Las casualidades no existen, son despreciables, o al menos deberían serlo en el territorio de esta novela, lo contrario será un fraude, acabar recurriendo a las mismas trampas para lectores que se dice repudiar. Puedes seguir estirando el equívoco, jugar con cartas bajo la mesa hasta el último momento como un tahúr jubilado. O puedes, de una vez, girar las figuras y mostrar su rostro definitivo, quién es quién, se acabaron las indefiniciones. Aunque sé que no tienes decisión, que volverás a dejarte llevar por las artes del retruécano, la anfibología —de nuevo diccionario en mano—, los rodeos argumentales; aunque sé que renegarás de los buenos propósitos antes de que pasen veinte o treinta páginas para reincidir en los enigmas huecos —que si André era un infiltrado, que si Denis fue víctima de una equivocación policial, que si las novelitas de quiosco—, me veo obligado a afirmar ahora la línea precisa, la única posible: la responsabilidad de Denis, su participación en lo ocurrido desde el momento en que advirtió a la policía de lo que se preparaba y denunció a André y luego hizo mutis con una honrosa careta y un retiro pensionista a elegir en virtud de su colaboración, porque Roma sí paga a los traidores, siempre ha sido así y las casualidades, ya lo he dicho, no existen, son despreciables, no deberían existir. Porque, de lo contrario, fueron demasiadas casualidades en pocos días. No puede ser casual que, justo tras la reunión de André con el profesor, la policía se lanzase a la búsqueda de André, en la facultad, en su domicilio y en los de otros estudiantes y profesores sospechosos. Y a mí no me consta eso que se ha afirmado páginas atrás en el sentido de que también visitaron el domicilio del profesor Denis. La conexión parece clara, no hay que dar muchas vueltas. André no quiso contarnos por qué se reunió con Denis, de qué hablaron durante horas. Si le reprochábamos su poca prudencia, se volvía agresivo, un tanto autoritario en su papel de coordinador de la universitaria. Imagino que en esa entrevista trató de conseguir el apoyo del profesor para las asambleas libres que sacudían la universidad en aquellos días, dentro de una serie de reuniones que mantuvo con varios docentes para tantearlos e intentar romper de una vez el equilibrio que había en la universidad y que siempre favorecía al régimen. Pero con Denis fue distinto, estuvieron demasiado tiempo reunidos, encerrados en su despacho. Cierto que el viejo era una pieza valiosa, por sus buenas relaciones con el rector y por su terquedad en mantenerse al margen de todo. No sé si André llegó a cometer una negligencia, si reveló más de la cuenta, si habló de la venidera huelga, o simplemente el profesor se imaginó el pastel y fue con el cuento a la autoridad. Porque Denis jugó esos días su papel como confidente de varias formas, en varios momentos. Y no pudieron ser tantas casualidades. El profesor intentó acercarse a nosotros de manera un tanto torpe. Por ejemplo, tras la violenta manifestación de la que ya hemos tenido un par de relatos, se produjo un nuevo cruce entre el profesor y nuestro grupo, extrañamente fortuito: una estudiante que formaba parte de nuestra organización, Marta Requejo, que además era la compañera sentimental de André, estuvo a punto de ser detenida mientras escapaba de la carga policial, pero el profesor la ayudó y la sacó de allí. La tomó del hombro como si fuera su hija y caminaron juntos mientras circulaba junto a ellos un furgón en el que iban metiendo a los estudiantes detenidos. Marta estaba muy nerviosa, creo que incluso herida por algún golpe. Y el profesor la llevó a su casa, a la del profesor me refiero, donde ella pudo curarse y tranquilizarse. ¿Un gesto altruista? Podía ser, claro, otra casualidad, que el profesor estuviese en las inmediaciones de la manifestación justo en aquel momento y viera a la muchacha en apuros y etcétera. Hasta ahí nada anormal. Pero una nueva casualidad pocas