Libres de toda responsabilidad histórica, ajenos a cualquier disciplina o exactitud —más allá de un nombre (Julio Denis), una fecha (febrero de 1965) y un lugar (Madrid) ya elegidos mediante azaroso sistema, así como la imprescindible verosimilitud del relato y el compromiso del autor con el sentido ético de la narración—, queda en nuestras manos decidir un boceto inicial del personaje, un somero apunte de su circunstancia que no puede ser demorado pues condicionará las páginas venideras. En primer lugar, deberíamos clasificar al profesor Julio Denis en cuanto integrante de la comunidad universitaria en los años sesenta, y como tal debemos situarlo en función de una coordenada básica: su posición respecto al resto de docentes y respecto a las autoridades. Podemos, por ejemplo, convertir a Julio Denis en representante del profesorado franquista, entendido como tal aquel que, en diversa gradación, asumía, demostraba o incluso exhibía con orgullo su servidumbre hacia el régimen, en muchos casos como agradecimiento por una posición que no obedecía a méritos académicos, opción esta que encadenaría al novelista en la obligación moral de ajustar cuentas con tales usurpadores mediante la descripción de las devastadoras purgas realizadas en el magisterio tras la guerra, y las consiguientes oposiciones patrióticas en las que nuestro Julio Denis consigue una plaza docente o incluso una cátedra que nunca alcanzaría por la vía ordinaria. Si por el contrario decidimos honrar la figura de Julio Denis, e inscribir su nombre en el todavía pendiente monumento a los opositores al franquismo, el novelista verá satisfecha su ambición confesa de convertir la novela en homenaje a quienes considera héroes civiles de nuestra historia, mediante la descripción hagiográfica y desmedida de un profesor Denis envarado en su propia estatua, maestro querido y odiado que convierte sus multitudinarias clases en espacios de libertad, broncínea cabeza visible en manifestaciones y asambleas, subido a un sartriano cajón de fruta como tribuna, promotor de manifiestos, varias veces llamado a comparecer en dependencias policiales, expedientado y finalmente expulsado bajo insólitas acusaciones. Más recomendable será, en cambio, que optemos por aliviar a nuestro profesor de tales oficios y lo situemos en un terreno intermedio, alejado por igual de franquistas y antifranquistas, una serena tierra de nadie en la que intentase no destacar, quedar instalado en un cómodo anonimato, construirse una celda de poesías barrocas y conferencias asépticas, blanquísimas, intemporales, alejado de todo lo que no sea vida académica en el sentido más estricto, encerrado en sus estudios como en una habitación acolchada frente al agitado exterior; aspirante a un término medio que resultaría dudoso a sus compañeros de facultad; o más que un término medio debemos hablar de un punto externo, puesto que él no establecería equidistancias entre adictos y opositores, simplemente se mantendría al margen de todo lo que ocurría, como si asistiera a una universidad distinta, en la que no había conflictos, en la que nada perturbaba el calendario escolar. Una actitud que, en una universidad tan politizada, le haría destacar y dificultaría su aspiración al anonimato, consiguiendo justo lo contrario: no pasar desapercibido para nadie.

—¿Se me permite opinar? Debo discrepar: tales afirmaciones equivalen a tropezar con estrépito en esos clichés que, según se ha dicho anteriormente, van a ser evitados. No resulta creíble que el profesor Denis destaque por tal actitud, como si por ello fuera un elemento extraño, como si su alejamiento de cualquier partícula de contenido político lo convirtiese en una excepción llamativa. Por el contrario, lo que más abundaba en aquella universidad, en esos años, eran los ejemplares como Denis. Todavía eran minoría los profesores que se atrevían a manifestar sus posturas, no ya políticas, aun teniéndolas, sino cualquier discrepancia académica o salarial.

—En efecto, el miedo era aún grande entre los profesores más jóvenes. Y los más veteranos procedían de las depuraciones anteriores.

