La persona de quien sobre todo «no hablaba» Gurdjieff en estos años era, por supuesto, Ouspensky. También él estaba excluido del paraíso, en permanente exilio de la felicidad que había atisbado en 1915[323]. Prosperó en otros aspectos, a medida que aumentaban sus seguidores en el período de entreguerras, pero su melancolía aumentó con los años. Iniciaba grupos, fundaba casas en el campo, daba conferencias, pero todo era lo mismo. Era el problema de haber formulado un sistema: ¿qué puede hacerse sino repetirlo? Y aunque ahora llevaba una vida cómoda, incluso lujosa, le faltaba el elemento que proporcionaba Gurdjieff: el riesgo.
A Ouspensky tampoco le gustaban los ingleses. En efecto, encarnaban su problema. Aunque, después de las calamidades pasadas en Rusia y Turquía, gozaba de la vida fácil y ordenada de la clase media inglesa, le parecía deprimente la vida muelle y la falta de curiosidad intelectual. En uno de sus libros, Ouspensky observa que el sentido de la vida estriba en la búsqueda de un propósito, no en el propósito en sí. Para él, la búsqueda se había terminado. Respondió al fracaso con la aceptación agradecida de la indiferencia inglesa y buscó en la botella un alivio para la monotonía de su vida.
Tampoco le ayudó su esposa. Aunque abandonó a Gurdjieff en 1929 para reunirse con él en Inglaterra, a mediados de la década de 1930 hacían vidas independientes y Madame Ouspensky ya era maestra por derecho propio. Según muchos discípulos, era más parecida por su carácter a Gurdjieff que a su marido: fuerte, de espíritu generoso y modales dominantes. En el otoño de 1935, Sophia Grigorievna dejó Londres y se estableció en una casa rural, Lyne Place, Virginia Water, que los fines de semana se convertía en una especie de Prieuré, donde los residentes se unían a los discípulos que venían de Londres los sábados y trabajaban en la casa y el jardín bajo la dirección de una castellana cuya lengua viperina era temida y obedecida.
Al principio, Ouspensky prefirió quedarse en la ciudad, aunque terminó por acostumbrarse a vivir como un señor rural, porque Virginia Water no era todavía el suburbio que es hoy. En 1939, más de cien personas se reunían los fines de semana en Lyne para asistir a conferencias y coloquios[324]. Ouspensky pudo por fin satisfacer su pasión por los animales, caballos y gatos en especial. Pero, a pesar del régimen espartano de Madame Ouspensky, se fue hundiendo cada vez más en la depresión. El aburrimiento era ciertamente una de las causas, la bebida, otra; pero, como demostrarían los acontecimientos posteriores, sólo eran los síntomas de su enfermedad. El problema real era el sentimiento creciente de confusión y fracaso, que la serena seguridad de su esposa sólo podía exacerbar.
Porque Ouspensky siempre había vacilado entre el deseo apasionado de creer en la enseñanza de Gurdjieff y el escepticismo inevitable acerca de la misma. Había ocultado al público su indecisión tras la frialdad de sus modales. Pero ahora sus dudas empezaban a extenderse. Se preguntaba si el mismo Sistema, que durante tanto tiempo había sido su base sólida, no era tan dudoso como su transmisor. Al principio no dio a conocer sus dudas, pero proyectaron su sombra al final de su vida, una sombra acentuada por su esposa. Después de tantos años de reverenciar y resistirse simultáneamente a Gurdjieff, se encontraba en una situación similar vis-à-vis Madame Ouspensky, difícilmente una compañera agradable a su edad. Se pasaba mucho tiempo en la sala de estar, a solas o con sus discípulos sentados en respetuoso silencio, consumiendo cantidades increíbles de vino blanco y vodka, recordando el pasado y criticando mordazmente los defectos de sus discípulos.
