Mientras Krishnamurti descubría los placeres de la vida privada en California, Ouspensky iniciaba su oscuro exilio de tiempo de guerra en Nueva Inglaterra. Los lugares respectivos son los adecuados: aunque desde entonces el movimiento Nueva Era asociado con la costa oeste se ha apropiado de Ouspensky y Krishnamurti, uno puede imaginarse lo que Ouspensky habría pensado de eso. Por mucho interés que hubiera puesto en los disparates del ocultismo, siguió siendo por temperamento un intelectual de la costa este: crédulo cuando creía, pero fieramente escéptico cuando no. En sus últimos años, la batalla interior entre la credulidad y el escepticismo llegaría a alcanzar un clímax trágico e inesperado.
El traslado a EE.UU. fue cuestión de prudencia. No habían pasado veinte años desde que los Ouspensky fueran sorprendidos por los horrores de la Revolución y la Guerra Civil rusas. Esta vez estaban preparados. Madame Ouspensky levantó el campo de Lyne en enero de 1941 y su marido la siguió pronto. Se fue de mala gana porque, aunque nunca sintió simpatía por la gente, le gustaba la vida que llevaba en Inglaterra, se sentía unido a sus gatos, se estaba haciendo viejo y era aficionado a la botella. Pero no había alternativa.
No era sólo el riesgo de los ataques y la invasión lo que preocupaba a Ouspensky. A pesar de no estar comprometido con la política, observaba con interés el escenario político y era hombre de arraigadas opiniones que aborrecía a los bolcheviques. Este aborrecimiento, reacción natural del exilio padecido por culpa de ellos, se agravaba por su pesimismo con respecto al futuro de Europa. Durante veinticinco años, salvo un breve período esperanzador en la década de 1920, había visto con un oscuro regusto por lo acertado de sus profecías, cómo se hundía el mundo en la brutalidad. En el caso improbable de derrota alemana, predecía el triunfo del bolchevismo en toda Europa[365].
Madame Ouspensky llegó a EE.UU. en enero de 1941 y fue a otra comunidad establecida en Franklin Farms, Mendham, cerca de Nueva York. La granja la ocupaban emigrantes ingleses y algunos antiguos discípulos estadounidenses de Orage, aunque otros seguían apartados, recelosos del rechazo de Orage por Gurdjieff o de la ruptura de Ouspensky con el Maestro o de ambas cosas. Cuando Ouspensky inició un curso de conferencias en Nueva York, se vio en la curiosa posición de exponer buena parte de la doctrina de Gurdjieff, que también enseñaba su esposa por su cuenta, mientras se negaba a tener nada que ver con Gurdjieff como persona y prohibía toda referencia a los escritos de Gurdjieff que habían servido de base a la enseñanza de Orage en EE.UU. No es sorprendente que muchos de los nuevos discípulos de Ouspensky se sintieran confundidos.
Como de costumbre, Ouspensky y Sophia Grigorievna siguieron caminos diferentes, ella apegada a la pura doctrina gurdjieffiana y él enseñando su propia síntesis de la obra del Maestro, lo que no impedía que reaccionara furiosamente si alguien sintetizaba elementos de sus ideas por cuenta propia, haciendo respetar sus derechos de autor y prohibiendo cualquier enseñanza o escrito del Sistema sin su autorización explícita. Cuando su discípulo J. G. Bennett incumplió este mandato en Inglaterra, a cinco mil kilómetros de distancia, Ouspensky lo excomulgó de inmediato y prohibió a los demás discípulos que se relacionaran con él. Como de costumbre, algunos de éstos interpretaron la desavenencia como una estratagema que obligara a Bennett a volar por su cuenta, respuesta típica de la política bizantina y los psicodramas trágico-cómicos que dificultaban el legado de Gurdjieff.
Aparte de estos arranques mezquinos, la vida de Ouspensky en EE.UU. fue en gran medida el reciclaje interminable y desanimado de los viejos modos en un nuevo escenario. Siguió enseñando y bebiendo. Cuando volvió a Gran Bretaña en enero de 1947 era un hombre enfermo y decepcionado, cuyo alcoholismo se vio agravado por la tristeza del racionamiento de víveres y el invierno inglés de la posguerra. Hacía tiempo que había olvidado el consejo que dio a un discípulo que le preguntó cómo hacer frente a los sentimientos negativos:
Piensa en algo alegre. Hay muchas cosas en el sistema. Elige cualquier tema y compara cualquiera de tus dudas individuales, cómo pensabas antes y cómo piensas ahora, y verás que has mejorado en una cosa y en otra y en una tercera.[366]
A Ouspensky le había fascinado siempre viajar en el tiempo, pero poco importaba cuántas «cosas» pensaba ahora: ni el pasado ni el presente lo satisfacían en absoluto; y, en cuanto al futuro, ni siquiera estaba claro a lo que volvía. Quizá, ahora que Rusia parecía cerrada para siempre, Inglaterra le ofrecía la única parte libremente disponible de su pasado y en él se refugiaba: si no se había vuelto inglés, por lo menos Inglaterra era el lugar que conocía como hogar. O quizá se limitaba a escapar de EE.UU., un país aún menos simpático que Inglaterra.
Porque, a pesar de sus viajes a Oriente en busca de la iluminación espiritual, Ouspensky seguía siendo un europeo, un ruso occidentalizado impregnado de las tradiciones de la filosofía germánica, que en su época representaba lo más elevado de la cultura europea. Por más que se desviara de la enseñanza religiosa europea, su Sistema estaba expresado en términos occidentales. Pero ahora aparecía un serio interrogante sobre la parte del mundo que había hecho de él lo que era: si era civilizada todavía y no digamos si era el lugar adecuado para la evolución espiritual del planeta. Después de dos guerras catastróficas, Europa se desangraba moribunda por las heridas que ella misma se había infligido. El regreso a ella de Ouspensky, cuando podía haberse quedado fácilmente en EE.UU., era un regreso al hogar, pero también era la aceptación de la derrota.
