El estallido de la guerra en 1939 planteó de forma drástica las opciones políticas de la década anterior. No iba a ser ésta una guerra «civilizada» entre ejércitos en el campo de batalla, sino la Blitzkrieg de Hitler: una lucha a vida o muerte entre naciones enteras durante la cual serían barridos con indiferencia millones de civiles. Pero, incluso en estas circunstancias, el astuto Gurdjieff supo estar al margen de la batalla, como siempre había hecho, aunque viviera bajo la misma nariz del enemigo. Rechazó las ofertas de refugiarse en EE.UU. y pasó inadvertido los años de la guerra en el París ocupado. Sigue siendo un misterio por qué no fue internado como extranjero o detenido por comerciar en el mercado negro, sobre todo si se tiene en cuenta la aversión de los nazis por eslavos y asiáticos. También dispuso de una despensa sospechosamente bien surtida. Cuando terminó la guerra, corrieron rumores sobre su colaboración con las autoridades ocupantes. Después de la liberación fue detenido por sospechas de delitos monetarios, pues se encontraron grandes cantidades de dólares escondidos en su apartamento, pero fue puesto en libertad sin cargos al día siguiente, desenlace que lo mismo indica su inocencia que la complicidad de la policía.
Durante la guerra, Gurdjieff siguió enseñando, recibiendo en su piso a los discípulos que permanecían en el París ocupado. Otros tuvieron peor suerte. Georgette Leblanc murió de cáncer en 1941. René Daumal, huyendo de la Gestapo por haberse casado con una muchacha judía, sucumbió a la tuberculosis en 1944, a la edad de treinta y seis años, sin haber podido acabar su novela gurdjieffiana Mount Analogue. Quizá no tuvo importancia el fracaso de las ambiciones literarias de Daumal: cuando el Maestro visitó a otro discípulo moribundo, el joven novelista Luc Dietrich, sacó dos naranjas y le dijo que «toda tu vida ha sido una preparación para este momento»[330].
Ouspensky y Krishnamurti, obviamente con más principios que Gurdjieff, pensaban que lo decisivo de la guerra no era el adornado combate entre el bien y el mal, sino que fuera una horrible distracción de los asuntos realmente importantes. Todos los participantes estaban «equivocados». Los imperios aliados —el británico, el francés y el estadounidense— podían estar, en términos relativos, del lado bueno de la guerra, pero, antes que nada, ¿por qué había estallado? Hitler era sólo la chispa que había prendido en el polvorín creado y mantenido por otros. Si el fascismo y el comunismo eran, sin duda alguna, formas de gangsterismo, ¿qué era la democracia liberal, sino la ilusa búsqueda de la libertad y el materialismo, fatalmente carentes en cualquier sentido de propósito cósmico?[331]
Además, los conflictos masivos son espiritualmente insignificantes, no mucho más que la migración de las golondrinas o las guerras entre gatos y ratones. Lo único que importa en la vida es el cultivo de la iluminación individual, sea mediante la autoobservación ouspenskiana, sea con el método de Krishnamurti de la «conciencia no elegida»[332]. Los dos enfoques parecen asemejarse: ambos suponen un examen minucioso, objetivo y sin desviaciones de la vida mental y ambos tienen su origen en las antiguas prácticas espirituales. Pero ahí se acaban las semejanzas. Mientras la enseñanza de Ouspensky es resuelta y brutalmente extenuante —las «emociones negativas» están rigurosamente prohibidas—[333] Krishnamurti sigue el consejo de Wordsworth de cultivar una sabia pasividad. En tiempo de guerra, esta doctrina lo condujo con naturalidad al pacifismo.
Gurdjieff y Ouspensky no eran combatientes ni pacifistas. Se limitaron a seguir diciendo que los hombres no podían hacer nada con la situación, sólo (quizá) con ellos mismos. Aquí, también, hay una similitud con la doctrina de Krishnamurti, aparentemente tan distinta. Como escribió el discípulo de Ouspensky, Kenneth Walker, en varios libros publicados durante la guerra, la reforma del mundo sólo puede lograrse mediante la reforma de la conciencia humana: los cambios internos han de ocurrir en primer lugar.
Krishnamurti, por otro lado, era un pacifista convencido, a la manera de la tradición india del satyagrahi. Esto revestía su importancia, ahora que era una figura reconocida y respetada. Porque, con independencia de los pecadillos secretos de su vida privada, a mediados de la década de 1930 el público lo percibía cada vez más como un santo moderno (y, efectivamente, fue esta percepción la que iba a enfurecer a los Rajagopal). Incluso Ouspensky, muy impresionado por este hombre más joven, sacó la misma conclusión la única vez que se vieron. Así, Krishnamurti conseguía desprenderse de su ascendencia teosófica y se mostraba como un destacado maestro espiritual por derecho propio. Su declarado pacifismo era, por lo tanto, un asunto de interés público.
La objeción de conciencia era una opción honorable aunque impopular. Los combatientes respetaron el pacifismo sincero, incluso una vez iniciada la guerra. Lo que no podían respetar ni perdonar era el rechazo a tomar partido moral. Krishnamurti no encontraba diferencia práctica entre el imperialismo británico y el alemán[334]. Había experimentado muy de cerca las formas más crudas del racismo y la diferencia de clases entre los británicos y creía que lo que los nazis hacían era sólo la manifestación brutal de lo que los demás europeos sentían en sus corazones.
Aunque todavía tenía seguidores europeos, los antiguos amigos que ahora estaban comprometidos con la guerra pensaron que su exilio americano —para no hablar de su vida regalada y protegida en casas de campo y hoteles de lujo, vigilado por una guardia pretoriana de mujeres ricas— lo hacía insensible a la maldad singular y horrible del nazismo. Por una vez estaba obligado a ver que se trataba de una guerra entre el bien y el mal, por comprometido y relativo que fuera el «bien».
Emily Lutyens fue de esta opinión[335]. Le costaba entender la amplitud del punto de vista filosófico de Krishnamurti: que, al final, no hay diferencia entre el bien y el mal, que toda experiencia mundana es una ilusión o maya. Los observadores menos tolerantes —especialmente los indignados con Auden, Isherwood y los expatriados británicos que vivieron en EE.UU., durante la guerra— fueron más lejos, diciendo que el pacifismo, como la emigración, era simplemente el modo fácil de eludir una difícil opción. Otros dijeron que el absurdo de negarse a distinguir a los fascistas de la gente decente era el resultado inevitable de estar ocupado con tonterías ocultistas. Aun así, Krishnamurti encontraría al mejor defensor de su teoría y práctica pacifista a la puerta de su casa californiana, en el más brillante y famoso escéptico europeo de su época.
