El entusiasmo por la juventud, del que hemos hablado en el capítulo anterior, trajo como consecuencia un interés general por la reforma de la educación, por creerse que formar la mente de los jóvenes podía ser la mejor manera de evitar otra guerra. La pedagogía experimental fue por tanto prioritaria en los programas populares, mientras los teóricos y maestros buscaban cómo lograr el antiguo deseo: una comunidad de seres humanos integrales, un mundo de individuos maduros cuya creatividad, apertura de mente y evolución espiritual acabaran con el egoísmo que indudablemente promovió la última guerra.
Con la proliferación de teorías, los gurús occidentales se creyeron en disposición de contribuir al debate. La teosofía y la antroposofía pusieron siempre en primer plano el ideal de la persona equilibrada, cuya capacidad mental y física no se desarrollara a expensas de su bienestar espiritual. También crearon organizaciones que encarnaran sus ideales, desde logias de asistencia voluntaria, escuelas de verano y conferencias en los centros de enseñanza preescolar y primaria abiertos por Besant, Tingley y Steiner, además de universidades dotadas de sus propios departamentos de investigación. Las dos sociedades aducían ahora que la mejor manera de seguir adelante era una pedagogía que uniera a las antiguas verdades espirituales los modernos métodos de enseñanza.
No todos compartían tan extendido optimismo. Gurdjieff consideraba que el discurso elevado sobre la paz mundial y la Fraternidad del Hombre eran palabras huecas. Participaba de la opinión pesimista de Freud que considera que el culto a tales ideas había jugado en realidad un papel significativo en la precipitación de la guerra. Ensanchar la distancia entre los ideales y el comportamiento real exige un esfuerzo intolerable de los individuos y las sociedades, dando lugar a la hipocresía social característica del final del siglo XIX e intensificando los conflictos escondidos. A pesar de todo esto, Gurdjieff participó en el interés generalizado por la reforma educativa, aunque en su propia manera idiosincrásica.
Montar una escuela no es necesariamente cuestión de ladrillos y cemento, aunque muchas academias espirituales dieran nuevos usos a viejas casas de campo y exigieran el apropiado sostén financiero; todavía siguen haciéndolo. Krishnamurti enseñó en ocasiones al aire libre, convirtiendo los campamentos de verano en escuelas; Annie Besant y Anna Kingsford dieron clases en las salas de estar, y Steiner puso a sus discípulos a construir sus propios edificios.
Pero lo que realmente importaba no era el lugar, sino el estilo de enseñanza. Ouspensky expuso esta preocupación en su teoría de «escuela», donde sostiene que es imposible adquirir un verdadero conocimiento esotérico si no se tiene acceso a una tradición pedagógica legítima[233]. El núcleo de la educación espiritual no hay que buscarlo en el dogma, sino en la transmisión de la antigua sabiduría viva, que probablemente no está en la forma puramente verbal, de ahí la importancia de los movimientos y los ejercicios. La dificultad estriba en que semejante sabiduría no puede adquirirla el individuo por sí solo mediante el estudio o la introspección: nadie puede resumir la verdad universal en un conjunto de frases aprendidas de memoria. Todo el mundo necesitaba un maestro que hubiera sido enseñado. El maestro era, por lo tanto, vital, como lo era su lugar en la sucesión apostólica.
Pero, ¿dónde encontrar a semejante maestro? ¿Cómo emprender su búsqueda? Y, lo más curioso de todo, ¿cómo se sabe que se ha tenido éxito y cuándo? Porque, después de todo, ¿se puede tener «éxito» en semejante aventura? El conocimiento esotérico que se busca está, por definición, oculto, de tal manera que no puede saberse lo que se busca, ni siquiera cuando se encuentra. Esto exige, como mínimo, confiar el alma a una autoridad no probada, como hizo Ouspensky. Autoridad no probada porque, por más éxito que parezca que haya tenido con otros discípulos, no hay manera de saberlo: la naturaleza fugitiva del avance espiritual significa que todas sus apariencias son engañosas.
Además, según las tradiciones liberales occidentales en que se han formado en mayor o menor grado todos los maestros que aparecen en este libro, cada individuo es único. Esto quiere decir que incluso si X está verdaderamente relacionado con la tradición esotérica y puede demostrarse que es el maestro adecuado de Y, no hay ninguna certeza de que pueda ser el maestro de Z. Por último, nos queda el formidable problema de averiguar qué es la «sabiduría» en la esfera espiritual. La capacidad de un maestro de piano puede medirse por la destreza de sus alumnos, la de un médico por la salud de sus pacientes. Pero, ¿cómo se mide el éxito de una escuela espiritual, asumiendo que la misma idea de «éxito» en este contexto no es en modo alguno una vulgaridad reñida con la naturaleza de la empresa a que se refiere?
Para apoyar su autoridad, Blavatsky y Leadbeater contaron con el pretendido contacto directo con los Maestros y sus propias dotes de persuasión. Gurdjieff estuvo bastante en la misma línea. Ouspensky y Steiner, más escrupulosos y temerosos de ser acusados de charlatanería, lucharon por establecer un auténtico linaje esotérico y una tradición pedagógica.
Krishnamurti llegó a la conclusión opuesta. En lugar de buscar una tradición esotérica, creyó que era a los individuos a quienes correspondía la búsqueda del propio camino. En efecto, la tradición y la doctrina podían ser verdaderos obstáculos para el progreso personal, porque cada persona sólo podía encontrar el propio camino y no el de los demás. La imposición diaria de un nuevo artículo de fe a sus miembros, fue precisamente lo que provocó la ruina de la teosofía. Pero el apasionamiento con que Krishnamurti expuso esta idea lo puso en un difícil dilema, porque, por más que rechazara su dominio personal, era muy consciente de que sus seguidores lo tomaban por su maestro. Y, si no era un maestro, ¿por qué seguía enseñando?