No era el único pesimista. En la época en que regresó Ouspensky, J. O. Bennett estudiaba seriamente la posibilidad de trasladar su propia comunidad religiosa desde el sur de Londres a Suráfrica. Bennett veía el período de posguerra a la luz de su teoría de crisis cíclicas[367]. Creía que Europa se acercaba al final de un ciclo de vida. Las guerras mundiales eran señales de los espasmos de muerte de una era[368]. Pero no todo estaba perdido. Por pesimista que fuera en teoría, Bennett era optimista por temperamento. Había una posibilidad de sobrevivir, pensó, pero sólo si los europeos se alejaban resueltamente del materialismo de los años recientes y emprendían el verdadero camino espiritual. Había, por lo tanto, no sólo la posibilidad de salvar a Europa, síno también a la humanidad, ahora amenazada de exterminio por los medios fabricados por el hombre. Si esto se lograba, los seres humanos demostrarían que habían adquirido con los recientes sufrimientos la sabiduría para avanzar por el camino evolutivo en dirección a la iluminación espiritual. La Era de Acuario estaría entonces al alcance de todos.
El problema con este proceso de cambio era que no sólo exigía evitar la destrucción del mundo, sino también la aparición de líderes espirituales del mayor calibre. Tales líderes, como sabía Bennett, no se encuentran entre la gente ordinaria. Tanto Gurdjieff como Ouspensky le habían hablado de la existencia de una hermandad oculta que dirigía los asuntos humanos, y Gurdjieff había dado a entender que él era un miembro de esa hermandad o, al menos, estaba en contacto con ella. El objetivo de la Obra y del Sistema era que cada uno fuera digno de estar en comunión con los Hermanos o, quién sabe, llegar a ser uno de ellos. Bennett se preguntaba ahora si él mismo no estaba en el camino de alcanzar semejante destino.
En Vuelta a Matusalén, Shaw había expuesto la posibilidad de la inmortalidad humana (o algo muy parecido) y su absoluta necesidad si la humanidad quería cumplir con su propósito evolutivo. Fue ésta la doctrina que Bennett empezó a exponer al mismo tiempo que sus escritos adquirían un tono creciente de milenarismo, un tono que se iría extendiendo entre los maestros espirituales a medida que se acercaba el final del siglo XX. La creencia en la inminencia de un gran cataclismo de orden cósmico —fuera una guerra nuclear o una catástrofe ecológica— dio un nuevo sesgo al impulso de fundar comunidades autosuficientes. Tales comunidades servirían no sólo para crear un nuevo tipo de ser humano: en el caso de un cataclismo mundial serían la única posibilidad de continuar la existencia y ser los refugios necesarios para que los pocos hermanos escondidos pudieran regenerar la raza o presidir el surgimiento de una nueva. De cualquier forma, parecía como si la evolución del mandril de Madame Blavatsky estuviera a punto de acelerarse. Pero, ¿sería hacia adelante o hacia atrás, como Huxley había conjeturado en Tras de varios veranos? Aunque el Bennett profeta esperaba lo peor, el práctico hombre de negocios no podía creer que no hubiera nada que hacer, y como autonombrado salvador se vio a sí mismo en el momento de la catástrofe actuando en un papel estelar.
Ouspensky no compartía el optimismo de su antiguo discípulo. No es que no viera futuro alguno para la humanidad; es que, simplemente, ya no le importaba[369]. Nunca tuvo mucho tiempo para los seres humanos. Ahora que se sentía viejo, enfermo y cansado, su principal placer consistía en hacer largos viajes en automóvil a lugares relacionados con su pasado, habitualmente de noche y acompañado de varios gatos. Sin duda prefería los gatos a los humanos y, en efecto, su propia naturaleza siempre había sido felina: solitaria, recelosa, fiera y ágil. Raramente abandonaba el coche al llegar a su destino y prefería mirar por la ventanilla mientras acariciaba a sus gatos en el asiento trasero. Dada la compañía humana que tenía (su esposa se había quedado en EE.UU.), se entendía el porqué de su conducta. En una ocasión, al volver de uno de estos viajes, pasó el resto de la noche en el coche, mientras una discípula permanecía afuera, de pie, al lado de la ventanilla y con el brazo levantado, como si lo bendijera. Un gato nunca habría hecho algo tan estúpido.
Ouspensky estaba ahora demasiado enfermo y cansado para siquiera ver esto. Era también vago e indeciso hasta extremos alarmantes. Tras resistir durante breve tiempo la tristeza y monotonía del régimen de posguerra en Inglaterra, decidió regresar a lo que, después de todo, era el lujo americano. Pero en el último momento, ya en el puerto de Southampton para abordar su barco, cambió de opinión. La indecisión era sólo el signo externo de algo más serio. Quizá su desesperación personal, su pesimismo político y su disgusto por el racionamiento de la posguerra favorecieron su tendencia natural a la duda, hasta hacerle sospechar que toda su vida había sido un fracaso. Si éste era el caso, le daba igual permanecer en Londres o irse a Nueva York.
Aunque personalmente alejado de Gurdjieff (después de la guerra rechazó una invitación para visitarlo en París)[370], Ouspensky había seguido confiando en la enseñanza durante treinta años, seguro de que su maestro estaba —o había estado alguna vez— en contacto con alguna profunda fuente espiritual. Ahora ya no estaba tan seguro. Mientras sus discípulos continuaban creyendo en la existencia de semejante fuente, Ouspensky había dejado de creer. Nadie puede decir cómo o por qué ocurrió esto: si cambió de ideas o si sus dudas de toda la vida se reafirmaron a medida que su cuerpo lo traicionaba y se debilitaba con la edad y los años de embriagarse con Château Yquem. Cualquiera que fuera la causa, había perdido la fe en Gurdjieff y en el Sistema, tan completamente como la había encontrado treinta años antes en San Petersburgo.
