A veces es necesario abandonar por un momento ambigüedades, juegos literarios, relatos horadados que precisan la complicidad del lector para que los complete con su inteligencia, con su imaginación, con sus propios miedos y deseos; a veces es necesario el detalle, la escritura rectilínea, cerrada, completa, descriptiva sin concesiones. Por ejemplo, cómo podemos referirnos a la tortura en una novela. Podemos hacerlo —así lo hemos hecho páginas atrás— desde la indefinición, la suposición, abandonando al protagonista en el momento en que es tumbado sobre una mesa, desnudado, amordazado; y a continuación incluir un tragicómico manual de torturas para que sea el lector el que complete el círculo, el que relacione, el que, en definitiva, torture al protagonista, imagine sus músculos tensados, su piel probando coloraciones ajenas. Pero en ese caso descuidamos nuestro propósito y lo dejamos a merced del criterio del lector, que en función de su disposición podrá limitarse a escuchar los gritos desde una habitación contigua; o contemplar fotografías forenses; o asistir a la tortura aunque tapándose los ojos, mirando sin querer mirar a través de los intersticios de sus dedos colocados como antifaz; o si sus conocimientos médicos se lo permiten podrá adivinar los destrozos interiores, los que no se ven, la extravasación de la sangre, la formación silenciosa de hernias, la quiebra en sordina de los huesos más delgados, la hinchazón de los órganos, la coagulación sanguínea en el laberinto cerebral; o incluso participar, algunos lectores sádicos preferirán participar en el tormento, empuñar la vara que azota, retorcer los miembros con sus propias manos, levantar las uñas con ese bolígrafo publicitario que guardan en el bolsillo de la camisa, accionar la dinamo eléctrica con habilidad insospechada; y también habrá, seguramente, lectores débiles, indulgentes, garantistas, que elijan absolver al detenido, desamordazarlo, devolverle sus ropas y conducirlo ante un juez, abrir una investigación a los funcionarios implicados, etc. Pero cuando hablamos de torturas, si realmente queremos informar al lector, si queremos estar seguros de que no quede indemne de nuestras intenciones, es necesario detallar, explicitar, encender potentes focos y no dejar más escapatoria que la no lectura, el salto de quince páginas, el cierre del libro. Porque hablar de torturas con generalidades es como no decir nada; cuando se dice que en el franquismo se torturaba hay que describir cómo se torturaba, formas, métodos, intensidad; porque lo contrario es desatender el sufrimiento real; no se puede despachar la cuestión con frases generales del tipo «la tortura era una práctica habitual» o «miles de hombres y mujeres fueron torturados»; eso es como no decir nada, regalar impunidades; hay que recoger testimonios, hay que especificar los métodos, para que no sea en vano. Vamos a intentarlo:
«Me detuvieron dos veces y en las dos sufrí tortura. La primera fue en el cincuenta y nueve, tendría yo unos veinticuatro años. Nuestra organización dejaba mucho que desear en cuanto al control de los militantes y la policía nos manejaba a placer, de modo que caíamos cada poco tiempo, e incluso a veces un cabrón infiltrado proponía un atentado que iba seguido de varias detenciones, y los compañeros caídos pagaban un alto precio en lo que en realidad era un correctivo que sirviera de aviso para toda la oposición. Correctivos de ésos dio muchos el franquismo y casi siempre nos tocaba pagar a los libertarios, como ocurrió con Puig Antich, o con Delgado y Granados. Así se produjo mi primera detención. Se nos ordenó acompañar un transporte de armas y explosivos a Madrid, para un grupo que se estaba organizando allí. Luego supimos que era todo mentira, un montaje para que la policía cogiese a unos cuantos terroristas, o bandoleros, que nos llamaban de las dos formas, y aplicase un castigo ejemplar una vez más. Íbamos cuatro compañeros en una camioneta con el material, todo el viaje fue sin problemas, a ratos por la carretera nacional y a ratos por carreteras secundarias, hasta que llegamos a la altura de Guadalajara