Escuálidas minorías, totalmente desconectadas del espíritu popular, intentan revivir el sentido faccioso que, antes de que la juventud de hoy hubiera nacido, informó el sobresaltado acaecer de la vida española. La paz les duele, les pesa, les sobrecoge. Los individuos que forman esta endeble minoría han aprovechado, no obstante, este firme período de estabilidad para labrar su propio bienestar. Unos son intelectuales; los más, seudointelectuales, y el resto forman la inevitable ganga de todas las situaciones.
Si la paz parece dolerles y abrumarles será, sin duda, porque no encuentran en ella su elemento. Infectados de una fiera rebeldía de salón, tratan de contaminar a los demás con el microbio de la disidencia, empezando por los sectores más jóvenes y, por tanto, más dúctiles y ardorosamente ingenuos de la sociedad. La consigna no puede ser otra que protestar; protestar por cualquier cosa; asimilar la protesta a la categoría de un ejercicio cotidiano para «estar en forma». Y el comunismo, que anda vigilando el juego desde una posición marginal no comprometida y que no ignora el pie del que cojea la burguesía, impone subrepticiamente criterios de prudencia. La táctica de la no violencia, el ritmo rebañego del pasacalle pacífico, el disimulado reclutamiento de pardillos y escuderos, más o menos legítimamente adscritos a los escalafones de la intelectualidad, no pasan de ser meras innovaciones tácticas y estratégicas del principal por cuenta de quien se trabaja a veces ad honorem y casi siempre a fondo absolutamente perdido.
Justamente alarmada por el cariz que han tomado los últimos sucesos estudiantiles registrados en Madrid, la sociedad nacional, embebida en tareas constructivas que constituyen en sí una tácita protesta contra los protestadores que intentan perturbar el pacífico vivir del país, no ha podido evitar su sorpresa ante el uso ilícito y el abuso de confianza de que ha dado pruebas un reducido grupo de profesores que, al no saber o no querer ejemplarizar a sus alumnos, se han dirigido a ellos por el fácil camino del halago. Este respaldo, fundado en el torpe negocio de una auténtica malversación de la confianza, ha encendido con tan irresponsable como pintoresco fuego de artificio la atmósfera universitaria en la Facultad de Filosofía y Letras madrileña, imposibilitando el clima para la normal actividad docente. Por decoro de la jerarquía docente y mantenimiento de un principio de autoridad, que individuos llamados a sostenerlo han quebrantado y reducido a banderín de enganche para la ridícula aventura callejera, el Rectorado de la Universidad de Madrid se ha visto obligado a decretar la clausura de dicha facultad por tiempo indefinido.
El país tiene derecho a preguntarse en qué parcela del desarrollo militan los responsables de esta forzosa vacación que reduce un centro docente a la inactividad. ¿Cosas de estudiantes? El ingenuo lector, a quien se intenta perturbar el tranquilo disfrute de su cuota de paz, vistos los antecedentes del asunto, podrá obtener la atinada respuesta.