Su nuevo aliado fue Aldous Huxley, a quien conoció el invierno de 1937/1938[336]. Huxley, más alto de lo normal, con un hermoso rostro ciego y una voz aflautada que empleaba para calificar a casi todo de «¡Extraordinario!», llegó a Norteamérica, ya famoso, con cuarenta y tres años. Inmensamente dotado de talento, procedía del gran y privilegiado clan de los Darwin, Huxley, Strachey, Stephen, Arnold, Wedgwood y Sidgwick que había dominado la vida intelectual de la Gran Bretaña victoriana y aún ejercía una enorme influencia sobre el país. El científico T. H. Huxley, la novelista Humphry Ward, el poeta Matthew Arnold y su padre Thomas, rector de Rugby, eran parientes próximos de Aldous[337]. El biólogo Julian Huxley era su hermano, muchos de los Bloomsberry eran primos lejanos e incluso estaba emparentado con el mismo Darwin.
En algunos aspectos, Aldous fue el miembro más notorio del clan. A pesar de una niñez difícil, entre otras causas por la temprana muerte de su madre, el suicidio de su adorado hermano mayor y una práctica ceguera como consecuencia de una infección ocular mal tratada, alcanzó las mejores notas en Oxford, donde estudió casi todo en Braille. Después de una breve carrera como profesor, se reveló durante los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial como futuro novelista con Amarillo de cromo (1921), Heno extraño (1923) y Esas hojas secas (1925).
Para muchos lectores, estos primeros relatos, como las novelas coetáneas de Scott Fitzgerald, compendian el tono de los años veinte: brillante, punzante y surrealista. Los personajes viven en lo que, adecuadamente, es el título de su primer libro: Limbo (1920), que es donde permaneció Huxley a sus veinte y treinta años. En efecto, el sonido de la charla de hombres inteligentes en el vacío es el efecto que persigue al lector en toda su obra, llegando a veces a producir hastío. Pero, como su casi contemporáneo Evelyn Waugh —aunque por un camino muy distinto— Huxley fue cambiando desde un casi nihilismo a una forma de conversión religiosa.
Con semejante pedigrí intelectual, su búsqueda de la fe siguió inevitablemente el modelo de los debates tardovictorianos acerca de la relación entre ciencia y religión. Huxley era demasiado complicado para aceptar la creencia acrítica en el progreso científico sostenida por algunos contemporáneos, o las creencias religiosas que consolaban a otros. Su temperamento, su inteligencia y sus antecedentes familiares lo inclinaban al pesimismo racional. Después de todo, fue su abuelo, T. H. Huxley, quien acuñó la palabra «agnóstico» para definir los problemas de la religión que no pueden resolverse ni tampoco abandonarse[338].
Sin mucho entusiasmo, el joven Huxley aceptó que el cristianismo podía proporcionar un código moral utilizable, siempre que se despojara de su farsa metafísica, aunque señalaba que el budismo o la teosofía podían ser de más ayuda a este respecto. Ya en 1917, escribía a su padre desde la universidad de Eton, donde enseñaba, refiriéndose a una conversación sobre teosofía con algunos muchachos, entre ellos el temible hijo de Muriel De La Warr, un socialista apasionado (que llegaría a ser ministro laborista) y que acababa de heredar el título de su padre:
Tengo largas discusiones con De La Warr y otros muchachos sobre el tema de la teosofía, que aparentemente apasiona a los chicos de mente más rigurosa y reflexiva. Tengo que ir con cuidado: no es bueno ser demasiado violento. Señalé los errores científicos e históricos en que incurre la señora Besant y que tanto abundan en sus libros, y traté de separarlos de los aspectos meramente supersticiosos. Salvo las tonterías de los cuerpos astrales, jerarquías espirituales, reencarnaciones, etc., la teosofía parece ser una religión bastante buena; sus principios básicos son que todas las religiones contienen alguna verdad y que debemos ser tolerantes, cosas que precisamente conviene alentar en una fortaleza anglicana como ésta. Me parece que un poco de teosofía juiciosa sería algo excelente[339].
A Huxley le impresionaba sobre todo el pacifismo basado en fuertes principios de muchos teosofistas. Nacido en 1894, pertenecía a la generación de jóvenes diezmados por la carnicería de la Primera Guerra Mundial, que tan profundamente marcó a quienes la sobrevivieron, incluso a los excluidos del servicio militar, como fue el caso de Huxley. Lo que más le preocupó después de la guerra fue la posibilidad de hacer algo práctico con respecto a la extensión del militarismo, que sólo podía contribuir a otro conflicto, posiblemente más sangriento. Esto tenía que ser más que predicar el pacifismo. La guerra, según le parecía a Huxley, no era un desafortunado incidente que tuviera lugar ocasionalmente y matara a los infortunados espectadores. Ni, como mucha gente piensa, la fuerzan sobre naciones que no la quieren los políticos inicuos o los hombres de negocios aprovechados (aunque éstos tienen buena parte de responsabilidad). Por el contrario, la guerra surge de los corazones de la gente corriente, que la consideran una característica esencial, inevitable y hasta deseable de la existencia humana. Por supuesto que la gente, racionalmente, desea la paz, pero también, en alguna parte muy dentro de ella, quieren irracionalmente la guerra. Dado el poder de lo irracional sobre lo racional, como acababa de demostrar Freud, es probable que la exigencia de autodestrucción (que es lo que significa la guerra) termine por triunfar, a menos que alguien haga algo positivo para cambiar las actitudes[340].
En opinión de Huxley, el objetivo inmediato de los propagandistas antibélicos era crear un clima de sentimientos en el cual el deseo de paz pudiera convertirse en una realidad política positiva que contrapesara el impulso fatídico hacia la guerra. Con este objetivo en el pensamiento, ingresó en la Unión en Defensa de la Paz, organización fundada en 1935 por el reverendo Dick Shepherd, deán de Canterbury[341]. Shepherd, inconformista y sin pelos en la lengua, que se negó a seguir la línea anglicana a pesar de su elevado rango, fue el clérigo más popular y respetado de Gran Bretaña en el período de entreguerras. Su muerte prematura en 1937 convocó en las calles de Londres largas filas de personas para ver pasar el largo cortejo funeral.
En 1934, preocupado por la situación internacional, Shepherd escribió a la prensa preguntando cuánta gente estaría preparada para hacer el siguiente juramento:
Renunciamos a la guerra y nunca más, directa o indirectamente, apoyaremos o aprobaremos otra.
Hubo más de cien mil cartas de apoyo y Shepherd organizó reuniones en el Albert Hall para inaugurar el nuevo movimiento. Entre sus seguidores figuraban Siegfried Sassoon, Eric Gill, Vera Brittain, John Middleton Murry y George Lansbury.
Huxley apareció en la tribuna de uno de los mítines y pronto se convirtió en destacado propagandista de la Unión. Fines y medios, su colección de ensayos sobre la aplicación de los principios pacifistas a todos los aspectos de la vida, ha sido calificada de biblia de la organización. Huxley empezó también a dar charlas sobre «El caso de la paz constructiva», como tituló un escrito posterior. En contra de Hobbes y los dictadores europeos, afirmó que la guerra no es una ley de la naturaleza, es obra puramente del hombre y quienes la hacen pueden abstenerse de hacerla… si lo desean. El problema es que muchos no lo desean. ¿De qué otra manera habría que persuadirlos?