horas después hizo todo más sospechoso. Ocurrió al día siguiente. Estábamos reunidos en una cafetería de Moncloa, un local discreto en el que solíamos citarnos. Nos encontrábamos esa mañana cinco miembros de la célula; no André, que se ocultaba en esos días mientras era buscado por la policía. Estábamos allí como cinco estudiantes que desayunan antes de ir a clase, comentando lo de la jornada anterior, la carga policial, y lo que se preparaba ese día, con el previsible cierre de la universidad. Y de repente apareció el profesor, Denis. ¿De nuevo otra casualidad? Nos dimos cuenta de que el viejo nos seguía desde que cruzamos Argüelles. Después, vimos cómo permanecía en el exterior de la cafetería, mirando por el ventanal, sin mucho disimulo. Finalmente entró y se sentó en una mesa junto a la nuestra, nos dio los buenos días educadamente. Debió de pensar que íbamos a seguir hablando sin importarnos su presencia, pero quedamos todos en silencio. Entonces el tipo se acercó por el lado en que estaba sentada Marta e intentó hablar con ella, creo que invitarla a desayunar, todo muy ridículo, como un viejo verde que quiere algo con una jovencita, como un novio antiguo, formal, educado. Todos estábamos desconcertados con su comportamiento. Alberto y yo aconsejamos al profesor que se marchase, que nos dejase tranquilos, le dijimos que ya conocíamos su juego, a lo que él respondía con balbuceos. Le acompañamos, un poco a la fuerza, a la calle, donde perdimos la calma, le gritamos, le amenazamos, le dijimos que se estaba metiendo en líos, incluso Alberto le enseñó una navaja, sin llegar a abrirla, sólo las cachas con su nombre grabado. El profesor se marchó por fin y seguimos con nuestra reunión, aunque sin poder olvidar lo extraño de su comportamiento, demasiado torpe para ser un confidente, quizás era una estrategia, aparentaba ser un viejo ridículo y descuidado para que nos confiásemos. Pero yo tenía claro que Denis era un confidente. Siempre mantuvo una postura imparcial, distante, aunque en realidad era uno más, porque aquella universidad, como bien se ha relatado aquí, era territorio preferente de chivatos: algunos profesores, casi todos los bedeles, incluso camareros de la cafetería y, por supuesto, no pocos estudiantes. Aunque es cierto que la policía nos tenía más controlados de lo que creíamos, el profesor jugó su papel, lo aceleró todo con su denuncia, porque ese mismo día, tras el episodio de la cafetería, la policía estrechó el cerco, esa misma tarde fueron a por nosotros. Estábamos en la casa que usábamos para las reuniones de la célula universitaria, una quinta abandonada en las afueras que, como ya se ha dicho, no era del agrado de la dirección, porque en efecto era poco discreta, muy visible desde la carretera. En ella se ocultó André en sus últimos días, cuando le buscaban en las residencias de otros estudiantes y profesores. Nosotros seguíamos el trabajo en la universidad y al terminar el día nos encontrábamos todos allí, para ultimar detalles. Esa tarde apareció la policía cuando estábamos en pleno, mientras discutíamos qué hacer ante el inminente cierre de la universidad. Llegaron en varios coches sin distintivos, eran unos veinte agentes y nosotros éramos ocho, los que formábamos la célula universitaria, la mitad de Letras y el resto de Ciencias. Estábamos revisando el texto que íbamos a repartir en octavillas en las asambleas y fijando citas para el día siguiente, cuando oímos los coches. Ya era casi de noche, así que no los situábamos en el camino, llevaban los faros apagados, sólo oíamos sus motores, que al principio no se distinguían demasiado sobre el ruido lejano de la carretera de Valencia, pero que pronto se destacaron, cada vez más próximos mientras quedábamos en silencio, hasta que Marta se asomó a una ventana y los vio cuando ya estaban frente a la casa. Dos o tres salieron por la parte trasera y echaron a correr campo a través. Los demás nos quedamos