Parece concretarse, aunque aún con prudencias eufemísticas, la militancia del joven estudiante que quizás fue delatado o no, que murió en las dependencias policiales o sufrió incomunicación en una prisión, o que incluso pudo ser un simple infiltrado policial. El autor sólo ha utilizado dos o tres veces la palabra maldita: «comunista». En otras ocasiones, ha preferido fórmulas suaves, giros del tipo «marxista», «cabecilla estudiantil», «el partido». Va siendo hora de afirmar, de una vez y para terminar con los titubeos, que André Sánchez militaba en la organización comunista universitaria, en la que tenía un lugar dirigente, actuando como enlace entre los universitarios y la dirección del partido en Madrid. El autor ha dudado hasta ahora mismo de la conveniencia de esta afirmación, acaso tentado por la preferencia de ciertos novelistas, a la hora de situar políticamente a sus protagonistas, hacia organizaciones minoritarias, de difícil recuerdo, o incluso inventadas; supuestos grupúsculos radicales denominados con atractivas siglas que suelen combinar las palabras «vanguardia», «revolucionario», «popular». Preferencia que traiciona estadísticamente la realidad de una mayoritaria movilización y organización comunista, siendo el Partido Comunista de España (al fin con todas sus letras, rotundo en la página, temerario) quien acaudala el mayor número de muertos, detenidos, torturados, años de cárcel. Quizás esa cautela es fruto del temor, consciente o inconsciente, de algunos autores a ser confundidos con vindicadores (y cuando hablamos de comunismo, pareciera que su sola mención ya es una declaración política) en tiempos en que el comunismo, tras su derrota en la guerra fría, malvive zaherido por ideólogos del nuevo orden, libros negros justicieros y teóricos que hacen de la equiparación nazismo-comunismo dogma de fe en periódicas comuniones. De ahí procede igualmente la tibieza en los reconocimientos, tanto en lo colectivo (agradecer al comunismo su lucha por la democracia en España o su papel en la derrota del Tercer Reich pone nervioso a más de uno, acostumbrados como estamos a próceres transicioneros y bellos soldados Ryan) como en lo individual (se regatea sin vergüenza el homenaje que merecen tantos hombres y mujeres comunistas mortificados en vida y muerte por el franquismo y cuyo resarcimiento moral, e incluso económico, sigue pendiente). Pero además, y esto nos preocupa más a efectos de la creación que nos ocupa, la exclusión del Partido Comunista de España (y cuanto más lo escribamos, más desactivaremos su reprobación literaria) de esa forma de historiografía que podría ser cierta novela sobre el franquismo (al menos así la perciben muchos lectores), contribuye de nuevo a falsificar el período, a ficcionarlo en exceso. La tentación, por tanto, es el silencio. Pero también, cuando no queda otro remedio que hablar del comunismo, su mención previo juramento (lejos de mí la funesta manía de defender al comunismo, parecen destilar algunas narraciones que cogen con escrupulosas pinzas al personaje comunista), cuando no directamente la maledicencia (surtir de la suficiente dosis de desgracia, inquina, cobardía, oportunismo o repugnancia al protagonista o secundario comunista; o presentar el partido como una caverna sin remedio habitada por idealistas bobos, secretarios purgantes, intrigantes y burócratas de poltrona fija, con historias del tipo: a) El honrado y esforzado militante choca contra la cerrazón sectaria de la cúpula y es expulsado; b) El honrado y esforzado militante choca contra la desconfianza de la cúpula y es vilipendiado; c) El honrado y esforzado militante choca contra la paranoia de la cúpula y es acusado de traidor; d) El honrado y esforzado militante choca contra la cerrazón sectaria, la desconfianza y la paranoia de la cúpula y es expulsado, vilipendiado, acusado de traidor y entregado a la policía o incluso asesinado por un camarada). Parece, por tanto, difícil referirse al comunismo si no es desde la excepcionalidad, desde la desmesura; no parece posible o apetecible una presencia ordinaria del mismo, testimonial, sin estridencias. Aunque algún relator, en páginas anteriores, ya ha sugerido la posibilidad de que André Sánchez sufriera una traición de sus propios compañeros, intentaremos evitar una narración acomplejada por prejuicios ideológicos. Sólo diremos: André Sánchez, que quizás fue delatado o no, que murió en las dependencias policiales o sufrió incomunicación en una prisión, o que incluso pudo ser un simple infiltrado policial, era militante comunista, enlace de la organización universitaria con la dirección del Partido Comunista de España en Madrid.