La relación de Ouspensky con sus discípulos repite irónicamente los conflictos que tuvo con Gurdjieff y sirve para ilustrar los problemas de la pedagogía espiritual. ¿Hasta qué extremo debe el maestro instruir a los alumnos y en qué situaciones debe ponerlos, para que desde ellas puedan aprender, en el supuesto de que tengan capacidad para aprender? ¿Hasta qué extremo debieran los alumnos seguir o siquiera imitar al maestro, y hasta qué extremo agradecen su enseñanza mostrando su independencia? ¿Cómo reconocen lo que aprenden? Estas preguntas nos recuerdan que la palabra «privacidad» tiene otro sentido además del mero apartamiento de la vida pública. La sabiduría esotérica u ocultista es, por definición, secreta, escondida, aparte. Como vio Blavatsky, su transmisión —que debe ser inteligible para el acólito, aunque oculta a la mirada profana— está, por lo tanto, llena de dificultades. Quizá la peor de estas dificultades sea el intento de convertir la enseñanza ocultista en una misión pública, un intento que lo más probable es que se vea comprometido por malentendidos y acusaciones de fraude. Nadie luchó más seriamente —o más cómicamente— con este problema que el capitán J. G. Bennett, antiguo miembro del Servicio Secreto británico, que luego combinó estrafalariamente las funciones de maestro espiritual e ingeniero de minas. La vida de Bennett encarna el principio de Gurdjieff de que el hombre auténticamente espiritual no se retira del combate para sumirse en la contemplación, sino que busca las oportunidades de autoobservación y sufrimiento intencional en todas las circunstancias que se le presentan. Pero, aunque Bennett llevó una vida que puede considerarse pública en dos sentidos, llegando a ser una figura prominente en los negocios y en la religión alternativa, y aunque era encantador, educado y gregario en sus modales, él se tomaba a sí mismo como una figura esencialmente privada e incluso torturada, para quien los caminos paralelos de su vida encarnaban el doloroso dilema de tener que elegir continuamente.
Después de dejar el servicio, Bennett pasó los primeros años de la década de 1920 pidiendo la devolución de las extensas tierras de la depuesta familia real osmanlí, incluidas las de las ocho viudas del sultán, cuyas propiedades, confiscadas por el nuevo gobierno republicano turco, cubrían grandes superficies de la costa mediterránea[325]. Gran parte de esta costa estaba ahora bajo el control o la influencia de los británicos. Como antiguo representante del gobierno británico y profundo conocedor del Oriente Medio de la posguerra, donde los negocios estaban dominados por los sobornos y la política por los agentes secretos, Bennett reunía las condiciones idóneas para el trabajo. Lo persuadió para que se hiciera cargo del asunto el dentista de la familia real, un apasionado realista que lo tuvo una tarde de 1921 en el sillón de operaciones durante casi dos horas, con el pretexto de sanarle un absceso, mientras lo convencía para que ayudara a la numerosa familia del sultán y del depuesto y corrupto príncipe a recuperar sus propiedades.
Bennett tomó como socio para esta empresa —que de tener éxito les reportaría una gran fortuna— al financiero y hombre de negocios John De Kay, amigo de la señora Beaumont y del príncipe Sabeheddin. El plan era que Bennett se ocupara de las negociaciones políticas y De Kay de la faceta económica. Dada la experiencia política de Bennett y los cacareados conocimientos de negocios de su socio, la empresa parecía prometedora. Había, sin embargo, dificultades.
De Kay, nacido en Dakota del Norte en 1872, poseía una personalidad compleja: socialista apasionado, visionario y estafador, siempre lleno de grandes planes y siempre traspasando las sutiles fronteras entre los negocios, la política y el delito. De acuerdo con su propia versión, hizo su fortuna con los periódicos. Empezó a la edad de doce años como repartidor, fue periodista a los diecinueve, y a los veintidós ya era propietario de tres periódicos de provincias. Tras apoyar con sus periódicos la fracasada campaña presidencial de William Jennings Bryan[326], los vendió y se trasladó a México, donde consiguió el apoyo del dictador Porfirio Díaz y se dedicó a los negocios de la carne enlatada. Le fue bien hasta que eligió el bando equivocado en la guerra civil que surgió en México después de la retirada de Díaz, lo que le obligó a trasladarse a Europa, donde hizo de traficante de armas y vendió bonos del gobierno mexicano para financiar sus negocios.