y tratamos de destruir las octavillas, quemándolas en una pequeña salamandra, así como las agendas con nombres y teléfonos; eliminamos todo lo que pudimos hasta que entraron los policías, todos pistola en mano, nos gritaron «al suelo» y obedecimos. Permanecimos más de una hora así, boca abajo, con las manos esposadas, mientras registraban todo y se llevaban lo que quedaba sin destruir. Finalmente nos cogieron por separado y nos fueron sacando a intervalos. Se llevaron primero a Marta, después a André y en tercer lugar me cogieron a mí. Me tumbaron en el suelo del coche y se sentaron dos agentes en el asiento trasero, colocaron los pies sobre mi espalda sin ningún cuidado. Sentía bajo mi cuerpo la mecánica del vehículo, los engranajes, el cambio de marchas, la mala amortiguación sobre el camino, el suelo firme de la carretera. Si giraba la cabeza podía ver una esquina de la ventana delantera, el cielo oscuro, hasta que irrumpieron las primeras luces eléctricas y me entretuve en recrear mentalmente el trayecto que ya suponía, el destino era evidente, calculaba las distancias, los cruces, el semáforo en que nos deteníamos, el estruendo familiar del tráfico, ciudadanos que volvían a casa tras la jornada laboral, la barahúnda tranquila de la ciudad, y llegamos a Sol, donde el conductor eligió la calle lateral, buscando la entrada trasera. Me sacaron del coche entre dos, en horizontal, a rastras, y me dejaron en el adoquinado del callejón. Después me levantaron y tuvieron que sostenerme porque casi no me tenía en pie, algo mareado, del tiempo que pasé tumbado, entumecido, en el coche; pero también, sobre todo, de miedo, del miedo que tenía, porque era la primera vez que me detenían y me llevaban a la Dirección General de Seguridad y además me habían cogido por un asunto grave. En ese momento tenía presente el relato de los compañeros que habían caído, narraciones espantosas recogidas en las publicaciones del partido, historias de interrogatorios brutales, del legendario Conesa, de Campanero o de otros comisarios de la Brigada Político-Social; había escuchado tantos casos, en primera persona o referidos por otros, desde las palizas más salvajes —puños, patadas, golpes con porras— hasta las torturas más detallistas. Y tenía muy presente, como todos, lo ocurrido con Grimau un par de años antes, cuando lo machacaron en Sol y después lo tiraron por una ventana, le golpearon con tanta saña que cuando llegó al hospital penitenciario tenía un hundimiento craneal en el que cabía un puño, lo curaron apenas para que se tuviera en pie y poder fusilarlo. No temía un destino similar, pese a la fijación de aquel régimen con las ventanas como punto de cierre a las investigaciones policiales, porque yo era menos importante, pero sabía que las palizas eran una constante con cualquier detenido, por insignificante que fuera, como castigo ejemplarizante para el futuro. Yo conocía poco, mi información no era muy valiosa, pero sabía que intentarían sacarme cualquier cosa y en esos momentos, mientras te introducen a empujones por una puerta estrecha de la casa de los horrores, no piensas en callar, no te atribuyes valor, no te convences de tu resistencia, sino que una cobardía natural, una debilidad elemental, te aconsejan hablar cuanto antes, no esperar a que te pregunten. Mi miedo se acentuaba precisamente porque yo tenía poco que contar y temía que no creyesen en mi ignorancia, que pretendieran extraerme aquello que yo no podía ofrecerles. Me llevaron por un pasillo sencillo, de oficina, en el que me cruzaba con funcionarios que ignoraban la presencia del nuevo detenido por habitual; estaba paralizado, me transportaban casi en volandas, pero al mismo tiempo quería pensar a toda velocidad, trazaba planes, imaginaba situaciones, me concentraba en mi cuerpo, como midiendo su resistencia al dolor, recordaba las últimas horas antes de la detención, cada minuto último, intentando encontrar el instante en