Sí el proceso fue doloroso para el maestro, para los discípulos resultó catastrófico, sobre todo después de haber estado sometidos al régimen férreo de Ouspensky. Al final de una serie de seis reuniones en Londres, a las que asistieron más de trescientas personas —la totalidad de los miembros de la Sociedad Histórico-Psicológica, como la había bautizado Ouspensky antes de la guerra—[371] contestó a las preguntas con la ayuda de una intermediaria. Hasta entonces las reuniones se habían desarrollado con normalidad. La audiencia se mantuvo en total silencio durante los largos minutos que el maestro tardó en subir penosamente al estrado con ayuda de un bastón, y luego empezó la serie de preguntas respetuosas al evidentemente hostil Ouspensky.
La intermediaria rechazó la mayoría de preguntas tachándolas de «incomprensibles», un cambio sorprendente con respecto a otras reuniones, donde las preguntas baladíes solían contestarse con respuestas enigmáticas. Ouspensky declinó responder a casi todo y cuando las preguntas sobre la Escuela, la Fuente y el Sistema agotaron su paciencia, anunció que no había sistema, que el lenguaje que había estado empleando durante décadas no tenía sentido, que no existía ninguna escuela ni ninguna fuente, y que la única manera de seguir adelante era que cada persona se mirara por dentro y decidiera qué era lo que realmente quería. Buscar los orígenes de la sabiduría, vino a decir, había sido la ilusión alentada por Gurdjieff. Si querían salvar algo del naufragio de los pasados veinte años, los discípulos debían abandonar la extenuante vida del Sistema y dedicarse al autoconocimiento. No había otra cosa[372].
La inevitable comparación con la defección pública de Krishnamurti sólo sirve para destacar lo triste del momento. Porque para Krishnamurti fue la liberación y para Ouspensky fue la amarga aceptación de la derrota. Había dedicado toda su vida a una búsqueda que nunca debió iniciar. ¿O habrá que pensar que había olvidado sus propios orígenes? Porque el mismo Ouspensky había declarado años antes que la búsqueda espiritual se justificaba por sí misma. Dicho en palabras de Eliot, en Cuatro Cuartetos, publicado cuatro años antes de la muerte de Ouspensky e influido por el Sistema: «En mi final está mi comienzo»[373].
Pese a esto, algunos seguidores de Ouspensky —apoyándose en la autoridad del maestro— creyeron que éste se preparaba en aquellos días para una prueba final y tremenda, poniendo todas sus energías en el autorrecuerdo para morir en plena conciencia. En este sentido, el abandono del Sistema en público era un ejemplo de automortificación. Lo que Ouspensky rechazaba, afirmaban ellos, era sólo el Sistema tal como ellos lo habían malentendido. No habían fracasado ni Ouspensky ni el Sistema, sólo los discípulos.
Otros, más mundanos, achacaron los viajes en coche de Ouspensky y su conducta excéntrica a la desafortunada influencia de Rodney Collin[374]. Nacido en Brighton en 1909, donde pasó la infancia entre libros, leyendo y escribiendo, Collin fue toda su vida el típico idealista autodidacta, con pocos hechos y buenas intenciones, sin apenas conciencia de la realidad. Su matrimonio en 1934 con una mujer rica, ocho años mayor que él, no mejoró su visión de la realidad práctica. Conoció a su mujer Janet cuando visitaba Suiza para ver el drama de la Pasión de Oberammergau, un drama cuya significación sólo se le haría horriblemente clara en el mismo final de su vida.
En su primera madurez, se comprometió con las causas de moda a principios de la década de 1930, ingresando primero en la Toc H[375], en la Youth Hostel Association (en la que trabajó de secretario) y luego en la Unión en Defensa de la Paz. Escribió también para el Toc H Journal, Peace News y la revista de la YHA, evocadoramente llamada The Rucksack [La Mochila]. La Unión en Defensa de la Paz contaba con muchos miembros teosofistas, dedicados a poner en práctica los principios pacifistas, y es evidente en sus últimos escritos que Collin estaba influido directamente por la cosmología teosofista, aunque nunca ingresó en la Sociedad.
El momento decisivo llegó cuando él y su esposa asistieron en 1936 a las conferencias de Ouspensky. Casi de inmediato la pareja puso toda su atención en la Obra. Compraron una casa cerca de Lyne Place y en poco tiempo Collin se convirtió en uno de los principales lugartenientes de Ouspensky, aunque siempre, hasta el final, sintió temor por el maestro. Dado el lenguaje que Collin empleaba para referirse a Ouspensky —igualándolo con el sol y al sol con Dios— es fácil entenderlo. No tuvo relación con Gurdjieff y mostró poco interés por su obra, considerando a Ouspensky no sólo como su único maestro, sino como el maestro (aunque reconoció la importancia de Gurdjieff en su lenguaje típicamente extravagante).
La esposa de Collin, que trabajó como una especie de edecán para Madame Ouspensky en Lyne Place y en Franklin Farms, diría más tarde que su marido se había convertido virtualmente en hijo adoptivo de Ouspensky. Y el mismo Collin relata del modo más romántico los últimos días del maestro, en los cuales el joven aparece como su visible heredero espiritual. Pese a esto, su relación con el maestro nunca fue cómoda. Mientras más bebía Ouspensky y peor humor tenía, más cansancio le producía la devoción cobarde de Collin. Mientras más dependía del joven, más irritable era. Algunas veces gritaba furioso a su discípulo y, al menos en una ocasión, le dio una bofetada. Collin, que ya había adquirido un acusado sentido de su propia misión, no lo interpretó como un simple rechazo, sino como una especie de lección Zen, a la cual respondió abofeteando a quien tenía más cerca, con tanta fuerza que le rompió el tímpano del oído al pobre hombre.
