Si la juventud fue la tónica de la década de 1920 y la modernidad la moda, en política todo iba a favor de los movimientos internacionalistas, socialistas y pacifistas. El comunismo había triunfado en Rusia. La democracia florecía en EE.UU., recuperando su vitalidad con la intervención del presidente Wilson en la guerra. El liberalismo triunfaba en las naciones europeas. Hasta China y Japón daban pasos hacia la reforma política. La Liga de las Naciones se fundaba para vigilar el mundo en favor de la justicia. Incluso había la esperanza de un trato liberal en los imperios coloniales. A principios de los años veinte parecía que había llegado por fin la era de la ilustración política anunciada por los filósofos del siglo XVIII.
Sin embargo, al final de la década, volvió a oscurecerse el panorama político. Stalin cerraba su garra en Rusia, China se debatía en el caos, los militares tomaban el poder en Japón, EE.UU. se encerraba en el aislamiento y las naciones centroeuropeas surgidas en 1919 del Tratado de Versalles revelaban su debilidad. Todo el edificio de las relaciones internacionales se vio sacudido hasta los cimientos por la crisis de Wall Street en 1929 y la depresión que la siguió. El desempleo se cernió sobre todo el mundo y en Alemania, ya deteriorada por la lucha entre la derecha y la izquierda, el caos económico y la inflación desenfrenada crearon las condiciones para el acceso de Hitler al poder. A principios de la década de 1930, mientras Alemania y Rusia estaban socavadas por la guerra civil, EE.UU. permanecía indiferente y Japón se ocupaba de conquistar China, en Europa prevalecía una paz inestable. Pero, tan pronto como Hitler y Stalin se sintieron suficientemente fuertes para amenazar a sus vecinos, demostraron la vulnerabilidad de los imperios liberales de Gran Bretaña y Francia.
En estas circunstancias, los maestros espirituales se enfrentaron con un dilema. Su trabajo con individuos y pequeños grupos quedó eclipsado por los grandes problemas políticos de la época, aun cuando eran precisamente estos problemas los que exigían una respuesta más urgente. La dificultad estribaba en que casi todo el mundo identificaba lo espiritual con lo privado, asumiendo que poco tenía que ver con el aspecto público de la política. Fue una tendencia impulsada por Ouspensky, Gurdjieff y Krishnamurti, los tres haciendo hincapié en que su trabajo se dirigía al individuo, afirmando, en efecto, que sólo mediante el individuo podía producirse un cambio real en el mundo y que era peor que inútil plantear los problemas en un nivel político. Atrapados entre la necesidad de responder a los retos políticos y la imposibilidad de hacerlo, la mayoría de gurús occidentales se retiraron a la vida privada durante los años treinta, una década característicamente política.
El oscurecimiento de la escena mundial entre mediados de la década de 1920 y mediados de la década de 1930 proyectó una irónica sombra sobre el ocaso y muerte de Annie Besant. A pesar de las tendencias quietistas de la mayoría de miembros de la Sociedad Teosófica, Annie había seguido una vigorosa política de compromiso durante los veintisiete años de su presidencia. A principios de los años veinte, la teosofía era una fuerza política importante en el Imperio Británico, con poderosos amigos en el movimiento autonomista indio, seis parlamentarios en Westminster y un futuro líder del Partido Laborista (George Lansbury), sin mencionar a numerosos seguidores influyentes por su profesión o elevada clase social. A pesar de esto, en el preciso momento en que era decisivo tomar partido si se querían preservar las reformas liberales y la libertad de conciencia patrocinadas por la Sociedad, Annie fue abandonada por Krishnamurti, que enseñaba la doctrina del no-compromiso y fue sucedida por Arundale, que la practicaba. La consecuencia fue la desaparición del apoyo masivo a la Sociedad. Privada de la figura romántica de su líder indio y de su misión social, la Sociedad perdió su razón de ser. Desde ese momento, la teosofía sólo fue uno más de los muchos grupos religiosos estrafalarios, con un leal seguimiento en la India y Ceilán y un rápido declive de seguidores en Occidente.
