El autor, en plena atribución de sus facultades y en ejercicio del derecho a la propiedad intelectual que le asiste, acaso decepcionado por la deriva que desde páginas atrás viene tomando la presente novela, o advertido por el mohín disconforme de algunos lectores —y el abandono temprano de otros—, se ve en la obligación de hacer una serie de afirmaciones que a) reconduzcan la atención sobre el personaje principal de la aventura, es decir, el profesor Julio Denis; b) iluminen la acción hasta disipar aquellas confusiones que no permiten que se defina con mediana certeza la peripecia del personaje; y c) recuperen una serie de elementos indispensables para el éxito de una narración, tales como el humor, la actividad sexual o la coherencia argumental, que están siendo gravemente sacrificados. Tales afirmaciones actuarán a su vez como desmentidos sobre tres recientes giros que perjudican la posición del profesor Denis y acentúan la poco creíble teoría de la delación: se ha dicho, en páginas anteriores, que el profesor Denis se encontraba en las inmediaciones de la manifestación estudiantil, como testigo en primera línea, lo que puede hacer pensar en una función policial en su comportamiento. En segundo lugar, se ha relatado el encuentro entre el profesor Denis y una estudiante a la que auxilió como un intento de, escudado en la casualidad, entrar en contacto con el grupo subversivo a que pertenecía la mencionada joven. En tercer lugar, hemos podido leer una negación absoluta de la posible casualidad en los hechos, a partir de un nuevo cruce entre el profesor y el citado grupo, esta vez en una cafetería, pocas horas antes de que sus integrantes fueran detenidos por las fuerzas de seguridad. Ante tales aseveraciones, de las que evidentemente no son responsables los sucesivos relatores —que no juegan más que un papel secundario, instrumental— sino la torpe intención del autor por anegar una historia que quizás merecería un tratamiento lineal y nítido, se ofrecen las siguientes aclaraciones:
1. Respecto a la presencia del profesor Denis en las inmediaciones de la manifestación, sentado junto al ventanal de un bar desde donde asistía en inmejorable mirador a las evoluciones violentas del exterior, debemos explicar que el profesor eligió este establecimiento como refugio antes que como observatorio, después de ser sorprendido por la concentración estudiantil y policial en plena vía pública, estudiantes a un lado, policías al otro y Denis entre ambos sin más salida que una calle lateral por la que vio avanzar unidades antidisturbio, y un bar que, a diferencia de otras pequeñas empresas del entorno, no había bajado la persiana pues quedaban en su interior un número indeterminado de clientes a los que la inesperada manifestación había alcanzado en plena pausa laboral para el café con churros y decidieron permanecer en el interior, bien por temor ante el pronto lanzamiento de piedras, pelotas de goma y bombas de humo, bien porque aquel suceso ofrecía coartada para prolongar el siempre flexible tiempo del desayuno en sus respectivos centros de trabajo. En el caso del profesor Denis, el motivo de su entrada en el citado local fue sin duda el miedo, después de haberse visto envuelto, apenas treinta minutos antes, en un desagradable incidente durante su horario lectivo, cuando un irritado tribunal estudiantil le condenó a ser fusilado con una herramienta de escritorio que lanzada por mano anónima le acertó en plena ceja, causándole una aparatosa hemorragia que no podía contener con su pañuelo mientras dejaba el edificio académico a paso ligero, los ojos escocidos por el empleo de gas lacrimógeno. En los jardines universitarios, Denis se mezcló entre quienes huían y perseguían, y sólo detuvo su marcha para contemplar el deslucido salto de un joven que, para vergüenza olímpica, no pudo franquear el seto vegetal que le cerraba el paso en su fuga y cayó sin acierto sobre el pavimento pedregoso, desollándose las rodillas y el codo derecho, daño escaso en