A largo plazo, lo que Huxley llama pacifismo preventivo sólo podría lograrse cuando los individuos y gobiernos entendieran que la paz sirve en definitiva lo mejor de sus propios intereses. Es difícil que esto suceda. Las buenas intenciones e incluso los mejores argumentos, por más que se popularicen, no tienen virtualmente fuerza frente a los intereses económicos y políticos encastillados que arrastran al mundo hacia la guerra. Para que se establezca y mantenga una paz duradera se necesita una revisión completa de todos los viejos acuerdos, en especial las naciones creadas por el Tratado de Versalles, negociado al final de la última guerra, supuestamente para mantener la paz en Europa, pero en realidad para vengarse de los alemanes.
A corto plazo, hay medidas prácticas a disposición de los estados amantes de la paz. Huxley y su amigo Gerald Heard habían descubierto, por ejemplo, que los ingenieros de armamento nazis estaban desesperados por la falta de níquel. Las reservas vitales estaban en Canadá. ¿Por qué el gobierno británico no acaparaba simplemente el mercado del níquel y bloqueaba el esfuerzo de guerra alemán? Mediante contactos familiares, Heard y Huxley hicieron llegar su plan a Chamberlain, pero el primer ministro contestó a sus propuestas con una palabra: «Impractical»[342].
Mientras la probabilidad de otro conflicto europeo aumentaba cada día que pasaba, Huxley esperaba en vano un gesto generoso de uno de los grandes estados que galvanizara la opinión pública pero, cuando estalló la guerra, dejó de pensar en la prevención para ocuparse de la difícil situación de los pacifistas. Dos cosas le parecieron claras. Primera, que de nada servía pedir a los gobiernos que se comportaran pacíficamente si los individuos que los apoyaban llevan la muerte en el corazón. De hombres que odiaban a sus esposas o a sus patronos difícilmente podía esperarse una paz verdadera, por mucho que dijeran en público. Por consiguiente, la reforma personal desde dentro era vital y esto debía continuarse incluso y especialmente en medio del conflicto que se avecinaba.
Segunda, se daba cuenta de que el humanismo agnóstico de su juventud ya no le proporcionaba la filosofía adecuada que apoyara sus creencias. Le parecía que, por más que dijeran los filósofos kantianos, la moral no podía estar enteramente divorciada de la metafísica. Esta conclusión se refleja en las primeras novelas de Huxley, donde sus héroes y heroínas cínicos tratan de vivir sólo de pan y se ven incapaces de hacerlo. La formulación de las bases de su pacifismo había llevado a Huxley a la conclusión de que debemos reconocer la realidad del dominio espiritual, de cualquier modo que se explique o defina, porque los hombres sólo pueden unirse en un nivel espiritual. Sea como hecho metafísico, sea como convicción psicológica, la idea de Dios es esencial. Pero a Dios, cualquiera que sea su naturaleza, no hay que buscarlo en los cielos o en las iglesias. Está presente en lo más profundo del individuo.
Huxley trabajó en esta dirección durante algún tiempo. Esas hojas secas termina con el descubrimiento de Calamy de que la vida espiritual es la única solución a los problemas mundanos que han atormentado a los demás personajes de la obra. Las preguntas que plantea esta conclusión son: ¿cómo vivir una vida semejante cuando no hay dios, y qué significa la religión en este contexto? Hay fuertes reminiscencias teosóficas. Cuando los antiguos huéspedes de Calamy en el castello van a visitarlo a su retiro en la montaña, él los alecciona, como los personajes de Huxley saben hacerlo, sobre las semejanzas de los elementos esenciales de todas las grandes religiones. Jesús, Buda y Lao Tse coinciden en todos los aspectos relevantes. La novela termina con un símbolo de esperanza, y no hay trazas de su habitual ironía[343].
En los años que transcurren entre Esas hojas secas y el estallido de la guerra en 1939, las novelas y ensayos de Huxley repiten obsesivamente la exploración de la verdad última dentro del individuo. En Haz lo que deseas (1930) habla de «la verdad —la verdad interna, quiero decir— porque es la única verdad que podemos conocer»[344]. La gente ha buscado durante mucho tiempo la salvación en las iglesias, los libros, los amigos, la ciencia, el arte y la política; pero sólo dentro de nosotros mismos podemos encontrar alguna luz, y sólo fugazmente en el mejor de los casos. Durante el resto de su vida, su obra se caracterizaría por la tensión irónica entre las aspiraciones del conocimiento humano, que alcanza su mayor expresión en la ciencia y la tecnología, y las profundidades desconocidas del individuo.
Es por esto que el encuentro entre Huxley y Krishnamurti se produce cuando convergen sus filosofías. El ex teosofista y el antiguo escéptico creen ahora que el único camino hacia la paz y la verdad espiritual es subjetivo. Las instituciones son, en el mejor de los casos, tristes necesidades que nada pueden conseguir por sí mismas. El conocimiento ha sido confundido demasiado a menudo como un fin en sí mismo, sobre todo en su forma científica.
Hay otras semejanzas entre los dos. Son casi exactamente coetáneos, tímidos, reservados, con vidas protegidas y privilegiadas aunque dolorosas, huérfanos de madre en la primera niñez. Ambos se vieron obligados a ser figuras públicas en contra de sus respectivas naturalezas. Y aunque Krishnamurti consiguió resistirse al sistema de educación intensiva, del cual Huxley era un producto perfecto, ambos pertenecían a la intelectualidad liberal victoriana: Huxley por herencia y Krishnamurti por afinidad.
La relación entre ellos se vio favorecida por la estrecha amistad que hubo entre Rosalind Rajagopal y Maria, la santa esposa belga de Huxley. La casa de Ojai se convirtió en un segundo hogar para los errantes Huxley, y partes de varios libros de Aldous, entre ellos Tras de varios veranos, donde uno de los personajes se inspira en Rosalind y otro (parcialmente) en Ouspensky, salieron de una vieja máquina de escribir en la que trabajaba, sentado en el césped que rodeaba Arya Vihara[345].
Las dos parejas formaron parte de un círculo social íntimamente entretejido en California durante los años de la guerra. Bertrand Russell (otro seguidor de la Unión en Defensa de la Paz), Christopher Isherwood y sus amiguitos, los Brecht, los Mann, los Stravinsky, los Chaplin, Anita Loos, Iris Tree y Greta Garbo pertenecían de una u otra forma a este círculo, que giraba en torno a Huxley y Krishnamurti, una fina ironía, dado el alejamiento que ambos practicaban. Hubo toda una serie de reuniones sociales, como vacaciones en común, comidas, teatro, conciertos y excursiones a las montañas y desiertos que rodean a Los Ángeles. Aunque en teoría Krishnamurti estaba en retiro casi todo el tiempo, gozaba de la vida social y también le gustaba ser útil y hacer cosas. Cuando no trabajaba en el jardín de Ojai —unido durante la guerra al naranjal para aumentar la producción de alimentos— cuidaba de la joven Radha y de su colección de animales.
