DIECINUEVE
REGRESO

Gurdjieff vivió lo suficiente para presenciar el impresionante resurgimiento de su éxito. Krishnamurti aún vivió más tiempo y prosperó de manera mucho más notable. Santo en su propio círculo y tomado un poco a broma por el mundo en el período de entre-guerras, a finales de la década de 1960 se había convertido en el gurú occidental. En todo su proceso, supo despojarse de las ridiculeces de la teosofía para surgir como una estrella reconocida y respetada en aquel curioso firmamento de las celebridades de la Nueva Era, donde el Dalai Lama y Yehudi Menuhin se codeaban con duquesas místicas y cantantes pop en busca de la verdad.

La metamorfosis lo relacionó con dos paradojas aparentes: la primera es que resolvió mantener su imagen de hombre solitario en busca de la iluminación, mientras los extraños lo veían como parte de una élite social; la segunda, que continuó predicando las doctrinas de la irrealidad del mundo y de la necesidad de lograr la liberación de todas las ataduras, por más que pareciera bien atado al mundo.

Pero no son las contradicciones que parecen. Muçhos hombres santos han enseñado que la soledad no es el mejor camino para la salvación, que la soledad más profunda se encuentra en el seno de la sociedad humana y que el mejor medio para darnos cuenta de lo ilusorio del mundo es comprometerse con la vida y no huir de ella. Pero los críticos de Krishnamurti —y entre ellos pronto estaría la familia Rajagopal— interpretaron del peor modo el tramo final de su vida. Diciendo que siempre había sido esencialmente un escapista, un conformista y un parásito, afirmaron que Krishnamurti se limitó a cultivar la apariencia de soledad y alejamiento para apoyar su imagen y que esta apariencia había supuesto un coste emocional para sus más íntimos y un coste espiritual para sus seguidores engañados.

Lo indudablemente cierto es que Krishnamurti empezó a alejarse de la reducida e íntima órbita de Ojai cuando la victoria aliada puso fin a su forzado aislamiento en California. Hacia afuera hubo pocos cambios en su circunstancia. Desde 1945 hasta su muerte en 1986, a los noventa y un años, viajó por el mundo como maestro espiritual. Las charlas en público y las entrevistas en privado siguieron estando acompañadas, como desde el principio de los años veinte, por una interminable serie de vacaciones lujosas. Krishnamurti siguió alternando la India, Europa y América con estancias frecuentes en casa de amigos acaudalados. Hubo momentos en que la lista de sus compromisos era más parecida a la Agenda de Jennifer que a la de un gurú. También siguió contando con la ayuda de mujeres ricas y poderosas.

Se reanudaron los mítines de masas en todo el mundo. En 1982, Krishnamurti se dirigió a una audiencia de tres mil personas en el Carnegie Hall de Nueva York. Tuvieron lugar en Europa reuniones regulares siguiendo el modelo de los campamentos Star. Aunque no pudo soportar volver a Ommen tras su uso como campo de concentración durante la guerra, en 1961 un patronato se encargó de financiar conferencias en Saanen, Suiza. Dedicó más tiempo a los poderosos de las finanzas y la política y se vio a menudo con Nehru y su hija Indira Gandhi, que sucedió a su padre como primera ministra de la India en 1966. Las fundaciones de Krishnamurti tuvieron el respaldo de magnates: Gerard Blitz, fundador del Club Mediterranée, fue su consejero financiero durante un tiempo. Los capitales manejados aumentaron espectacularmente en el período de posguerra, cuando los idealistas que se beneficiaron del auge de la posguerra buscaron fundaciones caritativas donde poner su dinero. Aunque es imposible hacer cálculos sin tener acceso a la contabilidad, las donaciones a KWINC supusieron con seguridad millones, posiblemente decenas de millones de dólares. Es difícil explicar cómo ocurrió esto. Muchos maestros espirituales reciben numerosas donaciones, aunque raramente a esta escala y con tanta continuidad, porque apenas hubo pausa en el flujo de dinero desde la primera aparición pública de Krishnamurti antes de la Primera Guerra Mundial hasta su muerte en 1986. Quizá su relación durante toda su vida con los ricos y poderosos había creado el aura intangible de aceptación social que hizo que fuera polo de atracción de grandes donaciones: era agradablemente poco mundano, pero inspiraba confianza por su sofisticación y refinamiento.

