Una herida sangrante sobre la ceja (¿la ceja derecha o la ceja izquierda?): se trata de una zona dérmica donde un pequeño corte asusta con su profusión hemofílica, a veces el herido ni siquiera lo advierte, basta un mal golpe al entrar en un vehículo y no agachar la cabeza lo suficiente, la hoja de chapa incide en la frente, nos duele pero no imaginamos el espanto bermejo hasta que la savia nos escuece el ojo y entonces palpamos la humedad incoercible para la que no bastan apósitos ni pañuelos enrojecidos en todas sus dobleces, suele ser necesaria la mano del cirujano que pase la aguja y el hilo por los labios de la herida y el tiempo dejará una leve cicatriz que oblicua divide la ceja.
Una herida sangrante sobre la ceja es todo lo que conservamos del profesor Denis, en el que probablemente es el último recuerdo fiable que se tiene de él, las últimas personas que lo vieron —excepción hecha de los agentes que lo detuvieron si es que fue detenido, y de sus hipotéticos vecinos y quizás amistades en su incierto exilio—. Sobre el pavimento helado, el profesor marcaba pasos débiles mientras huía de la batalla, con una mano adelantada («palpando el aire frente a él como si estuviera ciego o buscase algo donde agarrarse en medio del naufragio») y la otra mano aplicada en contener la hemorragia con un pañuelo. La exitosa medicina forense podría decir mucho acerca del origen de esa herida: bastaría su observación detallada (previa limpieza de la misma) para determinar si fue producida por el golpe de la porra de un miembro de la Policía Armada que en el ejercicio de sus funciones no distingue estudiantes y profesores, revoltosos y pacíficos (hay que descartarlo pues la herida, podemos apreciarlo incluso bajo la mancha sanguinosa, no presenta hematoma circundante en la región afectada, arco superciliar y frente, ni se aprecian daños en el hueso frontal), por el puñetazo de un estudiante enfurecido (descartado por la misma ausencia de hematoma), por un tropezón (en cuyo caso el golpe debería haber afectado también otras zonas de la cara, como la nariz o el mentón, que no presentan marca) o, lo que parece más probable, por el impacto de un objeto puntiagudo tal como un bolígrafo o un lápiz mal afilado, arrojado desde una distancia mediana a gran velocidad (podemos apreciar que se trata de una incisión de mayor profundidad que diámetro), lo que nos lleva a concluir que el profesor salvó su ojo (¿derecho o izquierdo?) por una desviación (si es que el ojo era el objetivo del proyectil) de apenas dos centímetros.
—Un bolígrafo o un lápiz, así es. Le alcanzó en la ceja en medio de la desbandada, alguien se lo lanzó como un dardo aprovechando el alboroto. El profesor estaba de pie, sobre la tarima del aula, tras la mesa, y fue la silla, a su espalda, la que amortiguó su caída tras el impacto, yo sólo vi cómo se desplomaba en la silla, boquiabierto aunque sin quejarse y con una mano crispada que parecía sujetar el ojo, que por cierto era el derecho. Aquella agresión, de autor desconocido, fue el broche final a una aplaudida representación tragicómica de la que el profesor fue protagonista y víctima. La mise en scène fue brillante, redonda, parecía que sus ejecutores la hubieran ensayado a fondo para afinar cada entrada, cada parlamento, cada gesto afectado hasta la coda genial en forma de huida atropellada y lanzamiento de bolígrafo al profesor, quien había asistido a la obra como un actor senil que no recuerda su párrafo y desoye al apuntador. Los antecedentes son ya conocidos, su sola enumeración es redundante: agitación asamblearia en la facultad, presencia masiva de la policía en la Ciudad Universitaria (unidades antidisturbios, jeeps, caballos, tanqueta con cañones de agua), visitas nocturnas a domicilios, incidentes acumulados a la tensión ya existente (entrada de agentes en los edificios, detención de estudiantes, pequeñas escaramuzas en los jardines nevados) y, especialmente, rumores, rumores, rumores. Los pasillos de aquel edificio, reflejo de la disposición crédula de sus moradores, parecían poseer una acústica especialmente favorable para el eco de los rumores, que circulaban a una velocidad tremenda, cada vez más deformados: lo que