Siempre habrá quien reclame un poco más de acción, no basta con unas píldoras aisladas de sexo y humor, es necesario incluir alguna escena vertiginosa, cortada por el aceptado patrón cinematográfico —una novela muy cinematográfica, se suele decir con cierta admiración—, una persecución, un tiroteo, una pelea desesperada que resulta en muerte, algo más que el ya conocido relato de una aburrida detención campestre de estudiantes que no ofrecen resistencia, que se tumban en el suelo siguiendo las órdenes policiales, un par de jóvenes salen corriendo por pura inercia pero se frenan al comprobar que no pueden llegar muy lejos por los campos roturados, se dejan caer cuando escuchan los primeros disparos disuasorios, hunden la cara en el barro o se arrodillan levantando los brazos en señal de rendición, aunque si es preciso podemos forzar la situación, podemos obligar a uno de los estudiantes a olvidar la elemental prudencia, el cansado miedo que reblandece las piernas, podemos hacer que se levante como si sólo hubiera sufrido un tropezón y siga corriendo por el barbecho pese a las dificultades de la superficie, los terrones secos y duros de frío pero embarrados en algunos surcos y que quitan destreza a los pasos, el estudiante correrá traicionando su propio pánico, no le permitiremos mirar atrás para que no tenga en cuenta la proximidad de sus perseguidores, los agentes que pistola en mano avanzan hacia él a grandes zancadas, no le permitiremos siquiera que escuche los disparos que restallan en la bóveda azulada ni los gritos que le ordenan que se detenga, hasta que alcance un cercano bosque de eucaliptos donde la creciente oscuridad boscosa del anochecer le conceda una oportunidad de salvación, porque aquí se manifiesta nuestro poder, es nuestra la decisión y podemos elegir su salvación, concederle unos metros de ventaja sobre los agotados policías y una acequia en la que ocultarse, tumbado sobre un charco helado durante horas hasta escuchar los motores de los vehículos al alejarse, o podemos decidir que sea herido por una bala que roza el ramaje hasta introducirse en su brazo, herida leve, o en su muslo, herida grave por la cercanía femoral, o incluso en su cabeza si necesitamos un cadáver inmediato y reconocible ante la incertidumbre y la invisibilidad de la muerte de André Sánchez, el silencio del bosque es fracturado doblemente por la detonación del arma y por el estallido del cráneo, el habitual ruido de fardo del cuerpo al caer sobre la hojarasca, pero también podemos regalarle unos minutos más de vida o de esperanza, prolongar la persecución en beneficio de nuestra demanda de acción, obligarle a continuar la carrera pese al agotamiento súbito del organismo, la crisis muscular de las piernas, el pinchazo en el pecho cada vez mayor, es necesario que no gire la cabeza porque comprobaría lo inútil de su huida ante la cercanía de su ya único perseguidor, el joven policía que pistola en mano aguanta todavía la maratón, el perseguido acabará por escuchar los pasos que a su espalda le hacen eco, la respiración jadeante cada vez más próxima, porque llegados a este momento no podemos permitir ya que escape, no le facilitaremos la ventaja de un tropezón del exhausto policía, el desarrollo del relato exige a estas alturas subir un nuevo escalón, imponer un enfrentamiento cuerpo a cuerpo, un combate agónico que nos sitúe en una agradable impaciencia por su desenlace, el perseguido da por perdida la carrera y se frena de golpe para provocar el tropezón del perseguidor, caen al suelo, cuerpos que se revuelven, manotazos desesperados, una lucha a vida o muerte porque están solos en medio de un bosque y está presente, no lo olvidamos, una pistola, que una vez mostrada debe ser utilizada, es la máxima teatral, lo contrario será una decepción, ni siquiera nos conformamos con un primer disparo que en el forcejeo se pierde en los desprestigiados eucaliptos, el estudiante se abraza con rabia al policía que intenta separarse, ganar distancia para encañonarle, y ahora debemos elegir, quién se salva y quién se condena, el forcejeo permite cambios de dueño en el arma, debilitamiento de uno y ventaja del otro, arrojamos al aire la moneda o manifestamos nuestras preferencias, habrá quien prefiera la muerte del estudiante, por puro romanticismo del héroe caído, por poder adjudicar un nuevo crimen a la policía franquista, o por mero honor a la verdad ya que siempre será más creíble que un experimentado policía controle las técnicas de lucha y sepa revolverse, liberar el brazo armado y disparar en el primer contacto que se produzca entre el cañón y la carne enemiga, sin distancia, destrozando el rostro o el estómago del joven, fílmicas bandadas de aves durmientes y murciélagos que levantan el vuelo tras la detonación y después el silencio, pero habrá también quien demande la victoria del bueno, más fuerte y entero el estudiante, que consigue doblar el brazo del agente y evitar el disparo que se perderá de nuevo en el cielo, le coloca el antebrazo derecho en el cuello, apretándole contra el suelo, mientras con la mano izquierda controla la mano armada, tira hacia arriba y hacia abajo de ella y durante menos de un segundo el cañón le mira a los ojos y bastaría una suave presión sobre el gatillo pero