Además, nunca hacía preguntas embarazosas sobre el origen del dinero para sus empresas o cómo se administraba, afirmando que era indiferente a estos asuntos. No por eso dejó de seguir inaugurando los costosos edificios de las escuelas y campamentos Krishnamurti y, aunque técnicamente poseía pocos bienes, vivía como un hombre rico. A sus críticos, entre los que había antiguos amigos íntimos, como Emily Lutyens, les preocupaba que se hiciera dependiente de aquella vida lujosa y, aún peor, que se alejara de todos salvo de los ricos y privilegiados.

Krishna afirmaba que aquel lujo era accidental, que podría pasarse fácilmente sin él, que vivía casi todo su tiempo como cualquier persona, que sólo aquellos que confunden las apariencias externas con las realidades internas podían cometer el error de suponer que él gozaba de la riqueza en beneficio propio. Lo que importa con respecto a la propiedad es la actitud hacia ella, no su presencia o ausencia. Comiendo y bebiendo muy poco, durmiendo sólo muy pocas horas y meditando y enseñando durante muchas, vivía como asceta en palacio, indiferente al entorno. Por lo menos, es lo que decía. Una puesta de sol o un amanecer tenían más importancia para él que un bello salón. Un cínico podría decir que el goce de las puestas de sol ya es un lujo complicado. Pero Krishnamurti insistía, como Gurdjieff, que uno debe aceptar la vida que le viene permaneciendo alejado: mortificar la carne puede ser tan vicioso como mimarla.

Cuesta creer que Krishnamurti fuera indiferente al lujo. Lo cierto es que gozaba con lo que había, dando por sentado que sus devotos cuidarían de él facilitando casas, coches y vacaciones de alto nivel, como así fue. Al mismo tiempo se ocupaba de actividades sencillas. Cuando la fundación de Saanen le compró un gran Mercedes, lo limpiaba y pulía cada vez que regresaba de un viaje, por corto que fuera. Fiel a la formación recibida de Baillie-Weaver, compraba sus trajes en Huntsman, de Savile Row, donde había multitud de complementos, y se cortaba el pelo en Bond Street. Pero siguió gozando de las tareas domésticas, como había hecho en Arya Vihara. Cuando estaba en Malibú con su amiga Mary Zimbalist[398], y luego en la casa nueva que ella le construyó en Ojai, se le podía ver limpiando una tetera o la encimera de la cocina, cargando el lavavajillas o regando el jardín.

Pero si el modelo externo de su vida seguía siendo muy parecido, aunque con más lujo, en privado hubo mayores cambios. La relación triangular con Rosalind y Rajagopal, que había dominado su vida californiana, iba llegando a su fin en medio de amargas recriminaciones; se sentía cada vez más atraído por la India e incluso por la teosofía. Y, lo más importante, empezó a tener una idea diferente acerca de lo que sucedería con su obra una vez que muriera.

Estos tres cambios estaban entrelazados de modo complejo y han sido interpretados de manera distinta por quienes estaban cerca de él. Su hija adoptiva Radha Rajagopal ha sugerido que el alejamiento de Krishna de sus padres fue una traición personal presagiada por toda su vida en común, en la cual Krishna había hecho el papel de niño mimado, usando a los demás para satisfacer su necesidad de sexo, seguridad y dinero[399]. Con independencia de sus virtudes, ella cree que era un embustero e hipócrita congénito, cuyas folies de grandeur aumentaron con la edad, a medida que caía prisionero de su propio mito. Rósalind y Raja habían satisfecho sus caprichos, comportándose como padres amorosos y criados fieles; pero también le dijeron verdades que él no quería oír y lo pusieron delante de las obligaciones normales de la vida, obligaciones que él era demasiado débil, tímido o perezoso para aceptar. Cuando los abandonó, se rodeó de devotos y sicofantes, que ensancharon la trágica distancia entre la percepción que Krishnamurti tenía de sí mismo, como santo de otro mundo, y la realidad de su vida egoísta y lujosa, llena de comodidades y mujeres que lo adoraban. El destino de Krishna, tal como lo presenta Radha, se da en muchas celebridades, alienado del mundo real y obsesionado por los miedos que él mismo se creaba.