Los Huxley se trasladaron desde el sur de Francia a Norteamérica en 1937, estableciéndose en California con su compañero de emigración Gerald Heard. Huxley y Heard eran brillantes, locuaces, ingeniosos y de vastísima cultura, muy alejados de las ridiculeces de la cosmología leadbeateriana y de la fe simple de tantos teosofistas. A pesar de esto, siguieron el camino ya trazado por muchos intelectuales y escritores del siglo XX, un camino que va desde el escepticismo y el agnosticismo a más allá del cuestionamiento intelectual del redescubrimiento religioso, en una forma irónicamente parecida al ideal teosófico de una religión de sabiduría sintética, donde se mezclan las doctrinas comunes y los mejores aspectos de todas las creencias. Esta travesía encontró su expresión literaria en una antología de los escritos místicos de Huxley, La filosofía perenne, publicada en 1946. En ella expone la teoría de que el conocimiento es una función del ser y que el cultivo del ser es esencialmente una actividad religiosa. La introducción incluye pasajes que podrían figurar en las obras de Blavatsky o Besant.
Al final de su vida, Huxley adoptó la opinión de que los aspectos místicos y mágicos de la experiencia religiosa no sólo son reales, sino también vitales. Pese a eso, se quejó al investigador psíquico J. B. Rhine, en cuya obra estuvo muy interesado, de la propensión de gran parte de la raza humana al «síndrome baconiano-piramidológico-criptográfico-espiritista-teosófico»[346]. Le parecía el colmo.
Gerald Heard era más tolerante con estas ridiculeces. En efecto, la tolerancia era en general algo en lo que no dejó de insistir[347]. Aunque compartía casa con su amigo Christopher Wood, vivían vidas muy diferentes. Wood era un homosexual hedonista y Heard un célibe ascético: un santo que necesitaba su pecador, como observaría después Isherwood. Pero la santidad de Heard —como la de Huxley— consistía en algo más que la castidad. En Europa, los dos hombres habían sido liberales agnósticos, escépticos agudos e ingeniosos, con una infinita tolerancia por las igualmente infinitas necedades de un mundo que contemplaban y analizaban enormemente fascinados. Ambos fueron eruditos, siempre pertrechados de hechos científicos, estadísticas sociales y económicas, oscuras anécdotas y una gama extraordinaria de conocimientos en todas las artes y ciencias, y ambos estaban convencidos de que la vida humana era una necia charada posnietzscheana en la cual los hombres razonables debían limitarse a mejorar las cosas lo mejor que podían, entendiendo al mismo tiempo que eso que mejor podían hacer probablemente quedaría frustrado por la necedad humana. Eran también urracas intelectuales, dispuestos a arramblar con cualquier cosa que les atrajera en su vasta e idiosincrásica erudición.
Olímpicos en su conocimiento, cultura y sensibilidad, se elevaron sobre las circunstancias, quizá con algo de excesiva e indulgente ironía. Pero en el ambiente ridículo y sensual de California, que tienta a tantos a abandonar la vida de la mente en favor del cuerpo, gratificados o mortificados, se encontraron frente a otra clase de realidad total. En la soledad del desierto encontraron la realidad de Dios. No fue ésta una experiencia que propiciara un retiro ilustrado y cada uno de ellos dedicó el resto de su vida a entender el encuentro.
Nacido en 1889, Heard era cinco años mayor que Huxley, pero no fue sólo su mayor edad lo que le dio semejante influencia sobre su amigo, más famoso y con más éxito. Todos estaban de acuerdo en que este irlandés histriónico, porfiado y erudito, poseía un extraordinario halo de autoridad. Como su amigo Wystan Auden, hablaba ex cátedra sobre cualquier tema, e incluso un hombre como Huxley reconocía su superioridad. Aunque siempre educado y considerado, le gustaba convencer a los demás con sus opiniones, y Heard siempre tenía opiniones para todo.
Una vez interesado en Dios, su autoridad moral adquirió una dimensión espiritual; simbolizada, como observó Isherwood, por una barba que se dejó crecer en EE.UU., como la de Cristo, que parecía apuntar su rostro a las alturas celestiales. EE.UU. y la religión operaron otros cambios en Heard, un hombre exigente aunque teatral que se vestía formalmente en Londres, pero que en la costa oeste iba con descuidada ropa vaquera. Su nueva vida pronto cambió su aspecto, de intelectual urbano en hombre de Dios. Observó un régimen ascético apropiado, parco en la comida, bebida y sueño, meditando tres veces al día en turnos de dos horas. Si había comedia en todo esto, era el preludio necesario para lo importante. Heard, comportándose como un santo, quizá esperaba convertirse en uno.
Aunque Huxley y Heard quedaron impresionados inmediatamente por Krishnamurti, ya eran seguidores de Swami Prabhavananda, otro gurú indio, más ortodoxo, jefe de la Orden Ramakrishna en Los Ángeles[348]. Las misiones hindúes fueron establecidas en Norteamérica a finales del siglo XIX por los discípulos de Ramakrishna, fundamentalmente en la costa oeste. Atendieron al principio a los trabajadores emigrantes indios y luego convirtieron a nativos. Prabhavananda, discípulo de Brahmananda, a su vez discípulo de Ramakrishna, era de casi la misma edad que Huxley. Nacido en Bengala en 1893, fue enviado a América cuando tenía treinta años para dirigir una de las misiones fundadas por Vivekananda —otro discípulo de Ramakrishna— en su segunda visita a EE.UU. en 1899. Poco después de esta visita, uno de los conversos de Vivekananda, la viuda Carne Mead Wyckhoff regaló a Swami su casa de Hollywood, y aquí en el 1.946 de la Ivar Avenue, sobre las colinas que dominan el Hollywood Boulevard, se estableció el Centro Vedanta de Los Angeles. En 1938 se erigió en el jardín un templo con cúpulas en forma de cebolla, y la señora Wyckhoff siguió viviendo en la comunidad como monja y bajo el nombre de Hermana Lauta[349].
Prabhavananda enseñaba a sus discípulos las doctrinas del Vedanta. Extraído de los textos sagrados de los Vedas, las antiguas escrituras indias que son el fundamento de la religión y la filosofía indias, el Vedanta —que significa literalmente «el fin de los Vedas»— representa la suma y la culminación del conocimiento humano. El propósito del Vedanta es la moksa o liberación del sufrimiento. Enseña que el atman (el yo esencial) y lo Absoluto son uno; que la verdadera realidad es accesible sólo mediante la intuición (y no mediante el pensamiento lógico); y que las apariencias son ilusorias. Las tareas del hombre iluminado son: distinguir entre lo eterno y lo temporal, renunciar a los deseos no espirituales, cultivar el autocontrol y esforzarse por conseguir la moksa.
Comparativamente, los conversos fueron pocos al principio. Los residentes en el nuevo centro compartían sus recursos y vivían con mucha sencillez. Para muchos californianos, el Swami era otro personaje de Hollywood, y cuando sonaba el teléfono del centro solía ser alguien que pedía su horóscopo o una demostración del truco indio de la cuerda. Poco a poco se fue dando a conocer la comunidad y se la tomó más en serio. Hubo solicitudes de ingreso, unos porque querían ser monjes o monjas y vivir en Ivar Avenue, otros para visitar el templo y recibir consejo espiritual. La comunidad nunca tuvo más de veinte miembros, pero la influencia del Swami empezó a extenderse, sobre todo entre los emigrados europeos. Casi todos los que lo conocieron, como Heard y Huxley, estaban interesados pero no comprometidos. Pero el converso más famoso fue una verdadera presa, otro emigrado inglés que Heard introdujo al Vedanta.