y una pareja de civiles nos dio el alto a la salida de una curva, junto a una venta de carretera. Ni tiempo tuvimos para reaccionar: no habíamos terminado de detener el vehículo, ni habíamos podido echar mano a las armas, cuando por las ventanas de la venta asomaron otros guardias y dispararon ráfagas de metralleta contra nosotros. Es cierto que los libertarios no nos entregábamos sin oponer resistencia, pero aquéllos buscaban una carnicería, porque lo de que el mejor terrorista es el terrorista muerto viene de antiguo. Acribillaron el coche en pocos segundos. Los dos compañeros del asiento delantero murieron en el acto con no sé cuántos balazos. Los dos que estábamos en la parte trasera recibimos menos disparos, porque los fallecidos hicieron de parapeto con sus cuerpos. El que iba a mi lado tenía una bala en el cuello y otra en el hombro, aunque no murió. Yo recibí, de momento, un disparo en el tobillo. Salí del vehículo cuando cesó el fuego y mi primer impulso fue echar a correr aunque fuera arrastrando la pierna, pero un disparo me alcanzó en una nalga. No pude quejarme mucho, pues en seguida me callaron con un culatazo en la nuca. Nos metieron en dos coches y nos llevaron a Madrid, con primera parada en el hospital militar. Allí nos curaron lo suficiente para poder llegar enteros a Sol, donde nos tenían preparado un homenaje. No fue en realidad un interrogatorio, porque ya he dicho que nos tenían infiltrados y nos controlaban bastante, sabían lo que querían saber. Lo que buscaban era que me inculpase en varios delitos para los que no tenían a nadie, que firmase mi declaración de culpabilidad. Me mantuvieron varios días incomunicado en un calabozo y de vez en cuando venía un comisario acompañado por dos bestias. Me preguntaba cómo estaba, si pensaba colaborar, y ni siquiera me daba tiempo a responder porque los dos policías se liaban a darme hostias, después se marchaban y unas horas después se presentaban de nuevo y vuelta a empezar. Al tercer día me llevaron a una habitación donde comenzó la verdadera tortura. Me presentaron una declaración para que la firmase, exigiéndome además que en el juicio reconociese mi culpabilidad. Como de entrada me negué, comenzaron por pegarme, con el puño o con un libro grueso, en el tobillo y en la nalga, donde tenía las heridas todavía sin curar. Después perdieron la paciencia, que siempre tenían poca, y decidieron sacudirme por todo el cuerpo, principalmente patadas. Yo no resistía por convicción, ni por firmeza moral ni nada de eso, sino por pura supervivencia, porque sabía que si reconocía aquellos delitos, entre ellos la muerte de un policía en un intercambio de disparos, me caería una condena a muerte. Así que, como no me doblegaba, pasaron a métodos más contundentes, aburridos de la sola paliza. Primero me hicieron eso que llaman “el grifo”. Me colocaron acostado en una mesa, boca arriba y desnudo, y me introdujeron en la garganta una manguera enchufada a un grifo. Yo me resistí de tal manera, pataleando mientras me agarraban entre tres, que me sacaron un diente de la fuerza con que me metieron el tubo en la boca. Abren el grifo y empiezan a llenarme de agua el cuerpo, hasta que tengo el vientre muy hinchado, es sorprendente cómo se puede dilatar una barriga, parece a punto de reventar. Entonces, entre dos tipos, comienzan a pegarte golpes en la tripa, con los puños o con tableros de madera, hasta que vomitas toda el agua y vuelta a empezar, otra vez la manguera, el llenado y nuevos golpes. Después me colgaron de una barra, con las manos esposadas a ella, y me dejaron así un día entero, veintitantas horas, se largaron y me dijeron: cuando quieras firmar, grita y venimos a descolgarte. Yo me agarraba a la barra, alternaba una y otra mano, los dedos se me agarrotaban con calambres, cada vez más convencido de que acabaría desmembrado. De entonces conservo este brazo que no puedo levantarlo del todo porque me lo descoyuntaron. Y de las palizas y el grifo me quedaron graves secuelas, me he pasado la vida acumulando dolencias, hernias, problemas de estómago, en el hígado. Pero resistí y al final me juzgaron