Collin era pasivo, mimoso y sumamente nervioso, espiritualmente ambicioso y fácilmente influible. Aunque aparentemente gregario y rodeado de seguidores en su vida posterior, era esencialmente un solitario. Hombre encantador, que con sorprendente facilidad hacía amigos, los hizo como tantos solitarios, precisamente porque nunca dan mucho de sí mismos. Su reacción ante la muerte de Ouspensky fue un presagio de la locura que algunos observaron más adelante en su conducta.
Cuando Ouspensky murió el 2 de octubre de 1947, la atmósfera en Lyne ya estaba muy cargada[376]. Una vez sacaron el cuerpo de la casa para enterrarlo, Collin se encerró con llave en la ahora vacía habitación, donde Ouspensky había muerto y permanecido en vela, negándose a salir de ella durante seis días y tirando las escaleras que otros residentes pusieron en las ventanas. Al cabo de los seis días (se dice que sin comer ni beber), salió un hombre nuevo, investido del manto de su maestro. Como para subrayar su nueva condición, cambió sus modales bruscos por una santidad amable, quizá resultado del estupor provocado por el ayuno. Con independencia de las causas, pronto quedó claro que mientras Ouspensky sólo había ido «en busca de lo milagroso», Collin creyó haberlo encontrado en forma de herencia mística de Ouspensky.
Como muchos de los discípulos y colegas de Ouspensky, incluida Madame Ouspensky, Collin se negó de plano a creer que su maestro hubiera rechazado realmente el Sistema. Algunos vieron en el supuesto rechazó un gesto gurdjieffiano con el cual Ouspeqsky trató de poner a prueba la fe de sus seguidores aparentando que abandonaba su magisterio. Collin fue aún más misterioso cuando afirmó que las últimas semanas de Ouspensky habían sido parte de un psicodrama místico representado en provecho de los discípulos. Según esta interpretación de los hechos, al renunciar a su propio magisterio, sometiéndose así a la humillación y desespero, Ouspensky repetía la pasión de Jesucristo, mostrando a los ojos de ellos su doctrina del sufrimiento intencionado y de conciencia objetiva. De esta manera, prescindía de toda ayuda para poder alcanzar la suprema experiencia espiritual del sacrificio absoluto.
Al parecer, sólo unos pocos seguidores de nivel relativamente alto aceptaron la explicación obvia: que Ouspensky estaba enfermo, cansado y desilusionado, que su humor estaba estragado por la bebida y que el dolor, el aburrimiento, el miedo a la muerte y una honestidad residual aunque amarga y a veces autodestructiva le habían hecho ver la futilidad del trabajo de su vida. Kenneth Walker, que había trabajado en el Prieuré con Gurdjieff, hasta que lo rechazó para irse con Ouspensky, es de esta opinión, a pesar de lo cual se muestra confuso con respecto al final de la carrera de Ouspensky, sintiéndose de algún modo personalmente responsable, como si él y los demás hubieran permitido que el maestro se abandonara a la pereza o la estupidez. Rodney Collin prefirió la versión colorista que compara a Ouspensky con Cristo. Pero, al comprobar todas estas interpretaciones, se han de tener en cuenta el carácter y la situación del intérprete, y el mismo Collin estaba ya en el camino de un final melodramático que superaría por su extrañeza al de Ouspensky.
La muerte de Ouspensky dejó a sus discípulos en la soledad más dolorosa. Con Bennett excomulgado y dirigiendo un grupo en otra parte; Maurice Nicoll, otro destacado discípulo de Gurdjieff y de Ouspensky, cómodamente establecido en su propia comunidad de Hertfordshire[377], los que quedaban en Lyne tenían ahora que seguir su propio camino o unirse a una de las dos facciones presididas por Rodney Collin y el doctor Francis Roles (el del tímpano roto, víctima de la bofetada de Collin). Collin y Roles eran caracteres inestables, ocupados en su propia búsqueda espiritual, mutuamente hostiles y mal preparados para dirigir a los demás. Otros tres discípulos antiguos, sin saber qué hacer, decidieron visitar a Madame Ouspensky, que aún seguía en Mendham. Sophia Grigorievna nunca perdió el contacto de Gurdjieff. Después de la muerte de su esposo, reanudó plenamente las relaciones con él, enviándole a París un rollo de seda y un talón de 3.000 dólares como prueba de su buena voluntad. Para ella, la solución de los problemas de los antiguos discípulos era muy sencilla. Les dijo con claridad que cerraran Lyne Place y transfirieran su lealtad a Gurdjieff en Francia[378].
Durante la guerra, Gurdjieff desapareció virtualmente del panorama y sólo sabían de él René Daumal, Jeanne de Salzmann y sus seguidores. Pero, en 1949, año de su muerte, gozaba otra vez de estima y prosperidad. Fue literalmente un superviviente. Sobrevivió a Ouspensky y a muchos de sus propios seguidores, muertos, enloquecidos o caídos en el camino. También superó el declive catastrófico de su propia reputación en los círculos religiosos alternativos durante los años treinta y —lo más notable— las serias sospechas de colaboracionismo con los alemanes durante la guerra, cuando él y su cocina parecían boyantes a pesar del riguroso racionamiento. Sin duda obtuvo algunos de sus lujos del pequeño círculo de fieles que quedaron, otros en el mercado negro y, aún más, de los soldados americanos que llenaron París después de la liberación en 1944, pero queda por saber cómo tuvo acceso a aquel mercado, de dónde sacó el dinero para pagar sus provisiones y cuáles fueron sus contactos con los guardianes de los almacenes de las fuerzas ocupantes.
