Tiene gracia que ahora alguien se preocupe por André Sánchez, casi cuarenta años después, cuando en su día nadie lo hizo. Está comprobado que la memoria en este país funciona habitualmente con una morosidad de cuatro o cinco décadas, cuando ya las preguntas, los homenajes, los rescates o ataques son plenamente inofensivos. Porque hasta ahora, desde el día en que André Sánchez desapareció —o lo desaparecieron—, nadie se había preocupado por su suerte: ni el partido, ni los compañeros universitarios, ni los supuestos amigos. Unos, por haber caído al tiempo que él. Otros, por desconfianza, con esa intoxicación que se hizo sobre si era un infiltrado. Y los más, por puro desinterés. Sólo su abuela, único familiar que le quedaba a André, mantuvo vivo su recuerdo en los pocos años que le quedaron de vida. La anciana iba todas las semanas a la Dirección General de Seguridad a preguntar por su nieto, y pedía entrevistas con todos los directores generales, secretarios de Estado o hasta ministros, se plantaba en un despacho y no se movía de la puerta, hasta que alguien la recibía, normalmente un funcionario cualquiera que se hacía pasar por subsecretario o viceministro con tal de dar largas a esa señora y decirle lo de todos, de su hijo no se sabe nada, nunca estuvo detenido, no consta en los registros de entrada, denuncie su desaparición, quizás se ha marchado del país. Mandó cartas a ministerios, embajadas, a la iglesia, incluso a Franco y señora; cartas que yo le redactaba, no por analfabeta sino por pérdida de visión. Yo le escribía aquellas misivas porque yo fui, junto a ella, la única persona que se interesó por André. Yo seguí inquiriendo por su final hasta que marché del país en 1968. Y tampoco me olvidé. Cuando regresé a España por una temporada, en 1984, creyendo que habían cambiado suficientemente las cosas, intenté algunas gestiones para averiguar qué pasó con André, quería saber algo, aunque sólo fuera averiguar dónde estaba enterrado. Probé con varios conocidos, antiguos camaradas arrimados ahora al nuevo calor y que tenían cargos en la administración socialista, pero ni caso: la consigna de la desmemoria llevaba ya casi dos lustros arrasando con cualquier intento serio de recuperación, mejor era no remover viejas historias, me decían en todos sitios. André y yo éramos casi hermanos, pese a que en los últimos años, desde que entramos en la universidad, nos habíamos distanciado. En realidad me distancié yo, porque André era ajeno a cualquier movimiento que no fuera el suyo propio, su fatal línea recta, su velocidad, y éramos los demás quienes nos acercábamos o alejábamos de su estela. Digamos que nuestras diferencias eran fundamentalmente políticas, yo era más ortodoxo que él, pero había también distancias de tipo personal entre nosotros, porque André había cambiado mucho y todo me irritaba en él, su impostura, su falsedad. Se había creado un personaje, una careta imperfecta; todos lo hacemos, claro, pero en su caso era especialmente desagradable porque, entre la envidia y la admiración de unos y otros, destacaba su esfuerzo por sostener su mentira, el intento incansable por poner pilares a su vida inventada apoyándose en los demás, en el conocimiento que quería compartir con cualquiera, buscando en cada individuo un testigo de su historia. Supongo que en el fondo era disculpable, era un mentiroso forzoso, obligado a inventar por la necesidad de crearse un pasado del que carecía y que además era el pasado que su entorno le imponía, que sus propios actos demandaban. Porque por no saber, André no conocía ni siquiera su fecha de nacimiento, ni el año, y esto no era impostura, romanticismo, sino una realidad. En su carné de identidad figuraba el uno de enero de 1942, una fecha arbitraria surgida de la escasa imaginación de cualquier funcionario. Pero su abuela, en ocasiones, aseguraba que había nacido en el último verano de la guerra; otras veces, por el contrario, juraba que la madre de André se presentó embarazada en Madrid en el otoño del cuarenta y tres y que había dado a luz en su piso, que ella misma asistió el parto y recordaba perfectamente la fecha —que sin embargo variaba en sus relatos— por tal o cual chisme que ocurrió ese día. La anciana sufría de una senilidad que tenía más de emocional que de patológico, como tantos otros españoles enloquecidos, en mayor o menor grado, por tragedias familiares. A partir de ese desconocimiento original, André había construido su historia personal, la pasada pero también la más inmediata, la presente incluso, a partir de invenciones y desproporciones. Siempre con ese propósito de edificar un personaje, el admirable luchador André Sánchez, que estuviera a la altura de no sabemos qué futuro que le aguardaba. Así hizo con su origen, por ejemplo, del que ignoraba todo, pero al que puso hechos, contexto, nombres, detalles. Su versión extendida hablaba de una madre joven, libertaria, que sale por Francia en los últimos