comparación con el que se propusieron causarle los dos miembros de la Policía Armada que, sin concesión a su torpeza, golpearon al caído con sus porras en gesto mecánico tantas veces repetido. Ante tamaña muestra de eficacia policial, el profesor consideró más prudente no continuar su carrera, no fuera a ser confundido con un revoltoso y tratado en consecuencia, y buscó parapeto tras una conífera cercana donde, sentado sobre el manto rígido de las agujas caídas, la espalda apoyada en la corteza trizada que le rasgó levemente la camisa, aguardó a que se alejasen cazadores y presas mientras se aplicaba en contener la sangrante cisura con el empapado pañuelo. El tiempo de espera le dejó los huesos doloridos de un frío cadavérico —incluso llegó a considerar, hipocondríaco, que podía morir repentinamente por un improbable daño cerebral y lo encontraría un paseante horas después, cubierto de escarcha y recostado contra el pino, como uno de esos cuerpos sin vida que aparecen de vez en cuando en los bosques, arropados de hojarasca en hermosa composición natural que hace las delicias por igual de los fotógrafos de prensa y de los microorganismos necrófagos—. Tras sacudirse la tierra húmeda de los pantalones y recomponerse como pudo la camisa, tomó el camino de la ciudad, con paso más calmo ahora, y sólo cuando ya estaba en la calle Princesa se giró, alarmado por el griterío, y descubrió la marcha humana que se acercaba con prisa, lo que le hizo continuar su ruta a mayor velocidad, hasta que se topó con la simétrica marcha humana, policial ésta, que se aproximaba desde el otro extremo de la avenida buscando la colisión, momento en que, tras analizar la situación, buscó cobijo en el antes mencionado establecimiento, donde se instaló en la única mesa libre, junto al amplio ventanal. Cuando se iniciaron los enfrentamientos en el exterior, varios clientes envidiaron el emplazamiento del recién llegado y se situaron junto a él para presenciar las escenas de lucha, acorralando al profesor contra la cristalera, momento en que se produjo la ya relatada entrada en el lugar de un estudiante que sostenía a un combatiente herido y que fue espantado por la persuasión armada del propietario, aunque en su retirada pudo ver al profesor en su privilegiada atalaya, coincidencia que alimentó el rumor que desde días atrás recorría la facultad sobre la supuesta colaboración entre el profesor Denis y los cuerpos de seguridad del Estado.
2. En cuanto al auxilio que tras la misma manifestación prestó el profesor Denis a la estudiante Marta Requejo, integrante de la célula comunista universitaria, a la vez que compañera sentimental del desaparecido André Sánchez, lo sucedido no tiene nada que ver con la sugerida estrategia de espionaje y acercamiento a dicha célula, sino más bien, como ya habrán adivinado algunos lectores, con las debilidades de un hombre como Julio Denis, quien en su vetusta soltería pocas veces sucumbió a su tímida preferencia por los cuerpos más jóvenes, aniñados, y cuando lo hizo siempre fue mediante transacción comercial, con sólo dos hechos destacados en sus últimos veinte años de existencia, a saber: en la noche del 7 de marzo de 1959 fue bruscamente frenado durante un paseo nocturno en calleja solitaria y mal iluminada por una mano pequeña que le apretó con todos los dedos la zona genital, una mano que siguiendo la línea del brazo concluía en el cuerpo de una joven ramera, demasiado joven, una de aquellas niñas que llegaban a la capital para trabajar en lo que se pudiera, sirviendo en casas, fregando suelos, cosiendo trapos doce horas diarias por cuatro pesetas en talleres escondidos en pisos interiores, hasta que un día una desavenencia con la patrona las dejaba en la calle, primero como una excepción, algo temporal, finalmente como una elección sin remedio que las resignaba a recorrer el barrio desde el atardecer, huyendo de los guardias y los vecinos moralistas, para asaltar por un par de duros una entrepierna aventurera como la de Julio