Entretanto, escribió una obra de teatro para Sarah Bernhardt, tuvo la obligada aventura con ella e intentó comprar el Château de Coucy, en el valle del Mame, al norte de París, afirmando que era descendiente de sus constructores medievales, los Sieurs de Coucy. También tuvo una relación con la futura esposa de Bennett, Winifred Beaumont, con quien regresó a México. Hombre encantador, elocuente y teatral, le gustaba vestir al estilo que Bennett llamaba del Medio Oeste, con un sombrero de ala ancha y un revólver de seis tiros, que llevaba consigo a los bancos y salas de juntas cuando buscaba dinero.
La guerra sorprendió a De Kay y a la señora Beaumont detrás del frente alemán en Francia. Los combates los impresionaron tanto que De Kay decidió renunciar al tráfico de armas y se hizo pacifista. Esto no fue suficiente para mitigar el susto de la señora Beaumont cuando descubrió que De Kay ya tenía dos hijos con una amiga de ambos. En 1919 lo dejó para irse con el príncipe Sabeheddin, primero a Suiza y luego a Constantinopla. Cuando le presentó a Bennett, De Kay vivía en Berlín.
Es evidente que De Kay esperaba que su relación con Bennett y la casa imperial turca le ayudaría a resolver otros negocios que no le iban bien. Los dos hombres congeniaron bastante porque ambos habían hecho el mismo trabajo. De Kay aparece en los archivos del espionaje de la Primera Guerra Mundial como «jefe de la sección de sabotaje y asesinatos del Servicio Secreto alemán»[327], aspecto que Bennett omite en su relato de estos años. Y aunque Bennett menciona que De Kay fue encarcelado en Londres al final de la guerra, acusado de comerciar con bonos mexicanos falsos, añade cautelosa y equivocadamente que las acusaciones no estaban justificadas. La realidad es que casi todo lo que De Kay le contó a Bennett era falso o tergiversado. Esta vez se pudo librar por defectos de los tratados de extradición entre Londres, Washington y México. Pero no siempre sería tan afortunado.
De Kay fundó inmediatamente una compañía para ocuparse de la reclamación de los osmanlíes. Abdul Hamid Estates Incorporated, registrada en Delaware, declaró un capital equivalente al valor de las propiedades confiscadas, estimado por De Kay alrededor de los ciento cincuenta millones de dólares. Como es lógico, el nuevo gobierno turco se opuso enérgicamente a sus pretensiones, pero los dos hombres sabían cómo emplear sus buenos contactos y creían que había una buena posibilidad de recuperar al menos algo de la propiedad, lo cual, en términos relativos, habría supuesto una cantidad enorme.
El asunto se prolongó durante 1922, 1923 y 1924 sin resultados tangibles. En el verano de 1923, con la esperanza de acelerar el caso, Bennett asistió a la Conferencia de Lausana, en la cual los Aliados negociaron un nuevo tratado de paz con Turquía. Durante las largas horas de espera entre sesiones, tomó lecciones de danza de una dama rusa, en compañía de un noble japonés y del jefe turco Rabbi. Pero, aunque aprendió danza, no sacó nada de la conferencia a favor de sus clientes. Sin embargo, Bennett no perdió la confianza. Sabía que aun en el mejor de los casos, las negociaciones de este tipo eran complicadas, y ahora más que en tiempos del Imperio Otomano, donde nada era sencillo, todos querían su parte y había que untar todas las manos. Incluso bajo el nuevo régimen puritano existía todavía por todas partes lo que los occidentales califican de corrupción.
Lo que Bennett no sabía —o pretende que no sabía— es que su socio estaba siendo investigado una vez más por las autoridades federales norteamericanas, sospechoso de falsificar bonos mexicanos y otros delitos fiscales. La ruina le vino en 1924, con la elección de un gobierno laborista en Gran Bretaña, que hubiera debido serles propicio. Tanto De Kay como Bennett conocían a destacados miembros del gabinete. Bennett había hecho campaña en favor de Ramsay MacDonald y De Kay esperaba que sus amigos, nuevamente poderosos, lo ayudaran en las pretensiones de Abdul Hamid Estates Inc. sobre los territorios del Oriente Próximo que habían formado parte del Imperio Turco y ahora estaban bajo control británico. Pero fue demasiado tarde. La combinación de fraude y socialismo no le granjeó las simpatías de la administración conservadora norteamericana. Llegado a Inglaterra, fue detenido y encarcelado a petición de las autoridades americanas y fue extraditado a EE.UU. para ser juzgado. Aunque el caso acabó por ser sobreseído por falta de pruebas, De Kay se pasó muchos meses en prisión y su socio no volvió a verlo. La reclamación del príncipe quedó aplazada en espera de que Bennett pudiera encontrar nuevos respaldos para formar otra compañía.