que se produjo la fractura presente, porque siempre pensamos, cuando estamos ya dentro de la tragedia, cuando ya es demasiado tarde, siempre tratamos de averiguar en qué momento empezó todo, qué gesto o palabra hicimos o dijimos u otros hicieron o dijeron y que lo torció todo, atribuimos responsabilidades y azares, negamos cualquier noción de destino. Tras subir unas escaleras estrechas recorrimos un nuevo pasillo hasta detenernos ante una puerta de madera con cristal esmerilado. Entramos y me dejaron suelto pero no me sostuve y caí de rodillas. No me levantaron y ahí quedé, genuflexo en lo que no era el gabinete de tormentos esperado, sino una vulgar oficina, con un par de mesas metálicas, grandes archivadores, estufas a los pies, tubos fluorescentes y paredes blancas peladas, sin más adorno que un calendario con fotografía de la plantilla del Real Madrid en formación, de pie y arrodillados con balones; recuerdo bien cada detalle porque en esos momentos lo asimilas todo, no se produce un vacío como cuentan algunos, sino que sientes cada instante como último y quieres atraparlo, exacto. Podría detallar la escena, aportar elementos que no sirven para la narración pero que no he olvidado, el color plomizo de las mesas, el desgaste de los tiradores plateados en los archivadores, los rostros de los funcionarios, sus perfiles angulosos bajo la luz azulina de los fluorescentes, la mirada indiferente, administrativa, del mecanógrafo que colocaba el folio en la máquina de escribir, con cuidado de centrar la hoja de papel en el carro, podría dibujar su rostro, cómo eran sus gafas de pasta ancha, sus patillas descuidadas, su raya del pelo desplazada por la calvicie. Uno de los policías me tomó entonces por las axilas y me obligó a ponerme en pie, concediéndome el beneficio de la pared como apoyo en mi dudosa verticalidad. El oficinista me miró con fastidio, como lo que realmente era: un trámite más en su jornada laboral quizás alargada por la tardanza en llegar el último detenido, rotos sus planes de salir temprano, quizás un propósito de ocio, cine o teatro donde reír un buen rato después de todo un día registrando el ingreso de hombres esposados. Colocó los dedos sobre las teclas y comenzó el interrogatorio preliminar, nombre, apellidos, dirección, fecha de nacimiento, datos inofensivos, ordinarios, que lo mismo sirven para rellenar una ficha policial que el carné de la piscina, preguntas a las que yo contestaba sin demora, como si mi disciplina pudiese suavizar futuros castigos, hasta que el funcionario se decidió por otro tipo de preguntas menos habituales y que pensaba unos segundos antes de formularlas, como si estuviese improvisando o no recordase el cuestionario: última ocasión en que salió del país, personas a las que avisar en caso de no ser puesto en libertad, y esta pregunta, con o sin intención, me arrojó a la cara un instante de esperanza, en caso de no ser puesto en libertad, como si aquello pudiese ser sólo una equivocación, una comprobación rutinaria tras la que iba a ser puesto en libertad. Cuando el encuestador decidió que ya eran suficientes datos revisó lo escrito, leyendo en voz alta mis respuestas y esperando en cada una mi asentimiento. Después tomó el folio, buscó en uno de los archivadores, extrajo del mismo una carpeta y salió con los papeles del despacho a paso ligero, como si realmente tuviera prisa por acabar, cine o teatro, pensaba yo en mi deriva mental, quizás se le hacía tarde para la sesión de las ocho. Quedé como estaba, de pie, apoyado en la pared, intentaba frotarme las manos, adormecidas por las esposas, sin más compañía que los dos policías que me escoltaban. Tardaron unos segundos en reaccionar hasta que, sin que se hubiera producido ninguna señal ni llamada, me tomaron por los brazos y me sacaron de aquel despacho, me empujaron por el pasillo siguiendo el camino por el que habíamos entrado, pero en algún momento hicieron un requiebro hacia