sin confesión, yo lo negué todo en el juicio y tampoco tenían pruebas de esos otros delitos, sólo pudieron acusarme de la explosión de un petardo en una comisaría y del transporte de armas en el que me habían pillado. Tampoco importaba que demostrasen nada porque aquellos juicios, militares por supuesto, eran una farsa. Me sentenciaron veintiocho años de cárcel, aunque gracias a los indultos parciales, de los que Franco otorgaba cuando quería quedar bien a ojitos de los europeos o por alguna reunión de cardenales en España, o cualquier excusa de agua bendita, sólo cumplí diez años. Que se dice pronto, diez años metido en prisión a la edad en que yo los pasé, que entré con veinticuatro y salí con treinta y cinco, me dejé allí la juventud y además cuando salí estaba tan maltrecho que parecía tener veinte años más, de los achaques que me quedaron y el mal aspecto que tenía. Cuando me pusieron en libertad regresé a Barcelona y encontré que nuestra organización estaba prácticamente desaparecida, después de muchas detenciones y muertes, pero recuperé el contacto con algunos compañeros libertarios que trabajaban de manera más o menos organizada. Poco a poco reanudé la militancia, aunque en un segundo plano, porque la actividad guerrillera estaba casi desaparecida y además yo estaba acabado tras los años de cárcel y las palizas que allí me dieron. A los presos libertarios no nos consideraban presos políticos, sino presos comunes, la prensa se refería a nosotros como bandoleros y los mismos presos políticos, que vivían aparte, en su propio módulo, me hacían el vacío: los comunistas, por las cuentas pendientes de la guerra, yo que cuando la guerra todavía gateaba; los sindicalistas, porque decían que los anarquistas éramos agentes policiales que reventábamos las huelgas y las acciones de unidad obrera. Entre ellos eran solidarios, formaban una comunidad y los guardias los respetaban. Pero yo estaba muy solo, sin compañeros, que a los libertarios Franco nos mató más que encarcelarnos. Así que me trataban mal, como a cualquier preso común, o incluso peor, y por más que intentaba tener buen comportamiento —en parte lo conseguí y obtuve una pequeña reducción de condena a sumar a los indultos—, los guardias me provocaban, me hacían la puñeta para que saltara. Por ello, cuando salí de la cárcel no estaba para muchas alegrías, cojo del tobillo, que no se me curó bien, y lleno de dolores y males. Aun así fui recuperando actividad y cuando había una huelga yo era voluntario para lo que hiciera falta, sobre todo con la propaganda, me dedicaba a llevar revistas y panfletos a talleres y fábricas, con la mala pinta y la cojera no despertaba muchas sospechas, parecía un mendigo. Mi segunda detención fue una nueva encerrona. Ocurrió en el verano del setenta y cuatro, cuando ya le quedaba poca sangre a Franco. Habían matado a balazos a un comisario de la Social en Barcelona. Lo sorprendieron mientras dormía: entraron en su casa varios hombres, lo sacaron desnudo, lo metieron en un coche y le fueron dando hostias con la culata de una pistola hasta que llegaron a un descampado, donde lo echaron al barro y lo fusilaron, le metieron más de cincuenta balas. Casualmente, el torturador al que mataron era uno de los que me había machacado en Sol quince años antes, y ahora estaba destinado en Barcelona. La policía abrió investigación y entre los sospechosos me incluyeron en lugar destacado, por eso de que, según afirmaron, yo tenía ansia de venganza contra el fallecido, además de mi, así lo dijeron, probada reincidencia en el crimen más sanguinario. Fueron a por mí sin más consideraciones, porque a poco que me vieran se notaba que yo no tenía ya cuerpo para trepar al balcón de aquel cerdo. Pero necesitaban un culpable y cuanto antes, así que la investigación condujo sin más rodeos hacia mí. Porque lo de “investigación policial” era un eufemismo para lo que significaba en realidad: se trataba de que el detenido, más o menos sospechoso, confesase y firmase su culpabilidad y caso cerrado. El hábeas corpus y las setenta y dos horas de detención creo que estaban recogidos en las leyes