Esto fue sólo el principio de sus dificultades. Bennett estaba ahora escaso de dinero, aún más que si nunca hubiera conocido a De Kay, inclinado a hacer extravagantes promesas de apoyo ecónomico que luego no cumplía. Siguió la reclamación de los herederos turcos en Grecia (donde se casó con la señora Beaumont en 1925). Allí, convencido por sus asociados de que obtendría un rápido reconocimiento de las pretensiones del príncipe si prometía desarrollar algunas zonas de las tierras reclamadas, se unió a Nico Nicolopoulos, que ya había trabajado para él y para Compton Mackenzie en el Servicio Secreto británico. Nicolopoulos, un muchacho atractivo, dado a las mentiras, las bravatas y actos de verdadero valor, se ofreció a ayudar reuniendo las ampliamente dispersas escrituras de propiedad de la tierra, casi toda ella repartida entre numerosos propietarios de parcelas.
Nicolopoulos no fue muy escrupuloso en sus métodos y sucedió lo inevitable. En marzo de 1928, Bennett fue detenido y encarcelado, acusado de falsificar las escrituras. Pudo arreglárselas para escapar de la fétida celda donde fue encerrado con asesinos y prostitutas tomando yodo para fingir apendicitis (Bennett cuenta que tuvo que tomarlo dos veces, porque el médico de la prisión no lo advirtió la primera vez). Nicolopoulos, que también fue encarcelado, murió en la prisión, sin duda a causa de los malos tratos. Bennet fue sometido a juicio, y aunque salió libre por falta de pruebas, la dilación sufrida puso fin a su trabajo para Abdul Hamid Estates Inc.
Pero este absurdo episodio fue también el inicio de la larga carrera minera de Bennett. Durante el juicio lo visitó un tal Dmitri Diamandopoulos, un ingeniero que le explicó que él, Bennett, era víctima de una conspiración política. Diamandopoulos, que había quedado impresionado por la conducta de Bennett ante el tribunal, era dueño de una mina de carbón bituminoso en las montañas, a un centenar de kilómetros al oeste de Salónica, pero no tenía el capital necesario para explotarla. Le ofreció a Bennett el cincuenta por ciento de participación a cambio de su ayuda financiera para extraer el carbón. Bennett aceptó. Una vez salido de la cárcel regresó a Inglaterra y se asoció con James Douglas Henry, ingeniero de minas. Decidieron transformar el carbón bituminoso en carbón para uso doméstico en Grecia y formaron una compañía con ese propósito.
Al principio, la compañía prosperó. Bennett encontró un método rentable de transformación del carbón e incluso llegó a interesar al primer ministro griego Venizelos, que visitó los talleres de la empresa en Birmingham. Pero en 1931 el gobierno de Venizelos fue sustituido por un gabinete antibritánico, que subió los impuestos del carbón y el lignito. Coincidió con la detención del director de la mina de Bennett, acusado de irregularidades financieras y éste fue el final de la Grecian Mining Co. Ltd.
En 1932, aprovechando su experiencia griega, Bennett entró como ingeniero en H. Tollemache, especialistas en carbón en polvo, y empezó a investigar los posibles usos del polvo de carbón. Fue su primer paso en una larga carrera de veinte años unida a la industria carbonífera británica, ejerciendo cargos públicos y privados, participando en comités gubernamentales y dirigiendo laboratorios de investigación. Dos años más tarde, en 1934, fue director de Coalburning Appliance Makers Association, que él ayudó a fundar, e inició la British Coal Utilization Research Association (BCURA) con ayuda de lord Rutherford, que era por entonces presidente del Consejo Asesor Científico del gobierno británico. BCURA buscó metodos para hacer más eficiente el carbón de uso doméstico e investigó otros posibles usos energéticos.