Si la Sociedad dejó de ser una fuerza importante desde el punto de vista social y político, también dejó de influir en las tendencias espirituales. Resurgió el evangelismo cristiano con el Rearme Moral, el Grupo de Oxford y sus equivalentes católicos,[304] mientras que el idealismo juvenil se acogía al Partido Comunista y a la Unión en Defensa de la Paz[305] cuando no a su contrapartida derechista, la Unión Fascista de sir Oswald Mosley. Este modelo se repitió en toda Europa. En Francia, la opinión estaba dividida entre el socialismo y la derecha católica, mientras que en la Alemania de Hitler se perseguía a cualquier organización que mostrara la más mínima resistencia al régimen, como la teosofía y la antroposofía, que compartieron el destino de la resistencia cristiana. Los templos de la comunidad cristiana steinerita fueron las primeras víctimas, sobre todo porque Hitler detestaba a los pacifistas. Después del Anschluss austriaco y de las anexiones de parte de Polonia y Checoslovaquia, las escuelas Waldorf fueron clausuradas en todo el Reich y zonas de influencia. Incluso Keyserling fue perseguido por el estado. El Partido Nazi estaba demasiado convencido de su capacidad para encarnar el Destino Alemán como para permitir la ayuda o rivalidad de nadie[306].
Para Gurdjieff, el principio de la década de 1930 fue un verdadero calvario, como si su vida reflejara en su propio curso el paso de la luz a la sombra. Reñido con casi todos sus discípulos importantes y protectores ricos, falto siempre de dinero, ya no era el milagro diario de la prensa y toda la fama que había tenido se oscurecía rápidamente. Sus antiguos seguidores, contrariados, contaban siniestras historias acerca de los modos amenazadores del Maestro y de su influencia excesiva. Circulaban persistentes rumores de suicidios e hijos ilegítimos. Algunos decían que estaba loco, otros que era un malvado, y todos estaban de acuerdo en que era peligroso conocerlo. Las voces que lo defendían eran enmudecidas, no se escuchaban o, simplemente, estaban pasadas de moda. Ouspensky afirmaba que se había vuelto loco, y sus seguidores ingleses lo interpretaron como una excusa caritativa[307].
En 1933 perdió el Prieuré, cuando el carbonero de Fontainebleau obligó a que lo vendiera para pagarle unos pocos cientos de francos[308]. La nimiedad de la deuda y lo desproporcionado de sus consecuencias son típicos de un hombre que gozaba con lo absurdo y los extremos. Sin duda, Gurdjieff pudo haber encontrado una manera de pagar la cuenta, o de hechizar al acreedor como había hechizado a tantos otros, pero la verdad es que ya no le importaba. El experimento del Prieuré había durado diez años, más que cualquier otra etapa de su carrera, y había alcanzado el final de su vida natural. Si permitir que el carbonero forzara la situación por una bagatela era la victoria característica del impulso sobre la prudencia, también daba a Gurdjieff la oportunidad de presentar lo ocurrido como otro salto triunfante sobre lo desconocido. Al desprenderse del castillo de esta manera aparentemente humillante, demostraba su capacidad para sacar provecho espiritual de la adversidad imprevista y del sometimiento a las circunstancias materiales, exactamente lo que enseñaba a los demás.
Aunque menos espiritual, lo más probable es que estuviera aburrido y cansado. Los discípulos que le quedaban observaron que había perdido la forma física y emocional: obeso, envejecido, aburrido, apático y con frecuencia irritable. La edad era un problema, el dinero otro, pero el principal enemigo era con casi toda seguridad el tedio. Gurdjieff necesitaba a sus discípulos, tanto como ellos a él, para combatir la monotonía de la vida. Pero, ahora, hasta la escenificación de lo inesperado se había vuelto repetitiva.
Pero todavía alentaba el viejo fuego. Una mujer americana, desconocida para el Maestro, sintió que incluso su mirada desde una mesa vecina del restaurante excitaba su «centro sexual» como nunca, un incidente que satisfacía sobre todo su afición a ofender el pudor de los norteamericanos[309]. En otra ocasión, un grupo de ricos y respetables neoyorquinos que comían con Gurdjieff, se sintió escandalizado al oírle un recital de sus historias más obscenas, generosamente adornadas con palabras de cuatro letras. Sin embargo, poco a poco, los comensales sucumbieron a su poder de sugestión y se entregaron a una orgía bajo la batuta de Gurdjieff, que la interrumpió brutal y humillantemente con una arenga sobre la esclavitud que el instinto sexual ejerce sobre todos los norteamericanos[310].