Por ejemplo, en 1946, cuando se estableció la Happy Valley School en el terreno de Ojai que la señora Besant había comprado veinte años antes, con Huxley y Krishnamurti como miembros del patronato, se encargó a Rosalind que la dirigiera ocupándole dieciocho horas diarias, mientras sus ricos amigos de mayor edad, Robert Logan y Louis Zalk, se encargaban de las finanzas, porque a pesar de la dotación, había una pesada hipoteca sobre la propiedad que alguien tenía que pagar. Aunque la escuela se organizó según sus propios principios, la única contribución de Krishna fue charlar con los estudiantes cuando le parecía bien. Y dio la casualidad que sólo le pareció bien cuando sufrió una nefritis aguda, con lo cual y como era típico, Rosalind tuvo que cuidarlo, además de atender a sus nuevos deberes. Una vez repuesto, abandonó la vida sencilla de Ojai y se puso a recorrer el mundo en compañía de los ricos, mintiendo a Rosalind respecto de sus aventuras con otras mujeres y tratando a Raja como a un simple secretario. Todavía más adelante, en 1961, cuando estaba enfadado con sus viejos amigos, empezó a interferir en los asuntos de la escuela, diciendo a Zalk que se había apartado de su enseñanza e insistiendo en que se ocupara de su gobernación[400]. ¿Se debió a una preocupación auténtica? ¿Una manera de perseguir a los Rajagopal? ¿Megalomanía? ¿O sólo insensibilidad?

Mary Lutyens, biógrafa oficial de Krishnamurti, sostiene que los Rajagopal necesitaban a Krishna y no se entiende que lo maltrataran hasta el punto de hacer la separación inevitable. Parte del problema fue que las relaciones personales, profesionales y económicas entre los tres fueron muy profundas. Raja llegó a considerar la KWINC, la fundación de su imperio de negocios, como propiedad suya, pese a que sin Krishna no habría existido. El resentimiento de Raja por desempeñar toda su vida un papel secundario con respecto a Krishna empezaba a ponerlo furioso, agravado por la relación entre su amigo y su esposa (aunque Radha afirma que su padre no supo toda la verdad hasta 1961, casi treinta años después de que empezara). Por último, Raja quizá recordaba que Leadbeater en una ocasión había dicho que Raja tenía tanto derecho como Krishna a la sucesión de la Sociedad Teosófica e incluso más, dado que Krishna había repudiado la teosofía.

Las dificultades menos tangibles surgieron del papel de guardianes que los Rajagopal, sin duda con las mejores intenciones, adoptaron con respecto a Krishna. En opinión de Luytens, fueron incapaces de darse cuenta de que su rechazo a ser dominado o poseído por nadie no fue una traición, sino parte de su misión espiritual como figura única, a quien Aldous Huxley (y el mismo Krishna) comparaba sin más con Buda. Los espíritus libres no pueden atenerse a formalidades banales; por su enorme responsabilidad, los maestros del mundo tienen derecho a toda la ayuda que puedan obtener de los demás, sobre todo a que se toleren sus debilidades o supuestas debilidades. Quizá Krishna gozara como un niño de la vida lujosa, pero eso era un signo de pureza y no de corrupción.

También podría añadirse, aunque sea de mal gusto, que los Rajagopal, de un modo u otro, supieron aprovecharse muy bien de la celebridad de Krishna. Tampoco ellos están a salvo de las críticas. Raja era solitario, sigiloso y con frecuencia melancólico, además de depresivo. Llevaba sus negocios autocráticamente y, cuando las cosas empezaron a ir mal entre ellos, se quejaba en voz alta, sin discreción y furiosamente a quien quisiera escucharlo. Si se ha de creer que no supo nada realmente del adulterio de su esposa durante más de veinte años, eso sólo puede significar desinterés o ceguera voluntaria; mientras que Rosalind, de acuerdo con el testimonio de su propia hija, aunque siempre estuvo dispuesta a enfrentarse con los problemas prácticos, prefería ignorar los problemas emocionales en espera de que desaparecieran.