En todo este tiempo, a partir de 1921, Bennett prosiguió sus investigaciones espirituales. Poco antes de trabajar para las reclamaciones osmanlíes experimentó un momento de iluminación mística estando en un cementerio sobre el Bósforo, cuando se recuperaba de una disentería provocada por comer queso búlgaro. Una voz desencarnada —la primera de muchas— le dijo que disponía de siete años para preparar el comienzo de su vida espiritual, y entonces emprendería una gran tarea cuyo significado sólo se le revelaría al cumplir los sesenta años.
Se preparó para su gran tarea pasando varias semanas en el Prieuré recién inaugurado en 1923, donde Gurdjieff le dijo, como era su costumbre, que tenía demasiado Conocimiento y muy poco Ser, y Bennett padeció una recaída de la disentería que había cogido en Asia Menor. No por eso dejó de participar en los duros trabajos, se entregó a la meditación y no es sorprendente que tuviera experiencias extracorporales. Cuando la señora Beaumont acudió a su lado, quedó horrorizada al ver su estado. Encontró antipático a Gurdjieff y no supo decidir si era una buena persona o un malvado. Y aunque Ouspensky le dijera más adelante que Gurdjieff era bueno, añadió que Bennett aún no estaba preparado para la enseñanza del maestro. A la señora Beaumont tampoco le agradaron las míseras condiciones del Prieuré, donde las moscas eran dueñas de la cocina y el médico que trataba a Bennett tenía las manos sucias. Después de cubrir la cocina con papeles matamoscas, pensó que había que tomar medidas más enérgicas y se llevó a su amigo a París para que se recuperara.
Bennett abandonó a Gurdjieff y empezó a asistir en Londres a las reuniones de Ouspensky. Fue poco antes de que Ouspensky, en 1924, dijera a sus discípulos que tenían que elegir entre él y Gurdjieff, afirmando que, aunque Gurdjieff era un hombre extraordinario con grandes posibilidades, estas posibilidades podían ser tanto para el bien como para el mal. Parece que Ouspensky había cambiado de parecer desde que hablara con la señora Beaumont unos meses antes, porque ahora dijo a sus discípulos que los dos lados de Gurdjieff, el bueno y el malo, estaban en guerra y que la batalla podía decidirse en cualquiera de los dos sentidos. Mientras duraba, debían alejarse de Gurdjieff.
Bennett siguió este consejo y fue un miembro destacado del grupo de Ouspensky en la década de 1920. En West Kensington, se esforzó en la conciencia objetiva, el autorrecuerdo y el trabajo en sí mismo, y soñó con establecer un instituto propio que investigara la quinta dimensión. Como hemos visto, fundar institutos era una epidemia. Bajo la influencia de Bennett, hasta De Kay hablaba de establecer una escuela llamada Intellectus et Labor para promover los ideales de la II Internacional Socialista (y, presumiblemente, los servicios secretos alemanes). El polifacético Bennett, que nunca hacía las cosas a medias, estudió también sánscrito y recibió lecciones de pali, el idioma de las escrituras budistas, de la esposa de un distinguido erudito oriental, una tal señora Rhys Davies, que decía ser la reencarnación de una monja budista.
Los negocios afectaron su vida espiritual cuando descubrió, al regresar a Londres, después del juicio de 1929 en Grecia, que Ouspensky había roto sus relaciones con él. La causa fue un telegrama que Ouspensky le envió mientras esperaba el juicio, que decía «Simpatía para Bennett bajo las 96 leyes», refiriéndose a la teoría de Gurdjieff sobre las limitaciones planetarias bajo las cuales viven los hombres. La policía griega encontró este mensaje siniestro cuando registró la casa de Bennett y, sabedora sin duda de su trabajo en el servicio secreto, lo entregaron, junto con otros papeles, a la embajada británica. El resultado fue que el Foreign Office llamó a Ouspensky y lo sometió a un interrogatorio sobre su posible simpatía por los socialistas británicos y los bolcheviques rusos, que para muchos del Foreign Office eran lo mismo. Desconcertado y furioso, excomulgó inmediatamente al ausente Bennett. Y no sería la última vez.