Denis, cuyos testículos encogidos apretaba con dolor y placer a partes iguales aquella envejecida adolescente de ojos enfermos y un rosa estridente falseándole los labios; llevaba una falda corta y ausencia de medias pese al frío para unas piernas flacas y amoratadas, con los pies a salvo en unas hogareñas pantuflas; la niña habló con voz algo quebrada, no te dejaré marchar, abuelo, amenazó a Denis, quien conmovido más que excitado soltó un billete que la chica guardó doblado en la zapatilla, pensó en pagar y marchar antes que consumar el trato con aquella desgraciada, pero su debilidad le hizo seguir a la muchacha hasta el portal sombrío de un edificio cercano, cueva donde la ninfa desabotonó el pantalón del nervioso profesor y mordisqueó sin éxito un pene lacio que dejó marcado con el color destemplado de sus labios cuando se escuchó el grito del habitual sereno que sacudía su chuzo cual temible venablo, momento en que la chica empujó al nocturno funcionario y ganó la calle a la carrera, Denis lo intentó pero fue sujetado por el velador, quien le tomó un brazo mientras con el otro agitaba el palo frente al azorado anciano que ni tiempo tuvo para esconder el flácido miembro ante la urgencia de entregar los últimos billetes de su bolsillo junto a unas palabras de disculpa, dinero que no era mucho pero suficiente para lenificar la escandalizada conciencia del guardián de la noche y las buenas costumbres. El segundo momento sucedió el 23 de mayo de 1962, cuando uno de sus irregulares paseos nocturnos desembocó por primera y última vez en un local noctámbulo y prohibido, al fondo de un callejón sin tráfico, tras cuyo cristal sucio se distinguían las formas borrosas de los hombres callados y apoyados en la barra y las mujeres maquilladas para falsificar su decrepitud y que se acercarían al bebedor solitario para ofrecerle el consuelo barato de una noche en su escote mohoso, una copulación veloz en un catre arruinado a golpe de cadera o, como obtuvo Denis tras beber con repugnancia un sorbo de un sucedáneo de ginebra, una masturbación maquinal en un cuarto de baño demasiado iluminado, con un espejo ajado que le devolvía el retrato de su rostro apretado en avergonzado gesto. Aparte de estos dos incidentes, la trayectoria sexual de Denis incluía poco más: mensuales citas con Onán, indiscreciones episódicas en la oscuridad de un zaguán desde el que observaría el combate de gemidos y manotazos torpes de parejas sin techo ni lecho, el juego perverso de seguir a una mujer desde la distancia en la noche peligrosa de la ciudad y causar su miedoso paso ligero, el espionaje fortuito de una vecina nada atractiva a la que una tarde sorprendió en la ventana abrochándose un sujetador, y los muy remotos noviazgos de su adolescencia con niñas pánfilas a las que nunca pudo tocar más que la mano y enguantada. En el interminable ocaso de su sexualidad se encontraba Julio Denis cuando apareció aquella estudiante, Marta Requejo, recién cumplidos los diecinueve años y cuyas formas corporales contradecían la menor edad que demandaba su cara aniñada. Concluida la violenta manifestación, el profesor Denis se alejaba de la zona en dirección a su cercano domicilio cuando chocó con el cuerpo temblón de la joven, que salía con prisa de un portal en el que se había escondido del acoso policial. Asustada y con una dolorosa hinchazón en el antebrazo bajo la manga de su jersey, la muchacha chocó con el anciano en el momento en que entraba en la calle un furgón gris por cuya ventana enrejada se adivinaban los ojos atemorizados de los detenidos. Marta, que mostraba en las mejillas restos de un reciente llanto, se apretó contra el profesor, intentando ocultarse tras su cuerpo, pese al escaso volumen corporal de Denis, quien en respuesta tomó del hombro a la estudiante y la hizo caminar calle arriba, abrazándola contra él de forma que los policías del furgón pensaron que era un viejo con su hija, su nieta o su pecado. Pasado el peligro, la muchacha dejó escapar un llanto angustiado