meses de la guerra civil y sigue en la resistencia pasando por algún campo de concentración; y de un padre, cómo no, brigadista en la guerra española, irlandés, aviador. André sabía que nada de eso era cierto porque no existía, no tenía una sola prueba, y sin embargo él era una de esas personas —todos lo somos de una u otra manera— que inventa sus recuerdos hasta acabar creyéndolos ciertos, que asume un pasado extraño como propio; y eso en el fondo debería bastar para darles realidad, la invención no es despreciable en el acontecer de los hombres porque igualmente acaba influyendo sobre sus decisiones, sobre sus actos. Por decirlo más sencillo: si André no se hubiera creado y creído su hermoso y trágico pasado, tal vez su comportamiento heroico se habría moderado un tanto. No quiero decir que su muerte sea consecuencia de su invención, de su arrojo fruto de una pretendida vida al límite. Pero alguno sí insinuó que aquella muerte era la única posible, justa por tanto, para una vida desorbitada. Al morir de forma violenta completaba una biografía perfecta, icónica. Lástima que olvidada, aunque quizás este relato complete, con un retraso de décadas, el círculo estético de la vida de André. Quién sabe si ahora, con retraso, no se consigue renovar la leyenda que André quiso y no tuvo en su momento. La historia acaba haciendo justicia, irónica, implacable. Su forma de conducirse era, por lógica, coherente con su pesada memoria, consciente de que a cada momento estaba construyendo su personal épica: cada gesto o palabra parecían pensados para no defraudar a sus espectadores, vistiéndose de ese malditismo de manual del que en realidad muchos en aquellos años participaron; sólo hay que leer las memorias de tantos prohombres que refieren una juventud similar, de excesos, intoxicaciones, genialidades, peligro. Yo mismo confieso que, como joven nada distinto al resto, caí en similares representaciones, forzando insomnios por el mero valor que sin merecerlo se otorga a la noche, abusando de la ginebra cuando sabía que me sentaba fatal y las resacas eran continuos ejercicios de renuncia. André y yo nos conocimos de niños, en uno de aquellos hogares del Auxilio Social donde recalamos los miles de huérfanos de guerra y posguerra. Era una prisión infantil en las afueras de Segovia, a la que yo llegué tras la casi simultánea desaparición de mis padres: fusilado él en 1945, muerta ella por enfermedad pocos meses después —una tuberculosis pulmonar: algún día alguien debería hacer un recuento de los muertos por enfermedad en los años cuarenta, tanto en las cárceles como en las miserables ciudades y aldeas, las víctimas de la fiebre tifoidea, de la difteria, del paludismo; y anotarlas en el haber de los vencedores, para tener así una cifra más aproximada del número de víctimas del franquismo—. Yo llegué al hogar con apenas tres años (y aquí el lector quizás espera, desde el momento en que se ha mencionado el hogar del Auxilio Social, la habitual narración sobre las condiciones de internamiento de los niños, la carestía total, el frío y el hambre, la bestialidad de los curas y demás. Recomendamos, a cambio de omitir ese meandro descriptivo de indudable interés, la lectura de la certera serie Paracuellos, de Carlos Giménez). André llegó al internado pocos meses después que yo y se llamaba a efectos administrativos Andrés Expósito, porque el afrancesamiento de su nombre es fruto de sus tiempos universitarios —en el carné de identidad siempre fue Andrés—, y su apellido materno, Sánchez, sólo lo recuperó cuando, años después, su abuela lo localizó, reclamó y llevó con ella a Madrid. Parece que —y esto sí tenía más apariencia de real en su inverosímil memoria— al terminar la guerra en Europa, su madre, con el niño en brazos, liberada por los cinematográficos soldados aliados del campo de concentración en que probablemente nació André —hijo, según las versiones envidiosas que circulaban en la facultad, de un gabacho que en aquel presidio abusó de la joven madre—, se presentó en la atrincherada frontera española, quizás con intención de regresar a casa, acaso pensando, desde su desesperación prisionera, que los aliados no se habían frenado en los Pirineos. Tal como llegó la detuvieron de forma preventiva, hasta comprobar su historial de guerra, tras lo cual convirtieron a su hijo en carne de inclusa, mientras ella seguramente acabaría en cualquier cárcel de mujeres, donde la estadística nos aconseja pensar en una muerte por enfermedad. Nos hicimos amigos, muy amigos, unidos como otros niños por la memoria dramática y confundida de nuestros padres y madres represaliados, una memoria tanto más fuerte cuanto más escasa era. André estuvo apenas cuatro años en el hogar, hasta que su abuela averiguó su paradero y se lo llevó a su piso de la calle Arapiles. Yo seguí allí hasta que me mandaron a un internado madrileño para el bachillerato. Una vez en Madrid, en mis continuas escapadas, así como