El episodio de la orgía es característico de la necesidad sádica de Gurdjieff de mantener a sus discípulos constantemente alborotados y, en general, de épater les bourgeois. A mediados de los treinta, una noche que tenía que viajar en tren de Nueva York a Chicago con su antiguo discípulo Fritz Peters, casi vuelve loco al pobre joven, primero al pedirle que atrasara la salida del tren para poder despedirse de la habitual muchedumbre que le deseaba buen viaje, luego despertando a todo el mundo en el tren con su ruidoso avance por el pasillo mientras buscaba su cabina. Una vez en ella, el Maestro siguió hablando, fumando, bebiendo y comiendo quesos apestosos durante casi toda la noche, causando tanto alboroto que el mozo y el revisor amenazaron con echarlo del tren en la siguiente parada. Convencido por fin de meterse en la cama, llamó varias veces al mozo con diversas excusas a lo largo de la noche, y repitió su actuación a la mañana siguiente en el vagón restaurante, pidiendo una comida imposible, exigiendo la presencia del mattre para quejarse a gritos de que no tenían lo que él pedía. Durante las dieciséis horas de viaje, Peters sólo pudo consumirse de ira mientras contemplaba el enfado de los demás pasajeros y se juraba que nunca más volvería a ver a su maestro[311].
Entre 1933 y 1935, Gurdjieff pasó casi todo el tiempo en EE.UU., tratando sin éxito de restaurar su fortuna. A pesar del alejamiento de seguidores tan leales como Orage, Toomer y el iluso Peters, estaba en buena situación para hacerlo. Todavía quedaban grupos de la Obra en las principales ciudades (los restos leales de los viajes misioneros de Orage), que se reunían regularmente para leer y discutir extractos piratas de los manuscritos del Maestro. Pero estas reuniones se dedicaban en su mayor parte a la crítica mutua y a los problemas sexuales. Como observó un antiguo discípulo que asistió ocasionalmente a estas reuniones en Nueva York y Chicago, parecía que habían perdido el espíritu dinámico del fundador y se habían convertido en unas extrañas sesiones de terapia de grupo[312].
Sin embargo, Gurdjieff aún conservaba conocidos influyentes en EE.UU. y bien podía haberse establecido allí. Una de sus más devotas estudiantes era Olga Ivanovna Hinzenburg, que se había unido al Maestro en 1919 en Tbilisi. Vía Constantinopla y el Pneuré, «Olgivanna» había culminado ahora su largo viaje desde sus orígenes aristocráticos montenegrinos en la Wisconsin del Medio Oeste americano, donde mantenía su corte con su nuevo esposo, el sagaz arquitecto Frank Lloyd Wright.
A principios de los años treinta, Wright estaba muy dispuesto a establecer una escuela de arquitectura progresista en Taliesin, su propiedad a orillas del río Wisconsin. Olgivanna estaba igualmente resuelta a que cualquier nueva escuela se gobernara según la regla de Gurdjieff. Wright estuvo de acuerdo, y el resultado fue una comunidad que cultivaba los ideales del Prieuré, aunque organizada y financiada con un sentido más práctico. En Taliesin, el estudio de la arquitectura se convirtió en un modo de vida: la relación entre el espacio, la línea y la materia se vio como un producto espiritual y una función de la sensibilidad orgánica del arquitecto.
Aunque nunca fue, en ningún sentido, discípulo de Gurdjieff (tenía un carácter demasiado dominante para eso), Wright lo admiraba como colega-gurú y cayó bajo su influencia, describiéndolo (después de su muerte) como «el hombre más grande del mundo»[313], un juicio que se apoya exageradamente en la biografía de Katherine Mansfield escrita por su esposa. Los dos hombres cruzaron el Atlántico para visitarse. Durante la Segunda Guerra Mundial, Taliesin fue el refugio de los Hartmann, Nott y otros exiliados de la Obra, pero es imposible imaginarse a Gurdjieff viviendo allí. Aparte del hecho de que este hijo del desierto del Asia Central se había convertido en un urbanícola a todos los efectos, estaba la presencia rival de Wright. Dos monstres sacrés como ellos jamás habrían vivido en armonía, por mucho que fuera el respeto que se profesaban mutuamente.