Como admitiría más tarde, Christopher Isherwood era en esta época una especie de turista espiritual, del mismo modo que él y sus amigos habían sido turistas políticos a principios de la década de 1930, entretenidos con todas las ideologías radicales a mano, pero sin comprometerse con ninguna por mucho tiempo. Había emigrado a EE.UU. justo antes de la guerra. Al llegar a Nueva York con Auden, en enero de 1939, se encontró por una vez en un callejón sin salida mientras su amigo prosperaba. Era una experiencia poco habitual para el bello y encantador novelista, acostumbrado al éxito y a su propia manera de vivir; pero mientras Auden prosperaba al aire libre de América, liberado de los lazos familiares (reales e imaginarios) que lo habían oprimido en su patria, Isherwood pareció descubrir que su patria lo había ayudado más de lo que pensaba. Una cosa era ser un enfant terrible ante un público conocido e indulgente y otra muy distinta ser un desconocido en una ciudad hostil.
A Auden —muy prolífico y de carácter solitario— le gustaba el trabajo agotador y su nuevo éxito social. Isherwood, en cambio, fue incapaz de escribir. En su lugar, se entregó al sexo, alternando rachas de promiscuidad con intentos de encontrar una relación estable. Fue su homosexualidad militante la que terminó por llevarlo al pacifismo doctrinario de Heard y Huxley. Pero, mientras la cruzada por la paz de éstos era cuestión de un principio intelectual cuidadosamente elaborado, la de Isherwood era típicamente producto de su sentimiento personal. Era posible que su antiguo amante Heinz fuera llamado a filas en Alemania. ¿Cómo podría luchar Isherwood en una guerra en la que podría disparar al muchacho y a sus viejos amigos? Las probabilidades de que esto sucediera señalan la vena irracional de Isherwood al plantearse la cuestión. También demuestra su habilidad para encontrar buenas razones personales para justificar su apego a las causas impopulares.
Pero el pacifismo irracional lo condujo racionalmente a la religión, cuando vio, como Huxley, que necesitaba una base más segura para sus creencias y, a diferencia de Huxley, un rescate de su vida licenciosa. Como detestaba casi todas las formas de cristianismo —sobre todo por su relación con la vida que había abandonado en Inglaterra— le atrajo del hinduismo lo que parecía que era una combinación de libertad moral, sutileza doctrinal y puro exotismo. Una vez más, las razones de peso fueron personales: seducido por la idea del Vedanta, pronto se sintió hechizado por el encanto personal de Prabhavananda.
Típicamente, ni Huxley ni Heard tuvieron ningún tipo de compromiso con el Swami, y en 1941 Heard se había desentendido del centro, arguyendo que el Swami no era lo suficientemente austero para llevar una vida auténticamente religiosa. Es comprensible que esta acusación molestara en extremo al Swami. Contestó a Heard (por escrito) que «un hombre de verdadera renunciación no se ocupa de la riqueza ni de la pobreza»[350], dando a entender (con toda justicia) que a su antiguo seguidor le gustaba demasiado demostrar su ascetismo. Isherwood estuvo de acuerdo, aunque lo dijo de otra manera; según él, Heard aborrecía la vida y le repugnaba la amabilidad de la rutina diaria en el Centro Vedanta, donde las mujeres, para preparar las comidas y las ofrendas, seguían una serie aparentemente interminable de ritos y oraciones y los hombres se entregaban a ceremonias sin sentido. A Isherwood le gustaba precisamente este aspecto de la vida comunitaria. Incluso cuando se cansaba de lo que describía a Maria Huxley como la «interminable cháchara acerca de Dios»[351] a la que se abandonaban sus amigos intelectuales, Christopher podía divertirse en el acogedor desorden de Ivar Avenue.
Mientras Heard hacía un drama de su ruptura definitiva con el Swami, Huxley se fue alejando gradualmente del Vedanta después de tomar de él lo que quería: un método de meditación y apoyo a las opiniones religiosas que ya tenía. Pero cuando sus amigos se alejaban del hinduismo, Isherwood alcanzaba el momento de mayor compromiso con él. Tardó en decidirse, aunque sólo fuera porque toda su vida pasada parecía estar en contra de tal compromiso, pero también porque sus costumbres sexuales y su trabajo en los estudios de cine parecían impedírselo.
Trabajó primero en una comunidad cuáquera, pero se encontró incómodo. Era inevitable que sintiera entre esta gente santa el reproche sin palabras a su manera de vivir, y con razón: antes de irse con ellos había compartido un apartamento con Denny Fouts, un puto de clase alta. Pero incluso ese período de su vida no estuvo falto de compromiso religioso. En la primavera de 1941, Isherwood y Denny decidieron poner en práctica el método de Heard para «vivir intencionalmente», meditando largos períodos cada día y siguiendo un régimen estricto de completa abstinencia sexual y alcohólica. No es sorprendente que el experimento fracasara. En los años siguientes, Isherwood alternó períodos de celibato total (una vez le duró seis meses) y promiscuidad desordenada.
Entretanto, Heard intentaba persuadir a Isherwood —y también a Denny— para que ingresara en su comunidad experimental. Al principio iba a ser algo a pequeña escala, pero en 1942 le dieron dinero a Heard para que fundara una especie de monasterio, que edificó en Trabuco, a unos noventa kilómetros al sur de Los Angeles. El edificio se construyó bajo la dirección de Felix Greene, el enérgico primo de Isherwood, que había renunciado a su trabajo en el comité cuáquero de Filadelfia para convertirse en discípulo de Heard. Se apresuró a comprar los materiales antes de que fueran requisados para la guerra y terminó el edificio en un tiempo récord. A partir de entonces, Heard se referiría a la comunidad como su colegio o «club para místicos»[352]. El proyecto se inspiró mucho en la primera teosofía: se quería que no fuera dogmático ni sectario, un lugar de reunión para quienes quisieran comprender su experiencia espiritual o la falta de ella. Pero también había indicios del Prieuré: los residentes trabajaban el huerto y contribuían al bienestar comunitario.
Trabuco difícilmente podía ser una aventura adecuada para Isherwood, cada vez más necesitado de una orientación que aquella organización no podía darle. Heard había proyectado el lugar a su propia imagen y de las personas como él, pero Isherwood sentía en su vida espiritual —como lo había sentido en su vida personal— la necesidad simultánea de someterse y rebelarse. También es probable que viera en el Swami un maestro más idóneo que Heard, basándose en que era más fácil obedecer a un oriental que a alguien de su misma educación.
