Mucho cuidado con los héroes, con los luchadores ejemplares, esculturas de una sola pieza que ni sombra proyectan bajo el sol; mucho cuidado con los héroes, especialmente si son jóvenes. De la misma forma que debemos tener precaución con los villanos, que como los héroes se burlan del autor y se enrocan en caracteres sin aristas, como marionetas del bien o del mal. Aparece ahora la figura del estudiante, el líder estudiantil perseguido por los policías día y noche, desaparecido de repente, acaso víctima de una traición, merecedor de la solidaridad de sus compañeros; y en seguida toma un hermoso perfil de moneda y pide, exige, necesita un final trágico, sangriento, subterráneo; reclama ser elegido como representante de otros jóvenes, pocos recordados, muchos olvidados, aquellos cuya trayectoria última acabó tomando forma de parábola descendente de la ventana al suelo, como Enrique Ruano (arrojado desde un octavo piso por agentes de la Brigada Político-Social, aunque la prensa dijo que aquella fallida ave se había suicidado empujado por sus supuestas tendencias homosexuales, en un miserable diagnóstico propio de Vallejo-Nágera, «los pecados producen a veces enfermedades»), como José Luis Cancho (desechado desde una ventana de la comisaría de Valladolid después de que lo dieran por muerto), como Ricardo Gualino (italiano, hijo de un productor cinematográfico, al que un guardia civil reventó la cara de un disparo cuando repartía propaganda cerca de Getafe); como otros que ya perdieron sus nombres y que fueron capaces de prodigios envidiados por Houdini: ahorcarse con las manos esposadas, bucear pantanos con el cráneo astillado a balazos, detener a voluntad la respiración y los latidos del corazón (parada cardiorrespiratoria lo llamaban los esforzados forenses) o lanzarse cual futbolísticos guardametas a atrapar con el pecho las balas perdidas que en las manifestaciones buscaban el cielo.
—No creo que sea éste el caso —apunta quien hoy es diputado autonómico madrileño y que en aquellas fechas todavía era adolescente, bachiller, pero ya se relacionaba con la oposición universitaria, echaba una mano en lo que le dejaban, con la multicopista, repartiendo panfletos. Confirma la delación: «Me contaron que el profesor Denis había denunciado a un estudiante, un tal Andrés Sánchez, cuya detención causó la caída de parte de la organización, y luego la policía se inventó una fantástica tapadera para salvarle la cara: acusaron al profesor de ser un agente de la subversión y de transmitir consignas encubiertas en no sé qué libros que habría escrito. Una historia increíble, aunque no tan extraña en un régimen tan paranoico. En cuanto a Sánchez, es cierto que estuvo un tiempo desaparecido, se dijo que no había salido vivo de Sol, pero no se precipite incluyéndolo en el martirologio, porque creo recordar que al final apareció, estaba encarcelado en Burgos.»
—Para ser más precisos no se llamaba Andrés, sino André, sin la «s» final, a la manera francesa, no sé si por algún origen galo o, lo que parece más probable, por pura coquetería, propia de un joven como aquél, agotador por intenso. Vino varias veces a mi piso de San Juan de la Cruz, donde recalaba todo tipo de elementos clandestinos, algunos no siempre bienvenidos, pero solidaridad obligaba. André Sánchez era un poco precipitado, incluso bocazas, sus propios compañeros de partido soportaban mal su prisa y su excesiva iniciativa. También era algo poeta, y en una reunión de aquellas que transitaban de lo político a lo lírico con la presencia de Hortelano, Pepe Caballero y algún otro, André se atrevió (digo atreverse, pues lo tomó como un desafío que le hacía recitar con brusquedad, agresivo) a leernos una composición propia, uno de aquellos espantosos cuelgaversos en los que todo camarada tropezó alguna vez, un canto amoroso a Pasionaria, de esos en que Dolores reemplazaba a la Virgen como Nuestra Señora de los Obreros y los Campesinos; rimas llenas de banderas, herramientas y sangre muy roja, rojísima, rojérrima. Por supuesto, tras el militante recitado nadie se atrevió a burlarse del vate, no sé si paralizados por la respetuosa ortodoxia o quizás impresionados por la vehemencia del muchacho, que nos miraba amenazante a la espera de cualquier comentario y se tranquilizó con un par de cubalibres hasta que unas horas después, en plena curda, alguien, creo que Pepe Caballero, se colgó del cuello de André y le soltó una grosería sobre su capacidad, su incapacidad, poética, que hizo que tuviésemos que separarlos antes de que el joven cantor estrangulase a su imprudente crítico —el anciano poeta y académico detiene su espontánea intervención para encender un literario cigarrillo y, tras varias caladas en homenaje al cuerpo médico, prosigue su relato: «Eso de que apareció finalmente en Burgos no lo tengo tan claro. Por lo que supe, su final fue terrible. Lo machacaron en la Dirección General de Seguridad, como a muchos, pero se les fue la mano, como con algunos, y no salió vivo de allí. Pero este extremo tampoco se pudo confirmar, hubo un vacío de conocimiento que se apoyaba en el muro informativo del régimen y en las debilidades de la oposición, que sufría un golpe tras otro y apenas podía seguir la trayectoria judicial y penitenciaria de cada compañero, por lo que era la familia, además de los propios compañeros de prisión, quienes atestiguaban la suerte de cada cual. Se ve que Sánchez no tenía familia que le reclamase y pasó el tiempo sin saberse nada de él.»