otro pasillo porque yo no reconocía ya el trayecto, en realidad todo era muy similar, los suelos, las paredes, las puertas, era fácil perderse, un recurso arquitectónico a propósito para dificultar cualquier huida, una nueva curva en el pasillo, otra escalera ascendente y eso me daba esperanzas, porque subir en aquel edificio era alejarme del sótano temido, de los calabozos. Nos cruzábamos con funcionarios que charlaban amistosamente, que se vestían los abrigos, la jornada acabada, discutiendo la vieja canción de las oficinas, a quién le toca hoy pagar las cervezas, qué pasa con la quiniela de la semana, o las pequeñas miserias laborales, el sueldo, el comportamiento de algún compañero, el descuido del jefe. En uno de los pasillos nos tropezamos con un funcionario al que reconocí, era uno de los policías que nos detuvieron en la casa, el que se llevó a André, al pasar junto a nosotros me saludó con una media sonrisa y subió y bajó las cejas, como el conocido que te saluda en el transporte público. Salimos por fin a un corredor más amplio, con ventanas por primera vez, suelos acuchillados y techos nobles, pero en seguida entramos por otra puerta que daba paso a una nueva escalera, esta vez descendente, como si me estuvieran dando un paseo para despistarme, parecía excesivo tal recorrido. Bajamos de uno en uno, por la estrechez de la escalera, un policía abría paso, yo iba en medio y el otro policía, a mi espalda, me empujaba a la vez que me sujetaba por las esposas para evitar que cayese en el descenso. Al llegar abajo tomamos un pasillo por el que creía haber pasado ya, aunque en realidad eran todos iguales. Nos detuvimos frente a una puerta de madera, sin cristal, y uno de los policías llamó con los nudillos. Esperó unas palabras de respuesta que no obtuvo, abrió y me empujó al interior. Entré así en la habitación donde iba a ser interrogado y lo primero que observé fue la ausencia de ventanas, y esa carencia me tranquilizó, por la ya comentada afición policial a la defenestración. La habitación era un cuadrilátero pequeño, con las paredes desnudas excepto una en la que colgaba una pizarra limpia. En el centro había una mesa, sobre la que se amontonaban papeles, entre los que reconocí varias de las octavillas que preparábamos antes de la detención. Había poca luz, sólo un flexo sobre la mesa, aquello tenía mucho de escenografía, de decorado de película norteamericana, sólo faltaba el típico espejo que por un lado refleja y por otro deja ver. En la pared que quedaba más en penumbra, tardé en darme cuenta hasta que las pupilas se adaptaron a la escasa luz, había una puerta cerrada, sólo reconocible por el pomo, porque estaba pintada en el mismo tono ocre de las paredes, sin marco y con apenas espacio en las junturas. A cada lado de la mesa había una silla, rígida, pequeña, escolar. Me empujaron hasta sentarme en una de ellas, de frente a la puerta camuflada, sin soltarme las esposas, las manos ya insensibles por la falta de riego sanguíneo. Los policías que me habían escoltado salieron del despacho, cerraron la puerta y me quedé solo durante unos minutos, supongo que era una técnica investigadora más, dejar al detenido unos minutos consigo mismo, para que recapacite y se ablande. Por fin se abrió la puerta y entró mi interrogador, que a primera vista no presentaba un aspecto muy fiero: un hombre de cuarenta y tantos años, con camisa blanca y corbata oscura, lisa. Un tipo delgado, no muy alto, con mucho pelo gris peinado hacia un lado aunque le caía en mechones sobre la frente, el rostro estrecho, bien afeitado, muy ojeroso, los ojos cansados y algo enrojecidos, como si llevase toda la vida allí metido, con la luz del flexo. Ésa fue la única vez que vi a aquel tipo, aunque en adelante lo he buscado, no sólo en los rostros que encuentro por la calle, añadiéndole el natural envejecimiento según pasaban los años, sino también en posteriores detenciones, en el relato de otros