y Denis, atrevido como pocas veces, la abrazó con naturalidad y la apretó contra su pecho, su camisa recogió las lágrimas agradecidas, e incluso se atrevió a pasar una mano indecisa por el pelo sucio de la manifestante. En el prolongado abrazo, el profesor se sentía de repente más viejo y cansado que nunca, como si el cuerpo joven de ella fuese un espejo negro que le arrancaba la vida. Pese a que el profesor reconoció en aquella estudiante a una de las organizadoras del acoso sufrido horas antes en el aula, Denis llevó a la joven hasta su casa, no lejos de allí, sin encontrar resistencia en ella. Poco después, en la penumbra de la cocina, con el fondo sonoro de una radio en el patio de vecinos, el profesor observaba a la joven que sentada en un taburete bebía un tazón de leche tibia, vestida únicamente con el albornoz de Denis que dejaba al descubierto un escote enrojecido. Marta, recuperada del temor, contaría al día siguiente a sus compañeros, divertida, lo nervioso que parecía estar el viejo, con el que incluso se permitió cierta provocación, aceptar el ofrecimiento de usar su ducha, vestirse sobre el cuerpo desnudo la bata que encontró tras la puerta, cruzarse de piernas sobre el taburete para regalar un muslo al anciano, en juego pero también en agradecimiento. Ella le pidió disculpas por lo ocurrido en clase esa mañana, reconoció que habían montado la encerrona para ambientar más la facultad, que sabían que André no estaba detenido, y Denis, en lugar de disgustarse, se mostró comprensivo, al hablar le temblaba la boca y se trababa en las palabras largas, hasta que ella se marchó hacia el dormitorio en busca de su ropa, el profesor la siguió hasta la puerta y la invitada decidió obsequiar a su admirador con un desnudo, se quitó la bata y se vistió despacio, fingiendo no saber que el profesor la observaba desde la puerta entornada, incluso se giró con presunto descuido para mostrar su pubis rizado y la línea suave del vientre, los pezones endurecidos del frío al soltar el albornoz, tranquila, aunque contó luego a sus compañeros que le asustó pensar que el viejo pudiera estar masturbándose, por lo que se vistió con lentitud, tardó el tiempo que calculaba que podía durar una eyaculación de anciano. Cuando finalmente se marchaba, Denis se envalentonó y le propuso, entre balbuceos, que se quedase unos días en su casa para ocultarse de la policía, la chica contenía la risa ante la repentina temeridad de quien hasta entonces huía de cualquier leve aroma a subversión. Se despidió de él dándole un beso corto en los labios, de nuevo entre el agradecimiento y la diversión. El profesor quedó paralizado, incapaz de tomarla por los hombros y morderle la boca como hubiera querido, obtuso para decir cualquier palabra a la muchacha que ya salía del piso y cerraba tras de sí la puerta, sin haberle preguntado siquiera el nombre, rígido en su perplejidad mientras escuchaba los pasos rápidos escaleras abajo, temeroso de mover los labios y perder el beso breve allí dejado.
3. En consecuencia con la anterior aclaración, no son necesarias muchas explicaciones para entender el tercer episodio, en principio confuso: el acercamiento del profesor Denis a los jóvenes comunistas reunidos en una cafetería de Moncloa entre los que se encontraba Marta Requejo. Evidentemente, no hubo intención alguna de obtener información susceptible de ser transmitida a los investigadores policiales que a esa misma hora ultimaban la operación que en la noche daría con la célula al completo en los calabozos de la Dirección General de Seguridad. Al contrario, el profesor fue víctima de su incontinencia, del inesperado pellizco sentimental que la muchacha le había producido con su juego un día antes. Tras una noche en la que había dormido con dificultad, apremiado por el recuerdo del muslo expuesto a su vista por quien sólo dio dos sorbos cortos al tazón de leche —que Denis recuperó cuando ella marchó y se bebió con avaricia como si pudiera atraparla en el borde cerámico del