Gurdjieff decía bromeando que las exquisiteces de su despensa venían del planeta Karatas[379]. Menos fantástica es la versión de que tuvo crédito en las tiendas parisinas —entre ellas la prestigiosa épicene Hédiard— diciendo que poseía un pozo petrolífero en América, cuyos beneficios volverían a fluir cuando acabara la guerra. Esta historia la confirman varios discípulos de la posguerra. Y cuando llegó el momento de pagar, ya tenía afortunadamente a sus discípulos americanos a mano para saldarlas[380].
En la época en que los antiguos discípulos de Ouspensky fueron a verlo, las cosas ya habían empezado a mejorar, y de nuevo fue EE.UU. el que vino en su ayuda, mediante Kathryn Hulme y Fritz Peters. Hulme estaba en Europa trabajando para la UNRAA[381]. Estando en París en junio de 1946, se presentó en el piso de Gurdjieff con paquetes de cigarrillos, una botella de vodka y su nueva amiga belga Chouka, una ex monja, cuya orden adivinó Gurdjieff misteriosamente. Peters, que todavía estaba en el ejército americano, llegó en un estado de derrumbamiento mental y emotivo, que Gurdjieff remedió enseguida infundiéndole literalmente su propia energía. Pasmado, el joven soldado vio destellos de luz azulada alrededor del maestro e inmediatamente se sintió mejor, aunque el ahora envejecido Gurdjieff tuvo que acostarse para recobrar energías después de su transfusión[382].
Salvado de la quiebra financiera por su propia ingenuidad, el fin providencial de la guerra y los benefactores americanos que pagaron sus cuentas en Hédiard y otras tiendas, Gurdjieff recuperó pronto el favor popular como maestro, en gran parte gracias al entusiasmo de Hulme, Peters y los antiguos discípulos de Orage que volvían a ser libres de visitar Europa, y de Jane Heap, que ahora tenía una tienda de artesanía en St John’s Wood. Margaret Anderson le trajo a su nueva compañera, Dorothy Caruso, viuda del tenor Enrico[383]. Cuando Gurdjieff escuchó a los discípulos de Ouspensky, obedientes a las instrucciones de Madame Ouspensky, les dijo: «Sois ovejas sin pastor. Venid conmigo». Dirigidos por Walker, casi todos obedecieron, lo cual sugiere que la estimación de Gurdjieff fue correcta; al parecer habían olvidado que lo habitual de Gurdjieff era esquilar a sus ovejas. Nicoll, Collin, Roles y sus discípulos permanecieron alejados: compartían la sospecha de Ouspensky de que Gurdjieff era más lobo que pastor[384].
El personaje inglés más interesante y significativo de este renacimiento de Gurdjieff en la posguerra fue J. O. Bennett. Cuando estalló la guerra en 1939, los Bennett habían proyectado un viaje a Siria. Antes de ir al Próximo Oriente, decidieron pasar unas cortas vacaciones en la costa del sur, pero Chamberlain interrumpió su viaje a Bognor con las malas noticias de Hitler y se anuló todo. Este detalle secundario en el cataclismo de la guerra tiene su propio significado. Bennett se sentía atraído por Siria por su creciente obsesión con la Fuente de Sabiduría y la Hermandad Sarmoung, encargada de transmitirla según Gurdjieff.
La guerra, aunque interrumpió su búsqueda, dio la oportunidad a Bennett de unir las dos actividades de su vida. Expulsados por un bombardeo de su piso en Tite Street, Chelsea, él y Winifred empezaron a buscar donde vivir. También querían un sitio que facilitara el trabajo de Bennett con sus discípulos. Lo que encontraron fue una casa con un terreno de tres hectáreas en Kingston, Surrey, en las afueras de Londres.
Coombe Springs era propiedad de la señora Hwfa Williams. Una gran belleza de la alta sociedad en su juventud, ella y su marido habían sido íntimos de Eduardo VII y, como muchos de su círculo, habían perdido en los casinos gran parte de su fortuna, que incluía el Claridge’s Hotel. Ahora, anciana y retirada, vivía en la pestilente y semiabandonada casa de Coombe en compañía de una criada italiana, siete perros chow-chows y veintidós gatos. Su sordera casi total dificultó las negociaciones pero, al final, los Bennett obtuvieron un alquiler «mientras durara la guerra» y empezaron a trabajar en la casa. Mejor dicho, pusieron a los discípulos a trabajar en ella, porque ya tenían previsto que la comunidad de Coombe siguiera las líneas del Prieuré y de Lyne, con una enseñanza espiritual unida al compañerismo y a las duras tareas físicas. Para financiar la operación, Bennett persuadió a la BCURA para que se mudara de Fulham a Coombe.
A cambio de su trabajo, Bennett se hacía cargo del gasto espiritual equivalente en reuniones veraniegas en Gales y Lake District, llevando a sus discípulos en coches movidos por gasógeno, un invento de BCURA. En los días del racionamiento de la gasolina, esto era un lujo considerable. En el primero de estos viajes, Bennett tuvo la visión de un rayo cegador donde leyó: «La Orden Universal y… cómo el Amor y la Libertad lo redimen todo»[385], un futuro que le pareció digno de las siglas de sus nombres. Deseoso de traducir este confuso espectáculo en algo más preciso, Bennett se sintió incitado a convertirse en escritor, garrapateando con tal energía y extensión que terminó agotado y cayó enfermo con impétigo. Pero fue un momento crucial. Durante los siguientes treinta años lo inundó todo con una enorme cantidad de libros, folletos, conferencias y ensayos, exponiendo su versión del Sistema. El principal producto de su gran visión fue El universo dramático, explicación exhaustiva del cosmos en cuatro tomos.