detenidos que describían a sus interrogadores, pero nunca lo he encontrado, ni sé su nombre, nada de él, como si no existiese fuera de aquel edificio, o su existencia hubiera sido breve, apenas la duración de mi interrogatorio. Al principio se mostró educado, me dio las buenas tardes, me preguntó si me habían tratado bien, le dije que me molestaban las esposas y avisó al policía que estaba en el pasillo. Éste entró, me soltó las manos y quedó de pie a mi espalda, en la penumbra, yo lo sentía como una presencia amenazante, un golpe que podía llegar en cualquier momento sin preverlo. El interrogador se sentó en la otra silla, frente a mí, ojeó una carpeta que debía de contener mi ficha, todos mis datos, el informe que habría redactado algún agente del SEU tras meses de observación y que ofrecería informaciones elementales: mis datos personales, mis hábitos en la facultad, amistades, círculos que frecuenta, relaciones con profesores, asistencia a seminarios, reparto de propaganda subversiva, voz cantante en asambleas, y así todo, con algunas fechas precisas en mi breve historia política. El policía me ofreció un cigarrillo que no acepté, yo fumaba pero no lo acepté porque no quería su confianza, su falsa amistad que no sería más que una técnica aprendida en la academia, tratar bien al interrogado al principio, erosionar ligeramente su resistencia; no acepté el cigarrillo aunque me arrepentí al momento, porque pensé, sé que es una tontería, pensé que en mi ficha figuraría, entre otros datos, mi condición de fumador, por lo que el interrogador averiguaría que yo quería fumar pero no fumaba porque creía conocer su truco y desconfiaba, mi cabeza trabajaba muy rápidamente en aquellos momentos, pensaba todas las salidas posibles de cada situación, las consecuencias imaginables de cada palabra o gesto en los que me jugaba seguir intacto el minuto siguiente. El tipo me miró en silencio durante el tiempo de su cigarrillo, como si esperara que yo tomase la iniciativa y empezase a hablar, hasta que lo apagó en un cenicero limpio sobre la mesa, se frotó las manos, se colocó en la silla y adelantó el cuerpo, con ese gesto común de bueno, vamos allá, no demoremos más nuestra tarea. Empezó a hablar y me soltó el discurso esperado, eso de «tenemos que hablar de muchas cosas, queremos saber, que nos cuentes algunos detalles, que respondas a algunas preguntas, puedes contestar por las buenas o por las malas, te aseguro que acabarás hablando, porque aquí habla todo el mundo, así que tú eliges, si es por las buenas podemos charlar tranquilamente el tiempo que sea, yo pregunto y tú respondes, y después te llevamos al calabozo para que descanses un rato. Si es por las malas, la cosa ya no es tan previsible, depende de ti, nosotros haremos nuestro trabajo, tampoco podemos perder mucho tiempo pero no te confíes, no hay plazos, no se acaba a una hora u otra, si es necesario no duermo hasta que acabemos. ¿Entendido?» Yo respondí eso de no tengo mucho que contarle que usted no sepa, y él dijo ya veremos. Me habían contado muchas historias de la Social, me habían referido toda una tipología de comisarios, de interrogadores: el violento, el frío, el tranquilo, el que parece bueno pero luego te machaca, el que habla de fútbol o de cine o de cualquier tema para abrir un resquicio amistoso. Pero el que me tocó a mí, el que me interrogó, a primera vista aparecía simple, funcional, sin rodeos, pregunta y respuesta, eficaz. El interrogador me contó lo que ellos conocían, supongo que para ir al grano y ahorrar informaciones obvias, me dijo que sabían que estábamos preparando una huelga nacional, que controlaban nuestros movimientos, las reuniones de sectores, conocían por supuesto la fecha, así que sólo esperaba que le diera nombres; así de sencillo, me dijo, sólo dame unos cuantos nombres, quiénes están en la célula universitaria, quiénes en la coordinadora, quiénes son los enlaces con otros sectores. Yo le dije