en mis salidas reglamentarias cuando ya tuve edad para ello, recuperé a André, convertidos en niños de la calle en aquella ciudad miserable de los años cincuenta (y aquí de nuevo pondremos dique al probable afluente que la narración nos abre, un relato según los patrones del realismo literario de entonces, con cabecitas rapadas, piojos, ropas remendadas, caza de ratas, juegos de guerra en las ruinas de la Ciudad Universitaria con hallazgo de cadáver incluido, profesores violentos y mucha consigna imperial, un relato amenazado por plagios y lugares comunes, quién sabe si el actual narrador no será también víctima de su propia memoria inventada, hecha de sus particulares deformaciones, lecturas, oscuridades). Ya en los últimos años del bachillerato, antes de la universidad —a la que llegamos en conflicto con nuestro origen social: André por voluntad y trabajo de su abuela, gran mujer; yo por beneficio de un cura de mi internado que tenía un sentido de la justicia distinto del oficial en su iglesia—, comenzamos nuestra temprana militancia política, relacionándonos con la organización estudiantil comunista, cuyos dirigentes universitarios poco menos que nos apadrinaron, nos tomaron como cantera para cuando les diéramos el relevo. Pero nuestra militancia no era un juego de niños, una inconsciencia adolescente, sino un compromiso sincero, y lo digo también por André: su fingimiento no era tal en lo político, él creía realmente, incluso cándidamente, en la lucha, en el marxismo, no como muchos otros que militaron por emulación de una cierta bohemia política y así se ha visto después, dónde han acabado. Fue a partir de nuestro ingreso en la universidad cuando nos distanciamos: André cambió hasta convertirse en arquetipo generacional, o quizás el que cambié fui yo, porque hasta ese momento fuimos de la mano en el mismo camino y tal vez a mí, como a otros compañeros, también me correspondía seguir un estilo vital del que André no era un elemento aislado, sino simplemente el ejemplo más extremo en medio de una ficción muy extendida. André, por ejemplo, desaparecía de Madrid cada verano y en septiembre regresaba contando historias fabulosas, en las que yo, lo reconozco, no sabía distinguir lo cierto de lo inventado, aferrado a un simple criterio de posibilidad. Contaba que había estado en Francia, que había visitado a Malraux, quien, según pretendía André en su relato a los más crédulos, conoció a su brigadista padre, por cuya amistad le habían puesto el nombre de pila del escritor francés. O que había estado en Moscú, que había conocido allí a Pasionaria y a Líster, y además regresaba cargado de material, libros, carteles, toda una colección de souvenirs bolcheviques que reforzaban, es cierto, la credibilidad de su relato. Incluso alguna fotografía, un retrato de grupo en el que en efecto figuraban Dolores y Enrique Líster, junto a un grupo de camaradas entre los que aparecía un joven que, alejado y borroso en la imagen, bien podía ser André como cualquiera. Otro verano lo pasó, según contaba, en Cuba, dentro de aquel turismo político a que decía entregarse. Y el de Cuba parece ser el viaje más creíble, por testimonios que pude recoger en la isla cuando me instalé en ella a finales de los sesenta. No digo que necesariamente fueran falsos sus viajes: probablemente eran ciertos y lo exagerado eran los detalles, las circunstancias. O incluso lo único exagerado puede que fuera su relato, su forma de narrarlo. Y apuesto a que habrá quien señale en mí alguna forma de resentimiento, de envidia, que me llevaría a negar los hechos y dichos de André. Quién sabe, uno nunca acaba de ser del todo consciente de sus propias debilidades. Espero que todos mis reproches a André sean entendidos en su justo término. Yo le quería, ya he dicho que éramos como hermanos. Y sentí mucho su muerte, aunque fue un dolor diferido, porque en esas fechas yo me encontraba temporalmente expulsado de la universidad y algo alejado de la actividad política, y tardé un par de meses en conocer su final, hasta que su abuela me pidió ayuda. Porque André fue olvidado por todos, nadie lo reclamó, sólo aquella buena mujer que no descansó un instante en los tres años que todavía vivió, buscando por todos los medios —escasos como eran para ella— a su nieto, que era su último rastro en la tierra, su único legado; desaparecida su familia entera, no soportaba que su nieto corriera la misma suerte que su hija, ambos borrados de la vida, sin una fecha, sin una lápida donde llevar flores los domingos, vivos tan sólo en el recuerdo: en el suyo, alterado por la edad y pronto a extinguirse con su muerte; en el mío, desplazado de España y algo renegado de un país del que me sentía maltratado. Una memoria, por tanto, tan débil, tan insuficiente. Pero parece que quedó algo: una mínima brasa ha permanecido y aún es posible recuperar a André, aunque sea mediante un esfuerzo aislado e incluso, hay que reconocerlo, algo inútil.