A pesar de los constantes rechazos de Ouspensky y Sophia Grigorievna, que le reprendía por lo que ella llamaba su «mecanicidad», su falta de espiritualidad, su torpeza y su ineptitud en general, Bennett perseveró en su búsqueda espiritual. Pero, maltrecho por la aplicación del método crítico gurdjieffiano, decidió formar un grupo por su cuenta. Los primeros miembros fueron un hombre que su esposa había conocido en el tren, y una mujer junto a la cual se sentó ella en el autobús número 16. Un comienzo apropiado, dado el papel que los viajes rápidos jugarían en la vida de Bennett (de un sitio a otro, de una idea a otra, de una fe a otra). Más tarde el grupo adquiriría un cariz familiar, cuando se unieron la hermana de la señora Bennett y dos amigas de aquélla, llegando así a siete el número de miembros.
Bennett enviaba regularmente los informes de sus reuniones a Ouspensky, quien los ignoraba habitualmente. Cuando finalmente hizo caso de estas comunicaciones, Ouspensky siguió el ejemplo de Gurdjieff y absorbió a Bennett y a su grupo en el suyo propio. Después de eso, Bennett se convirtió rápidamente en uno de los principales lugartenientes de Ouspensky, buscando discípulos, preparando reuniones y bebiendo con su maestro hasta horas avanzadas. En una ocasión dieron cuenta de cinco botellas de clarete, lo cual seguramente tuvo algo que ver con las sensaciones extracorporales que Bennett experimentó aquella noche.
Cuando Madame Ouspensky se mudó a Lyne en 1935, Bennett empezó a trabajar allí con ella los fines de semana, cayendo cada vez más bajo su influencia al final de la década. Su esposa, sin embargo, y por causas no explicadas, no fue bien recibida en la casa durante tres años. Como Gurdjieff, los Ouspensky insistían a menudo en separar a los esposos o creaban conflictos entre ellos. Pero Bennett, que creía en la incuestionable obediencia al maestro espiritual, aceptó la situación, por más que significara alejarse de su esposa en la única ocasión de la semana en que hubieran podido estar juntos. Deseosa de no interferir en el camino espiritual de su marido, Winifred Bennett le ofreció la separación.
Finalmente, en 1937, fue aceptada en la casa, pero sólo después de que hubiera intentado matarse. En los tres días de coma que siguieron a su suicidio frustrado, Winifred subió al cielo y estuvo delante de Jesús, hasta que Bennett, egoístamente, le pidió que regresara. Después de este episodio, Ouspensky la recibió en Lyne, donde pasaba el tiempo haciendo cortinas acolchadas y contándole al maestro su viaje celestial, lo cual provocaba en Ouspensky el llanto, frustrado en su anhelo de visitar las regiones celestiales y sabiendo que nunca podría hacerlo.
En esta época, Bennett ya se había alejado de Ouspensky, atraído a la órbita de Sophia Grigorievna. Sin embargo, le impresionó mucho el trato que Ouspensky dispensó a Winifred, prueba de la sensibilidad de su antiguo maestro que contrastaba con su propia torpeza, que él achacaba a la premura y grosería de los deseos físicos que se revelaban en la impureza psíquica. Había llegado a convencerse de que había una relación entre la experiencia mística y la «función sexual», aunque no sabía explicar esa relación. Según la señora Bennett, parte del problema era la «actitud negativa de su esposo ante el sexo»[328], lo cual le impedía entender a las mujeres y, presumiblemente, las formas más profundas de la experiencia mística. A juzgar por las historias que conocemos de Bennett, ella podría haber dicho que, en el caso de su esposo, la actitud negativa significaba un apetito demasiado positivo.
El sexo también creó problemas en los naranjales de Ojai. El trabajo de Raja para la KWINC lo retenía la mayor parte de la semana en Hollywood, en una oficina cercana a la casa que había comprado para su suegra y cuñada. Rosalind, aunque iba de vez en cuando a Hollywood, vivía casi siempre en Ojai, donde compartía la casa Arya Vihara con Krishna y Radha. Raja venía a pasar con ellos los fines de semana, pero incluso entonces, los esposos vivían bastante separados. A Raja le gustaba levantarse tarde y trabajar hasta entrada la noche; algunas veces comía solo. Por su parte, Krishna y Rosalind se levantaban con el alba, vivían en mutua dependencia y guardaban las distancias con los granjeros vecinos y el enclave teosófico del valle. Como consecuencia de esto, Krishna, Rosalind y Radha formaron una estrecha unidad emocional sobre la que se cernía constantemente la sombra de Nitya. Cuando nació la niña, Krishna se preguntó si era la re encarnación de su hermano. Ahora puso en Rosalind y su hija todo el afecto que antes había sentido por Nitya, del mismo modo que Rosalind había puesto su amor por Nitya en Raja. Fue en Ojai, según cuenta Radha, donde Krishna y su madre se hicieron amantes en 1932, un año después de nacer ella.