A pesar del traslado satisfactorio a Coombe Springs y de su nueva carrera como escritor, Bennett tuvo problemas. Hasta que Coombe no estuvo listo para residir, sus discípulos se reunían los fines de semana en un lugar extraordinario, en medio de Londres, donde un miembro, Primrose Codrington, tenía una casa escondida detrás de Onslow Square, con casi media hectárea de terreno. Allí, el grupo cultivó verduras y gallinas en el huerto bombardeado, y Bennett empezó a dar a conocer sus enseñanzas espirituales y sus escritos, que se empleaban como temas de discusión en las reuniones. También editó un primer librito, Valores, en 1942.
Esto era inaceptable en todo punto por Ouspensky, que había prohibido expresamente la publicación o enseñanza pública del Sistema en una forma que no fuera la suya. Bennett había cometido también el crimen aún mayor de ignorar la autoridad de su maestro adaptando elementos del Sistema a sus ideas particulares, y no pasó mucho tiempo antes de que las noticias de las actividades de Bennett llegaran a EE.UU., de lo cual se encargaron los pocos que seguían trabajando en Lyne, resentidos por el pretendido favoritismo de Ouspensky hacia Bennett. La respuesta de Ouspensky fue la excomunión de Bennett (otra vez). Por medio de sus abogados exigió de Bennett la devolución de cualquier papel relacionado con su trabajo, incluyendo las notas de las conferencias, y prohibió a sus discípulos que tuvieran nada que ver con el nuevo inquilino de Coombe Springs.
Tras la ruptura con Ouspensky, unos pocos discípulos, los más antiguos, obedecieron y boicotearon a Bennett, pero la mayoría permaneció con él. Se reunían los fines de semana en Onslow Square y, cuando Bennett tomó posesión, en los terrenos de Coombe. Cada día les daba un tema para que meditaran mientras trabajaban la tierra. Tuvieron lugar las habituales charlas y discusiones con su habitual vaguedad de contenido. Muchos se desconcertaron por esto, pensando que necesitaban un sentido más claro de lo que querían hacer y uno de los discípulos se ofreció para resumir las discusiones en un fin de semana. El resultado fue un manuscrito de doscientas páginas que, quizá por fortuna, perdió a continuación. Bennett describía sus vidas como la de un Ser femenino visitado por un Poder Masculino cósmico.
Al mismo tiempo que se peleaba con Ouspensky, Bennett tenía dificultades con la Asociación Minera (curiosamente por las mismas razones), pues pronunció conferencias en las que dijo que la era del carbón barato se había terminado y especulaba con la posibilidad de nuevas formas de energía. No es sorprendente que la asociación se opusiera, alegando que los precios del carbón no eran de la incumbencia de Bennett, mientras sí lo era venderlo (y no otros carburantes). También se vio cogido entre la demanda pública de encontrar medios de producir carbón más barato y la insistencia de los propietarios en mantener los precios, al mismo tiempo que aseguraban que el carbón mantenía su puesto en el mercado y era competitivo con la gasolina.
Es evidente que incluso a quienes lo apoyaban les irritaba la creciente preocupación de Bennett por la vida espiritual y su costumbre de usar Coombe Springs (que pagaba la asociación) como retiro religioso. Lo acusaron de presionar a los empleados de los laboratorios de investigación para que ingresaran en su grupo, y se quejaron de las molestias que causaban sus actividades. Hay un episodio que es típico. Acostumbrado a tomar un baño matinal en los manantiales [spnings] de Coombe, un día, Bennett tuvo allí una visión, en la cual cada hoja parecía llena de la presencia de Jesús (No cuesta trabajo creer que tuviera visiones. Desde 1939, repetía el Padrenuestro mil veces al día, añadiendo la frase Fiat voluntas tua). Después de este encuentro con Jesús, permaneció tres días en éxtasis, lo cual fue muy inoportuno, porque al día siguiente tenía que dar una conferencia sobre «El carbón y la industria química» en el Instituto de Ingenieros Químicos. Aunque Bennett advirtió la hostilidad de la audiencia, afirma que el público se vio invadido por una ola de afecto cuando empezó a hablar y que el auditorio se llenó de amor divino. Por desgracia, esta efusión no afectó a sus jefes y, pocas semanas después de la conferencia, fue invitado a despedirse de la BCURA. La asociación trasladó sus oficinas a Leatherhead y Bennett pudo disponer de Coombe para sus propios planes.
No se detuvo en su maniaca carrera. Su pasión por las organizaciones encontró su expresión en un nuevo laboratorio de investigación privado, la Compañía de Plásticos del Carbón y en el Instituto para el Estudio Comparado de Historia, Filosofía y Ciencia. El laboratorio se dedicó a la obtención de plásticos a partir de la descomposición del carbón y el instituto a la investigación psicoquinética. El laboratorio encontró el apoyo financiero de una importante empresa industrial, Powell Duffryn, y esto sirvió para mantener otras actividades en Coombe, donde la comunidad de residentes y visitantes alcanzaba ya más de doscientos miembros. En este período, Bennett escribió también una obra de teatro sobre el incendio de la catedral de Chartres, se embarcó en un tratado de geometría de la quinta dimensión y escribió un informe sobre cómo aumentar la productividad científica en las universidades.
Cuando los viajes al extranjero fueron posibles después de 1945, Bennett decidió ver las posibilidades de establecer una comunidad fuera de Inglaterra. De visita en Suráfrica, obtuvo una audiencia con el general Smuts, que le aconsejó que no fuera tan pesimista con respecto al futuro. Es evidente que Smuts pensó que su huésped estaba de alguna manera alejado de la realidad, una opinión que confirma el testimonio del propio Bennett de que los ricos amos blancos no sienten más que afecto y amistad por sus trabajadores negros. Luego compraría una granja en Suráfrica, pero su grupo permaneció en Inglaterra.
