de saldo. Pero cuando entregaba su manuscrito, don Carlo de Lope lo leía frente al menesteroso novelista, al que de inmediato reprochaba con displicencia: «¿Qué es esto? Usted no me entendió bien. Aquí hay muchas palabras, demasiadas palabras y muy poca aventura. Mire, por ejemplo. En esta página hay una buena de tiros y carreras, pero luego vienen tres páginas en las que, ¿qué es lo que cuenta? Nada, nada interesante, nada que pueda enganchar al lector. ¿Y las mujeres? ¿Dónde están las mujeres? A ver si va a resultar que eres marica.» A partir de aquí negaba el tratamiento de usted y tuteaba en castigo: «Si me traes una de detectives, tiene que haber muchos más tiros y alguna mujer malísima, y si no, te coges el manuscrito y lo envías al Nadal, ya lo sabes. Los universitarios os pensáis que escribir sencillo es eso: sencillo, fácil. Pues ya ves que no. Te voy a dar una segunda oportunidad, porque he leído cosas en estas páginas que me han gustado y si pones un poco de voluntad puedes valer para esto.» A la tercera novela publicada el aspirante conseguía encontrar el registro que don Carlo de Lope exigía, y disminuían las correcciones que el editor introducía con tinta roja en los originales. Porque el patrón de Carpe Editorial siempre se leía los manuscritos cuando se los presentaban, antes de firmar el talón bancario. Los examinaba en presencia del escritor, comentando en voz alta o garabateando la página. No se basaba en criterios estilísticos muy finos, ni tampoco en los contenidos moralizantes que marcaron sus inicios editoriales. Su única referencia para decidir la orientación y el contenido de sus libros era el número de ventas de cada novela. Ése era el dato infalible: la aceptación en el público lector. Sobre la mesa tenía permanentemente un informe cuadriculado con las cifras de ventas de cada título lanzado en el mes anterior, además de un reporte contable de los últimos doce meses y los balances anuales de los anteriores ejercicios. Ante la mirada resignada del escribiente, don Carlo de Lope desplegaba sobre la mesa, junto al nuevo manuscrito, los folios con los datos de ventas y un ejemplar de cada novela reflejada en el informe, y comenzaba una tarea exhaustiva: tomaba un título, observaba sus ventas y las comparaba con los resultados de los números anteriores de la misma serie. Si las ventas del último número eran inferiores a las de sus precedentes, cogía el ejemplar y lo iba leyendo, comparando página a página su contenido con los de las novelas de mayor éxito. Un análisis excéntrico, pues no parecían importarle otros posibles factores que influyesen en las ventas. De este peculiar cotejo extraía conclusiones que transmitía al autor como orientación para la próxima novela. Por ejemplo: «Mis informes demuestran sin duda que los lectores prefieren ambientaciones tropicales. Eso es lo que quieren. Paisajes tropicales, playas, mujeres bronceadas, cócteles, asesinos orientales. Las arenas calientes de Borneo, por ejemplo, vendió casi el doble que Robo en el Banco Nacional.» Si el novelista se atrevía a cuestionar sus consejos, replicando que las ambientaciones tropicales ya estaban muy vistas, que la verdadera acción moderna se localizaba en la gran ciudad, en los bajos fondos, en los paisajes urbanos que los lectores veían en el cine, don Carlo de Lope pedía al autor que situara la acción en una gran ciudad, de acuerdo, pero una gran ciudad tropical, algo así como Chin-Chin o Bora-Bora, según una particular geografía que ninguno de sus asalariados se atrevía a cuestionar con tal de salir cuanto antes de aquel despacho y cobrar su talón, porque el ambiente en su oficina era asfixiante, con el olor untuoso de los cosméticos que utilizaba, los perfumes juveniles que desprendía, junto a los ambientadores de flores que echaba por la estancia. Flores exóticas, por supuesto. Fueron muchos los escritores camuflados tras seudónimos anglófonos que en la escuela de Carpe Editorial consiguieron aquello que cualquiera creería fácil y que no lo era tanto: escribir mal a conciencia, limitar el propio lenguaje, desarrollar personajes planos, diálogos absurdos, situaciones inverosímiles, ambientaciones acartonadas. Incluso la incompetencia es difícil de alcanzar; sólo a partir de la décima novela lograban interiorizar esa pobreza literaria. La escritura entonces se convertía en una rutina no demasiado molesta, un par de horas de trabajo antes de dormir, cuarenta folios para entregar puntuales cada semana o cada dos semanas, en ocasiones copiando literalmente escenas de novelas ya publicadas, incluso reproduciendo ejemplares íntegros, de autoría propia o ajena, alterando sólo los nombres, los lugares, pues la inventiva se secaba pronto ante el exigente ritmo de producción a que don Carlo de Lope sometía a sus literatos. Pero los exprimidos tampoco se quejaban demasiado. En el fondo, aquella actividad era una forma asequible de ganar dinero, pero también origen de extraña satisfacción, algo parecido a la vanidad, cada vez que advertían su clandestina obra en lugar destacado en la mayor parte de quioscos y por la calle en las manos de tantos lectores indolentes, las niñeras en los parques, los mozos de carga en los descansos de bocadillo, los soldados de permiso que las intercambiaban en los barracones, viajantes de comercio que encontraban una fugaz distracción en sus soledades de pensión, respetables ancianos que las leían con disimulo. Para los avergonzados autores representaba un modesto orgullo viajar en el metro y encontrar, sobre las rodillas de una joven hermosa, uno de aquellos libritos que cabían en el bolsillo y tenían portadas de estridentes colores, con ilustraciones que mostraban al detective protagonista —y que daba nombre a la serie, ya fuera Harper Smith, Roberto de Roberto, o Guillermo Birón— con el rostro en sombra para no definirlo demasiado y dejarlo a la imaginación del lector, oculto en parte por el ala del sombrero, empuñando una pistola plateada, sobre un fondo de atractivo paisaje mal dibujado que solía mostrar esos elementos que cualquiera, como sabía don Carlo de Lope, identificaría con el paraíso: una palmera soleada, un chamizo de cañas, una mujer de rasgos orientales con aspecto de malvada, todo muy esquemático, de una simpleza candorosa. Tras la venta de la editorial a la potente Bruguera, los novelistas continuaron sus series integrados en las colecciones de la empresa compradora, pero pronto comprobaron que en Bruguera el proceso creativo era más aburrido, industrial, frente al encanto artesano y jocoso de Carpe. Tras la venta, el millonario don Carlo de Lope desapareció sin dar seña de su destino. Probablemente acabaría sus días infartado en alguna playa mexicana, como si uno de sus detectives de papel le hubiera ajusticiado a balazos por tanta tropelía literaria.