Aunque Gurdjieff hubiera aceptado el ofrecimiento, sus visitas a EE.UU. tuvieron que suspenderse temporalmente a causa de una serie de escándalos que afectaron a sus «pacientes» femeninas. Una vez más, para subvenir a sus necesidades, trabajó de curandero, y trató a una mujer de cincuenta años, supuestamente alcohólica, a quien su médico le había prohibido la bebida. En contra de esto, Gurdjieff recomendó una moderada dosis diaria de licores, basándose en que la mujer no era adicta, sino que necesitaba verdaderamente el alcohol para mantener su equilibrio químico; le dijo que siguiera su prescripción en secreto. Así lo hizo ella y pareció que mejoraba, hasta que una amiga le contó al doctor lo del tratamiento alternativo. Éste convenció a la paciente de que Gurdjieff era un charlatán y volvió a prohibirle el alcohol. La mujer murió poco después, aunque nadie pudo establecer con certeza la causa.
Una segunda paciente tuvo la fortuna de sobrevivir a su tratamiento, aunque acusó a Gurdjieff de crearle problemas con los médicos; pero una tercera no fue tan afortunada y se suicidó. Es posible que Gurdjieff diera consejos sensatos a sus pacientes, pero fue una imprudencia que se enfrentara con los médicos. Su reputación lo hizo vulnerable a la acusación de haber sido causa de aquellas muertes y las autoridades se lo tomaron muy en serio. Lo encarcelaron por breve tiempo en Ellis Island, como extranjero indeseable, y luego lo expulsaron del país. No volvería a EE.UU. hasta después de la guerra[314].
Cerradas las puertas de América, exploró por poco tiempo la posibilidad de volver a la URSS. Si bien las autoridades soviéticas dijeron que era posible, también dejaron claro que si volvía debía renunciar a su magisterio y atenerse a la dirección estatal, probablemente un eufemismo para referirse al exilio siberiano o incluso a la liquidación. Es fácil imaginarse a Gurdjieff gozando ante tales riesgos, pero seguramente esta vez se dio cuenta de que los hados no estaban a su favor. En lugar de aceptar lo que los posteriores prisioneros de los campos de concentración llamaron hospitalidad de Stalin, volvió a la aburrida seguridad de su piso en París.
Desechados los viajes americanos y los sueños rusos, París siguió siendo el centro de las actividades de Gurdjieff, donde, como si fuera un imán, atrajo a un grupo de norteamericanos. Vivía en un apartamento diminuto de la calle Labie, pasando casi todo el tiempo en sus cafés favoritos. Su primera publicación tuvo lugar en 1933, un horrible panfleto titulado El Heraldo del Bien venidero, que fue efectivamente el heraldo de varios libros importantes. Trabajó en ellos en su «oficina» del Café de la Paix, donde contemplaba el mundo desde una banqueta, bebiendo cantidades enormes de café y armañac y, como en una parodia de lujo proustiano, regalando a los camareros montones de caramelos y fruta azucarada (una costumbre de toda su vida). Algunas veces atendía a sus discípulos en el café. Abandonó el modelo de las reuniones numerosas y los complicados ejercicios gimnásticos y se limitó a enseñar a individuos y grupos pequeños, en particular a un francés que fue seguido de inmediato por su más leal lugarteniente, Jeanne de Salzmann, y una pandilla pequeña, aunque influyente, de extranjeros, encabezada por Jane Heap. Carente del atractivo del Prieuré, este período de enseñanza íntima fue quizá su logro más valioso.
Jeanne Matignon de Salzmann vivía en Sévres con un grupito de discípulos, en una versión en miniatura del Prieuré. Puso sus discípulos a disposición de Gurdjieff, al igual que hicieran antes Ouspensky y Orage. La relación de Gurdjieff con Madame de Salzmann se reforzó después de la muerte del marido, a pesar del desagradable y oscuro episodio en el que Gurdjieff rechazó brutalmente a su viejo camarada, negándose a visitarlo durante su enfermedad final. Esta historia es un curioso paralelismo de su relación con Madame Ouspensky, que mejoró espectacularmente después de la muerte del marido. Aunque la causa de su riña con Salzmann se desconoce, debió de ser tan virulenta que en su fantástico libro Los cuentos de Belcebú, Gurdjieff llama salzmanino[315] a un gas letal que invade el universo.
