Para desactivar definitivamente las sospechas sobre Julio Denis —que tras haber perdido su carrera docente y sido expulsado del país hace casi cuatro décadas no merece ahora esta sombra sobre su débil memoria a cargo de personajes rencorosos, lectores hambrientos de intriga y un novelista dispuesto a las más innobles concesiones— proponemos un posible relato biográfico del profesor Denis en los años cuarenta, en la inmediata posguerra, período en que se formó su carácter retraído, su alejamiento del entorno conflictivo. Ello nos permitiría, además, un primer retrato de época en algunas pinceladas. Pero si algún lector todavía demanda la versión detectivesca, la delación del profesor Denis, su entendimiento callado con las autoridades policiales, nos vemos en la obligación moral de satisfacer las expectativas creadas y ofrecer un segundo relato, alternativo, aunque se adivina insostenible y acabará por cerrarse en sí mismo. Que cada lector elija según su preferencia.

En marzo de 1939, mientras se descomponen las últimas resistencias levantinas del ejército republicano, Julio Denis ignora los hechos de guerra que reproducen las crónicas de la prensa sevillana, intenta vivir de espaldas al enfrentamiento armado y a la euforia omnipresente de quienes llevan a cabo la construcción del nuevo régimen. Desde la caída de la capital andaluza, en julio de 1936, el joven licenciado ejerce la docencia en la universidad hispalense, como única reclusión posible ante tanto desfile bajo palio y tantos disparos justicieros al amanecer. Oprimido por el recuerdo de los sucesos sangrientos de que ha sido testigo, asfixiado en la victoriosa Sevilla, Julio Denis espera una oportunidad para marchar y alejarse de todo aquello.

La ocasión llega con la caída de Madrid y el fin de la guerra. Los vencedores, todavía caliente la victoria, quieren que todo funcione normalmente en el menor tiempo posible, conseguir apariencia de normalidad en un país subnormalizado a tiros, y entre otras medidas pretenden reabrir la universidad madrileña, en los caserones de San Bernardo, pues la Ciudad Universitaria está arrasada tras haber sido trinchera durante tres años. Para reactivar la universidad, las autoridades se enfrentan con el problema del profesorado, muy mermado por el gran número de enseñantes exiliados, muertos durante la guerra o encarcelados, pero especialmente por el apartamiento de todos aquellos que en los primeros meses de paz han pasado por las múltiples comisiones depuradoras, en las que muchos han sido catalogados como irrecuperables para la causa y marginados en consecuencia. Ante tales bajas, se precisa encontrar nuevos profesores y catedráticos. Candidatos no faltan, por los numerosos adictos al régimen que buscan ver recompensada su fidelidad. Y en las llamadas «oposiciones patrióticas» no son méritos académicos los que más cuentan, sino otras medallas, como la participación en la guerra o la filiación en Falange, así como los antecedentes personales y familiares. El daño infligido al progreso del país, en lo cultural y en lo científico, durante varias generaciones, es incalculable. Los colegios e institutos se pueblan de seminaristas de medio pelo y falangistas laureados, mientras las universidades reciben candidatos que ante los tribunales de oposición se presentan uniformados de alférez o capitán, hinchados de medallas y esgrimiendo un expediente guerrero digno del Gran Capitán, más valioso que cualquier doctorado británico.

En este contexto llega Julio Denis a la universidad madrileña, aunque su caso nada tiene que ver con los grotescos episodios mencionados. En honor a la verdad hay que reconocer la presencia de valiosos profesores que, por su adhesión más o menos cierta al nuevo régimen —pero adhesión al fin, pues son necesarios múltiples juramentos de fidelidad—, mantienen sus puestos en estos años. Julio Denis llega desde Sevilla, animado por un catedrático del que fue alumno años atrás y que ha trepado a las cátedras madrileñas por méritos no muy honrosos.

Huyendo de su opresiva ciudad natal y de la memoria de guerra, Julio Denis se presenta en Madrid cuando todavía humean las ruinas, en una ciudad que es cotidiano testimonio del desastre que aún no ha concluido, que sólo ha hecho empezar: pese a los rápidos esfuerzos de reconstrucción, las marcas del largo y terrible sitio son difíciles de borrar, no sólo en los muchos edificios dañados o derrumbados, sino sobre todo en las gentes, hombres y mujeres desesperados, hartos de tantos meses de penuria y vida peligrosa, con más miedo al hambre que a los diarios fusilamientos. Como ociosos paseantes, caminan sin rumbo claro, buscando en los escombros algún resto no saqueado para malvender, empujándose en las colas del Auxilio Social por un trozo de pan duro.

