El olvido impuesto sobre los muertos puede, en efecto, convertirse en una segunda muerte, un ensañamiento postrero sobre el que fue fusilado, torturado, arrojado por una ventana o baleado en una manifestación, y que desde su insignificancia en la memoria (colectiva, por su exclusión de los manuales de historia y la falta de reconocimientos; individual, por la inevitable desaparición de sus deudos y conocidos en cuya memoria mortal concluye; e incluso física, por la inexistencia de una lápida, de un lugar conocido bajo la tierra) se convierte en un depreciado cadáver que cada día vuelve a ser fusilado, torturado, defenestrado o baleado en el poco atendido espacio de las dignidades. Por el contrario, en otras ocasiones, la mala memoria sobre los muertos puede darles vida, o al menos negarles la muerte, lo que lejos de ser un consuelo puede convertirse en mayor oprobio: cuestionar lo único que le queda al finado, su propia muerte.
—Yo no estaría tan seguro de la muerte de André Sánchez. ¿Ha encontrado alguna evidencia, más allá de testimonios personales basados en el recuerdo aguado de cuarenta años atrás? No aparece en ninguna crónica de la época, ni en los libros de historia, ni en las hemerotecas, ni en los registros civiles. Nada ha quedado de aquello, un silencio absoluto. Porque en realidad no murió, nadie vio ni reclamó su cadáver, su historia fue flor de un día, apenas hubo protestas, ni abogados que pidieran información, ni investigación, nada de nada. Va siendo hora de tomar en serio las insinuaciones sobre la verdadera condición de André Sánchez, las sospechas sobre su invulnerabilidad, su probable connivencia con la policía. Además, la novela saldría ganando con una historia de infiltrados, antes que despeñarse por los barrancos del fácil homenaje a los caídos, a los desaparecidos, con toda esa retórica sobre la poca memoria de esta sociedad y etcétera.
—Mira quién fue a hablar de infiltraciones. Ni caso a este miserable. Tú sí que eras un agente policial, un chivato. Estuviste entre quienes extendieron con más ahínco las acusaciones contra André Sánchez y la falsedad de su desaparición. Eras uno de los que le hacían el trabajo a la Social en la facultad. No sé si lo hacías por dinero, como los más listos; por miedo, como algunos; o por gusto o inspiración familiar, que idiotas de todo tipo había en aquella universidad. El conciliador, el típico revienta-asambleas, de los que proponen una postura supuestamente prudente, racional, de diálogo; de los que decían que era posible reformar, abrir cauces más libres, lograr mayor representatividad, y lo único que buscaba era crear dudas a los resistentes, introducir discrepancias en las reuniones, alimentar la débil argumentación de los cómodos, de los miedosos, de los tibios; en el fondo, dividir el movimiento estudiantil. No es el momento de ajustar cuentas, pero seamos serios.
—Todo eso es falso. Yo era delegado de facultad, pero no por estar integrado en aquel sistema, sino porque sabía que desde dentro se podían lograr cambios, poco a poco. Lo contrario era pura provocación que sólo conseguía aumentar la represión, cerrar la universidad por meses, implicar a pobres ingenuos que pagaban su candidez con una costosa expulsión. Personas razonables como yo hicimos posible la transición a la democracia.
—Eso no te lo discuto; tú mismo te has definido. Los hombres razonables que decía Shaw.
—Además, yo participaba en manifestaciones, tuve que correr más de una vez.
