Peor que la delación es la imprudencia, el descuido temerario que abre puertas traseras, transparenta sótanos y coloca rótulos luminosos sobre las organizaciones en tiempos de persecución. Al menos en el caso de la estructura universitaria, la policía siempre se ayudó más de la imprudencia que de las infiltraciones, atenta a la debilidad del eslabón estudiantil, que no siempre era consciente de los riesgos ni las consecuencias, esa alegría suicida de los jóvenes que olvidan las más elementales precauciones, demasiado habituados a la relativa comodidad de los recintos universitarios —esos campus que funcionaban como una reserva natural de revoltosos, construidos lejos del centro urbano, en el extrarradio, para evitar que la agitación fuera visible—. Eso llevaba a una parte de los universitarios comprometidos a desatender las cautelas necesarias, ligereza que acabábamos pagando otros que sí vivíamos sobre la cuchilla del peligro real. A mí, por ejemplo, que era enlace del partido en mi empresa y en mi sector en la provincia, aquélla fue la primera vez que me cogieron. No me habían identificado en doce años pese a los soplones y a las detenciones masivas, pero aquella vez sí, por culpa de los universitarios. Se decidió darles un protagonismo decisivo en la gran huelga que se preparaba, como prueba de confianza ante el grado de movilización que estaban demostrando en esos meses, y la consecuencia fue desastrosa para toda la organización. Porque cogieron a los niños de la universitaria y detrás fuimos todos, así funcionaba normalmente, caía uno y a partir de ese eslabón inicial íbamos cayendo en tropel a la velocidad que avanzasen los interrogatorios. Detenían a uno y se activaban rápidamente las alarmas, corría la voz y cada uno se ponía a salvo como bien podía. Tampoco es necesario forzar un relato desenfrenado de clandestinidades, contactos con un periódico bajo el brazo como identificación, contraseñas teatrales y heroicas resistencias ante el flexo del tercer grado. Las cosas eran más simples: una detención, fruto de la imprudencia o de la infiltración, un compañero que en comisaría se desmorona a las primeras de cambio —allí pocos aguantaban, los interrogadores se aplicaban con devoción—, un enlace que no acude a una cita prefijada ni a un segundo punto de encuentro de seguridad, y a partir de ahí la histeria programada, cancelación de reuniones, cambio de domicilio momentáneo, ocultación de documentos, la vacación temporal del furtivo que sabe que no puede más que esperar a que el círculo se cierre pronto y esta vez quede fuera. Ese día no pasé la noche en casa, supuse que irían a buscarme pues me había reunido varias veces en funciones de coordinación con aquel muchacho, André Sánchez, y si él caía había muchas probabilidades de que después fueran a por mí pese al uso de nombres de guerra y toda esa parafernalia necesaria de ocultaciones. No pasé la noche en casa, aunque sabía que era una solución inmediata, de corta duración, que incluso aumentaba más las sospechas sobre mí; me quedé esa noche en una pensión de la Ballesta, de esas que no preguntan filiación y que tampoco visitaba la policía si no era para otros menesteres. Pero al día siguiente me incorporé a la empresa para no despertar más sospechas con mi ausencia y en la puerta me esperaban dos policías de paisano, reconocibles a primera vista, con ese aspecto de obreros de sastrería con el que intentaban pasar desapercibidos. Me metieron en un coche y me llevaron a Sol. Desde que entré por la puerta me estuvieron pegando hostias, durante tres días, así que de allí fui directo a la enfermería de la cárcel. Me sacudieron de lo lindo aunque en realidad no era un interrogatorio, porque no me preguntaron nada, al menos nada que fuese muy comprometido. Pero cuando llegué a la Provincial me encontré con la sorpresa de que los camaradas creían que yo me había ido de la lengua y que por mi culpa habían caído ellos y otros, y yo venga a insistir que no, que no había dicho una palabra, pero ellos me miraban con lástima, me daban palabras de consuelo, como si yo hubiese fallado y no hubiese resistido. Supongo que fueron los propios de la Social quienes corrieron el bulo de mi confesión, así conseguían invalidarme como dirigente de por vida, porque yo había caído una vez y había sido débil, ya no era de confianza. Pero no fui yo, fueron los universitarios, que cayeron los primeros, seguramente por su imprudencia. A André Sánchez lo conocí en un par de reuniones de coordinación, era nuestro enlace con las células universitarias. La última reunión que tuvimos fue justo un día antes de que detuvieran a Sánchez y a los demás de su grupo, dos días antes de que me cogieran a mí y a la mayoría, y una semana más o menos antes de la fecha fijada para la huelga nacional. Nos reunimos en una casa abandonada que usaban los universitarios del partido, era