Pese a su adinerado origen familiar, Denis participa de este ambiente miserable, puesto que su llegada a Madrid se produce previa ruptura con su padre, decepcionado por el escaso entusiasmo de su primogénito con la victoria y por su negativa a aceptar la herencia industrial que le correspondía en Sevilla. Por ello, Denis malvive como cualquiera, en años en los que es más cierta que nunca esa máxima española de pasar más hambre que un maestro. Pese a la adversidad, Denis se concentra en su futuro académico, que años después le lleva a conseguir una cátedra que, en su caso, no es fruto del descarado reparto de prebendas. Frente a un entorno que le desagrada, que le aterra incluso, y del que no quiere participar más allá de lo imprescindible, Denis encuentra en el estudio su refugio, su particular exilio. Además, su entrega es una forma de superar un inicial sentimiento de culpa para llegar a sentirse merecedor de un puesto del que se cree usurpador, instalado en el lugar de quien quizás está en el extranjero, encarcelado o bajo tierra. Su esfuerzo, además, destaca más pues el nivel medio de la enseñanza ha caído a niveles vergonzosos. Denis se toma muy en serio su preparación académica y el rigor de sus enseñanzas, frente a otros profesores, advenedizos, satisfechos del proceso espurio que les ha situado en unos despachos que de otra forma no habrían alcanzado nunca, acomodados en su ignorancia hasta extremos increíbles. En pocos años, Denis consigue un puesto preeminente, una autoridad en su materia reconocida por sus colegas.

Mientras toda España sigue con atención las noticias del desarrollo de la guerra mundial, Denis vive entregado al conocimiento del Siglo de Oro español. Cuando en las calles se comenta con admiración y horror el empleo de la bomba atómica contra Japón, Denis se convierte en uno de los principales expertos en el barroco andaluz y oposita con éxito a su cátedra. Frente a un teatro de vida miserable que se representa en cada barrio, en el interior de cada hogar, en los arrabales de pobreza y en el centro no menos mísero, en las gentes que por la calle mastican pipas de girasol para engañar al hambre; frente a un país que no levanta cabeza, Julio Denis se impermeabiliza contra todo y todos, se agarra a sus estudios, a su afán por estar a la altura de la posición que le ha correspondido y que durante años creerá no merecer.

Igualmente vive de espaldas a la escasa vida cultural más o menos oficial, a las tertulias de café y las revistas literarias, se relaciona poco con el resto de profesores, por lo que ya en estos años gana la reprobación silenciosa de los docentes más franquistas, escandalizados con las ausencias de Denis en los actos de exaltación nacional. Se relaciona poco con sus colegas pero es uno de ellos, un profesor, un compañero de la universidad, quien introduce a Denis en el oficio de las novelitas de quiosco como segunda fuente de ingresos en medio de la gran carestía de la que no escapan los profesores universitarios que, como él, rechazan gratificaciones de servidumbre a cambio de su independencia.

De hecho, Denis tarda siete años en tener su propia vivienda en alquiler: durante la primera mitad de los años cuarenta vive en una habitación alquilada en la calle Pez, donde se instala tras residir un par de meses en una residencia universitaria que no puede soportar por el mismo sentimiento de usurpación ya comentado: al llegar a Madrid, Denis es instalado en la vivienda de un profesor represaliado, sin que nadie haya tenido la delicadeza previa de sacar de allí sus pertenencias ante la llegada de un nuevo inquilino. Así que Denis tiene que convivir con los objetos personales del purgado: libros, ropas, fotografías familiares; como el violador de un espacio ajeno, de una intimidad que no le pertenece, con armarios ocupados por los trajes de un hombre algo más alto que él y quizás ahora muerto.

Denis sólo aguanta dos meses hasta que deja la residencia y se muda a la habitación que una familia le arrienda a pensión completa, lo único que puede permitirse con su sueldo. Es un piso modesto, de una unidad familiar breve, de pocos medios y en la que se adivina una tragedia de guerra de la que no quieren hablar. Denis aparece como una bendición para aquel hogar desesperado: paga por la habitación más de lo que le piden y muchos días compra él la comida al volver de la facultad, pese a que tampoco le sobran recursos. La breve familia está compuesta por una mujer joven aunque envejecida a golpe de desgracia, su hija de seis años y su suegro. Hasta el último rincón de la casa se nota ocupado por la enorme ausencia del hombre que antes de morir era marido, hijo y padre de quienes ahora lo recuerdan sin nombrarlo.