Es cierto, sin embargo, que el definitivo alejamiento de Krishna dio lugar a muchos malentendidos. Raja y Rosalind no fueron las únicas personas que Krishna utilizó y luego abandonó en su vida. No es, como ellos piensan, que Krishna no quisiera la intimidad; es que la quería en sus propios términos. Por otro lado, Krishna había predicado durante muchos años la teoría del no compromiso. Al abandonar su vida californiana llevaba su teoría a la práctica, demostrando además que poca gente sabía entender su significado. Se puede comparar la supuesta deslealtad de Krishna con la grosería agresiva de Gurdjieff, como mecanismos para distanciarse del señuelo de los ricos, con frecuencia demasiado inclinados a considerar a sus protegidos como criaturas de su propiedad.

Es evidente que este razonamiento no puede aplicarse a las relaciones personales; hay, además, una flagrante contradicción entre la relación de Krishna con Rosalind (tal como la cuenta Radha) y la percepción pública de su castidad, que Krishna alentaba tácitamente. El amor sexual no excluye la espiritualidad ni la santidad, aunque podría sostenerse que el abuso de confianza y la hipocresía que implican el adulterio sí lo excluye. Pero incluso en esto nos movemos en terreno movedizo. Quienes, por ejemplo, reverencian a Gurdjieff, no ven su crueldad y deshonestidad manifiestas como defectos en el sentido corriente de la palabra, sino como aspectos de una personalidad demasiado compleja para que puedan ser juzgados de modo convencional. Aducen que el gurú es una fuerza natural: como un volcán o un iceberg, él (o ella) puede causar daños accidentales en el cumplimiento del papel que se le ha asignado, pero es absurdo que se le eche la culpa.

El problema de tales afirmaciones es que los gurús están, por su propia naturaleza, a salvo de todo juicio. Si un gurú es una fuerza de la naturaleza, quizá lo más razonable sea apartarse de su camino. Pero en un terreno más mundano, quizá lo que realmente importa son tres temas, aspectos o apartados. Primero, la buena fe de Krishna con respecto a sus seguidores; segundo, su conducta con los amigos, y tercero, la relación de su conducta con sus enseñanzas. Dada la insistencia del propio Krishnamurti en la responsabilidad del individuo consigo mismo, su énfasis en la importancia vital de la honestidad y la íntima identificación de sus individualidades públicas y privadas con la misión pública del maestro, es casi imposible desenredar o desligar los tres aspectos. Todo lo que puede decirse es que el mismo Krishnamurti promulgó los valores morales mediante los cuales se puede juzgar su conducta. Si Radha Rajagopal dijo la verdad, el veredicto es condenatorio en los tres apartados.

En octubre de 1947, Krishnamurti hizo su primer viaje a la India después de casi una década y, en route, se alojó en la casa de lady Emily en Londres. Su visita coincidió con la concesión de la independencia a la India, lo cual obligó a los antiguos súbditos imperiales a elegir entre la nacionalidad británica y la lealtad al nuevo Estado. Krishnamurti eligió la India y esto sería decisivo. Aunque gran parte de su vida la pasaría viajando a Europa y América (sin mencionar el resto del mundo), su orientación a partir de ahora será fundamentalmente india e, incluso, antioccidental. Fue, efectivamente, volver a las raíces.

Permaneció en la India dieciocho meses. Hizo nuevas amistades, entre ellas Nandini Mehta y su hermana Pupul Jayakar, íntima de la familia Nehru[401]. Krishna pronto dependió de la bella Nandini para que le cuidara de sus recaídas en el Proceso. La petición que ella hizo ante los tribunales en 1950 para separarse de su marido fue un regalo para la prensa que, naturalmente, especuló con el papel que había jugado Krishnamurti en todo el asunto. El juez que presidió el caso no dudó de las responsabilidades de cada uno. Aunque no aceptó la alegación del señor Mehta de que Krishna perseguía a Nandini, sí admitió que las enseñanzas anarquistas de aquél habían sido la causa de la rebelión de la esposa contra el marido, y negó la petición de la señora Mehta, a pesar de sus alegaciones de crueldad física y mental en el matrimonio[402].