pero como si no lo estuvieran, y más en casos de terrorismo, podías pasarte días y semanas detenido, incomunicado, sin que nadie supiera si al menos se guías vivo. Tampoco había, evidentemente, ninguna garantía jurídica, pues tribunales, fiscales, abogados, participaban de la misma farsa, se limitaban a oficializar tu culpabilidad y si, iluso, denunciabas que habías firmado tu confesión bajo tortura, se aplazaba el juicio y te devolvían al calabozo para que la policía continuase su trabajo y volvieras con la cabeza más fresca en la reanudación. Lo peor de todo es que este sistema de arrancar confesiones de culpabilidad a quien era inocente no se utilizaba sólo con los delitos políticos, sino también, y me temo que de forma más generalizada, con los delincuentes comunes. Pero a ellos nadie los reivindica, porque los héroes son los activistas políticos, los obreros, los estudiantes, nadie hablará del pobre chorizo al que detenían y trataban de colocar un delito ajeno y lo machacaban igualmente; nadie reclamará a los ladrones que sufrieron como el que más el sistema policial, judicial y penitenciario franquista, seguramente lo sufrieron más, porque el trato que recibían no era escandaloso como el de los presos políticos, no levantaba protestas internacionales, no provocaba huelgas ni manifestaciones, no tenían abogados prestigiosos que supieran arrancar mínimas garantías procesales. Alguien debería escribir la historia de la delincuencia común durante el franquismo, porque muchos rateros de medio pelo merecerían una placa, o al menos una tumba decente, por lo que padecieron; algún día se secarán los embalses y saldrán a la superficie los robagallinas que una noche entraron en una comisaría o en un cuartelillo y no salieron vivos ni nadie los reclamó. A mí me detuvieron esa segunda vez en la habitación que tenía alquilada en la Barceloneta. Estaba dormido, no ofrecí ninguna resistencia pero aun así me golpearon varias veces con las culatas de sus pistolas, hasta que me dejaron la cara llena de sangre. Me cogieron tal cual estaba, en calzoncillos; me colocaron una capucha para cegarme, me esposaron y me llevaron a la calle, paseándome previamente a los ojos de la señora que me arrendaba la habitación, a la que mostraron unos cuantos panfletos que cogieron en mi cuarto, como prueba de mi peligrosidad. Me metieron en un coche, donde no dejaron de sacudirme, y salieron de Barcelona, hasta detener el auto en algún sitio, me sacaron y, desnudo, me arrojaron a un barrizal. Se ve que querían repetir el proceso sufrido por el comisario asesinado, cuyos detalles yo conocía por el relato de la prensa de sucesos. Me quitaron la capucha, aunque ellos iban enmascarados, me apuntaron con sus armas y dispararon todos a una, en un simulacro de fusilamiento, con cartuchos de fogueo, pero que no fue vano porque el susto no te lo quita nadie, te dejas caer y aguardas unos segundos, extrañado de no sentir las heridas, confundido por el dolor de los golpes previos, hasta que la risa coral de los fusileros te avisa del carácter festivo de la ejecución. Después me llevaron, otra vez encapuchado, al lugar donde iban a torturarme, no sé en realidad cuál de los edificios policiales fue, porque entré encapuchado y salí inconsciente, supongo que el habitual de Vía Layetana. Tras un par de puñetazos de presentación que completaron la fractura nasal iniciada con los culatazos, el interrogatorio comenzó con la típica mentira que busca vencer la resistencia del detenido: me dijeron que habían atrapado a uno de los asesinos y que éste me había señalado a mí como el segundo de los ejecutores. Me aclararon desde el principio, una vez más, que no tenían nada que investigar, todo terminaría cuando yo me reconociera culpable. Y me insistieron en que esta vez llegarían hasta el final; de hecho me mostraron una partida de defunción rellena, en la que figuraba mi nombre al frente y lo de “parada cardiorrespiratoria” en el espacio destinado a las causas del óbito. Estaba ya firmada por el médico de turno, con lo que me hacían ver que, si se les iba la mano en la tortura, lo tenían todo cubierto. Incluso