ya hemos decidido su salvación, los dos cuerpos ruedan sin gracia por el suelo hasta que se escucha un disparo final y todo acaba, cesa la violencia, así concluyen estas escenas emocionantes, el bueno y el malo forcejean, la pistola está oculta a los ojos del espectador y se escucha un disparo, tardamos todavía unos segundos en comprobar, con alivio, que ha sido el malo quien ha acogido en su carne la bala, es la forma convencional, vibrante, de narrar este tipo de peleas, lo hemos aprendido del cine, el vértigo de la incógnita, al igual que la desactivación de bombas cuando quedan tres segundos para la explosión, el héroe saca los cables del artefacto y acerca las tenacillas, cable azul o cable rojo, cable rojo o cable azul, dos segundos, se dispone a cortar el cable azul, un segundo, cambia repentinamente y secciona el cable rojo, se detiene el segundero, final, no hay explosión. El policía sólo emite un maullido, casi obligado, y aún forcejea unos segundos hasta que suelta la pistola y se deja caer hacia un lado, quejándose entre dientes, no llega a gritar, es un tipo duro o se sabe acabado y no merece la pena ni siquiera un canto de cisne, el estudiante coge el arma y se levanta, nunca ha tenido una pistola en las manos pero apunta con destreza al herido, esos gestos se aprenden también en las películas, todos sabemos cómo debemos empuñar el arma, separamos un poco las piernas para afirmarnos en el suelo, adelantamos los brazos en horizontal, una mano empuña y la otra refuerza sujetando por debajo, una pistola pesa más de lo que aparenta, por el inesperado peso y por nuestros nervios tiembla cuando la encañonamos contra el herido, que se arrastra boca abajo por la alfombra vegetal y ahora sí vemos el estrecho reguero de la sangre que nutre el suelo, brillante en el anochecer, se da la vuelta y por fin muestra su pierna derecha a la cámara, primer plano del pantalón ennegrecido como si un parche le dividiera el muslo, en pocos segundos la sangre le cubre toda la pernera, nadie sabe a qué velocidad se desangra un hombre, el desmayo llega pronto, ni siquiera suplica una ayuda que no espera de su accidental ejecutor, amplificadas por la cubierta de árboles resuenan las llamadas de sus compañeros alarmados por los disparos, y en el trance definitivo nos encontramos por última vez con la oportunidad de salvar la vida al policía herido, es inevitable que pensemos que se trata de un repugnante esbirro franquista pero quizás es un joven sin conciencia que buscó en la policía una salida profesional, un trabajo estable, una oportunidad negada en su pueblo de origen, porque las estadísticas de la época nos dicen que un porcentaje mayoritario de las fuerzas represoras eran emigrantes, de extracción rural, extremeños, andaluces, manchegos, el previsible lumpenproletariat que no tiene conciencia de clase y engrosa las filas de los ejércitos desde hace milenios, si dudamos un instante será demasiado tarde para salvarle la vida, sus compañeros pueden tardar en encontrarlo y cuando lleguen a él será ya un cadáver, morirá desangrado entre los matorrales como una bestia de montería, eso concediendo que lo localicen en la oscuridad del bosque porque nuestra rabia podría incluso negarle un entierro digno, que nunca encuentren su cuerpo y quede allí como alimento de alimañas, y ahora sí es demasiado tarde, hemos perdido el tiempo en inútiles reflexiones sin hacer nada por él, no podíamos esperar que el estudiante actuase por su cuenta, qué podía hacer él, cómo iba a cortar la hemorragia fatal, entretenerse en intentar un inexperto torniquete con un trozo de camisa y una rama, o al menos gritar y esperar a que llegasen los otros policías, quizás ellos podían hacer algo por salvarlo, pero al mismo tiempo se arriesgaba a ser detenido y acusado de homicidio, una temporada larga en prisión o una condena a muerte, el garrote o el fusilamiento, o incluso ajusticiado allí mismo, en el bosque, un tiro en la cabeza premeditado y la versión oficial dirá que se resistió, que mató a un policía, que hubo un intercambio de disparos, la pistola muestra sus huellas dactilares, corre ahora que estás a tiempo, no te detengas ni mires atrás hasta que salgas del bosque y cruces un nuevo campo de cultivo y más allá otro bosque y quizás un río que vadear con el agua por la cintura y una loma ascendente, un valle plateado por la luna, un pueblo durmiente cuyos perros ladran al fugitivo, una porqueriza abandonada donde descansar, tiritando de frío, con la pistola todavía apretada en la mano, tan aferrada que duelen los tendones y los dedos rígidos, ya no habrá descanso porque la exigencia de acción es tiránica y no basta con una persecución boscosa y un tiroteo, es necesaria una huida peninsular, caminar de noche y permanecer oculto de día, encontrar el auxilio de los cabreros y los aldeanos que ofrecen un vivaqueo fraternal, la vieja dinámica solidaria del maquis que ahora presta estaciones al que escapa, hasta establecer contacto con un enlace del partido que le facilite un pasaporte, un atuendo en condiciones, un billete de tren o un guía para cruzar a Francia por la montaña, hasta llegar a París o a Toulouse y al fin descansar, si se lo permitimos, esclavo de nuestro aburrimiento y nuestro anhelo de aventura.