Con todo, fue Salzmann quien terminó por romper las barreras entre Gurdjieff y los franceses, cuando le presentó a principios de los años treinta a René Daumal. Durante su corta vida, Daumal fue uno de los más entusiastas seguidores de Gurdjieff, pero el encuentro tuvo una significación que excedió lo personal. Hasta el final de la década, casi todos los discípulos de Gurdjieff habían sido norteamericanos y británicos. En los años siguientes y, sobre todo, después de la muerte de Daumal, se convirtió en la propiedad celosamente guardada de los intelectuales parisinos que hasta entonces lo habían despreciado.
Nacido en 1908, Daumal se ganaba mal la vida haciendo traducciones. En 1928, con unos amigos, entre ellos el novelista Roger Vailland[316], fundó la revista literaria Le Grand Jeu, dedicada al ideal mallarmeano de buscar lo Absoluto mediante la poesía. Los fundadores de la nueva revista proclamaron su creencia en milagros y publicaron un manifiesto casi existencialista, en el cual afirmaban que todo debe ponerse en cuestión en cada momento. En efecto, cuando se trata de lo Absoluto no puede haber medias tintas. Daumal se sintió atraído especialmente por el rigor de su nuevo maestro. Su novela inacabada, Mont Analogue recuerda a Encuentros con hombres notables del propio Maestro. La novela —si se la puede llamar así— trata de un grupo de exploradores que buscan una montaña desde cuya cima el universo parece totalmente diferente. Escalar la cumbre exige un esfuerzo sobrehumano: la recompensa es una nueva perspectiva ciertamente inimaginable. La obra de Daumal sintetiza así el ocultismo del Asia Central con los sublimes vapores del simbolismo francés, un parnasianismo a gran escala.
Salzmann y Daumal le llevaron dos grupos franceses interrelacionados. Un contingente de norteamericanas expatriadas estaba dirigido por Jane Heap y Margaret Anderson, ahora pertenecientes a un círculo lesbiano en el que figuraban las escritoras Djuna Barnes y Janet Flanner[317], sus amigas Solita Solano y Louise Davidson, y Georgette Leblanc, una figura de los prerrafaelitas que se movía con igual soltura en el mundo esotérico y entre la gente demi-mondaine. La influencia de Gurdjieff sobre estas mujeres apoya la opinión de quienes afirman que su poder consistía en gran medida en su magnetismo sexual. En cualquier caso, no fue ciertamente su encanto viril, en el sentido normal del término, lo que les afectó.
La novelista norteamericana Kathryn Hulme se unió al grupo Heap-Anderson en 1933[318]. Hulme había conocido a Gurdjieff años antes, cuando viajaba por Francia como acompañante de una rica modista. Conoció a Barnes y Flanner en una reunión con Jane Heap, que ahora pasaba mucho tiempo en París y, a su vez, Heap llevó a Kathryn y a su amiga «Wendy» a Gurdjieff. Hulme escribiría después detalladamente sobre este círculo y su trabajo con Gurdjieff. Heap era la apasionada seguidora de Gurdjieff que inspiraba a todas ellas, y aunque a él le disgustaba la homosexualidad masculina —no por razones de moral burguesa, desde luego, sino porque viola las leyes de la armonía cósmica, en la cual juega un papel importante la polaridad sexual— parece que se guardó su opinión sobre las lesbianas.
Para empezar, sometió a sus nuevas discípulas a un proceso que debilitara su resistencia, mimándolas y rechazándolas alternativamente. Por ejemplo, antes de vender el Prieuré, fue hasta allí a gran velocidad, seguido de Hulme en su coche. Quedó maravillada del poder de la mirada del Maestro, de su charla persuasiva y de su modo de conducir temerario. Pero, después de esto, Gurdjieff solía mantenerla a distancia, y al principio fue demasiado tímida para pedirle que la aceptara como discípula. Al menos en una ocasión Gurdjieff invitó a todo el grupo a una cena de cangrejos y armañac, con brindis rituales por las diversas clases de idiotas que frecuentaban las fiestas del Prieuré. Este menú se repetiría en los años que Hulme estuvo con el Maestro. En otras ocasiones ignoraba a sus nuevas admiradoras, escribiendo sentado en un rincón del Café de la Paix, mientras ellas lo contemplaban desde lejos, sin atreverse a acercarse.