me indicaron con regocijo el espacio en blanco destinado a la fecha de la defunción y me dijeron: de ti depende la fecha que pongamos, puede durar muchos días. Negué la acusación y entonces, por pura rutina, me pidieron nombres, que reconociese a los culpables, pero yo no sabía nada; aumentaron la intensidad de los puñetazos y esta vez mi resistencia no era ni una cuarta parte de la que tuve la primera vez, porque cada golpe caía sobre un golpe anterior, sobre una herida mal cerrada, sobre una vieja hernia de dolores frecuentes, parecía que conociesen de memoria mi historial clínico, elegían con precisión mis regiones más maltratadas para golpear. Pero yo no podía dar ningún nombre, no sabía nada. Uno de los policías, en plena euforia interrogadora, me rompió tres dedos de la mano derecha, uno por uno, anular, corazón e índice: me cogió el primero, el anular, y me pidió el nombre del asesino, yo respondí que no lo sabía y tiró hacia atrás de la mitad del dedo hasta que sonó el chasquido leñoso de la falange. Así hizo con otros dos dedos, pero me desmayé y pararon. Incluso uno de los agentes, con la rotura del primer dedo, se sintió indispuesto y salió de la habitación para no volver. Se convencieron de que yo no sabía nada, pero eso no les desanimó en su propósito de resolver cuanto antes el caso, al menos a ojos de la opinión pública, ante la que debían dar una imagen de eficacia, de que nadie quedaba sin castigo, y ya he dicho que a los libertarios nos tocaba pagar los platos rotos siempre, nos correspondía recibir los castigos ejemplares. Así que pasaron a la segunda parte. Cuando me reanimé me lo explicaron claramente: confiesa tu culpabilidad y se acabó, no te haremos nada más. Juro que no tenía ya ninguna resistencia, si hubiera sabido el nombre del culpable lo habría confesado, no sirve de nada que intente transmitir el dolor que sentía, porque eso sólo puede conocerse al experimentarlo, no existe vocabulario que lo describa, es mentira que se pueda informar del dolor al lector, es posible describir la tortura exteriormente, pero el dolor no, sólo puede sentirse, sólo queda invitar al curioso a que se pille un dedo entre las bisagras de una puerta, sin rompérselo, apenas una herida, la uña hundida, que sienta cómo le duele, y sólo me refiero al dolor inmediato, el que le humedece los ojos y le hace morderse los labios. En unas imposibles matemáticas del calvario multiplique ese dolor hasta el infinito, en intensidad, en duración, en extensión por todo su cuerpo, y aun así sólo habrá logrado una ligera aproximación. Yo no tenía ninguna resistencia, la única que me quedaba era, como la vez anterior, el apego a la vida, porque sabía que firmar mi culpabilidad equivalía a una condena a muerte de rápido cumplimiento, mientras que si aguantaba, si no confesaba, no tenían ninguna prueba contra mí, quedaba una posibilidad de salvación. Yo conocía la resistencia de mi cuerpo a los golpes, a los balazos, al estiramiento salvaje de la columna vertebral en la barra, pero nunca me había probado frente a un, para mí, nuevo instrumento de torturas: la electricidad. Las descargas eléctricas. Me arrancaron los ensangrentados calzoncillos para tenerme desnudo por completo y me tumbaron en una mesa, provista de grilletes para brazos y piernas. Entonces entró un policía que hasta entonces no había intervenido y que era el encargado de aquel avance tecnológico. Colocó la máquina a mis pies, era sencilla, una dinamo con cables, terminados éstos en dos electrodos: unas pequeñas pinzas de acero, largas y dentadas, de esas que llaman “de cocodrilo” por la forma que tienen. La técnica parece ser la de ir de las zonas menos sensibles del cuerpo —si es que existe alguna zona menos sensitiva en un cuerpo que no es más que un cúmulo de terminaciones nerviosas— a las más sensibles. Comenzaron por los pies, me engancharon los electrodos a los dedos. La primera descarga me sacudió por imprevista, me convulsionó, grité sin escucharme. Me aplicaron dos descargas más en los pies, yo chillaba como un animalillo, sacaba fuerzas de mi maltrecho cuerpo, parecía a punto de