Pese al poco interés mostrado al principio por la Happy Valley School, Krishnamurti empezó a interesarse vivamente por sus escuelas indias en Rajghat y Rishi Valley, de la que su sobrino llegaría a ser rector. Aunque estas instituciones se regían de acuerdo con sus principios de no violencia, libre desarrollo, rechazo del aprendizaje memorístico y tolerancia con los puntos de vista de los demás, tales principios ya no eran exclusivos y formaban parte de las ideas educativas progresistas que dominaron el período de la posguerra hasta la década de 1980. Pero Rishi y Rajghat eran más que escuelas. Eran centros médicos comunales, granjas y (en Rajghat) un instituto agrícola y universidad femenina. Las escuelas existían para transformar a los alumnos mediante una enseñanza que les hiciera pensar por ellos mismos. El acento se ponía en que no eran para adquirir conocimientos. Si bien las disciplinas convencionales eran necesarias en cierto sentido, Krishnamurti insistía en que la educación no tiene otros propósitos[403].

De nuevo se veía afectado por otra paradoja. Su interés por las escuelas indicaba una profunda preocupación por el futuro de su enseñanza, aunque la doctrina que enseñaba implicaba el rechazo de los dogmas, la desconfianza en las ideas y el desdén de la educación como transmisión de información. Si por «ideas» —«cosas brutales», como le gustaba llamarlas—[404] Krishnamurti entendía la reducción de las realidades complejas a fórmulas simples, aprender de memoria y sustituir la experiencia por meras palabras, tenía razón cuando protestaba que la educación tenía que ser más que eso. Pero si lo que quería decir era prescindir de todas las ideas, nos encontramos con algo completamente distinto. ¿Qué proponía en lugar de eso? ¿La comunión sin palabras? Está muy bien, podría decirse, que Krishna rechazara las «ideas»; pero, ¿no quería decir con eso las ideas de los demás? ¿Y qué decir de su propio dogma? ¿No estaba articulado mediante ideas? ¿No tenía él mismo sus propias fórmulas? Estaba siendo poco práctico y contradictorio.

Pero había, además, otro problema. Con anterioridad, Krishnamurti había insistido en que su enseñanza no la podían reproducir otros ni se podía codificar en un conjunto de reglas; que él era único; que, por lo tanto, no hay una transmisión directa de las doctrinas, y que no había discípulos o alumnos como tales, sólo audiencias que por casualidad aciertan a oír sus palabras. Estas opiniones iban conjuntamente con su rechazo de las «ideas». Otros maestros del pasado habían superado estas dificultades acudiendo a métodos esotéricos: comunicando su enseñanza mediante símbolos, rituales, alegorías o ceremonias. Pero el rechazo de la teosofía por Krishnamurti era en parte el rechazo de semejante tratamiento esotérico. Pero el mismo hecho de que le repugnara la reducción de lo que tenía que comunicar a un conjunto de reglas o métodos convencionales, significaba que continuaba adoptando en su propia práctica pedagógica una forma sutil del esoterismo que desdeñaba en teoría. Sin embargo, llegó a la conclusión de que su práctica —aunque no las doctrinas codificadas que esa práctica representaba— era digna de conservarse. ¿Cómo hacerlo?

Una manera de hacerlo era mediante las escuelas, que quizá establecieran tradiciones de enseñanza que no degeneraran en la mera memorización. Se abrirían nuevas escuelas en Inglaterra y California y poco antes de la muerte de Krishnamurti, un rico amigo alemán financió la construcción de un lujoso centro de estudios cerca de la Escuela Inglesa de Krishnamurti en Brockwood, Hampshire[405]. El propósito de estas instituciones —para niños, adultos o ambos— era la promoción espiritual más que la educación intelectual. Deliberadamente, la organización de las escuelas era lo más flexible posible: no se enseñaba a los estudiantes, sino que se «les ponía en un contexto en el que pudieran aprender». No seguían un programa (aunque podían estudiar los temas tradicionales si querían). En lugar de eso, evolucionaban como seres humanos en una comunidad y cada uno buscaba su propio camino y aprendía a respetar a los demás.

Pese a esto y aun cuando no quería desempeñar un papel formal en estas escuelas, Krishnamurti las visitaba regularmente, dirigía discusiones con algunos maestros y hablaba privada e individualmente con ellos. Y por más que insistiera en la importancia decisiva del descubrimiento individual, las grabaciones de sus conversaciones con los alumnos nos revelan a un hombre que maltrataba sin piedad a sus interlocutores para que aceptaran su punto de vista[406].