Al principio, Hulme veía a Gurdjieff sólo porque era amiga de Jane Heap. Luego, en 1935, Heap se fue a vivir a Londres, despidiéndose de Kathryn Hulme en la estación de París con estas sorprendentes palabras: «Nosotras, con este método, somos como Lucifer, nos expulsamos del paraíso mecánico en que vivimos»[319]. Fue entonces cuando Hulme se armó de valor y le pidió a Gurdjieff que la aceptara como discípula. El Maestro accedió y Hulme formó un grupito con Solano, Davidson y la inglesa Gordon, antigua habituée del Prieuré. Se llamaron La Cuerda, porque formaban una cordada para ascender a la montaña daumaliana. Recibían su formación en el Café de la Paix, en el diminuto apartamento de Gurdjieff de la calle Labie o en cualquier otro sitio donde se encontraran. Las comidas se hacían en silencio, puntuadas por los brindis y obiter dicta de Gurdjieff. Aunque en ocasiones a Kathryn le parecía que tales frases eran lugares comunes o simples trivialidades, cuando reflexionaba descubría siempre su profundidad, y se sintió ofendida cuando Rom Landau presentó al Maestro en su Dios es mi aventura como un moderno Rasputin.
De hecho, según cuenta Margaret Anderson, los fundamentos de la teología de Gurdjieff diferían en poco de los de Blavatsky. En El desconocido Gurdjieff, Anderson dice de su «ciencia» hermética (a veces la llama «superciencia») que «pertenece al conocimiento de la antigüedad»[320]. Cita a Eliphas Lévi para decir que «hay un secreto formidable… una ciencia y una fuerza… una doctrina única, universal e imperecedera», y pone en boca de Gurdjieff que «todas las grandes religiones universales… se basan en las mismas verdades». En lo que su maestro se diferenciaba de los demás, pensaba ella, era en las materias auténticamente relacionadas con las remotas tradiciones ocultistas, con los Hermanos de la Sabiduría que una vez habitaron el monasterio de Sarmoung, descrito en Encuentros con hombres notables. La «evidencia» para afirmar esto sólo se basaba en el poderoso efecto que Gurdjieff producía en Anderson, llenando su vida, vacía de otra manera, con un sentido intraducible de propósito y significado. Pensaba que había algo en la manera melancólica con que Gurdjieff tocaba su acordeón después de la comida, que trascendía todo el discurso intelectual del mundo.
Gurdjieff bromeaba groseramente con ellas, juntas o por separado, apodándolas con nombres de animales: Solano era Canario; Davidson, Sardina, y Hulme, Cocodrilo. Los motes se referían a las respectivas personalidades y defectos. Cada una se sometía a un público análisis de estos defectos y a una crítica despiadada de sus debilidades. Como de costumbre, la instrucción espiritual iba unida indisolublemente a las preocupaciones ordinarias del maestro, y sus nuevas discípulas se vieron pronto inmersas en los detalles de la vida diaria de Gurdjieff. Algunas veces les enseñaba doctrinas de sufrimiento deliberado, de autoobservación y las reglas del tres y del siete mediante una exposición directa; a veces las implicaba en la compra de su nuevo coche.
Pero lo que más les impresionaba no era su doctrina ni sus maneras exóticas, sino su agudeza psicológica y su insistencia en que ellas debían actuar sin reflexionar. Les daba el acostumbrado mensaje: debían aprender a Conocer menos y a Ser más. Para Hulme era extraordinario el modo con que Gurdjieff parecía ver en lo más profundo de sus naturalezas, que las conociera mejor que ellas se conocían, que entendiera cuáles eran sus problemas y cómo resolverlos. Pero dada la neurótica introspección de casi todas sus discípulas —muchas habían padecido graves crisis en la década precedente— el mandato de que no reflexionaran era tan sensato y efectivo como lo había sido con la febril intelectualidad rusa veinte años antes.