Denis se integra con gusto y dolor a partes iguales en aquella vida familiar. No protesta por la comida recibida pese a su escasez e insalubridad. Tampoco se queja del uso que la mujer hace del dormitorio matrimonial, alquilado por horas a parejas adúlteras en cualquier momento del día, lo que produce una considerable contaminación acústica a través de los delgados tabiques. Julio Denis, don Julio para sus caseros, se siente partícipe de tanta desdicha y asume el inevitable papel que le corresponde: su cuerpo encaja sin fisuras en el hueco doloroso de la familia y esta vez no se siente usurpador en su triple condición postiza de marido, hijo y padre. Por las tardes se sienta en la cocina, con la mujer, el anciano y la niña, y les da conversación, escucha con ellos la radio, se ofrece para ayudar en tareas domésticas, les lee novelas de detectives. Con frecuencia salen a pasear y los invita a unas sardinas en los merenderos del Manzanares. De forma individualizada, ayuda a la huérfana con los deberes escolares, soporta la senil conversación del anciano que a veces lo confunde con su hijo sin que él deshaga el feliz equívoco, y consuela en lo posible a la viuda, que algunas noches cruza el pasillo para sorprenderle con sus pies helados y los dedos que le abren el pijama sin resistencia, le cruza el pecho a caricias y le muerde la carne aterida hasta provocarle una erección. Al amanecer, sin llantos gratuitos, vuelve a su alcoba para recuperar las formalidades disueltas en la noche, buenos días don Julio.

La común carestía de los profesores es solucionada con distintas mañas. Los más adictos al régimen no tienen mucho problema en encontrar fuentes de ingreso, algunos hacen fortuna publicando vergonzosos libros de loor para el caudillo y sus hitos de guerra y paz, libros que con los años y la necesidad de desprenderse de toda costra franquista desaparecerán de las librerías y bibliotecas y del currículo de sus autores. Para otros profesores, la única manera de obtener un dinero mensual suficiente es impartir clases o tutorías para los vástagos de buenas familias en los domicilios del barrio de Salamanca o en las residencias veraniegas durante las vacaciones. Y algunos, como Denis, recurren al pequeño filón que suponen en estos años las citadas novelitas que, a precios económicos o mediante trueque y préstamo, logran gran aceptación en un público hambriento de estómago pero también de historias que les permitan olvidar por unas horas el pauperismo en que habitan el resto del día.

A mediados de la década de los cuarenta comienza el ya catedrático Julio Denis su escritura mercenaria que no abandonará en veinte años de ejercicio pese a desaparecer las penurias que estuvieron en su origen. Dos entregas al mes, firmadas con atractivos seudónimos, cobradas a tanto la página, de fácil escritura, aventuras idénticas en las que sólo cambian los lugares, los nombres, matices del desenlace final. Durante sus años de escritor popular Denis mantiene esta actividad en un pulcro anonimato, en completo secreto frente a sus compañeros de universidad que, de saberlo, quizás hagan burla del perlado catedrático.

En marzo de 1939, mientras se descomponen las últimas resistencias levantinas del ejército republicano, Julio Denis sigue los hechos de guerra en las crónicas épicas de la prensa sevillana, mientras participa entusiasmado en el esfuerzo de construcción nacional del nuevo régimen victorioso. Desde la caída de la capital andaluza, en julio de 1936, el joven licenciado ejerce la docencia en la universidad hispalense, cuya apertura es un signo de normalidad necesario para afianzar la naciente sociedad. Con la inminente caída de Madrid, Denis entiende que su lugar está en la capital de España, donde su carrera académica podrá alcanzar verdadera relevancia y donde sus servicios al Glorioso Movimiento Nacional tomarán nuevos bríos.

Para allanar su llegada a Madrid, dirige la siguiente misiva al Excelentísimo Señor Comisario General de Investigación y Vigilancia:

«El que suscribe, Julio Denis Benjumea, de treinta y cinco años de edad, natural de Sevilla, y con domicilio en esta Capital, Avenida de la Palmera, 37, Licenciado Universitario de Derecho y Letras, a V.E. respetuosamente expone:

»Que queriendo prestar un servicio a la Patria adecuado a su estado físico, a sus conocimientos y a su buen deseo y voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia.

»Que habiendo vivido en Madrid y sin interrupción durante los 13 años anteriores al Glorioso Movimiento Nacional, y habiendo realizado estudios y labores docentes en la universidad capitalina durante ese período, cree poder prestar datos sobre personas y conductas, que pudieran ser de utilidad.

»Que el Glorioso Movimiento Nacional se produjo estando el solicitante en Madrid, de donde se pasó a Sevilla con fecha 5 de octubre de 1937, y que por lo mismo cree conocer la actuación de determinados individuos desde el 18 de julio de 1936 hasta la citada fecha de 1937.