Esta afirmación no puede confirmarse ni negarse hasta tanto no se disponga de una documentación fiable, y quizá ni tampoco así. Pero explicaría bastante la vida de Krishna que, de otra manera, es difícil de entender. Separado de Annie, cada día estaba más distante de lady Emily, su otra madre adoptiva.
Rosalind asumió el papel de madre desde el inicio del Proceso y Krishna, según Radha, con alguna frecuencia, cuando no se encontraba bien, compartía castamente el lecho de Rosalind, como el niño enfermo que busca a su madre. Rosalind, una vez madre, con el esposo ausente y una hija a la que Krishna trataba como suya, estaba preparada —o al menos así se cuenta— para convertirse en amante de Krishna. Fueron castos en los primeros días de su amistad, vigilados por una prensa siempre en busca de la noticia sensacional del mesías negro y la «bomba rubia». Ahora las circunstancias favorecían la situación. Si hubo una aventura, se mantuvo con facilidad en secreto en la pequeña y alejada comunidad de Ojai, aunque algunos de los antiguos amigos de Krishna y la familia de Rosalind tenían sus sospechas. Pero Krishna siempre había necesitado el apoyo y la amistad íntima de las mujeres y muchos pensaron que ahora se trataba de la versión repetida de sus relaciones con Annie, Emily y otras.
Si Krishna y Rosalind fueron amantes, ellos y Raja mantuvieron una situación ciertamente delicada durante treinta años. Y es difícil ver cómo los tres conciliaron semejante situación con la misión pública de Krishna. Porque, aunque Krishnamurti ya no era teosofista, existía el supuesto tácito de que nunca se casaría —mucho menos que fuera adúltero— para cumplir con su destino espiritual. Al menos es lo que continuaban creyendo sus seguidores. La hija de Raja dispensa a sus padres de cualquier responsabilidad en cuanto a engaño deliberado. Para ella no hay la menor duda de que el culpable fue Krishna. Y aunque rinde tributo al amoroso cuidado que él tuvo con ella de niña, lo pinta como un monstruo de falsedad y egoísmo que sometía a todos a su voluntad y decía cualquier mentira para salvar su reputación.
Estos defectos afectaron a todo en su vida, desde lo trivial a lo serio. Por ejemplo, cuando Krishna no acudía a un acto que Raja había organizado para él, Raja era el culpable. Se podría achacar semejante conducta a distracción o candidez, pero, ¿qué pensar de cuando Rosalind quedaba embarazada de Krishna, que no sólo le decía que debía abortar, sino que, además, dejaba que ella arreglara los abortos por su cuenta? Radha también acusa a Krishna de grave deslealtad con Annie Besant, con Leadbeater y con la Sociedad Teosófica, contrastando esta traición con el permanente respeto de su padre por el pícaro y anciano Obispo y sus buenas relaciones con Adyar. En el libro de Radha, Krishnamurti es un Harold Skimpole místico, una especie de santo infantil para los de fuera mientras Raja y Rosalind soportaban su vanidad, su fantasía y sus mentiras patológicas, sin regatear un ápice de lealtad al hombre que traicionaba a los dos.
Cuesta de creer este relato, aunque sólo sea porque los Rajagopal difícilmente pueden ser excusados por permitir durante casi treinta años la situación que su hija describe, a menos que fueran venales, perezosos, estúpidos o increíblemente cándidos, defectos que ninguno de los dos tenían. Tenían además múltiples posibilidades de escapar. Ambos gozaban de independencia económica, con ingresos asegurados tanto por la generosa señorita Dodge como por las numerosas herencias posteriores. Ambos trabajaban provechosamente fuera de la Sociedad, y después de la ruptura de Krishna con la teosofía, Raja fue invitado a seguir en un puesto destacado (cosa que él rechazó). Ni eran extravagantes y, aunque Radha se extiende bastante en describir la vida aburrida en Ojai —largas horas en las faenas agrícolas, comida sencilla y ropa hecha en casa— parece ignorar el desfile interminable de casas y vacaciones que llegaron a disfrutar sus padres, para no hablar de las subvenciones de seguidores y amigos (de las que da cuenta) y que para cualquiera suponen una gran fortuna.