Fue una visita a Madame Ouspensky en el verano de 1948, la causa de su vuelta al camino. Estando en EE.UU. por sus negocios del carbón, hizo un viaje a Franklin Farms, donde la austera Sophia Grigorievna, que ahora padecía la enfermedad de Parkinson, le dijo bruscamente que, fuera a ver a Gurdjieff a París si quería más instrucción espiritual. El mandato lo impactó con la fuerza de lo inevitable. De regreso a Inglaterra, encontró a su esposa agonizante, víctima de una enfermedad misteriosa, pero la llamada de la sabiduría espiritual fue tan poderosa, que los dos salieron inmediatamente hacia París para encontrarse con Jeanne de Salzmann, que haría de intermediaria con el Maestro.
La comedia empezó el verano de 1948. Gurdjieff vivía en el número 6 de la Rue des Colonels Rénard en condiciones bastante reducidas. Atrás quedaron el Château y las suites encantadoras. Ahora se tocaba con un fez rojo y llevaba la camisa abierta. Pero seguía presidiendo una amplia corte de discípulos franceses y norteamericanos. También lo servía un grupo de muchachas, a las que llamaba sus «terneras». En este grupo estaban Iovanna Lloyd Wright (hija de Frank y Olga) y la futura esposa de Bennett, Elizabeth Mayall.
Cuando le presentaron a Bennett, Gurdjieff pretendió no recordarlo y dijo únicamente: «Eres el número 18. No el gran número 18, sino el pequeño número 18», a lo cual comentó con razón Bennett, «no tenía ni idea de lo que quiso decirme»[386]. A pesar de un comienzo tan poco propicio, Gurdjieff le preguntó a Bennett lo que quería y éste le pidió que le mostrara cómo trabajar para su Ser. Gurdjieff aceptó, observando secamente que si bien Bennett tenía mucho conocimiento, como Ser era una «nulidad», juicio que Bennett aceptó con la debida humildad[387].
Deteniéndose únicamente para aliviar el dolor intenso de Winifred y para aconsejar lecturas y ejercicios a su nuevo discípulo, Gurdjieff salió al día siguiente para Cannes, sufriendo graves heridas al chocar su coche con un camión en Montargis (El conductor del camión resultó muerto). Pero parece que el Maestro aún conservaba algo de su antigua resistencia en lo que a accidentes de coches se refiere[388]. A pesar de las graves heridas, las costillas rotas y la hemorragia interna, fue traído a París e insistió en cenar al día siguiente con los Bennett y los demás, horrorizando a los presentes con su cara magullada, la oreja sangrante y la garganta vendada. Pero, como en su primer accidente, las heridas, aparentemente tan devastadoras, curaron pronto y su diminuto apartamento, burdamente decorado con espejos, muñecas y brillantes falsificaciones orientales, pronto se llenó otra vez de gente.
Después de sus disputas con Ouspensky y del desilusionado final de éste, Bennett no podía más que estar contento de su reencuentro con Gurdjieff, de quien se convertía en discípulo íntimo por vez primera. Gurdjieff llamó a todos los discípulos de Bennett en Coombe Springs para que vinieran a París. Hicieron el viaje unos sesenta, y casi todos volvieron los siguientes fines de semana, toda una odisea, dadas las condiciones de Europa después de la guerra. Kenneth Waiker también fue a París y convenció a muchos discípulos ingleses de Ouspensky de que hicieran lo mismo. Los banquetes y los brindis empezaron de nuevo y se restauraron todos los viejos esquemas. Hubo que comprar una mansión (esta vez el Château de Voisins, cerca de Rambouillet), se inició un instituto y volvieron a representarse las danzas sagradas. Gurdjieff propuso también otra visita a Nueva York, donde escenificaría un nuevo espectáculo para financiar la publicación de su obra magna Cuentos de Belcebú a su nieto, el libro que había estado escribiendo desde finales de los años veinte.
Con la vuelta de estos proyectos visionarios aparecieron los viejos problemas y animosidades. Incluso Bennett comenta que algunos discípulos no pudieron resistir el feroz régimen de alabanzas y abusos alternados y los dramas rituales de la humillación pública a los que Gurdjieff los sometía. Se dice que algunos recién llegados se desmoronaron después de encontrarse con el Maestro y unos pocos tuvieron que ser atendidos en el hospital (aunque no se especifica la enfermedad)[389]. Volvieron a escucharse las historias siniestras de suicidios y locuras en el Prieuré, a lo que los seguidores del Maestro respondían sensatamente que quienes acudían a pedir ayuda a Gurdjieff era precisamente porque sus enfermedades, mentales o físicas, estaban tan avanzadas que nadie había podido tratarlos. ¿Qué tenía de raro que algunos se derrumbaran, agotados por su mal?
Con independencia de la verdad o falsedad de los rumores, su efecto en el contingente de Coombe Springs fue devastador. El antiguo talento del Maestro para crear enfrentamientos entre unos y otros era tan poderoso como siempre y los discípulos rápidamente se dividieron en dos partidos, a favor y en contra de Gurdjieff. Incluso los entusiastas experimentaron lealtades encontradas, dudando entre dos maestros, porque Gurdjieff era despiadado con Bennett y sus pretensiones, alabándolo un día, insinuando que lo consideraba su joven heredero otro, para someterlo a una pública humillación al tercer día. Pero era tanta su autoridad que convenció a los Bennett de la necesidad de este tratamiento, aunque sólo fuera, como ya había ocurrido anteriormente con Jeanne de Salzmann y Sophia Ouspensky, porque Gurdjieff había conquistado a la esposa con mayor efectividad aún que al esposo.