Por eso, en lugar de unirse al inseguro grupo de Trabuco, se fue al otro extremo, convirtiéndose en acólito del templo de Ivar Avenue en 1943, donde compartió habitación con otros tres hombres. Sus colegas eran: George, un novicio taciturno ya en camino de profesar, que había pagado por un dormitorio y baño privados y se pasaba los días rezando y pasando a máquina todo lo que decía el Swami; Richard y Webster, dos muchachos de diecisiete años, procedentes del Instituto de Hollywood y cuyos padres eran seguidores de Ramakrishna.
Aunque nominalmente era una misión, el centro no hacía un proselitismo agresivo. Casi todos los residentes eran muy conscientes y sardónicos de su propia situación. Los hombres mostraban mayor despego que las mujeres. Cuando la Hermana Sarada informó que el exterminador municipal de ratas parecía interesado en el trabajo del centro, Qeorge resumió su incredulidad en que se convirtiera con las palabras «from ratman to Atman» [de hombre de ratas a Atman][353]. Aunque su inclinación a la vida espiritual era auténtica, el novelista Isherwood no pudo evitar un enorme interés por el espectáculo de la rutina diaria de la comunidad, y el libro que escribió sobre ella está lleno de detalles picantes de las costumbres personales de los residentes.
La vida en el centro era de disciplina doméstica y relajamiento personal, como una versión amable del Prieuré. Las monjas, todas con nombres indios, vivían separadas en el complejo, con la Hermana Lalita vigilando a la inglesa Amiya, la noruega Sarada, la estadounidense Yogini y la irlandesa Sudhira. Todos comían juntos y compartían las tareas domésticas, aunque, según la costumbre india, eran las mujeres las que hacían las tareas de cocina y limpieza. Había conferencias y rezos y visitantes frecuentes, entre ellos los discípulos de otros centros del Vedanta. Y también había bastante diversión. Lo cierto es que desde el ingreso de Isherwood la vida fue más divertida para todos. La espiritualidad cerebral de Heard y Huxley no iban con Isherwood. Le dijo a Heard que lo que buscaba en el Swami no era orientación moral sino la seguridad de que Dios existía. Amaba tanto la vida como él pensaba que Heard la odiaba y se unía entusiasmado al grupo que se iba al cine, a ver La canción de Bernadette que les hizo llorar.
Swami se ocupó personalmente del nuevo acólito, que encontró en la relación gurú-discípulo y en los rezos, deplorados por Krishnamurti, Heard y Huxley («Tendrías que oír a Krishnamurti cuando habla de los gurús…» escribió Huxley a un amigo)[354], justo lo que necesitaba. Isherwood también gozaba con la confusión que había en Ivar Avenue, del mismo modo que su alma gemela y también homosexual, el novelista Forster, había gozado en la India veinte años antes.
Prabhavananda presidía la comunidad como un gobernante benévolo, aunque a veces era despótico y voluble. Era un hombre pequeño, alegre, amistoso y emotivo, con rasgos ligeramente mongólicos, fumador empedernido y apasionado nacionalista indio. De palabra serena y escrupulosamente educado casi siempre, padecía ocasionales berrinches. A menudo reprendía a los residentes sin razón aparente, al modo gurdjieffiano, del mismo modo que su maestro Brahmananda lo había reprendido a él, mostrando favoritismo hacia algunos, sobre todo hacia Isherwood, cuya compañía buscaba, halagado por su fama.
Aunque no era un solitario, el Swami supo resistirse a las tentaciones de Hollywood, donde había una continua demanda de gurús más dados a exhibirse. La gente estaba impresionada por su capacidad para vivir castamente en un mundo evidentemente corrompido. Incluso Auden, que desaprobaba «toda aquella farsa pagana»[355], declaró que el Swami era obviamente un santo. Isherwood pensaba lo mismo. Vio su opinión confirmada por la misma mundanidad que Heard detestaba tanto. Cuando un amigo común fue sorprendido haciendo proposiciones deshonestas en un urinario público, todo lo que el Swami dijo fue: «Oh, Chris, ojalá no lo hubieran sorprendido. ¿Por qué no fue a un bar?»[356]. Y aunque insistía amablemente en que Isherwood ingresara en la comunidad e incluso se hiciera monje, toleraba e, incluso aprobaba que trabajara en el cine.
Isherwood escribía entonces guiones para los estudios de cine, actividad que siguió ejerciendo durante el resto de su vida. Poco después de su llegada a California, encontró a varios amigos que formaban parte de la emigración provocada por Hitler. Salka y Bertold Viertel habían conseguido trabajo en Hollywood y presentaron a su amigo a la MGM, donde lo admitieron con un salario, que a él le pareció exageradamente alto, de 500 dólares a la semana (aunque el más famoso Huxley cobraba tres veces más y enviaba casi todo a Europa).
Uno de los gajes de trabajar en el cine era codearse con las estrellas. En julio de 1943 hubo una tremenda conmoción en el centro cuando Salka Viertel se trajo a Greta Garbo a la hora del almuerzo. Greta era el colmo para las expectativas de los compañeros de Isherwood, como así fue, y Greta comparó desfavorablemente la vida de una actriz con la de las monjas y coqueteó con el Swami. Las mujeres la encontraron muy espiritual y los hombres, bellísima. Prabhavananda comentó que ya la única ambición mundana que le quedaba era conocer al duque de Windsor.
Pero a quien conoció fue a Krishnamurti, que asistió a una clase en el centro en 1944, sentado silenciosamente atrás mientras Prabhavananda hablaba. Al principio, el Swami no las tenía todas consigo con respecto a su distinguido visitante. Años antes, Annie Besant había importunado a Brahmananda para que entrara en la Sociedad Teosófica, y el feroz nacionalista Swami asociaba a Krishnamurti con la teosofía y a la teosofía con el colonialismo europeo. Pero pronto quedó claro que Krishnamurti hacía tiempo que nada tenía que ver con la Sociedad; en efecto, mostró un gran respeto por los ritos hindués del Swami y la ocasión transcurrió serenamente. Al final, los dos hombres se saludaron y se mostraron respeto mutuo.
Como Krishnamurti, el Swami aprendió en esta época a desenvolverse cómodamente en el mundo demencial de California, con sus almuerzos, cenas y reuniones en clubes de mujeres, tan perfectamente recogido en la novela de Huxley Tras de varios veranos. Incluso, en 1949, se relacionó indirectamente con Gurdjieff, cuando visitó a Frank Lloyd Wright en Taliesin. Aunque nunca fue un gurú de la buena sociedad, al Swami le gustaba hablar en reuniones de señoras, vestido con un correctísimo traje gris y encorbatado, y no rehusaba asistir a las fiestas.
Pero el momento culminante de su éxito social le vino cuando se vio trabajando para un estudio cinematográfico, al igual que Krishnamurti había hecho veinte años antes. En 1943, Somerset Maugham pidió consejo a Isherwood sobre el epígrafe de su novela El filo de la navaja. El epígrafe estaba tomado del Katha Upanishad, y Maugham tenía un interés circunspecto por el Vedanta, incluso había escrito un ensayo sobre el Ramana Maharshi, un santón que había conocido en la India. Sometió este ensayo a la corrección de Isherwood en asuntos de dogma, que luego publicaría con el título «El Santo» en su libro Puntos de vista. En 1945, Maugham llegó a Hollywood para escribir el guión del filme El filo de la navaja con Cukor de director. Llamaron a Prabhavananda para que los asesorara. Al final, el guión y la dirección de la película estuvieron a cargo de otros, que ignoraron la ayuda pedida al Swami, pero éste gozó de su breve incursión en el mundo del cine y la ocasión no podía ser más adecuada. La novela de Maugham trata de un joven mundano, Larry, cuya búsqueda de la fe termina triunfalmente en el Vedanta. Aunque Isherwood lo negaba, a menudo lo identificaban como el modelo de Larry.