romper los grilletes, olvidado de todos los dolores, del vientre golpeado, de los dedos rotos, de la cara tumefacta, concentrado ahora en un único dolor que me recorría por dentro, que me cortaba los huesos en rebanadas. Después me la aplicaron en el pecho, en los pezones, y ahí sufrí un nuevo desfallecimiento, por lo que mis torturadores decidieron tomarse un descanso hasta que me recuperase. Cuando desperté estaban fumando junto a la puerta, no escuchaba su amistosa conversación, sólo veía el movimiento de sus labios, uno dio un manotazo en el hombro a otro, riendo con escándalo, finalmente apuraron el pitillo y lo apagaron tras mirarme con fastidio, como una tediosa tarea funcionarial, uno de ellos entrelazó las manos e hizo crujir sus dedos como un descuidado recuerdo de mi anterior tormento dactilar. Me colocaron los electrodos en las orejas, en los lóbulos, ahí no sentí tanto dolor, supongo que ellos creían estar aplicando la electricidad directamente sobre el cráneo, pero como sólo podían enganchar las pinzas en las orejas el efecto era menor, lo que no significa que no fuera doloroso, pero yo grité más aún, como si alcanzase mi umbral máximo de dolor, esperanzado de que creyesen que aquélla era mi zona más sensible y se concentrasen en ella. Detuvieron la tortura unos instantes, me acercaron un vaso de agua como tentación, sin dejarme beber, me preguntaron si había recapacitado, si pensaba reconocer mi culpabilidad. Yo estaba a punto de romperme del todo, me faltaba un mínimo para firmar lo que me pidieran, todos los crímenes que quisieran adjudicarme, me faltaba ese mínimo, casi deseaba otra descarga que me rindiese por completo. Y se aplicaron a ello. No olvidaron, dentro de las zonas sensibles, los testículos, que figuran en mayúsculas en todo manual de torturas. Me engancharon como pudieron los electrodos, cuyo solo pinzamiento ya era un dolor, e hicieron trabajar la dinamo. Es inútil, una vez más, que el autor intente en su relato elegir palabras para mi sufrimiento. No tenía prácticamente fuerzas para sacudirme, para aullar, para suplicar, aunque el autor forzará mi léxico, me hará buscar comparaciones imposibles, me lleva a afirmar que aquello era como si me hubieran introducido por el recto una rata gigante y ardiente, que a su paso lo destrozaba todo en mi interior, mera palabrería, inútiles diccionarios del dolor. Retiraron los electrodos y quedé consumido, intentaba articular una frase de rendición, decir algo como ya basta, por favor, confieso, soy culpable, prefiero la muerte porque esto es también la muerte, me di cuenta de que no pararían, que no tenía salida, que llegarían hasta el final, me matarían si no confesaba, asumir la culpa implicaba al menos una tregua, un intervalo de vida hasta la ejecución de la sentencia, incluso una posibilidad de indulto, yo iba a confesar ya, no pensaba esperar una sola descarga más, trataba de recuperar el aliento para hablar, mientras veía cómo el encargado de las descargas operaba con los electrodos, con sus manos enguantadas separó la pinza de uno de los extremos, dejó el cable pelado, el cobre a la vista. Otro de los policías me agarró la mano derecha y escogió uno de los dedos rotos, tomó un lápiz y se concentró en introducir la mina, afilada, bajo la uña, girando el lápiz hasta romper la mina y levantar poco a poco la uña con el empuje, yo miraba al tipo, descuidando al de los electrodos, quería hablar, decir basta, confieso, pero tuve que concentrar mis energías en un último grito de dolor, en el que intentaría hacerme entender, basta, anunciaría mi rendición, pero al abrir la boca para gritar, con las mandíbulas muy separadas, otro de los policías me sujetó la cabeza con fuerza y vi cómo el de los electrodos se adelantaba rápidamente, con el cable pelado en la mano, hasta introducirlo en mi boca, al fondo del paladar, mientras otro estaría operando la dinamo, simultaneando los movimientos para que al primer contacto del cable con mi paladar la descarga fuera salvaje: la corriente me agarró por dentro, destrozó sin sangre la garganta, las mandíbulas rígidas, los músculos faciales