La eficacia admite errores, graves incluso. El catedrático jubilado Emilio de Lorenzo, quien afirma haber tenido con Denis más relación que cualquier otro profesor («tampoco piense en una estrecha amistad: simplemente, Denis no tenía mucha vida social en aquella universidad, no tanto por su retraimiento como por la distancia que marcaban otros profesores con él»), es partidario de utilizar, como hipótesis de trabajo, la equivocación policial:
—Por muy eficaz que fuera, la policía se equivocaba y mucho. La sospecha generalizada sobre el conjunto de ciudadanos facilita los yerros. Si uno es culpable mientras no se demuestre lo contrario, hay un amplio margen para el error, para la injusticia.
—¿Descarta usted las otras dos opciones: que Denis fuera un delator, o que fuera un activista clandestino?
—Tan irreal la una como la otra. Decir que Denis era un agente subversivo, o esa tontería de las novelitas de quiosco, sólo es posible cuando no se ha conocido al hombre. En efecto, se mantuvo siempre firme en su actitud distante, ajeno a toda agitación, lo que le costó muchas enemistades y una indiferencia generalizada. Yo veía su comportamiento como una decisión muy profesional, pues no se dedicó a otra cosa en su vida docente que a estudiar y enseñar. Él estaba completamente entregado a su trabajo, era un gran conocedor de la literatura española, sobre todo la poesía del siglo XVII, de la que había publicado varios estudios. Mire usted a ver si introdujo algún mensaje político cifrado en sus comentarios a la Epístola moral a Fabio. Si escribió novelitas de detectives para sacarse un sobresueldo, eso es algo comprensible en unos años en que los profesores no estábamos precisamente sobrados en cuanto a salario. Eran muchos los que, junto a la labor docente, mantenían algún tipo de actividad para conseguir un dinero extra, como escribir a sueldo de otros, unas veces trabajando como «negros» para catedráticos de renombre, muchos de los cuales se han construido un admirable currículo a costa del trabajo callado de colegas necesitados. Si él escribió esas novelitas, lo hizo por motivos económicos. Él no estaba implicado en nada de lo que ocurrió en esas fechas. Fue sólo una víctima de la tensión de aquellos días, de la precipitación policial en unas jornadas nerviosas: los policías entraban en las facultades, de uniforme o de paisano, buscando estudiantes sobre los que tenían órdenes de detención. Irrumpían en las aulas en mitad de la lección, por supuesto sin llamar a la puerta, y gritaban el nombre de los buscados, repartían empujones y zarandeaban muchachos por los pasillos. Por la noche seguían su persecución en los domicilios de algunos profesores y alumnos. Denis me contó que se presentaron en su casa, de madrugada, algo insólito, era la primera vez que incluían a Denis en la ronda de visitas nocturnas. Le sacaron de la cama y le interrogaron brevemente, buscaban a un estudiante, un cabecilla estudiantil cuyo nombre no recuerdo. Y aquí es donde se origina la confusión que refuerza la hipótesis del error policial. Un día antes de la ronda de noche, Denis se había reunido con ese estudiante, al terminar las clases; algo extraño por cuanto aquel muchacho no era alumno de Denis. Estuvieron un par de horas encerrados en el despacho del profesor y eso alimentó todo tipo de rumores hasta el punto de provocar la visita policial al domicilio de Denis, quien al día siguiente del sobresalto nocturno faltó a clase, alegando unas décimas de fiebre, lo que bastó para que los rumores tomaran forma de increíbles teorías. Para complicar más la situación, el estudiante buscado se encontraba desaparecido. Fue entonces cuando comenzó a extenderse por los pasillos de la facultad el bulo de que este joven estaba en manos de la policía, detenido como consecuencia de una denuncia de Denis tras aquella reunión en la que, según los partidarios de la teoría de la delación, el estudiante desveló no sé qué información al profesor.
—Entonces, la posibilidad de que fuese un delator tiene algún fundamento.
—Ninguno. Eran sospechas malintencionadas. Todo el mundo en la facultad sabía qué clase de pájaro era aquel muchacho, no hacía falta que nadie lo denunciase, la policía debía de conocerlo bien. Pero los jóvenes disfrutan con esos juegos maniqueos, el estudiante bueno y el profesor malo, a lo que añaden todo tipo de truculencias policiales. Visto el ambiente, avisé a Denis para que se quedase unos días en casa hasta que todo se hubiera calmado, pero no me hizo caso y se presentó a la mañana siguiente en la facultad. Al verle llegar, le insistí en que se marchase y, por si fuera poco, unos estudiantes le llamaron «fascista» en un pasillo, a gritos. Denis los miró, perplejo, más triste que escandalizado, sin entender la acusación. Intentó una aclaración ante aquellos jóvenes, pero estaban muy exaltados y hasta le dieron un empujón. Me lo llevé a un despacho e intenté convencerlo de que se volviese a casa, le mostré por la ventana toda la policía que rodeaba el edificio, era evidente que allí iba a suceder algo grave. Pero insistió en cumplir su jornada con normalidad, cogió sus papeles y se marchó al aula, a dar la cara frente a los estudiantes; hay que reconocer que fue valiente. Aquella mañana las clases duraron poco porque, apenas comenzadas, la paciencia de los sitiadores se agotó, y en un par de minutos desalojaron a los que habían montado una asamblea en el vestíbulo. Entraron incluso a caballo en el edificio y lanzaron gases para que la gente saliera al exterior. Imagínese la que se organizó. Hasta cierto punto era incluso cómico, si me permite, dentro de la tragedia. En esos días había nevado mucho en Madrid, uno de esos febreros memorables como hay pocos, y el pavimento estaba helado, así que había que andar con cuidado. Cuando comenzamos a salir todos, a la carrera, entre empujones, los resbalones hicieron el resto, hasta los caballos acabaron en el suelo. En medio del desorden pude ver a Denis, que escapaba a paso rápido, traqueteado entre los estudiantes. Tenía una herida en la frente, sobre la ceja, que le sangraba bajo un pañuelo con el que intentaba cortar la hemorragia. No sé cómo se hirió, si tropezó o le dio un golpe un policía, o incluso algún joven furioso. Lo cierto es que presentaba un aspecto lamentable, anciano como era —siempre aparentó más años de los que realmente tenía—, con su habitual desaliño en el vestir, ahora con los faldones de la camisa por fuera, la chaqueta colgando del brazo, remangado pese al frío, con gotas negruzcas de sangre en la pechera, el escaso pelo alborotado, el pañuelo apretado en la frente y la expresión algo siniestra, pálido, la boca entreabierta. Intenté acercarme para ayudarle, pero bastante trabajo tenía con no perder la verticalidad entre tanto empujón y el suelo resbaladizo. Grité su nombre pero no me escuchó, allí todo el mundo chillaba, a lo que se añadía el fondo de sirenas de los furgones policiales. Ya en el exterior, cada uno huía hacia donde podía y los policías, sin ninguna disciplina de carga, se lanzaban a perseguir porra en mano a los estudiantes, en una competición de patinadores que tenía mucho de circense. Corrí tras Denis, que seguía su marcha tambaleante a paso ligero, pero me detuvo un agente con la persuasiva invitación de su bastón cruzado en horizontal y allí me quedé, buscándome la cartera para identificarme, mientras veía a Denis, que se alejaba en dirección a Moncloa, con su paso de funámbulo, una mano clavada en la frente sangrante y la otra mano adelantada, palpando el aire frente a él como si estuviera ciego o buscase algo donde agarrarse en medio del naufragio.