No fue únicamente en sus propias escuelas donde Krishnamurti fue respetado como maestro. Fue popular en todo el mundo y sobre todo durante los años sesenta en los campus universitarios californianos, llegando a ser la estrella de la síntesis de la Nueva Era, abarcadora de todas las alternativas, desde la droga a la astrología. La combinación de narcisismo, idealismo y libertarismo que caracterizó a los movimientos juveniles de los sesenta parecía estar en armonía con las opiniones de Krishnamurti. La realidad es que fue sólo una ilusión. El autoexamen no es lo mismo que el narcisismo ni la independencia tiene nada que ver con el libertarismo. Lejos de estar en conflicto con el orden establecido, Krishnamurti era ahora parte íntegra de él: el gurú autorizado de las clases pudientes que expresaba su ascética desaprobación de todas las permisividades del poder hippy.

Eso no impidió que tomara parte en debates públicos junto a fisiólogos[407], biólogos y psicólogos simpatizantes de la síntesis de la Nueva Era, lo cual sugiere un curioso regreso al espíritu de la teosofía; pero recelaba profundamente de otras figuras de la Nueva Era, sobre todo de la nueva generación de gurús indios. En un vuelo a Delhi en 1974, se encontró al bajar del avión con el Maharishi quien, portando una flor, se apresuró a saludarlo. Krishnamurti se excusó y se alejó rápidamente[408]. Le repugnaba el sentimentalismo de quienes proclamaban que «el amor es todo cuanto necesitas». También despreciaba a quienes seguían sus pasos. Poco después de ese encuentro, comentó con unos amigos que le gustaría ver el balance del Maharishi. El Maharishi podría haber dicho lo mismo de él.

Al final de su vida, Krishnamurti procuró un acercamiento con la teosofía. Durante casi cincuenta años había seguido visitando Adyar, sin aventurarse en el recinto de la Sociedad, adonde Raja iba a menudo a ver a viejos amigos, sino alojándose en Vasanta Vihar, en la otra orilla del río. La Sociedad, entretanto, había cambiado. George Arundale, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, había cortado los lazos de la teosofía con organizaciones tales como la Comasonería y la Iglesia Católica Liberal y la vieja guardia hostil a Krishna había muerto. La Sociedad seguía siendo una especie de asunto familiar: tras la muerte de Arundale, le sucedió Jinarajadasa, luego, su cuñado Sri Ram y por último, tras un breve intervalo, su sobrina, Radha Burnier, elegida Presidenta en 1980. Para Radha Burnier, las antiguas disputas eran agua pasada. Con sensatez, resolvió que la Sociedad volviera a sus raíces ecuménicas y no sectarias. Amiga desde hacía tiempo de Krishna, reconoció la importancia de éste en el movimiento teosófico. Tras su elección lo invitó al recinto de Adyar, que volvió a visitar después de cuarenta y siete años de ausencia. Una vez más, la Sociedad empezó a distribuir sus libros y a anunciar las charlas de él y sobre él, como siguen haciendo todavía. Krishnamurti fue de nuevo miembro —aunque honorario— del panteón teosófico.

La aproximación a la teosofía da el mayor interés a las discusiones que después de la guerra mantuvo obsesivamente Krishnamuiti acerca de la naturaleza del tiempo. En todas sus conferencias públicas y en las charlas privadas, insistía una y otra vez en la importancia decisiva de vivir en el presente; no en el sentido de que debiéramos saborear únicamente el momento fugaz, sino de tal modo que no caigamos prisioneros del pasado. El gran objetivo de la vida de Krishnamurti fue la libertad espiritual y eso sólo se consigue aprendiendo a despojarse de todos los vínculos posesivos, sean cosas, personas o experiencias y deseos. Hay un sentido, creía él, en el cual el pasado no existe, salvo como ilusión, pero es una ilusión muy poderosa. A menos que escapemos de ella no hay posibilidad de desarrollar la visión interna espiritual, porque ésta depende de la clara percepción de las cosas como son, no como han sido o nos hubiera gustado que fueran.

Desde hacía tiempo afirmaba que apenas podía recordar su propio pasado. Ahora desarrolló esa reacción negativa y la convirtió en una doctrina positiva, predicando la necesidad de la liberación psicológica y espiritual mediante la intención resuelta de captar el ahora del momento, lo cual puede empezar a liberar al individuo del vínculo de la historia y el deseo. En términos que recuerdan al misticismo cristiano e hindú, habló de entrar en la Casa de la Muerte —la muerte del pasado— que es también la Casa de la Liberación.

