Atención: la mecánica repetición narrativa, cinematográfica y televisiva de ciertas actitudes, roles o simples anécdotas descriptoras de un determinado fenómeno o período consigue convertir tales elementos en tópicos, más o menos afortunados clichés que, cuando son utilizados en relatos que no van más allá del paisajismo o el retrato de costumbres (dentro de un tránsito tranquilo por géneros habituales), provocan a la vez el malestar del lector inquieto y el sosiego del lector perezoso. Mientras éste se acomoda en unos esquemas que exigen poco esfuerzo y en el que reconoce a unos personajes bastante ocupados en conservar el estereotipo, el lector inquieto se desentiende con fastidio ante la enésima variación —pequeña variación, además— de un tema viejo, como una cansina representación de esa commedia dell’arte en que hemos convertido nuestro último siglo de historia, en la que los verdugos apenas asustan con sus antifaces bufonescos, inofensivos Polichinelas que mueven a la compasión o, por el contrario, crueles Matamoros cuya crueldad, basada en un complaciente concepto del mal (el mal como defecto innato, ajeno a dinámicas históricas o intereses económicos) logra que un solo árbol, el Árbol con mayúsculas, no permita ver lo poco que nos han dejado del bosque. De ahí el temblor del autor, que teme que el mero detalle de sus personajes sirva para esquematizarlos, para devaluar su dolor o invalidar su culpa, para convertirlos una vez más en tiernas marionetas que sólo entretienen. El temblor se vuelve epileptiforme cuando el autor se da cuenta de que deberá emplear determinadas palabras que, referidas al período llamado franquismo, la retórica ha convertido en lugar común, descargándolas. Palabras como represión, clandestinidad, régimen, comunista, célula, camarada. Y no sólo palabras, no sólo conceptos. También situaciones: porque para relatar la peripecia del profesor Julio Denis en la universidad madrileña de los años sesenta parece inevitable, en principio, cruzar territorios poblados por asambleas estudiantiles, manifestaciones disueltas por policías a caballo, calabozos húmedos, reparto de octavillas, homenajes a poetas andaluces, recitales de canción protesta, hijos de vencedores enfrentados a su herencia, agentes de la Social, cineclubs; en fin, todos esos elementos que han sido adulterados por novelistas de guante de seda, cineastas industrializados y hasta alguna serie de televisión que ha culminado la corrupción de la memoria histórica mediante su definitiva sustitución por una repugnante nostalgia. Entiéndanse, pues, las pertinentes cautelas y disuasiones del prudente autor.