que no sabía nada, que no conocía a nadie. Él no se alteró con mi respuesta, me repitió la petición, dame nombres, yo insistí, no conozco a nadie porque yo no soy importante, no voy a esas reuniones, y él pareció impacientarse levemente, me dijo mira muchacho, a lo mejor no me entiendes, a lo mejor no te das cuenta de en lo que te has metido, o quizás me tomas por idiota, yo negué con la cabeza y dije, con temor, no le tomo por idiota, le prometo que no sé nada. Entonces él hizo un gesto al policía que estaba a mi espalda, apenas frunció el ceño, levantó las cejas mirándole y el solicitado obedeció, yo me encogí en la silla esperando el golpe, puse en tensión el cuerpo hasta recibir el puñetazo en la cabeza, una sacudida brutal, los nudillos se clavaron contra mi cráneo, me removí en la silla y me agarré la cabeza, intentando protegerme del siguiente golpe que no llegó. El interrogador me preguntó qué tal estaba, si me había dolido, yo no respondí y él optó por monologar, deshaciendo mi impresión inicial sobre su concisión; me vaticinó que yo no resistiría mucho, es curioso, dijo, lo poco que aguantamos el dolor, la mayoría se derrumba en los primeros golpes, luego salen de aquí contando heroicidades pero son pocos los que aguantan, no el dolor, sino la mera perspectiva del dolor, los chicos de hoy, continuó diciendo, son muy delicados, de porcelana, se descomponen en seguida, llegan aquí esperando métodos de tortura medievales, pero pocas veces es necesario recurrir a la segunda fase, suele bastar con unas cuantas hostias, meter la cabeza en el váter, unas patadas en el culo, aquí se tortura menos de lo que se cree, porque normalmente no hace falta, antes la gente resistía más, vuestros padres eran más sólidos, hoy vale con unos bofetones bien dados, un crujido en los cojones como mucho. Yo miraba al policía mientras continuaba su discurso: la culpa de todo, dijo, la tiene la medicina, el progreso de los médicos, porque a nuestros abuelos les sacaban las muelas sin anestesia, a lo bruto, ahora vas al dentista y ni te enteras, te pueden quitar toda la dentadura y tan fresco, por eso aquí llega un detenido y le acercas las tenacillas a la boca y ya se viene abajo. Lo mismo con las medicinas, seguía diciendo, cuando yo era niño los constipados se curaban solos, ahora cuando un niño tiene unas décimas de fiebre lo inflan a jarabes y aspirinas, así le debilitan el cuerpo y el alma, estamos creando generaciones flojas, delicadas, sin defensas ni resistencias. Seguramente, me decía el interrogador señalándome, cuando repartes panfletos en la universidad y corres en las manifestaciones te piensas que el día que te cojan resistirás, te crees un campeón, no temes a la tortura, pero ya verás como no. Sólo te hemos dado una hostia, incluso floja, pero si no hablas irá creciendo en intensidad y luego te llevaremos a otra sala y probaremos otros métodos. Pero tú eres un muchacho inteligente, ¿verdad?, me preguntó. Yo estaba hundido, pero al mismo tiempo rabioso, aunque el miedo podía más que la rabia y mis silencios no eran resistencia ejemplar sino pura ignorancia. Negué la respuesta otras dos veces, lo que fue seguido por sendos puñetazos en la cabeza, el segundo de ellos más fuerte, que me dejaron algo mareado. Entonces el policía me preguntó por Guillermo Birón, me preguntó quién era Guillermo Birón y yo le dije que no sabía nada, y no mentía, porque en realidad supe del nombre clandestino de André tiempo después, hasta entonces lo desconocía porque entre nosotros, en la coordinadora, André era André, no usábamos nombres falsos, André sólo utilizaba su seudónimo en las reuniones con los camaradas de otros sectores, que lo conocían como Guillermo o Birón o los dos nombres juntos, y de esta forma, en caso de detención e interrogatorio era más difícil continuar la cadena, porque nosotros no sabíamos nada de Birón, y los compañeros de otros sectores no habían oído hablar de André Sánchez. Así