—Había miedo, sí; pero no sólo el miedo a la cárcel, a los sótanos de la Dirección General de Seguridad, a la brutalidad policial, a que te apretaran los cojones hasta desmayarte o te metieran la cabeza en el váter y te patearan el culo. Tanto o más grande era el miedo a quedarte sin nada, a que te expedientaran y perdieras el trabajo. No todos tenían la facilidad de algunos para renunciar, salir del país y conseguir un buen hueco en Princeton, la Sorbona o México. Por eso la mayor parte no se implicaba en nada, huía de cualquier perspectiva de compromiso, o secundaba actitudes opositoras muy prudentes, participaba en las iniciativas más inofensivas, como firmar un manifiesto de los que suscribían tantos que las responsabilidades se diluían. Era una cobardía basada en el bienestar material, una forma elemental de conservadurismo. La sola idea de perder una vida cómoda o no tan cómoda o al menos no demasiado incómoda, y caer en las incertidumbres del desempleo, el expediente, la marginación, pesaba más para algunos que el miedo a una paliza, a la cárcel o al garrote que todavía seguía vigente.

—No obstante y pese a no ser una excepción, Julio Denis se ganó muchas enemistades con su actitud. Él destacaba a su pesar y concitaba el rechazo de unos y otros, franquistas y antifranquistas, debido a la terquedad con que llevaba su neutralidad. No es que alardeara de postura, al contrario: era una terquedad silenciosa, huidiza. Cuando se le reprochaba su rechazo miedoso a suscribir una protesta por alguna sanción a un profesor o apoyar la organización de seminarios con escaso contenido político, él no se defendía, no argumentaba su negativa como hacían otros, sino que escurría el bulto a la carrera. Apenas se relacionaba con dos o tres profesores y siempre con excesiva formalidad. Cumplía su jornada con puntualidad y marchaba. Recorría los pasillos a paso ligero, con la cabeza agachada u ojeando papeles. Llevaba en la cartera un termo de café y un bocadillo para evitar la cantina o la sala de profesores.

—Era objeto de habitual desprecio por parte de muchos docentes, pero su terquedad era más irritante cuando marcaba distancia con los leales al régimen que cuando se alejaba de los opositores. Porque la mayor parte de quienes se situaban en esa cómoda tierra de nadie acababan cediendo a cualquier trámite protocolario, celebración, homenaje, misa o lo que fuera, con tal de no destacar como desafectos. Pero Denis no. Sus ausencias eran notables, hasta cierto punto escandalosas para aquellos más franquistas que Franco. Le censuraban su tibieza, su inasistencia en los actos oficiales, su frialdad hacia un régimen al que, al parecer, el profesor Denis adeudaba en gran parte su posición. Hasta el sesenta y cuatro todavía algunos profesores, entre los afectos, tenían buena relación con él. Incluso el rector, que aprobaba su rigor, su exclusividad docente en un tiempo revoltoso. Pero Denis acumuló méritos para perder esa consideración, con sucesivos desplantes. El más sonado en ese año, 1964, cuando Franco celebró los veinticinco años de paz y se organizó un acto universitario, una eucaristía, donde quedó claro, por sus asistencias y ausencias, quiénes estaban a un lado y otro de la raya. Y en ese acto no estuvo Denis, lo que multiplicó sobre él las acusaciones de tibio, de desviado.

—Eso explica que nadie moviera un dedo por él cuando fue expulsado de la universidad y del país; nadie se preocupó por saber qué había sucedido, de qué estaba acusado. Su expulsión fue poco más que un chascarrillo de pasillo pronto extinguido, que además tomó la forma de sospecha hacia él: algunos opositores, que siempre desconfiaron de Denis, extendieron la convicción de que en realidad era un chivato, un colaborador policial que, tras cumplir su trabajo, había sido retirado de la primera línea. No sostuvieron tal acusación con evidencia alguna; simplemente se apoyaban en el carácter verdaderamente sospechoso que tuvo el proceso contra Denis: lo normal habría sido que le abrieran expediente, pasara por un tribunal y después, según la gravedad de los hechos, a la provincial de Carabanchel, una multa o el exilio. Pero todo fue demasiado rápido, se completó en sólo dos días, detención y salida del país. Y una vez en el extranjero, desapareció y fin, nada más se supo de él.

—Un profesor español creyó identificarlo semanas después de su expatriación en el aeropuerto de París, mientras transbordaba de vuelo: le llamó por su nombre pero el tipo volvió la cabeza y se alejó a paso ligero.