Desde hace una decena de páginas, prescindiendo de la habitual distancia y respeto hacia la obra en marcha, un grupo de radicalizados lectores acosa al autor con el propósito, con la exigencia, de que introduzca un personaje (incluso sugieren perfiles biográficos que, creen ellos, lo harán más aceptable en el transcurso de la novela) no previsto por el autor: un personaje que tense la intención de esta novela desde el referido ayer hasta el mañana engendrado, es decir, el hoy presente; un personaje que, según estos impertinentes lectores, amplíe la idea central de que el vano ayer ha engendrado un mañana vacío, mediante un trastoque de términos: el brutal ayer, dicen, ha engendrado un mañana (por hoy) brutal. Un personaje que, según me ordenan con malas palabras, actúe como portavoz de estos lectores (que parecen ser minoría, pese a su ruido) y reproduzca sus afilados argumentos, que en resumen serían éstos: todavía hoy no se ha perdido la huella de cuarenta años de policía franquista; aquella escuela marcó a varias generaciones de guardianes del orden; la débil transición (incluso renuncian a la mayúscula, Transición) no sólo no exigió responsabilidades a los funcionarios represores sino que los mantuvo en sus puestos; las últimas promociones de la academia policial franquista siguen en activo y no se jubilarán hasta dentro de diez o doce años, por lo que seguirían ejerciendo su influencia nefasta sobre los jóvenes agentes; hay enseñanzas que uno aprende para toda la vida, como montar en bicicleta, nadar, tratar como es debido a un detenido revoltoso, llevar a buen fin un interrogatorio, etc. Argumentos que, indican, deberían ser explicitados mediante un relato hinchado de ejemplos de brutalidad policial en el presente, de los que los mencionados lectores no han olvidado enviarme cientos de denuncias supuestamente reales que describen casos de delincuentes menores que se llevan una paliza o son humillados en los calabozos, inmigrantes que antes de ser expulsados del país son golpeados y vejados (y me adjuntan un informe de una curiosa organización llamada Amnistía Internacional), ciudadanos pacíficos que recriminan la brutalidad de un agente y acaban en comisaría conociendo en carne propia esa brutalidad; sin olvidar, me piden, la situación en las prisiones, en las que estos apasionados lectores sitúan aún algunas escenas de drama carcelario tales como presos cuyas pequeñas o grandes infracciones provocan castigos físicos a manos de sus vigilantes o traslados a inhumanos aislamientos, la justicia de patio ante la que algunos funcionarios hacen la vista gorda o participan, la muerte silenciosa de los enfermos terminales que se consumen esperando una excarcelación humanitaria que apenas reciben a tiempo para ser trasladados directamente al tanatorio, etc. Incluso un incontinente lector me remite varios folios con reflexiones que espera sean asumidas en su integridad por el autor. Reproduciré una de ellas para que el resto de lectores entienda hasta qué punto de sospecha llegan estos individuos:

¿No se ha preguntado usted por qué en España prácticamente no se ruedan películas sobre policías corruptos, abusos de autoridad o dramas carcelarios, mientras que en otros países son todo un género? ¿Quizás por el menor desarrollo de nuestra industria cinematográfica? No parece una buena respuesta, puesto que el cine español ya frecuenta, con mayor o menor fortuna, todos los géneros: comedias, aventuras, dramas de época, terror adolescente, enredos generacionales, etc. Sin embargo, no encontramos muchos títulos cuyo argumento se centre en las andanzas de un agente del orden que maltrata impunemente a sus detenidos, que interroga con métodos salvajes; o en la vida diaria de una prisión convertida por algunos funcionarios en un infierno enrejado. Sí, tal vez recordamos unos cuantos personajes secundarios que disfrutaron unos minutos de celuloide hispano: policías traficantes o proxenetas (o ambas cosas a la vez), chulos y pendencieros que generalmente terminan mal, pero que cumplen con eficacia su papel de relleno: salen a escena, escupen sus exabruptos, ponen cara de malísimos y evitan cualquier gesto de naturalidad, cualquier apunte de verosimilitud, concentrados en mantener intacta su oquedad. Y eso es todo. Quizás nuestros cineastas, como nuestros teleproductores y novelistas, desatienden tales géneros (y prefieren retratos profesionales dentro de la tradición del género negro o, en el caso de la televisión, simpáticos relatos promocionales llenos de humanidad) por un cierto complejo histórico, un temor hipócrita que nos llevaría a reafirmar la cara más dulce de nuestro sistema y ocultar la más siniestra, asegurando la infalibilidad de nuestra democracia por el solo hecho de ser democracia.