recipiente—, tras una noche de increíbles proyectos de seductor, de preparar frases valientes para cuando encontrase a la joven en el pasillo de la facultad, tras una noche de renaciente juventud, Denis amaneció a la mañana del desengaño, al alba implacable que siempre abofetea al soñador y le expone lo ridículo de sus ensoñaciones; se vistió con insoportable rutina y salió a la calle, forzando el olvido de sus irrealizables planes de enamorado, colocando el recuerdo de la muchacha en el lugar que le correspondía, en el recodo cerebral donde se pudren las fantasías; cuando de repente, al alcanzar Argüelles, observó un grupo de estudiantes que cruzaban la calle unos metros más allá y el pecho le dio un vuelco juvenil al reconocer entre ellos al objeto de su deseo. Los jóvenes, que eran tres, caminaban deprisa en dirección al parque del Oeste, y Denis, sin darse cuenta, llevado por un arrojo insólito, se encontró cruzando la calle tras los estudiantes, uno de los cuales sorprendió al perseguidor al girar la cabeza y comentó algo a sus compañeros, que miraron hacia Denis, quien disimuló con torpeza mirando un escaparate de zapatería, hasta que doblaron una esquina y él, convencido en su osadía, aceleró el paso para no perderlos, justo a tiempo para verlos entrar en una cafetería, donde les esperaban otros dos estudiantes para la reunión prevista. Denis quedó detenido a pocos metros del establecimiento, trataba de recuperar la tranquilidad, el bombeo normal de la sangre, hasta que decidió alejarse, desechar su arrebato y volver a su miseria íntima. Con las manos en los bolsillos giró la primera calle hacia la derecha, en dirección contraria a la universidad, olvidado de su obligación académica, volvió a girar en otra esquina, rodeó la manzana a ritmo creciente hasta que completó el círculo y se encontró frente a la fachada acristalada de la cafetería. Comprobó en su reflejo el nudo de la corbata y adelantó la cabeza para distinguir el interior, donde pudo situar a los reunidos en una mesa al fondo del local. Marta estaba sentada de espaldas a la calle, pero uno de los jóvenes señaló al exterior y ella se volvió para descubrir a su admirador tras el ventanal, y esa mirada, antes que rendirle, sirvió como invitación para Denis, que abandonado definitivamente a la temeridad empujó la puerta y se encaminó hacia los perplejos jóvenes, que se revolvían nerviosos, hablaban en voz baja, señalaban furiosos al anciano. Ordenó un descafeinado y se sentó junto a ellos, en la mesa próxima, pese a que el resto de mesas estaban desocupadas. La muchacha se giró y miró con reproche a Denis, mordiéndose el labio inferior, pero el viejo pensó que ya no tenía nada que perder e intentó unas palabras, frases que la estudiante no entendía por inesperadas, que si le permitía que la invitase a desayunar, que si había llegado bien a su domicilio el día anterior, y la llamaba señorita, ese tipo de melosidades de novio antiguo, la joven intentaba cortar aquella situación pero él insistía y le preguntaba su nombre, no sé su nombre, señorita, hasta que uno de los conspiradores perdió la calma y pidió al profesor que le acompañase a la calle, que quería decirle algo a solas, y Denis, como quien acepta un duelo de espadas, se puso en pie solemne y siguió al joven, comitiva a la que se unió un segundo estudiante. Ya en el exterior, vigilados por el camarero que parecía sospechar un inminente linchamiento, uno de los duelistas advirtió al profesor de que se estaba buscando un problema con su actitud, le pidió que se marchase y los dejase tranquilos, le dijo en sarcasmo que los de la Social cada vez reclutaban agentes más toscos, lo que no fue entendido por Denis, de repente enmudecido, perdido su valor, hasta que uno de los estudiantes le mostró una navaja en amenaza, sin llegar a abrirla, sólo las cachas, suficiente para intimidar al anciano, que se marchó calle arriba, no sin antes dedicar un gesto de saludo a Marta, que en el interior hacía esfuerzos por contener la risa.