en primera versión era la supuesta detención, sin confirmar, de un líder estudiantil, se transformaba por el mensajero en una desaparición que, en sucesivos correveidiles, podía llegar a tomar la forma de un asesinato policial. Aquel día el rumor triunfante era la desaparición de André Sánchez. Y a partir de esa afortunada cofradía de las palabras voladoras, alguno comenzó a apuntar en dirección del profesor Denis por su reunión, un par de días antes, con André Sánchez, en el despacho del profesor, durante dos horas a puerta cerrada y, como ya se ha dicho y ahora se recuerda, sin que hubiera vínculo de profesor y alumno entre ellos. Pocos elementos más se necesitaban para construir certezas en una universidad como aquélla, que, sin que sirva de menosprecio, tenía mucho de corral gallinero o patio de vecinas, aunque fuera un patio político. Fueron, claro, los compañeros de André Sánchez quienes extendieron el malentendido y calentaron un ambiente en inminente ebullición. Tras la imprudente aparición del profesor Denis aquel día en la facultad (cuando todos esperaban que prolongase su declarado resfriado hasta que la situación estuviera en calma), sólo quedaba montar el numerito final en su clase. En un principio la propuesta mayoritaria era boicotear todas las clases de aquel día, no acudir a ninguna, para que todos nos concentrásemos en la asamblea que se celebraba en el vestíbulo desde días atrás, verdadero motivo de la gran presencia policial en las inmediaciones. Pero en el último momento unos cuantos voceros convocaron a los estudiantes para que no faltasen a la clase del profesor Denis, por lo atractivo de aquella oportunidad para dar un escarmiento al chivato. Esta expectación hizo que los movilizados, unidos a los que habitualmente ignoraban las huelgas y a los estudiantes de otros cursos que quisieron estar presentes, acabáramos por llenar el aula con tal asistencia como sólo conocían ciertos profesores en sus politizadas lecciones. Precisamente fueron varios estudiantes que no pertenecían a nuestra clase los que montaron el numerito. Cuando apareció el profesor Denis, su primera reacción fue de sorpresa, poco habituado a una audiencia tan numerosa, con todos los pupitres ocupados y un buen número de jóvenes de pie al fondo de la clase y en los laterales, en lo que parecía más una asamblea en rivalidad con la del vestíbulo que una lección de literatura barroca. Además, cuando él entró se hizo un silencio completo, ordenado por los chistidos disciplinarios de los cabecillas, que se situaban estratégicamente en todo el aula, grandes coreógrafos de masas como solían. Cualquier profesor se habría dado media vuelta ante aquella visión, pero el viejo Denis no se encogió y susurró sus buenos días, tomó asiento, distribuyó sus libros y papeles frente a él y se propuso impartir su enseñanza con una normalidad tan sólo delatada por un temblor en la mandíbula más acentuado de lo normal, esa masticación incontenible tan común a los ancianos. Y sin amilanarse empezó a exponer la obra del poeta fijado por el temario, mientras los estudiantes, sorprendidos por esa reacción positiva de quien esperábamos un regate defensivo, permanecíamos en silencio y, de no ser porque el desorden estaba ya planeado de antemano, el profesor podría haber completado su lección ante tantos pupilos como nunca había imaginado, y con las mismas habría recogido sus cosas, reiterado sus protocolarios buenos días y marchado. Pero no fue así. Los organizadores iniciaron su teatrillo, entremezclados entre los estudiantes, repartidos por el aula para dar más sensación de espontaneidad asamblearia a sus intervenciones previamente acordadas. Así, cuando el profesor propuso hablar de tal o cual poeta, uno desde el fondo gritó que por qué no hablaba mejor de André Sánchez, lo que fue acompañado por los murmullos aprobatorios del resto. El profesor se fingió despistado, con gesto de no entender la propuesta del anónimo estudiante, a lo que un segundo alumno, ritualmente barbudo pese a su juventud, y que también formaba parte del reparto en aquella comedia, repitió desde el extremo opuesto del aula: por qué no habla de André Sánchez. Pues, ¿qué cree que hizo el