Y su negativa se hizo más irritada a medida que se daba cuenta de que su compromiso con el Vedanta se iba debilitando. La atracción de otras formas de vida resultaba demasiado fuerte. Echaba de menos su trabajo como novelista y el sexo era una tentación constante, especialmente cuando visitaba a los Viertel en Santa Mónica, con la playa llena de hombres atractivos. Entabló amistad con Tennessee Williams (también escritor de guiones de cine) y hablaron largo y tendido sobre el sexo, aunque Isherwood no acompañaba al dramaturgo en sus expediciones a los altos de los acantilados, donde una horda de aburridos soldados esperaba en busca de «ligues».
El problema era que, como Denny Fouts señalaría más tarde, Isherwood seguía comportándose como un turista o un puto, probando muchas maneras de vivir sin acomodarse a ninguna. Auden haría una observación parecida: se ha de elegir una manera de vivir, del mismo modo que se elige un conjunto de creencias y un gusto sexual, entendiendo sus ventajas y aceptando sus inconvenientes.
Como otros emigrantes, Isherwood también estaba intranquilo por la lejana guerra en Europa, aunque lo único que la hacía presente eran los grandes embarques de tropas que salían de Los Angeles y los soldados miserables que rondaban por los bares en espera de ser destinados a las islas del Pacífico. Los recuerdos estremecedores de su antigua vida en Europa y estos indicios de la guerra lo acercaron más a sus amigos y compañeros refugiados, especialmente los alemanes, que a los americanos emparentados por el mismo idioma.
Durante un tiempo renovó su entusiasmo por el Vedanta, ante la perspectiva de colaborar con el Swami en la traducción de las escrituras hindúes. Empezaron con el Gita, que Isherwood vertió primero en una pesada prosa victoriana y luego, tras la severa crítica de Huxley, en un inglés arcaico y épico al estilo de Auden. Pero ya en la primavera de 1944 tenía resuelto no meterse a monje, aunque siguió residiendo en el centro durante unos meses más, aflojando paulatinamente sus lazos mientras volvía a sentirse atraído por la complicada vida de los estudios cinematográficos, donde ahora trabajaba para la Warner Brothers. En el verano de 1945 abandonó el centro y se fue a vivir con un nuevo amigo. Empezó a viajar otra vez y reanudó su vida anterior de novelista peripatético y escritor de viajes y, aunque continuó colaborando con Prabhavananda en las traducciones, fue el final de la relación padre-hijo entre ellos.
Pese a esto, el lazo emotivo de su relación siguió siendo fuerte, como reconocieron Huxley y Heard años más tarde, cuando acudieron desesperados al Swami para que hablara con su joven amigo acerca de su promiscuidad con los hombres y las drogas. En esta ocasión Heard había abandonado Trabuco para llevar una vida más retirada, y en 1949 hizo donación del colegio a la Sociedad Vedanta. El Swami se fue a vivir allí, y allí lo visitó Isherwood en alguna ocasión. Estas visitas confirmaron su opinión de haber acertado al no tomar los votos monásticos, cuando vio a los «muchachos» que vivían en la comunidad, esclavizados todo el día con el trabajo en los huertos, con pesadas botas y pantalón corto, como si estuvieran encadenados al trabajo. Isherwood se lo pasaba bien escardando malas hierbas cuando se sentía de humor para hacerlo, pero no estaba mejor preparado para el trabajo manual que para la vida espiritual, y lo sabía. También comentó que «no habría sido un buen compañero para los muchachos»[357].
Era una manera de decirlo. También podría haber dicho que arrastraba una vida obsesionada por la bebida y la prostitución, siempre con el anhelo de encontrar al amigo perfecto y la desolación consiguiente, cuando el hombre de turno resultaba que no era tan perfecto. Aunque teóricamente eran de mentes abiertas, Huxley y Heard estaban disgustados con su conducta. También sentían una auténtica preocupación por el amigo. Más dramático, Heard creía que su antiguo discípulo estaba cayendo en el ateísmo. Llegó a decir a Isherwood que «algo» lo estaba acechando, tratando de poseerlo, como un eco de Wedgwood cuando advertía que las Fuerzas Oscuras perseguían a Krishnamurti.
Al final, los problemas de Isherwood no los resolvió la religión. La solución vino de una manera más propia de él: su encuentro con el joven de dieciocho años Don Bachardy en la primavera de 1953. Enseguida se hicieron amantes. Durante toda su vida, Isherwood había buscado la figura del padre, desde Auden a Dios. Ahora le llegó el turno de hacer él el papel del padre. Y al hacerlo, encontró la estabilidad por primera vez en su vida[358].
Como todo lo demás en su vida, el alejamiento de Isherwood del Vedanta fue un asunto personal, sin relación alguna con los grandes cambios de sentimientos y creencias de su época. Por otro lado, a Huxley y Heard les gustaba argumentar que la apostasía de ellos era cuestión de principio, aunque se vio alentada por su amistad con Krishnamurti, cuyo rechazo del guruismo y de los ritos coincidía con sus sentimientos. Después del primer encuentro en 1937, los tres se hicieron íntimos amigos —tan íntimos al menos como cualquiera de los tres podía serlo—, sobre todo Krishnamurti y Huxley, quien más adelante escribiría a un amigo que «durante un tiempo seguí los métodos de alguna manera mecánicos que enseñan los Swamis de la Misión Ramakrishna; pero ahora encuentro más provechosos los de Krishnamurti, que están más cerca del Zen»[359]. Esta confesión nos da una pista de lo que Huxley buscaba. Si Heard iba en busca de la iluminación divina, Huxley perseguía el objetivo más mundano de la psicoterapia, en los dos sentidos de la palabra, espiritual y mental. Huxley sentía una debilidad por toda clase de remedios heterodoxos. Siempre pensó que la vida humana era en sí misma una enfermedad para la cual se necesitaba urgentemente una cura que, efectivamente, podía encontrarse, aunque también se conocía a sí mismo lo suficiente para hacer una sátira de tales aspiraciones:
Mi propio sentimiento es que, si pudiéramos combinar a Krishnamurti con el viejo método de psicoterapia del doctor Vittoz y el método de «control creativo consciente» de la postura y de la función corporal de F. M. Alexander, más un poco de semántica general que nos ayude a no perder el rumbo entre los escollos verbales y conceptuales, más una dieta razonable, habríamos resuelto el problema de la medicina preventiva y, junto a eso, la mitad por lo menos del problema de la educación…[360]
El comentario sobre la semántica general y la añadidura de la «dieta razonable» son Huxley puro: medio serio, medio burlándose de él mismo, en parte victoriano racionalista, en parte caprichoso de la Nueva Era.