»Que no tiene carácter de definitiva esta petición, y que se entiende solamente por el tiempo que dure la campaña o incluso para los primeros meses de la paz si en opinión de mis superiores son de utilidad mis servicios.

»Que por todo lo expuesto solicita ser destinado a Madrid que es donde cree poder prestar servicios de mayor eficacia, bien entendido que si a juicio de V.E. soy más necesario en cualquier otro lugar, acato con todo entusiasmo y con toda disciplina su decisión.

»Dios guarde a V.E. muchos años.

»Sevilla a 15 de marzo de 1939.

»III Año Triunfal.»

Conmovido con su generoso ofrecimiento, el destinatario de la carta supo apreciar los valiosos servicios de tan desinteresado servidor, por lo que Julio Denis fue llamado a Madrid con la caída de la ciudad. Allí marchó a mediados de abril de 1939, permaneció hasta junio realizando sus primeras gestiones, regresó en verano a Sevilla y se incorporó de forma definitiva a la universidad madrileña en el mes de septiembre de 1939.

De forma oficial, su misión consistía en formar parte del cuerpo docente que debía poner en marcha la universidad central en ese primer curso tras la guerra, para conseguir la apariencia de normalidad que los vencedores pretendían. Así, junto a un número reducido de catedráticos y profesores, algunos llegados como él de otras ciudades, otros ocultos durante tres años en sótanos del barrio de Salamanca o en embajadas amigas, iniciaron la tarea de reabrir la universidad en los viejos edificios de San Bernardo, arrasada como estaba la Ciudad Universitaria tras haber servido como trinchera. Para esta reapertura las autoridades se enfrentaban con el problema del profesorado, mermado por el gran número de enseñantes exiliados o muertos, y que todavía alimentaba en su seno a individuos desafectos, aquellos tibios que pretendían arrimarse al calor de la victoria después de haberse mostrado indecisos, pusilánimes o incluso colaboradores con el sistema educativo republicano. Las nuevas autoridades entendieron que tales elementos debían ser enérgicamente apartados, pues eran irrecuperables para la nueva España en construcción y su destino merecido era otro, ya fuera cualquier oficio en el que no pudiesen ejercer su intoxicación republicana, ya un campo de trabajo en el que pudieran redimirse en lo posible, ya la cárcel o incluso la ejecución sumaria para aquellos individuos que más persistían en el yerro.

En cuanto a la falta de suficientes docentes, no fue tal problema, pues era sólo una labor de sustitución, de buscar nuevos profesores y catedráticos. Y en realidad candidatos no faltaban, eran muchas las fidelidades que debían ser recompensadas con un puesto a la altura del servicio prestado. Fue el caso de Julio Denis, cuya adicción al régimen, demostrada en hechos valiosos que en seguida diremos, le permitió ganar la ansiada cátedra de literatura en ese primer curso.

La necesaria purga del magisterio fue rápida y exitosa en aquel primer año de paz gracias al concurso de informantes como Julio Denis, quien desde el primer momento se aplicó en la labor de denunciar a quienes pretendían con mayor o menor habilidad encubrir su ominoso pasado político, y que en no todos los casos era tan evidente como la pertenencia a un partido o sindicato, comprobable en los archivos requisados.

No resultaba tan sencillo de averiguar cuando se trataba de profesores que habían prestado apoyos ocasionales a la República antes o durante la guerra y de los que no había testimonio documental, tales como asistencia a mítines y manifestaciones, participación en tareas de socorro en la ciudad asediada, denuestos contra los alzados, hechos de armas aislados, o la mera permanencia en sus puestos con la que sostenían y daban legitimidad al bastardo gobierno antiespañol.

Ante estas conductas, la información ofrecida por Julio Denis, que en efecto había estado en Madrid durante todo el período republicano y hasta octubre de 1937, fue decisiva para el apartamiento, reclusión o incluso eliminación física de aquellos que tanto daño podían causar con su sostenida desafección al Movimiento. Información que normalmente tomó forma de pulcra instancia dirigida a la Comisaría de Investigación y Vigilancia y, con copia, al Ministerio de Educación Nacional. En ella, en apenas quince líneas se refería el nombre de la persona incriminada y se argumentaba, sin demasiadas exigencias probatorias, la culpa que hacía al incriminado merecedor de sospecha, separación y, llegado el caso, acciones punitivas. Los historiadores desafectos al Movimiento Nacional han querido ver en algunas de aquellas instancias el resultado de simples envidias o apetitos sobre el puesto del represaliado. Si bien pudieron producirse algunos excesos por parte de centinelas demasiado celosos o no tan desinteresados, no es el caso de Julio Denis, cuyas delaciones estaban justificadas con detalles, fechas o pruebas documentales, y no tenían más motivación que su amor a la nueva España y su desprecio a quienes habían mancillado el espíritu nacional.

