Un error policial, una delación encubierta o un activista clandestino desenmascarado al fin. Las tres posibilidades están abiertas en el affaire Denis. Lo sugerente sería —la imaginación del autor y las expectativas de parte de los lectores así lo demandan— un ameno misterio, una investigación que descubre cómo tras el disfraz de un profesor pacífico, durante años encerrado en sus estudios y ajeno al fragor político del exterior, se oculta en realidad un agente durmiente, elemento clave en una inminente maniobra conspirativa. O mejor aún: escudado en su prestigio académico y en su conocida neutralidad, el profesor Denis ha actuado durante años como enlace de una organización política —preferentemente comunista—. Su papel consiste —aunque esto no se desvelaría hasta las últimas páginas de la novela— en transmitir consignas subversivas, mensajes ocultos que sólo sus destinatarios entienden (fechas, lugares de encuentro, nombres de camaradas) y que el profesor difunde —cifrados mediante una clave, claro— en artículos de prensa en apariencia inocentes (críticas literarias o teatrales en ABC, por ejemplo). Una variante aún más audaz, y que permitiría introducir algunos recursos humorísticos, propone que el profesor, en efecto, transmitía consignas en lenguaje cifrado, pero no en colaboraciones periodísticas, sino en las páginas de unas novelas de quiosco que escribiría mediante seudónimo —esa entrañable literatura de cambalache, de gran difusión en aquellos años: Hazañas Bélicas, los imposibles vaqueros de Estefanía, Silver Kane, los romances aristocráticos de Viky Doran; novelitas de consuelo redactadas por estajanovistas avergonzados tras un alias angloamericanizado y que completaban así sus parcos sueldos de abogados, administrativos, funcionarios medios o profesores, como nuestro Julio Denis.

Demasiado hermoso. El exceso aventurero acaba por degradar una realidad que reclama dilemas más prosaicos. En cuanto a la teoría del chivatazo, ya insinuada en las páginas anteriores, parece más verosímil y no por ello desmerece al misterio: Denis, tras décadas de terco aislamiento, de esquivar cualquier suceso que ofreciese un mínimo aspecto disidente, a la vez que renunciar a los beneficios de un trato cordial con el oficialismo, tiene conocimiento (¿cómo? Ya inventaremos algo) de una próxima acción opositora (una gran huelga política o, mejor aún, un atentado, incluso un atentado contra el Generalísimo aprovechando una visita a la Ciudad Universitaria) y alerta a la autoridad policial, denuncia a los implicados. Para ocultar su chivatazo, y quizás temiendo por su vida (y en ese caso optaríamos por la historia del atentado, un grupo terrorista, que nos permitiría introducir los típicos dilemas morales de sus integrantes sobre la posible muerte de inocentes al explotar una bomba, reflexiones en torno al derecho de los pueblos al tiranicidio, etc.), el profesor consigue salvar la cara mediante una operación de fingimiento en la que la policía le acusa, detiene y expulsa del país hacia un anónimo retiro dorado en cualquier país latinoamericano y con todos los gastos pagados en agradecimiento por su soplo. La tercera opción, el error policial, es más calmada pero también presenta peligros: por algún equívoco fortuito (cuya resolución deberá esperar a la última pieza del puzzle, en el capítulo final) el profesor Denis es implicado por los investigadores policiales en una trama política, detenido y gravemente acusado. Al despertar de su torpeza, la autoridad propone al profesor un arreglo para que no llegue a conocerse un error que minaría el prestigio del cuerpo policial, por lo que le ofrece una compensación económica y la salida del país cuanto antes, cerrando el caso de inmediato. Aunque descartemos el tratamiento exclusivamente cómico que esta sinopsis sugiere (este país siempre ha sido tan aficionado a la comedia de enredo, el vodevil, diálogos ambiguos, personajes que entran y salen de los dormitorios en la noche loca), la posibilidad de la confusión tiene sus riesgos: podríamos caer, una vez más, en la denuncia del franquismo basada en el género esperpéntico (la incompetencia policial, en este caso), acentuando los elementos más risibles, la visión ridiculizante de un régimen que, antes que grotesco (que lo era y mucho) fue brutal. Consciente o inconscientemente, muchos novelistas, periodistas y ensayistas (y cineastas, no los olvidemos) han transmitido una imagen deformada del franquismo, en la que se cargan las tintas en aquellos aspectos más garbanceros (el estrafalario lenguaje oficial, el generalito barrigudo y de voz tiplisonante que provoca más risa que horror, la paranoia sobre los enemigos de la patria, la demasía freudiana de los sacerdotes, las sentencias de muerte pringadas de chocolate con picatostes, la épica caduca de los manuales escolares, la estética cutre del nacionalcatolicismo, los desmanes surrealistas de la censura). Se construye así una digerible impresión de régimen bananero frente a la realidad de una dictadura que aplicó, con detalle y hasta el último día, técnicas refinadas de tortura, censura, represión mental, manipulación cultural y creación de esquemas psicológicos de los que todavía hoy no nos hemos desprendido por completo. Se forma así una memoria que es fetiche antes que de uso; una memoria de tarareo antes que de conocimiento, una memoria de anécdotas antes que de hechos, palabras, responsabilidades. En definitiva, una memoria más sentimental que ideológica. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa: mostrar un aparato policial torpe puede hacer olvidar la realidad de una policía que, realmente y para desgracia de tantos que lo comprobaron en carne propia, era sumamente eficaz en su trabajo.