algo así como su cuartel, fuera de los recintos estudiantiles donde estaban más vigilados. Pero lo que en principio se presentaba como una medida de cautela era en realidad una de las imprudencias más grandes. Se trataba de una quinta de labranza en la carretera de Valencia, al salir de Madrid, en una zona de desmontes, a media hora andando desde donde te dejaba el último autobús, en uno de esos sitios donde se amontonaban las chabolas de los que venían a la capital y cambiaban la miseria de sus pueblos por la miseria de Madrid. Era un lugar apartado, pero no demasiado discreto, porque los de algunos sectores íbamos en coches o motocicletas y los vehículos eran visibles desde la carretera aunque los aparcásemos en la parte trasera; aquello llamaba demasiado la atención porque supuestamente se trataba de una casa abandonada. Nunca nos gustó aquel punto de reunión, nos parecía un capricho de los universitarios. Si aparecía la policía o la guardia civil no había escapatoria, no podías correr por los barbechos al descubierto. Así que normalmente nos citábamos con el responsable universitario en lugares más seguros. Pero en aquella ocasión no hubo alternativa, porque la policía estaba sobre aviso y vigilaba los pisos que usábamos habitualmente, así como los domicilios de compañeros que nos acogían en algunos casos y a los que no podíamos comprometer tanto. De forma que los diez o doce que teníamos que coordinar todo nos reunimos en aquella casa de campo, y maldita la gracia que nos hacía, estábamos en realidad acojonados, porque bastaba que una pareja de civiles observara el movimiento desde la carretera, se acercasen a curiosear, y pillaban a la mitad de la cúpula del partido en Madrid de una sola tacada. Además, este chico, André Sánchez, era demasiado descuidado, había que llamarle la atención constantemente. Era capaz de salir de una reunión cargado con un montón de revistas y octavillas para repartir en las facultades y llevarlas bajo el brazo, sin ocultarlas. Incluso allí mismo, en la casa de la pradera, acumulaban material del partido, papeles, revistas, una ciclostil, de modo que si aquel día aparecía una pareja de la benemérita ya podíamos quemarlo todo a la carrera y disimular como que hacíamos una barbacoa. Pero lo peor no era su descuido, sino su arrogancia, su actitud hacia nosotros, que éramos mayores que él y teníamos mucha más experiencia. Parecía creerse imprescindible, le daba más importancia a veces al movimiento universitario que al obrero, lo que no tenía ni pies ni cabeza. Es verdad que, hasta que cayó, hizo un buen trabajo en la universidad, pero al final fue su actitud la que lo echó todo a perder. Por ejemplo, en esa última reunión, cuando llegamos nos lo encontramos que estaba allí con su novia, que sería muy buena chica y muy comunista y todo lo que quiera, pero qué pintaba en aquella reunión que era sólo de los enlaces de sector. Pero él, cabezón, decía que la chica era de confianza, no se daba cuenta de que no se trataba de desconfiar, que también, sino que era un riesgo añadido porque podían detenerla y lo soltaría todo, que a las mujeres no las respetaban en Sol. Pues con todo, y con la tensión que teníamos por la cercanía de la huelga, el niño encima se puso chulo, agresivo con nosotros, entre otras razones para defenderse cuando le echamos en cara que estaba perdiendo el control de lo que pasaba en la universidad. Además, no estaba teniendo en cuenta a otras organizaciones estudiantiles que, aunque minoritarias, eran indispensables para el éxito de una movilización. Volvimos a reprocharle su falta de cuidado, y en ese punto teníamos toda la razón, ya que al día siguiente le cogieron con todo el equipo, a él y a toda su célula y detrás fuimos los demás. Pero pese a todo, mi desconfianza nunca fue más allá. Aquel muchacho era un listillo, y un poco inconsciente, pero no creo que fuera un traidor. Si no ha quedado nada de su memoria y aquel incidente se ha olvidado, puede explicarse por cómo ocurrió. No fue como con otros que no salieron vivos y la policía lo reconoció, aunque lo encubrieran con un suicidio. Con Sánchez no se dijo nada. Y como la mayor parte de los cuadros caímos al día siguiente y el que menos tardó tres o cuatro meses en volver a la calle, nadie siguió el tema como para preocuparse por él, porque nos incomunicaban, nos dispersaban y, aunque en las cárceles funcionaba bien la comunicación, no era fácil controlar dónde estaba cada uno en cada momento. Nuestros abogados habituales, aparte de que algunos también cayeron, estaban desbordados por la cantidad de camaradas pendientes de juicio en aquellos días. Sin duda fue la propia policía político-social quien difundió rumores sobre Sánchez, eso de que en realidad era un infiltrado, que nunca había entrado en Sol, e historias por el estilo. Pero me temo que nada de eso era cierto y realmente murió allí.