Además, la misma Radha afirma que Krishna propuso casarse con Rosalind en 1933, pero que Raja no se lo quiso tomar en serio. También dice que, con frecuencia, Raja ofrecía irse, pero que Krishnamurti lo disuadía de que no lo hiciera, porque —cree su hija— su padre estaba convencido de que era su deber y destino permanecer con ellos. Pero, si ése fue el caso, debemos preguntarnos, ¿por qué Raja no pudo someterse hasta el final a su destino? Sólo se puede conjeturar que, si bien es posible que no fuera feliz con la situación, no le importaba que continuara.
Y lo avala el hecho de que, aunque terminaron por separarse, Raja aún se aferraba a su relación con Krishna a mediados de la década de 1970, en una época en que ambos estaban atrapados en un complicado litigio sobre la administración de Raja en las varias fundaciones de Krishnamurti. La posesividad de Raja sugiere que el triángulo no era uno tan simple en el que Krishna —por mal que actuara según los criterios establecidos por él mismo— traicionaba a su amigo y abusaba de su amante, engañando de paso al resto del mundo. La dinámica de la relación era más sutil que eso: había complejas necesidades entre los tres que se remontaban al pasado. También es muy probable que, una vez habituados a un ritmo de vida, los tres encontraran difícil e inconveniente romper el modelo, hasta que Krishna empezó a alejarse de sus amigos.
Pero ese momento aún estaba lejos. Por ahora, los tres llevaban una vida plena e interesante de acuerdo con sus deseos. Lady Emily, en efecto, se preguntaba si Krishna no se daba cuenta de que, para los de fuera, su vida parecía transcurrir en unas prolongadas vacaciones, porque los intervalos entre las apariciones públicas cada vez eran más largos y más lujosos. A pesar de las complicaciones de su vida privada y de los prolongados retiros en Ojai, los tres cultivaron también una elaborada vida social, llegando a conocer en la costa oeste a una gran variedad de personas.
Los veranos, la familia de Ojai solía permanecer en Peter Pan Lodge, Carmel, donde conocieron, entre otros, a los escritores Robinson Jeffers, Rom Landau y Lincoln Steffens. También hicieron amigos en Hollywood, sobre todo entre la comunidad de emigrados, cuyo número aumentó con la persecución nazi y la amenaza de guerra en Europa. Muchos de los emigrados trabajaban en la industria del cine: los novelistas Christopher Isherwood y Aldous Huxley y la estrella de la pantalla Louise Rainer fueron amigos suyos. Otros, como el filósofo Bertrand Russell y los Mann (Thomas) fueron amistades pasajeras. Krishnamurti también entabló amistad con nativos y nacionalizados, como Anita Loos y Greta Garbo, alcanzando sus relaciones hasta Nuevo México, desde donde Frieda Lawrence escribió comparándolo con su marido[329].
Casi toda la gente que conocía aceptaba instintivamente la reputación de Krishnamurti como maestro espiritual. Se sentía a gusto entre los famosos, habituado como estaba desde hacía tiempo a las contrariedades y ventajas de su propia fama. Sabía lo que era ser una rareza, y la costa oeste estaba llena de personas que, de grado o por fuerza, eran rarezas. Gradualmente, las charlas, los escritos y las apariciones públicas convirtieron su notoriedad en estrellato. En 1939 había alcanzado la curiosa condición de ser famoso porque era una estrella, y era una estrella porque era famoso. Pero el precio del estrellato es una dislocación dolorosa y dañina entre la timidez del individuo y la manera de verlo los demás, entre la vida privada y el personaje público. A medida que pasaron los años, el abismo entre la imagen de santidad de Krishnamurti y la realidad de su pecado, comoquiera que se interprete, se haría cada vez mayor.