—Seguro que estuviste en alguna manifestación, pero al otro lado, entre los policías, o como uno de los que se hacían pasar por estudiantes para provocar o detener desde dentro. Y hablando de manifestación, debo referir un episodio que ocurrió aquella mañana, tras la referida escena que terminó con el profesor herido en una ceja. No fue ésa la última ocasión en que fue visto el profesor en Madrid. Yo le vi horas después, en los alrededores de la manifestación que se improvisó en la calle Princesa tras la entrada policial en la facultad, y en la que se produjo una nueva carga y numerosas detenciones. Y allí estaba también el profesor Denis, como testigo en primera fila. Y, ¿qué hacía él allí? ¿Una casualidad? No lo creo. Como tampoco fue casual que tras la reunión entre Denis y André Sánchez comenzase la persecución contra André, incluida la mencionada ronda policial de noche. A mi casa vinieron cuando mi familia ya estaba en la cama. Mi padre salió en bata, impresionado por los timbrazos y golpes en la puerta, habló con los policías y los trajo a mi dormitorio. Los dos agentes, que eran los típicos fantoches de la Social (uno mayor y otro joven, como reproduciendo el guión de esas comedias norteamericanas de la parejita policial, el veterano y el novato, el blanco y el negro, el gordo y el flaco), me hicieron unas cuantas preguntas de rutina: si conocía a André Sánchez, cuándo lo había visto por última vez, si conocía algún domicilio distinto al habitual de Sánchez, y me pidieron que les facilitase los nombres de los más cercanos a André. Mi padre preguntó por qué buscaban a aquel muchacho. Laurel y Hardy le explicaron que había una orden de detención y enumeraron un rosario de aquellos vergonzosos cargos: asociación ilícita, manifestación ilegal, desórdenes públicos, propaganda ilegal. Cuando marcharon, mi padre vino a mi habitación y se sentó en el borde de la cama. Estaba demudado, como perdido, empezó a hablar con poca coherencia, dijo que él había luchado mucho para que yo pudiera estudiar, que joven y desagradecido son sinónimos, que si yo no me daba cuenta de cómo había comprometido a nuestra familia, así un buen rato. Después me hizo jurarle que yo no estaba implicado en aquellos delitos, que yo no participaría en nada parecido, que huiría en cuanto hubiera un asomo de manifestación, hasta que mi madre le llamó desde el dormitorio y marchó a dormir, en realidad más avergonzado que asustado. André desapareció de un día para otro, por lo que lo sucedido en la facultad esa mañana, aquel episodio con el profesor Denis en el aula, era normal, previsible. La situación se calentó sobremanera, hasta que con la entrada policial estalló todo y se fue de las manos. No se puede hacer una idea de cómo cargaron. ¿Le han pegado alguna vez en una manifestación? Es cierto que los antidisturbios de hoy dan duro, pero nada comparado con lo que repartían aquellos soldados urbanos. Luego, en la prensa decían que habían utilizado sólo las mangueras para dispersarnos y así de paso nos presentaban como unos niñatos que huyen del agua fría. Pero en realidad golpeaban sin contemplaciones, desde esa confianza, de bases ciertas, de que cuanto más fuerte te peguen, menos probable será tu asistencia a una próxima manifestación o, en caso de acudir, más pronta será tu retirada en cuanto asome una porra. A mí ya me habían calentado en otra manifestación anterior y me habían dejado más de un moratón en una nalga, en la espalda, en un brazo, todo disimulable con ropa al llegar a casa. Pero nada comparado con aquel día. Cierto que nuestro comportamiento tampoco fue el de otros enfrentamientos. La causa fue, quizás, nuestra superioridad numérica en comparación con anteriores manifestaciones, o que estábamos envalentonados, o rabiosos, o todo a la vez. Se incorporaron los de otras facultades, éramos por lo menos cuatro mil, así que la policía optó por una momentánea retirada. Echamos a andar hacia el Rectorado, gritando los pareados habituales y, animados los unos a los otros, confiados de nuestra fuerza numérica, no nos detuvimos y seguimos el camino por el Arco de la Victoria —todavía hoy los estudiantes de la Complutense deben pasar a diario junto al megalito de la victoria franquista— hacia la calle Princesa, con la vista puesta en el Ministerio de Educación. Nos atrevimos a más que otras veces: arrancamos papeleras, maceteros, bancos, aceras, todo lo que se podía arrojar. Un autobús, de aquellos de dos pisos que hacían líneas urbanas, quedó atrapado en mitad de la concentración. Los viajeros y el conductor salieron sin demora y nos ensañamos bien con el cacharro. Nos faltó quemarlo, y porque no hubo tiempo, no por falta de ganas. Por su parte, la policía demostró estar a la altura de las circunstancias. Aguantaron unos minutos, reculando hacia la plaza de España, hasta que llegaron refuerzos y nos cerraron por detrás. De tal encerrona salieron pocos ilesos. A mí aquel día no me cogieron, pero salí mal parado, con un ojo a la funerala y un oído sangrando. No me atrevía a ir a una casa de socorro ni a un hospital, porque