Es suficiente este extracto para que el ingenuo lector, a quien se intenta perturbar el tranquilo disfrute de su novela, perciba el carácter irracional e insostenible de tales argumentos. El autor, ante esta ofensiva de una minoría revoltosa que busca en estas páginas un eco para sus retorcidas invectivas, no necesita más que encomendarse al sentido común que, por fortuna, predomina en nuestro país hoy. No hacen falta muchas páginas para responder a esas provocaciones, no es preciso un ejercicio de retórica, sólo hay que recordar unas cuantas verdades al alcance de cualquiera: todo el mundo sabe (sólo se necesita una mínima cultura democrática y una mente libre de prejuicios y sospechas sin fundamento) que en este país no se produjo ninguna continuidad (Transición mediante) entre el anterior régimen y el actual. Nadie duda de que la totalidad de los agentes policiales que durante la dictadura aplicaron con rigor la ley supieron reciclarse sin demora al comportamiento democrático, desecharon sin nostalgia sus métodos, inercias, órdenes habituales, y se comprometieron con los nuevos tiempos. Todo el mundo sabe que en 1975 (o en 1977, o en 1978, o en 1982, hay discusión en las fechas) se puso fin a todos los excesos y desde entonces las fuerzas antidisturbios se emplean con suavidad y educación (¿alguien conoce un solo caso de conflicto laboral, corte de carretera, manifestación estudiantil o desalojo en que un manifestante resulte herido, a no ser que sea por un tropezón o por la agresión de otro manifestante? Al contrario, son los propios agentes de orden público los que sufren daños en sus intervenciones, sólo hay que ver el parte de enfermería habitual, con numerosas luxaciones en los inactivos brazos encargados de empuñar las innecesarias porras). Ya no hay infiltrados policiales en las manifestaciones, de la misma forma que todos los detenidos salen de las comisarías intactos, tal como entraron, con la excepción de unos pocos desgraciados que sufren lesiones debidas a hechos fortuitos («se golpeó accidentalmente al no agachar la cabeza cuando era introducido en el vehículo policial»), las circunstancias de la detención («en su huida chocó contra un vehículo estacionado en la vía»), la resistencia del delincuente («agredió a los agentes cuando iba a ser detenido y fue necesaria la participación de cuatro agentes para reducirlo»), las lesiones voluntarias («se dio cabezazos contra las paredes para poder acusar a los agentes de maltrato») y, en pocos pero lamentables casos, la muerte natural en el calabozo, generalmente por parada cardiorrespiratoria (el corazón y la respiración se detienen, la muerte es inevitable), aunque también recordamos algún inconsciente que se ahorcó en su celda en un claro gesto de desprecio hacia los agentes que lo custodiaban. Es cierto, no lo ocultamos, que recibimos anuales reprimendas de organizaciones internacionales, pero son valientemente desmentidas o desoídas por nuestros gobernantes, facultados y legitimados para saber que las denuncias existentes son obra de delirantes con afán de protagonismo, y que las sentencias condenatorias (cuando se producen, pues generalmente es suficiente el testimonio exculpatorio de un agente que, presente en el lugar de los hechos, declara no haber visto nada, por lo que el asunto queda en una cuestión de credibilidad y evidentemente vale más la palabra de un funcionario encargado de la seguridad pública que la de un vulgar delincuente) son infundadas y merecen un rápido indulto en el próximo Consejo de Ministros, acompañado si es posible de una condecoración, pues conocida es la afición de nuestros gobernantes a recompensar a nuestros más ejemplares funcionarios, incluido el injustamente vilipendiado Melitón Manzanas, cuya Medalla de Oro al Mérito Civil es cuestionada por pandillas de rencorosos que no aprecian sus méritos civiles («llevaba puesto un guante de cuero y me sacudía con esa mano, aún recuerdo el olor de aquel guante», «echó gravilla en el suelo y me obligó a andar de rodillas», «con las manos atadas en la espalda me pateaba y daba golpes detrás de la cabeza», «agarró la famosa porra y me dio una paliza diciéndome “ahora sí que vas a dormir bien”», «me colocó un bolígrafo entre los dedos de una mano y comenzó a apretarme las uñas haciendo girar el bolígrafo»). Es justo denunciar la brutalidad policial durante el franquismo, pero no caeremos en el juego de quienes querrían ver en estas páginas un ataque justiciero contra los actuales cuerpos de seguridad del Estado. De acuerdo en que el vano ayer pueda engendrar un mañana vacío, pero nada indica que el brutal ayer tenga continuidad en un mañana brutal.