En la primavera de 1936, las reuniones tuvieron lugar casi diariamente, habitualmente en el piso de la calle Labie[321]. Aunque también iban allí otros discípulos, la modista Wendy, amiga de Hulme, que viajaba a París para reunirse con ella, se preguntaba por qué eran tan pocos. Y daba pie a su pregunta la existencia de una caja sobre la mesa de la cocina, donde cada cual ponía el dinero que podía. Aunque el asunto era poco claro, porque por su propia naturaleza nada se anotaba y Gurdjieff nunca hacía cuentas, los días de lady Rothermere habían quedado ya muy atrás y el Maestro siempre estaba falto de dinero. Aquel verano, inopinadamente, despidió a las discípulas durante tres meses, con la condición de que volvieran en otoño. Cómo vivió sin ellas, es pura conjetura. Las mujeres estaban abatidas. De vuelta en EE.UU., Kathryn y Wendy suspiraban por su maestro, como él seguramente sabía. Habituadas a los métodos de Gurdjieff mediante una sutil combinación de arrumacos, amenazas, bromas y carisma —mimando con una mano e hiriendo con la otra, como escribió Hulme— se habían deshabituado de sus antiguas vidas y eran adictas a la nueva.
El momento culminante de cada año llegaba con la Navidad, que Gurdjieff celebraba con todo tipo de ceremonias. En la fiesta de 1936, llamó a La Cuerda y a otros discípulos para envolver cuarenta cajas en la diminuta sala de estar de la calle Labie. Estas cajas, que contenían bombones, billetes de banco y otros pequeños regalos, eran para su familia y discípulos y para los pobres emigrados que veían en él la figura del padre. Cuando acabaron de envolver las cajas, ya había más de cuarenta personas apretujadas en el apartamento y todos participaron en una abundante y ceremoniosa comida, después de la cual los asistentes gozaron con el acordeón de Gurdjieff. Las cajas se entregaron en otra complicada ceremonia que ocupó buena parte de la noche. Hubo una breve interrupción cuando la sobrina de Gurdjieff completó la larga serie de brindis con uno a la salud de Gurdjieff, y su tío se puso furioso con ella por su osadía. Según contó la criada, hasta que no se iban los principales invitados, los parientes pobres de Gurdjieff no podían compartir su generosidad. Tales incidentes eran la excepción en la vida de Gurdjieff.
La Navidad en la calle Labie compendia a la perfección el sentido vital que Gurdjieff inducía en sus discípulos: íntimo, complicado, misterioso, generoso, peligroso y mágico. También, tal como Kathryn Hulme observó, pone de relieve el complejo dilema con que se enfrentaban sus discípulos. Por un lado, el Maestro ejercía tal atracción sobre quienes lo rodeaban y creaba para ellos un universo tan completo donde vivir, que, para sus devotos, alejarse de él significaba una tragedia. Conseguía que el resto del mundo —la demás gente, el pasado, la vida ordinaria— pareciera irreal, mientras que su propia presencia estaba impregnada de la intensidad visionaria de lo verdaderamente auténtico. Al mismo tiempo, era la vida de Hulme con Gurdjieff la que, en otro sentido, le parecía a menudo irreal, por estar tan alejada de aquel otro mundo al cual ambos sabían que terminaría por volver.
El resultado era que Gurdjieff —deliberadamente o no— hacía que sus discípulos fueran dependientes al incorporarlos a su vida; luego despreciaba su dependencia mientras les exigía lealtad absoluta. Era, pues, maestro liberador y padre posesivo, dios creador y demonio destructivo. Esto podía provocar conflictos intolerables entre los discípulos: bajo su presión, todos, salvo los más fuertes, tendían a desplomarse, sobre todo después de separarse de lo que Hulme llama el campo magnético de Gurdjieff. Cuando esto ocurría, las consecuencias podían ser brutales. Wendy dejó la Obra después de caer gravemente enferma en EE.UU., dejando que Kathryn Hulme volviera sola a París en 1938. Su maestro reaccionó borrando el recuerdo de su antigua admiradora. Después de tratar una vez del asunto con Hulme, el Maestro se limitó a añadir:
«Y de ella, no hablaremos más»[322]. Aunque molesta por su lealtad a los dos y por la crueldad de Gurdjieff, Hulme no dudó en preferir su maestro a su vieja amiga. Cuando abandonó París en 1939 y se vio separada de él por la guerra y el Atlántico, se sintió como si la hubieran expulsado del paraíso.