muchas veces los de la Social hacían la ronda sanitaria para fichar o detener a los que no pudieran justificar sus heridas con motivos ajenos a la política callejera. Así que me fui a casa, esperando que mi padre no hubiera llegado todavía y así tuviera tiempo al menos para lavarme e inventar una causa deportiva para mis lesiones. Pero no hubo suerte. Fue mi padre quien abrió la puerta y, sin dejarme siquiera entrar al baño, sin escuchar mis titubeantes excusas, me agarró del brazo y me sacó a la calle. Yo protestaba, pero él no abría la boca, firme en su decisión, que yo desconocía. Me metió en el coche y se puso al volante. Dijo sus únicas palabras: que estaba asqueado de mi comportamiento y que me llevaba a donde me merecía, a la Dirección General de Seguridad. Yo me eché a llorar, no sólo por el miedo, que también, sino por lo humillante, familiarmente hablando, de aquella situación. Detuvo el coche en una calle lateral de Sol, me miró y, de mis lágrimas y mi maltrecho aspecto, debió de deducir un arrepentimiento suficiente como para volver a casa, cumplido el castigo con el susto. Luego, mientras mi aterrorizada madre me curaba el ojo, mi padre me hizo jurarle una vez más mil y un propósitos de enmienda, que por supuesto sólo tardé un par de días en incumplir. Pero he olvidado referirme al suceso que mencioné: la presencia de Julio Denis en la manifestación, que podría significar algo más de claridad en torno al papel que jugó el profesor Denis en esos días decisivos. En cierto momento de la manifestación, cuando más furiosa era la carga policial, un compañero recibió un pelotazo de goma en la cara, de frente, brutal. Cayó desplomado, con la nariz y la boca ensangrentadas. Estaba consciente todavía, así que le ayudé a levantarse y lo llevé hacia un lateral, a cubierto de la carga. Los establecimientos comerciales estaban todos cerrados; en cuanto había jaleo, los tenderos echaban la persiana. Pero quedaba un bar de Princesa que seguía abierto porque se había quedado dentro una docena de clientes que no tuvieron tiempo de salir cuando comenzó sin aviso la batalla. Me dirigí hacia este establecimiento, arrastrando con dificultad al estudiante herido que colgaba de mi hombro. Sólo pretendía dejarlo a salvo, echarle un poco de agua en la cara. Pero nada más entrar, entre la curiosidad y la reprobación de los clientes que miraban al ensangrentado, el dueño del bar agitó a pocos centímetros de mis narices una pata de mesa camilla, de esas de madera que hacen las veces de defensa, y me gritó que me largase, que no quería saber nada de nosotros, que éramos unos maleantes y ese tipo de lindezas tomadas de la prensa. Yo le supliqué ayuda para mi compañero herido, pero no logré ganar su compasión: levantó el palo y dio un paso hacia nosotros, como tomando impulso para sacudirnos. Así que me di la vuelta y busqué la puerta. Pero tuve unos segundos para observar la escena que quería referirle. En una mesa, junto al ventanal, estaba sentado el profesor Denis. Parecía ausente, miraba más allá del cristal los enfrentamientos, aunque sin expresión en la mirada, supongo que concentrado en su condición de testigo en primera línea. Varios clientes se apretaban contra su mesa para poder ver la carga policial, que como espectáculo no tenía desperdicio, y casi estaban apoyados sobre el profesor, que no parecía incómodo, simplemente era un cuerpo, lejano y ajeno a todo. ¿Casualidad? Puede que sí, pero parecen demasiadas casualidades en pocos días, qué pintaba otra vez allí el profesor, en el centro del conflicto, protagonista aunque fuera desde el margen. Con mi compañero herido salí de nuevo a la calle y después de dar unos pocos pasos me alcanzó por la espalda un jinete que con la porra iba batiendo a ambos lados a todo el que se encontraba, como el explorador que avanza entre la maleza. Me golpeó en la parte derecha de la cabeza, completamente desprotegida, y caí al suelo con aquel cuya estabilidad estaba ligada a la mía. Cuando me puse en pie, obsesionado por moverme y escapar, me olvidé de mi auxiliado, que allí quedó, bastante tenía yo también con el zurriagazo que me habían dado, que casi me arrancan la oreja. Busqué salida por una calle lateral, hacia el parque del Oeste. Había una barrera policial, pero entre los estudiantes que queríamos escapar, que éramos más en número, nos jaleamos y fuimos nosotros los que cargamos. Intercambiamos puñetazos y empujones y fue ahí cuando me llevé, no sé si un puñetazo, una patada o un porrazo, que me dejó el ojo de retirada. Pero aquella vez no me cogieron. Sí, en cambio, me pillaron meses después, en septiembre u octubre, al empezar el nuevo curso. Me sorprendieron cuando hacía una pintada en una pared del Rectorado. Éramos varios, pero yo el menos rápido y me detuvieron. En el furgón ya me fueron dando hostias, aunque flojitas en comparación con lo que me dieron en Sol. Al llegar, los policías se decían unos a otros, según me paseaban por los despachos: a éste se le van a quitar las ganas de decorar paredes. Me metieron en un despacho vacío, en el que