Tras un primer año de euforia acusadora, tras el que la universidad —y la enseñanza en general, el funcionariado y prácticamente todo el país— quedó como una patena, Denis replegó sus armas y se concentró en sus funciones académicas, quedando a la espera de que sus servicios fueran de nuevo solicitados. Sin embargo, tras tres lustros de tranquilidad, su aportación volvió a ser vital para desactivar los primeros intentos de desorden por parte de nuevas camadas de estudiantes y profesores ajenos a las labores de limpieza emprendidas tras la guerra.

Así, en febrero de 1956, su aportación discreta permitió a las autoridades apartar de la universidad a los responsables de actos de contestación política que, disfrazados de inocentes actividades literarias, llevaban el inconfundible sello de la subversión comunista. Nadie supo de la actividad acusadora de Julio Denis, puesto que él, introducido de forma involuntaria entre los instigadores de la subversión —ya que en un principio no sospechó de sus verdaderas intenciones—, fue expedientado como otros docentes, en unos sucesos que culminaron con el cese del rector Laín Entralgo, del ministro de Educación Ruiz-Giménez, y con enfrentamientos callejeros en lo que fue el punto de partida de la agitación universitaria que ya no cesaría en veinte años.

A esas alturas Julio Denis había cimentado ya su prestigio académico, y consideró con acierto que no merecía la pena implicarse en los venideros tiempos revueltos por las molestias que eso supondría y las incógnitas que surgían de cara a los cambios que tarde o temprano se producirían de acuerdo con el carácter mortal de Franco. Sin embargo, esta cautela no significó su renuncia a las labores patrióticas con que se había distinguido en el curso 1939/40. Al contrario, era simplemente un cambio de estilo, más seguro para él y más fructífero para las autoridades.

La tentación primera era tomar el camino que otros habían elegido, marcando distancia con el régimen, para de esta forma introducirse en la naciente oposición, en cuyo seno podría obtener valiosa información que sin demora transmitiría a los interesados. Ésta fue la estrategia preferida por otros delatores, con tanta fortuna que acabaron por sentirse realmente a gusto entre sus nuevos compañeros y ahí echaron raíces sin saber ya ni ellos mismos si eran opositores o leales infiltrados. Pero Denis no estaba en condiciones de dar ese paso, puesto que sus antecedentes colaboracionistas eran aún demasiado conocidos como para que fuera admisible un repentino cambio de talante.

Tras consultarlo con las autoridades competentes, Julio Denis asumió la posición que en adelante centraría su vida: el profesor evasivo, ajeno a la agitación universitaria, recluido en sus estudios, distanciado por igual de tirios y troyanos, acomodado en el exitoso exilio interior que tantos representaron.

Con la salvedad de que, en el caso del profesor Denis, seguía latiendo el fiel colaborador policial que no sólo disfrutaba con el reconocimiento de sus superiores y los inconfesables réditos de sus acciones —como la cátedra que detentaba, ya lo dijimos—, sino también con la experiencia del poder que significaba ser consciente de cómo sus palabras, sus creíbles y rigurosas instancias, decidían la continuidad o la represión de cualquier sospechoso de desafección —y eran tantos—. Durante los años siguientes Denis consolidó su impostura —«instalado en un cómodo anonimato, en su celda de poesías barrocas y sus conferencias asépticas»— representando no pocos desplantes a las autoridades, que le hicieron merecedor del desprecio de quienes ignoraban que era su más valioso activo en la universidad. Su figura prestigiada y desprestigiada a partes iguales llevó a algunos docentes poco precavidos a confiarle planes de agitación, con la vana esperanza de que Denis diera un paso hacia la oposición.

Sin embargo, Denis supo contenerse en tanto que informante secreto, pues se jugaba no pocas sospechas, y prefirió espaciar sus colaboraciones policiales, ofreciendo sólo aquella información más vital y utilizando el resto para su propio archivo en el que recogía y entrelazaba nombres, intenciones, lealtades, con el objeto de dibujar el más preciso árbol genealógico de la oposición universitaria.

Así fue hasta que en 1965, tras ofrecer el chivatazo que desmanteló la organización comunista universitaria, decidió poner fin a la gran comedia: solicitó su jubilación y exigió el pago por sus muchos servicios prestados, un retiro a placer en el destino elegido.