profesor? No se le ocurrió otra cosa que, en medio de un ambiente tan poco adecuado para bromas, intentar su defensa mediante un increíble descaro, desmentido por el temblor de su boca y su voz escasa, al responder que ese tal Sánchez no estaba incluido en el temario del curso, que tal vez era un poeta de otra época, pero no del barroco. Él mismo debió de comprender lo inoportuno de su humorada un instante antes de que todos, como en un baile ensayado, nos pusiésemos en pie, amenazantes aunque aún serenos. El orador barbudo se adelantó y habló desde el frente, con retórica espesa que volvía inseguras sus palabras por utilizar un registro impropio en un estudiante, más bien parecía uno de aquellos peculiares procuradores en cortes, tan solemnes. Dijo algo así como, con tono educado, he sido elegido por mis compañeros aquí presentes para transmitirle nuestra posición ante los recientes acontecimientos, y otras frases del estilo, todo muy efectista, hasta un punto cómico. Le dijo al profesor, más o menos, que reprobábamos su comportamiento hacia el compañero André Sánchez, sobre el que había vertido falsas acusaciones que, transmitidas a la autoridad policial, habían significado la injusta detención del compañero, con consecuencias desconocidas. El profesor insistió en hacerse el no enterado, aunque probablemente nadie le había puesto sobre aviso de aquella encerrona antes de entrar en clase, y pidió al joven parlamentario que le aclarase de qué acusaciones estaba hablando. Como todo estaba ensayado, no fue el de la barba revolucionaria quien respondió, sino una chica, situada varios pupitres más allá, para que así pareciera que de la clase surgía un clamor unánime contra el profesor. Gritó algo como: no intente negarlo, todos sabemos lo que ha hecho con André Sánchez; y el pobre profesor ahora sí empezaba a lamentar seriamente su osadía por haber entrado en aquella clase que más parecía un jurado furioso y presto a aplicar la vieja justicia de Lynch. El viejo intentó elaborar una frase coherente, una defensa para la que le faltaban palabras y le sobraban nervios, y ni tiempo tuvo de expresar algo con sentido porque ya estaba listo para saltar el siguiente resorte de la representación: otro estudiante que directamente exigió al profesor que desvelase el paradero y situación de André Sánchez, adónde se lo habían llevado porque nadie lo había visto desde unos días atrás; y para dar más dramatismo al momento y despertar el horror en los que todavía pudiéramos permanecer indecisos, el joven gritó al profesor: usted es la última persona que vio a André Sánchez con vida. Aquello ya se salió de madre: Denis parecía rozar el síncope, de pie y con las manos levantadas, mostrando las palmas en patético gesto de inocencia; el último declamador quedó mudo, asustado de la violencia de sus propias palabras; y los demás estábamos demasiado incómodos con todo este teatro, aunque muchos se unían al griterío, insultaban al profesor, le llamaban lo habitual, fascista el adjetivo más repetido, y cuando todo apuntaba a un inminente linchamiento colectivo como demostración de la justicia estudiantil, se abrió la puerta y apareció un lampiño que no debía de estar enterado de lo que en aquella aula se perpetraba, porque nos acusó de conformismo por acudir a clase mientras la mayor parte de universitarios secundaba la gran asamblea que en ese momento se desarrollaba en el vestíbulo; pero allí ya no había forma de hacerse entender, pues todos chillaban, el repentino mensajero insistía en que la policía estaba tomando posiciones para entrar y desalojar, cuantos más fuéramos más posibilidades tendríamos de resistir el desalojo, y en esto se escuchó un grito más alto que los demás, un alumno que, junto a una ventana, aseguraba que los grises estaban entrando en el edificio, así que todos salimos del aula a la carrera, a empujones, volcando los pupitres, y en el atropello alguien lanzó un bolígrafo al profesor, que cayó rígido en su silla, con la mano haciendo parche en el ojo, y en semejante postura quedó en el aula desierta, inmóvil en su dignidad de estatua herida, ajeno a la chillería cada vez más lejana y a la niebla lacrimógena que avanzaba por los pasillos.