sólo había un radiador en la pared y una silla. Me dijeron, fíjate qué suerte, te ha tocado una celda con calefacción, para que no pases frío, y me esposaron la mano derecha al radiador. Yo ya entendía que aquello no era un detalle de hotel, sino la típica escenografía para una paliza. Y como ellos sabían que yo me lo olía, me tuvieron durante horas esperando. De vez en cuando venían dos, entraban en el despacho y se reían de mí, se animaban el uno al otro a pegarme, pero decían, no, déjalo, a éste lo reservamos para el final, que le tenemos más ganas y se merece más atención. Y se iban, hasta que un par de horas después volvían y otra vez con el mismo teatro. El tiempo, la espera, me dejaba tiempo suficiente para imaginar los golpes, el dolor, la tortura, y esta imaginación, lejos de atenuar la realidad, la hacía más terrible, como un doloroso trámite de adecuación de la realidad al sueño, aderezada por todos los relatos de maltrato policial que circulaban en la universidad y que impresionaban nuestro temor. Pero además, la espera te hace acoger esperanzas débiles, que cuanto más tiempo pase más apaciguados estarán, se les pasará la rabia inicial, incluso puede que no te hagan nada, que acaben por entrar y decir, buen susto, ¿eh, muchacho?, ya te dejamos ir, no lo volverás a hacer, ¿verdad? Pero no fue así. No sé cuántas horas estuve esperando hasta que se decidieron. Yo, agotado por mi propia imaginación, había conseguido dormir sentado en aquella silla rígida. Me despertaron. No crea, no me despertaron con violencia. Eso habría sido una concesión hacia mí, que dormido no me enteraría bien de los primeros golpes. Me despertaron con cuidado, sin brusquedad, una mano sobre el hombro, una voz imperativa pero contenida, hasta estar seguros de que estaba despierto. Eran los esperados Laurel y Hardy, dispuestos a rodar en una sola toma la escena en que el gordo y el flaco golpean a un detenido. Hardy me dijo, con una sonrisa amplia, oye muchacho, ¿qué te creías, que nos habíamos olvidado de ti?, nada de eso, aquí nos tienes. Te advertimos que se te quitarían las ganas de pintar para toda tu vida, ¿te acuerdas? Pues dinos, ¿se te han quitado? Y yo, en mi sincero papel de llorica atemorizado, juraba y volvía a jurar que sí, que estaba arrepentido, que no lo volvería a hacer. Y ellos, hablando uno con el otro, daban fuerza a la comedia, yo creo que no dice la verdad, yo creo que nos está mintiendo, no está arrepentido del todo, y así un rato. Bastaba con aquello, con el miedo sufrido, para que de verdad se me quitasen las ganas de pintar una sola letra en una pared en toda mi vida. Pero eso era demasiado fino, la sola tortura mental era un lujo para aquel régimen. Así que, sin más demora, empezaron a pegarme. Primero flojamente, con bofetadas, con la mano abierta, por turnos, esos divertidos guantazos del cine mudo que logran carcajadas en la platea. Después, la moviola acelerada, el piano loco, con la mano abierta pero con mucha fuerza, primero uno y luego el otro, cada vez más rápido y cada vez más fuerte, hasta que cerraron la mano y pasaron al puño y después a las botas, hasta que sólo cinco o seis minutos después se marcharon y me dejaron allí hecho un jirón, con dolores por todo el cuerpo y arabescos de sangre. Así me dejaron aquella noche, hasta que al día siguiente, por la mañana, un policía me libró de las esposas y me llevó a un lavabo donde pude lavarme la sangre reseca. Me condujo a las oficinas y todo volvió a la normalidad administrativa, la rutina policial de países más civilizados, el tableteo de las máquinas de escribir, las preguntas sencillas, nombre, edad, domicilio, familia y una breve declaración sobre mi participación en la pintada del Rectorado que firmé sin demora. Tras avisarme de que ya recibiría notificación judicial de la esperable multa, me dejaron libre, no sin antes avisar a mi padre para que viniera a recogerme. Allí estaba mi decepcionado progenitor, en la entrada trasera de las dependencias policiales. Por más que le explicaba no quería creerme; le habían dicho, como precaución frente a mi lamentable estado, que yo era poco menos que un terrorista, que junto a un grupo de estudiantes había atacado a varios agentes que intentaban detenernos tras unos destrozos en el Rectorado cuya cuantía se esperaba elevada, cuando me llevaban detenido seguía soltando puñetazos y patadas, costó mucho reducirme, me ataron porque me autolesionaba golpeándome contra las paredes; y yo le contaba a mi padre, camino de casa, que me habían pegado fuerte, que me habían tenido un día entero atado a un radiador, me acojonaron y luego me molieron a golpes, pero él callaba y sólo abría la boca para masticar en voz baja la versión oficial aunque, al llegar a casa, con sólo mirarle, al sorprender su mirada más horrorizada que preocupada, supe que finalmente me creía, que aunque aceptase las explicaciones policiales y el consejo de tenga cuidado con su hijo, que no se meta en más líos, él sabía la verdad: que me habían machacado, que habían machacado a su hijo por hacer una pintada en una pared.