que negué conocer a ese Guillermo Birón, lo que fue seguido por una ronda de golpes que me hizo caer de la silla, y una vez en el suelo los puñetazos se convirtieron en patadas, que tampoco iba a molestarse en agacharse mi agresor, claro. Me encogí en el suelo, tapándome la cabeza mientras me pateaban, hasta que cesaron los golpes. Entonces el policía interrogador se levantó y se acercó a la puerta camuflada del fondo. Llamó con los nudillos, se abrió y se asomó alguien a quien no pude ver. Después, entre dos esbirros trajeron, desde la habitación contigua, un cuerpo a rastras, que dejaron en el suelo, junto a mí, casi rostro con rostro. La poca luz del flexo y lo amoratada que estaba aquella cara hicieron que tardase en reconocerlo. Era André. Tenía las facciones deformadas a golpes, con un ojo cerrado bajo la enorme hinchazón violeta de los párpados, la frente igualmente hinchada y la boca ensangrentada. Él sí me reconoció, porque abrió al máximo el ojo sano y movió los labios, como queriendo hablar. Además, observé que estaba desnudo, aunque no pude ver si tenía marcas en el cuerpo. El interrogador me preguntó si conocía a aquel muchacho y yo dije que no, a lo que respondió dándome una patada en el estómago. Volvió a preguntarme si conocía a aquel muchacho. Miré a André y él me hizo un gesto afirmativo moviendo apenas la cabeza, concediéndome permiso para una traición. Respondí que sí, que lo conocía, que era André Sánchez. El policía me dijo que eso ya lo sabían, me preguntó si Andrés Sánchez era Guillermo Birón. Yo respondí que no lo sabía, no estaba mintiendo, porque yo no había oído hablar todavía de Birón. Si lo hubiera sabido, no sé qué habría hecho, supongo que habría mentido, habría respondido que no, porque de haberlo reconocido, era evidente que se concentrarían en torturar a André, a Birón, era quien realmente podía dar información para seguir la cadena de detenciones. Pero también pienso que, quizás, de haberlo sabido, yo podría ser débil y confesar, decir que sí, que André era Birón, porque eso sería una forma de salvarme, el egoísmo de las víctimas, aquellos policías buscaban a Birón y una vez que lo encontrasen los demás estaríamos a salvo, se centrarían en él. Pero aquel dilema no se me planteó porque yo no conocía a Birón, aunque no me creyesen los policías. Recogieron a André Sánchez-Guillermo Birón, que no se tenía en pie y tenía las manos esposadas a la espalda, se lo llevaron de vuelta a la otra habitación. Ésa fue la última vez que vi a André, y no puedo evitar pensar que quizás fui, descontados quienes lo mataron, la última persona que lo vio con vida. Me sentaron de nuevo en la silla y lo que ocurrió después lo recuerdo peor, es a partir de ese momento cuando se me confunde la memoria, cuando alterné el estado consciente con el desmayo por los golpes, no sé qué más me preguntaron, en realidad pienso que no siguieron interrogándome, que se convencieron de mi ignorancia y que el resto de la noche fue ya puro sadismo, por hacerme daño, para que no olvidase mi paso por Sol, para grabar en mi cuerpo el tamaño de mi culpa. Recuerdo, pero sin noción del tiempo transcurrido a cada momento, que todavía me golpearon varias veces en aquella habitación, hasta que el policía que me sacudía me levantó por las axilas y me llevó a la estancia contigua, donde ya no estaba André. Era una habitación más grande, de la que sólo recuerdo la mesa central en la que me tumbaron. Me vendaron los ojos y me taparon la boca con esparadrapo, y la ceguera en esos momentos es aterradora, no poder adivinar los golpes, no poder cubrirte. La ceguera es aterradora como también lo es la desnudez, porque seguidamente me desnudaron. La desnudez suele estar presente en la mayor parte de torturas por lo que tiene de humillante, pero sobre todo por lo que tiene de vulnerable, de cuerpo desprotegido, ofreciendo todos los puntos débiles, cada centímetro de piel como un foco de dolor.