Bennett comenta algo que todos observaron: que, por mucha atención que prestaran, nunca había dos discípulos que estuvieran de acuerdo en lo que había dicho Gurdjieff exactamente[390]. Era lo mismo que se decía a menudo de Krishnamurti. En el Prieuré, Gurdjieff tenía prohibido que nadie tomara notas de las charlas, aunque, al salir, muchos estudiantes se apresuraban a escribir lo que habían oído y luego lo publicaban. Esto sólo contribuía a crear confusión, aunque Bennett y otros creyeron que tales malentendidos eran la prueba del poder del maestro: el que nunca fuera lo mismo para dos personas tenía que significar que hablaba individualmente a cada uno.
Elizabeth Mayall cuenta una ocasión en que llevó a una amiga con un problema para que viera al Maestro[391]. Se sentaron a almorzar un largo rato, durante el cual Gurdjieff no dijo una sola palabra a su amiga. Sólo al final la miró fijamente y pronunció unas palabras en un idioma incomprensible. Ya en la calle, mientras caminaban, Mayall empezó a excusarse por lo ocurrido, hasta que se dio cuenta de que su amiga estaba radiante. Gurdjieff, le dijo, había resuelto su problema (del cual no había hablado) a pesar de no entender el lenguaje que Gurdjieff había empleado.
En octubre de 1948, Gurdjieff hizo su último viaje a EE.UU. Es probable que en esta época le gustara hacer el tonto porque sí. Asomado a la ventanilla y dirigiéndose al grupo que fue a despedirlo a la estación en París, éstas fueron sus palabras: «Antes de mi vuelta espero con todo mi ser que cada uno de vosotros haya aprendido la diferencia que hay entre sensación y sentido»[392], una petición absurda que, sin embargo, los confundió. En Nueva York hubo las habituales comidas de locura, cocinadas en una estufa de alcohol en la habitación que ocupaba el Maestro en el Wellington Hotel (donde cocinar estaba rigurosamente prohibido). A los discípulos norteamericanos que ensayaban las danzas sagradas les dijo que se movían como «gusanos en la mierda»[393], y a Frank Lloyd Wright, entonces gravemente enfermo, le ordenó que tomara armañac con pimienta para su vesícula biliar[394].
Más seriamente, Gurdjieff se enfrentó con los discípulos norteamericanos de Ouspensky, denigrando al antiguo maestro de ellos como intelectual vacío y traidor que había muerto como un perro en la cuneta por su terquedad en no someterse a él[395]. Pero esto no impidió que fuera a Mendham a visitar a Madame Ouspensky, donde ella le mostró el manuscrito de Ouspensky sobre los primeros años pasados juntos, Fragmentos de una enseñanza desconocida. Para mayor ironía, la escrupulosa objetividad de Ouspensky, que acababa de ser calificada por su maestro en Nueva York de academicismo estéril, fue vindicada en Mendham unas semanas después: Gurdjieff aprobó el libro para que se publicase como un relato fiel de su enseñanza en la década posterior a 1915.
Al mismo tiempo seguía adelante con Cuentos de Belcebú para su nieto y ordenó a Bennett, que lo había seguido a EE.UU., que escribiera una carta invitando a los discípulos a comprar un ejemplar de la primera edición por cien libras[396]. La carta se leyó en la sobremesa de un almuerzo, y en la misma ocasión Bennett fue nombrado albacea literario para Inglaterra, el autor francés René Zuber para Francia y el periodista escocés lord Pentland para EE.UU. Ya había hecho las mismas promesas a Fritz Peters y a otros. Es evidente que a Gurdjieff le encantaba cambiar de opinión para tomar el pelo a sus herederos.
De vuelta a París en abril de 1949, se embarcó de nuevo en la ronda de almuerzos en los cafés, excursiones en coche por el campo y largas cenas, mientras Bennett, en Londres, daba una serie de conferencias públicas sobre su maestro. Gurdjieff empezó a negociar para otro Prieuré, esta vez el hotel de estación en La Grande Paroisse sobre el Sena; planificó un segundo viaje a EE.UU.; pensó en conseguir discípulos en «la India holandesa», y visitó las cuevas de Lascaux con Bennett. Pero su salud declinaba a ojos vistas.
El 14 de octubre sufrió un colapso en una clase de danza y, aunque pareció repuesto a los pocos días, Elizabeth Mayall, que se lo encontró en una frutería comprando una cantidad enorme de plátanos, vio por primera vez en Gurdjieff a un anciano. Incluso los discípulos que habían presenciado su lento declive y sabían lo que era de esperar, estaban asombrados por su rápido deterioro. El mismo Gurdjieff les había dicho una vez (quizá medio en broma) que nunca los abandonaría. Pero, dos semanas más tarde, el 29 de octubre, murió en el hospital norteamericano de Neuilly.
Los días que siguieron a su muerte estuvieron plagados de rumores contradictorios: que los órganos internos del Maestro habían quedado reducidos a nada; que se había oído respirar al cuerpo después de muerto; que realmente no había muerto, sino que se había ido a algún sitio dejando un cadáver en su lugar. Pese a todo esto, el funeral se celebró en la iglesia ortodoxa rusa de París y acudió mucha gente, y quedó claro que Gurdjieff había gastado la última broma de su carrera. El cuento se había acabado.
Pero, en otro sentido, fue sólo el comienzo. Pocos días antes de su muerte, Gurdjieff recibió las galeradas de Belcebú. El número de discípulos aumentaba considerablemente, como nunca antes, y su reputación iba en alza. Siempre producto de la ilusión, Gurdjieff el hombre estaba ahora dispuesto para dejar paso a Gurdjieff el mito[397].