Visto con la perspectiva de hoy, que el propio Krishnamurti hubiera luchado —que luchara todavía— con el deseo, es evidente y así se desprende de sus posteriores charlas, en las cuales se extiende con alguna frecuencia sobre el tema del sexo. En «La urgencia del cambio», por ejemplo, comenta cómo:

El sexo juega un importante papel en nuestras vidas porque quizá sea la única experiencia profunda de primera mano de que disponemos… Este acto, por ser tan bello, nos habitúa y por ello nos esclaviza. La esclavitud es la exigencia de su continuación… Uno está tan asediado —intelectualmente, en la familia, en la comunidad, por la moral social, por las sanciones religiosas— que sólo queda esta relación poseedora de libertad e intensidad. Por eso le damos tanta importancia… En la liberación de la mente de las ataduras de la imitación, la autoridad, la conformidad y los mandamientos religiosos, el sexo tiene su propio sitio, pero no debe consumir todo. De aquí uno deduce que la libertad es esencial para el amor.

El equívoco entre «uno» y «nosotros» apunta a la torpe discrepancia entre la imagen pública del celibato y la realidad privada del amor. Es como si Krishnamurti necesitara gritar la verdad, pero tuviera que hacerlo en términos codificados e impersonales.

Sin duda, la perentoriedad de esta necesidad se acentuaba por el doloroso apuro en que se encontraba él mismo: prisionero de la historia en su forma más vulgar. Porque el conflicto con Raja y Rosalind, que afectaría al resto de sus vidas, cada vez se centraba más en el dinero. En 1958, en la India, Krishna firmó un documento decisivo asignando todos sus derechos de autor a KWINC, con Raja de presidente y poseedor nominal de los poderes legales sobre todas sus publicaciones. Éstas habían producido hasta entonces cantidades muy importantes. Las razones de este acto no están claras. El hecho de que el acuerdo internacional de derechos de autor entrara en vigor aquel año, además de la prolongada ausencia de Krishna de Ojai, pudieron ser las causas inmediatas, como afirma Mary Lutyens, pero con independencia de las causas que lo precipitaron, los poderes legales que concedió a Raja serían el punto focal de más de treinta años de enconados litigios.

Aparte de los antagonismos personales, el problema surgió de la negativa de Krishna a tener nada que ver con los asuntos económicos de sus fundaciones, que había dejado enteramente en manos de Raja. Algunos años antes, aunque él no recuerda haberlo hecho, Krishna incluso había dimitido de su puesto en el consejo. Es comprensible que Raja, con un consejo de administración condescendiente durante más de treinta años, estuviera habituado a ejercer su autoridad absoluta sobre KWINC. Por más que Krishna quisiera marginarlo en otros aspectos, Raja era el soberano en su dominio.

Los años de irritación que Raja achacaba a la irresponsabilidad y egoísmo de Krishna, exacerbados por su ruptura con Rosalind, llegaron a su punto máximo, y a Krishna se le negó su readmisión en el consejo cuando lo solicitó. Raja, que afirmaba estar harto de hacer de niñera de su amigo, también se negó a organizar sus viajes fuera de EE.UU. y empezó a cuestionar sus gastos. Krishna, por su parte, decía a sus amigos que Raja había cerrado los fondos de América, haciéndolo depender de los amigos y de los ingresos de las fundaciones inglesas.

La situación era confusa porque no todos los fondos de las fundaciones asociadas a KWINC procedían de los derechos de autor; estaban también las grandes donaciones de los seguidores ricos de Krishnamurti, algunos de los cuales estaban preocupados por el creciente poder de Raja y sus fricciones con Krishna. Había ido creándose una complicada red de compañías y contabilidades y únicamente Raja tenía acceso a toda la información. Sin embargo, a pesar del empeoramiento de la relación entre ellos, Krishna continuó volviendo regularmente a Ojai, hasta 1961, año en que Raja y Rosalind se divorciaron.