Igualmente típico y más astutamente, concluye que «ni que decir tiene que la gente seguirá comprando vacunas, papismo y meprobamato…». Con el paso de los años, Heard y Huxley se interesaron menos por la religión como terapia y más por la iluminación espiritual y el sentido de la identidad con Dios —o con lo que Heard llamaba «esta cosa»—. Buscaron el don supremo de la conciencia religiosa con la esperanza de trascender su enfoque intelectual, discursivo, infinitamente reflexivo, en favor de una aprehensión inmediata de la unidad, la identidad y la divinidad. Es sabido que intentaron alcanzar este estado con drogas: no con meprobamato (un sedante), sino con mescalina. En mayo de 1953, Huxley participó voluntariamente en unos experimentos psicológicos dirigidos por el psiquiatra Humphrey Osmond. Los experimentos consistían en tomar 0,4 g de mescalina. Huxley encontró apasionante la percepción intensamente acrecentada por la mescalina, aunque no sabía muy bien qué hacer con ella[361].
Sus amigos se alarmaron. Krishnamurti y Prabhavananda consideraban que el uso de drogas era peligroso, decadente y equivocado, pero Huxley continuó experimentando mientras exigía cautela a los demás. Había satirizado el empleo de las píldoras que producen una gratificación inmediata en su propia parodia utópica Un mundo feliz (1932) y no ignoraba los peligros que conllevan; además, su puritanismo nativo lo hacía especialmente crítico con quienes abusan de las drogas por placer. También previó las posibles consecuencias de una cultura de la droga con propósitos alejados de su propia búsqueda de la iluminación espiritual. Si el verdadero conocimiento es una función del ser, como habría dicho Huxley, el falso conocimiento sólo puede conducir a la disminución del ser. La ilusión de que las drogas por sí solas pueden ser el camino de la iluminación o que pueden aliviar los males de los axiomas clásicos del falso conocimiento, son causas y consecuencias del mal uso de la mescalina. Huxley insistió en que los estimulantes para ampliar la mente sólo pueden servir como ayuda secundaria para la meditación y deben tomarlos adultos responsables bajo un control cuidadoso.
A pesar de sus precauciones, en la California de mediados del siglo XX surgió una cultura de la droga como un elemento más de las costumbres de la Nueva Era, y el abuso de la droga en nombre de la iluminación espiritual se fue extendiendo allí donde se daba esa cultura. Lo paradójico es que los escritos ascéticos de Huxley sobre religión en estos años ayudaron involuntariamente a promover el uso ilegítimo de drogas a medida que las actitudes «liberadas» de la Nueva Era pasaban a formar parte de la cultura generalizada. Estas actitudes dan por supuesto que existe un vínculo directo entre la iluminación y el placer. Y se pensó que era únicamente este vínculo el que las drogas tenían que proporcionar. Pero Huxley sabía bien que las fronteras entre los extremos del dolor y del placer y el verdadero estado de bienaventuranza son difíciles cuando no imposibles de trazar: confundir un estado con otro es un riesgo harto conocido de la vida religiosa. Es una razón por la que se nos previene contra el hedonismo en esa vida, y el hedonismo fue el santo y seña de la cultura de la Nueva Era en los años de la mitad del siglo[362].
La postura de Huxley con respecto al hedonismo está resumida en una de sus novelas menos leídas, Tras de varios veranos, publicada en vísperas de la Segunda Guerra Mundial[363]. Es, aparentemente, una sátira en su primer estilo, pero, de hecho, es una parábola. La trama se ocupa de la búsqueda de la vida eterna. Poniendo del revés la teoría de Shaw en Vuelta a Matusalén, el tema irónico del libro es que la longevidad no es la solución a los problemas de la vida, porque sólo puede comprarse a un precio prohibitivo.
Bajo el patronazgo de un multimillonario aterrorizado por la muerte, el doctor Obispo experimenta técnicas de prolongación de la vida. Después de muchas pruebas, llega a la conclusión de que el secreto hay que buscarlo en las entrañas de la carpa. Por otro lado, el erudito Jeremy Pordage, investigando en una colección de documentos guardados en un absurdo castillo del millonario (inspirado en San Simeón de Heart), descubre que el conde Gonister, un libertino del siglo XVIII que quería prolongar su vida de placeres, llegó a la misma conclusión que Obispo doscientos años antes. Se obligó a comer hígado crudo de carpa para conseguir su objetivo pero, a pesar de ello, murió.
Las dos líneas de la novela se unen cuando Obispo, de visita en Inglaterra con su patrón, aprovecha la oportunidad para inspeccionar la mansión desierta del conde Gonister. En lo más profundo de las bodegas encuentra a un par de criaturas de aspecto simiesco, increíblemente inmundas, que resultan ser el conde y su amante. En efecto, han sobrevivido mucho más de lo natural, escondidos de posibles curiosos en la bodega y mantenidos por el legado de un testamento que el conde hizo cuando fingió morir (para escapar de las consecuencias de su vida pecaminosa).
Aunque no se nos dice si lamenta el resultado de sus experimentos, el conde ha pagado un precio desproporcionado por su longevidad, porque ha vuelto al estado de hombre primitivo y el urbano aristócrata se ha convertido en un chimpancé chillón y copulador, con sólo la andrajosa cinta de la Jarretiére [la orden de caballería de la Liga] como señal de sus orígenes humanos. No es éste el resultado espiritual de la longevidad que propone Shaw. Por el contrario, aquí la evolución ha seguido el camino inverso. Para este hombre-mono confinado en su bodega, la existencia ha frustrado sus propios propósitos, limitándose exclusivamente a la gratificación de los deseos que, en otra época, fueron su lujoso adorno. Al menos en este caso, el conocimiento se ha convertido en enemigo del ser.
Tras de varios veranos fue sólo el primer signo del creciente interés de Huxley por la idea de la regresión, que culmina en Mono y esencia, publicada diez años más tarde, en 1949. Esta extraña novelita se ocupa de un tema tristemente repetido desde entonces: el período posterior al holocausto nuclear. En una parodia fantástica de un guión hollywoodiense (que convirtió la fantasía en realidad cuando se rodó El planeta de los simios), Huxley imagina una época en la costa oeste de EE.UU. cuando
El Mandril [es] amo,
Se puede engendrar ese monstruo[364].
Y a pesar del final en el que los dos amantes escapan del cruel régimen de los monos, que ahora dominan la tierra, es un libro sombrío, incluso violento. Un objetivo es la falsa religión —la adoración de Belial— criticada ferozmente como medio de explotación. Como consecuencia, hemos de suponer que la religión convencionalmente «verdadera» puede emplearse con el mismo propósito. ¿Quién iba a imaginar leyendo esta novela —un producto muy característico de un período en el que la reputación de la religión en general estaba en declive— que en la costa oeste estaba a punto de surgir un vasto renacimiento espiritual, impulsado en parte por la obra del mismo Huxley?