llenos de convulsiones, contracciones, los ojos me iban a estallar, sin que hubieran sacado el cable perdí la conciencia entre espasmos y caí en un sueño erizado. Cuando recuperé el sentido, sin saber el tiempo transcurrido, no esperaron mi respuesta afirmativa, inmediatamente me extendieron un folio con mi supuesta confesión, mecanografiada, uno de los policías puso en mi mano un bolígrafo pero se me caía, no podía sostenerlo, me aguantaban la mano para firmar, que además era la zurda, la otra tenía los dedos rotos, entre todos hicimos un garabato que sirviese como firma. Lo que vino después lo recuerdo con dificultad, en la vista previa al consejo de guerra yo estaba trastornado, asistía a la representación sin entender nada, sólo asentía con la cabeza a cuanto me preguntaban, instalado en una silla de ruedas porque no podía tenerme en pie, aunque nadie se escandalizó por mi lamentable aspecto, ni los jueces ni los abogados ni el fiscal, todos militares, todos repetían como loritos eso de “las heridas causadas por la resistencia del acusado durante su detención”. Sin embargo, alguna cabeza pensante debió de darse cuenta de que, en pleno 1974, aquel juicio era una bufa, iba a ser un escándalo en todo el mundo como algo llegara a conocerse, si se emitía sentencia y me ejecutaban todo acabaría por saberse; alguien debió de comprender lo impresentable de aquello, el estado en que me encontraba, la poca consistencia de la acusación, la falta de pruebas, así que decidieron un aplazamiento sin fecha del proceso y entre tanto se murió Franco. Todo quedó en suspenso, pero yo seguía en el hospital penitenciario, porque no podía sostenerme ni siquiera sentado, estuve no sé cuántos meses sin poder hablar, sin levantar la mano, me alimentaban con suero, casi no tengo recuerdos de ese período. Después me recuperé ligeramente y me pasaron a una celda, aunque seguí vegetando, completamente anulado como persona, hasta que en el setenta y siete, en una amnistía de las que hubo, alguien se acordó de mí y me pusieron en libertad, pero el daño ya estaba hecho. Y aquí concluye mi relato. Puede el autor seguir con esta ficción de la que me ha obligado a formar parte, puede volver a los habituales caminos del fingimiento literario, inventar personajes que resistan heroicamente a las torturas, que recuerden con entereza el maltrato policial sufrido y suelten el increíble discurso: “Ante la tortura y la muerte estamos tranquilos, por nuestra capacidad revolucionaria, por saber que tenemos detrás a los obreros, a los camaradas, a los compañeros de otras organizaciones, al pueblo. Si tú tienes tu raíz en el pueblo, tu raíz es más fuerte que cualquier cosa. Resistir la tortura no es una cuestión de resistencia física, es una actitud eminentemente moral más que nada. Yo he visto a hombres enfermos y a mujeres ser héroes grandiosos. Y he visto a tipos como castillos que se han hecho polvo. Es un problema de conciencia, de ética. Es el problema de medir qué representas y qué importancia tiene que aquella batalla sea victoriosa. Si cuando te enfrentas con la policía, con los torturadores, todo esto está claro, no hay quien pueda contigo, a pesar de que traten de humillarte y aplastarte”, la típica basura heroica, toda esa retórica de los héroes, puro masoquismo, el bonito relato de esos intelectuales que rara vez sufrían torturas, solían recibir buen trato, incluso en la cárcel, les dejaban entrar sus libros, decían que dedicaban el tiempo de prisión —que para muchos era breve, unos meses o un par de años como mucho— a formarse, a las lecturas, casi unas vacaciones, no conocieron las celdas de castigo, las palizas, el aislamiento, los trataban con corrección para que no protestasen, porque tenían prestigio, podían convocar campañas de apoyo en el extranjero, muchos sabían que se estaban construyendo su pedigrí democrático con un par de meses de cárcel, o con un breve destierro en un destino no demasiado incómodo, para luego, ya en la democracia, poder decir bien alto que ellos eran la verdadera oposición a Franco, que ellos trajeron la democracia, que ellos sufrieron la represión.»