Entre 1961 y 1965, presionado por Rosalind, Krishnamurti permaneció en India y Europa, alejado de Ojai, y en 1968 salió formalmente como socio de KWINC, y estableció la primera Fundación Krishnamurti independiente, con la escritora Mary Cadogan como secretaria. Pronto empezaron los pleitos entre KWINC y la Fundación Krishnamurti, pleitos que recordaban las disputas por la propiedad de cuarenta años antes entre Krishnamurti y la Sociedad Teosófica. Todo se resolvió ante los tribunales en 1974, cuando Raja garantizó a Krishnamurti una pensión, la ocupación de su casa mientras viviera y el control de sus derechos de autor con anterioridad a 1968; pero en los años siguientes hubo más procesos legales, motivados por acusaciones y contraacusaciones, que sólo terminaron tras la muerte de Krishnamurti en 1986. Rosalind y Raja le sobrevivieron.

Aparte de esto, los últimos veinte años fueron tranquilos. El frágil Krishnamurti resultó ser sorprendentemente resistente. Continuó dando sus charlas por todo el mundo. Buena parte de su vida fue inevitablemente repetitiva y bastante contradictoria. Poco antes de su muerte se empezó el lujoso edificio del. Centro Krishnamurti en Brockwood. Iba a dedicarse al estudio de su obra. No obstante, entre las normas de la Fundación Krishnamurti incluyó la orden de que nadie podía constituirse en autoridad de su «enseñanza». Aún no tenía decidido si algo podía transmitirse.

Su incertidumbre se puso de manifiesto con motivo del encargo de su biografía oficial a su antigua amiga Mary Lutyens. Si bien la tarea principal consistía en hacer un fiel relato de la vida de Krishna, Lutyens estaba lógicamente interesada en interpretar los hechos a la luz de sus largas charlas con el propio Krishnamurti, interés comprensible si se tiene en cuenta la confusión de Lutyens con respecto a la naturaleza de la experiencia espiritual. Aunque ella no dudaba de que su amigo le contaba realidades, le costó mucho entender sus descripciones y lo que significaban. No facilitó la tarea el hecho de estar relatando un drama en el cual ella y su familia habían participado como protagonistas.

Mientras se esforzaban por aclarar el problema de qué había traído a los Maestros de la Sabiduría a un primer plano —la necesidad de una fuente de autoridad y autenticidad—, la exploración de Mary puso nervioso a Krishna. ¿De dónde viene la sabiduría espiritual? ¿Cuál es su propósito? Krishnamurti había enseñado con frecuencia que no hay fuente, que los Maestros son una ilusión, que cada conciencia está sola en el universo con sus propias reflexiones; sin embargo, en sus cuadernos y conversaciones se refería una vez y otra al poder que lo poseía, un poder que había reconocido en su juventud y experimentado repetidamente en la cima de su fama teosófica en forma de visitas de los Maestros y, después, en formas menos tangibles.

Lutyens creyó adivinar lo que él entendía por «el poder» un día en Brockwood, al salir por la puerta abierta de la sala de estar y sentir una extraordinaria presencia palpitante que surgía del lugar en el que acababa de estar hablando con su personaje[409]. Otros testificaron experiencias parecidas. Era este poder el que parecía ser la fuente no sólo de la enseñanza de Krishnamurti, sino de su mismo ser, aunque distinto en ambos casos. Reconociendo semejante poder, Krishna sostenía que su mente era el vacío clásico —un recipiente a través del cual pasaba el poder—[410] que los siglos habían estado preparando para su ser único, al que se refería habitualmente en tercera persona.

Pero la manera de resolver estas contradicciones —y la manera de resolverlas el mismo Krishnamurti— es localizar la fuente espiritual dentro del individuo. Ésta ha sido la solución de los místicos de todas las épocas, desde los antiguos budistas y los cristianos medievales hasta Aldous Huxley, el amigo de Krishnamurti. Y lo que es más significativo, también aparece en las doctrinas hindúes del Advaita Vedanta, que identifica el alma como un aspecto de esa realidad absoluta a la cual aspira. Krishnamurti repetía siempre que los individuos deben trazar su propio destino. Diciendo esto, resucitaba una antigua doctrina, como, según él, debía hacer la teosofía. Escuchando la voz de su yo profundo, es posible que Krishnamurti estuviera regresando al ascetismo de sus antepasados hindúes.