Hubo ocasiones en que trató de resolver esta paradoja retirándose de su misión pública o insistiendo en que no quería discípulos, que su propósito no era impartir una doctrina específica, sino invitar a quienes pudieran escucharlo a reflexionar sobre la propia situación para luego buscar el propio camino. En tales ocasiones se presentaba como ejemplo y no como maestro. Esta distinción no convenció a la mayoría. La misma pasión con que hablaba, reprochando a sus oyentes sus fracasos, bastaba para sugerir una autoridad moral y espiritual. Y su rechazo implícito de una doctrina positiva era en sí mismo un magisterio constructivo.
Hubo también cínicos que insinuaron que sería difícil que abandonara una carrera tan provechosa. Porque Krishna llegó a ganar mucho dinero. En la década de 1920, sobre todo después de empezar a viajar por EE.UU., donde es habitual que la predicación religiosa esté a la orden del día, se convirtió en una especie de astro en el que convergían el atractivo físico, sus orígenes exóticos y el carisma religioso. Raja, que durante la década dejó de ser su rival para convertirse en su gestor de negocios, organizó hábilmente sus apariciones públicas a las que siempre acudieron grandes multitudes. Su fama le reportó sumas sustanciosas de dinero, pero hizo que le costara más convencer al público de que no tenía doctrinas positivas.
El problema de enseñar a los discípulos sin moldearlos simplemente a imagen del maestro preocupó siempre a quienes buscaron la evolución espiritual y no el engrandecimiento personal. El acento de la cultura occidental en la primacía de uno mismo lo hacía inevitable, procurando otra fuente de paradojas a quienes cultivaban las doctrinas religiosas orientales, que postulan la renuncia a la propia personalidad como primer paso hacia la iluminación. Irónicamente, ésta era una de las primeras etapas del Sendero teosófico, aunque Krishnamurti fue el único teosofista de renombre que intentó cumplirla.
El conde Herman Keyserling intentó resolver estas paradojas presentando su trabajo como diálogo y no como instrucción y a él mismo como maestro de ceremonias y no como pedagogo[234]. La función de su Escuela de Sabiduría, en la pequeña ciudad centroalemana de Darmstadt, era promover el entendimiento y la iluminación mediante la discusión. Nacido en 1880, Keyserling era un intelectual de la nobleza báltica, que viajó extensamente por Oriente y vivió casi siempre en sus remotas posesiones de Estonia, hasta que la Revolución le obligó a marchar a Berlín en 1918. Allí, al año siguiente, se casó con una nieta de Bismarck.
Estudiante en las universidades de Dorpat y Heidelberg, recibió una formación kantiana. Como Steiner, encontró en Goethe su principal alimento espiritual y filosófico. También influyeron poderosamente en Keyserling Foundations of the Nineteenth Century, de Houston Stewart Chamberlain, y el filósofo y místico austriaco Rudolph Kassner[235].
Lo poco que sobrevive de su fama se debe a la Filosofía del Significado, nombre germanístico tristemente nada prometedor para un modo de pensamiento que su inventor nunca supo definir satisfactoriamente en sus escritos enormemente prolíficos, aunque parece que está muy cerca de la base de la teosofía, en el sentido de que hay un valor o significado reconocible y eterno subyacente en todos los fenómenos, que puede ser intuido aunque nunca totalmente expresado. Este valor o significado es la realidad fundamental, común a todas las culturas.
Keyserling se interesó muy de cerca por la Sociedad, sobre todo después de su visita a Adyar en 1913. Se sentía profundamente atraído por la filosofía oriental, especialmente por el budismo, que comparó favorablemente con las filosofías materialistas de Occidente. Al mismo tiempo, como Steiner, advertía que no se adoptaran los modos orientales e insistía en que debíamos buscar un camino hacia adelante en nuestras propias tradiciones espirituales y filosóficas. Sin embargo, creía que los orientales podían enseñarnos dos verdades vitales, verdades que, sorprendentemente, se parecen mucho a las doctrinas filosóficas idealistas aprendidas por Keyserling en su época universitaria.
Primera: El entendimiento —la percepción del significado— trasciende a las palabras. Al igual que nuestra respuesta a la música, no podemos expresarla con el lenguaje. La poesía más elevada participa de este sentido, aunque, precisamente por esa razón, esa poesía es intraducible. Los occidentales, que conceden más importancia a la expresión que al entendimiento, niegan esto: piensan que lo que no puede ser expresado en palabras no ha sido —o quizá no pueda ser— entendido. Segunda: la doctrina de que la verdad como conocimiento es subjetiva. Pero los, occidentales ven la verdad como un hecho objetivo, y necesitan expresarla como forma de conocimiento. Las formas últimas del Conocimiento occidental son la ciencia y la tecnología, y mientras el pensamiento occidental esté más dominado por estas formas de conocimiento, más marginadas quedarán otras ideas de lo que pueda ser la verdad.
Según Keyserling, las dos ideas —que el entendimiento existe más allá de las palabras y que la verdad es subjetiva— se dan conjuntamente en las filosofías indias, en la noción de que el pensamiento no es meramente un medio para expresar la realidad; es la realidad. Para los occidentales, el pensamiento es un medio para un fin —el dominio del mundo material— que lo aleja del entendimiento del mundo espiritual o incluso hace que ignore su existencia.
Keyserling compartía con Yeats la creencia de que el error de la teosofía estaba en su intento de acercar la religión y la ciencia occidental, la verdad de la sabiduría subjetiva y la verdad del hecho objetivo. Este intento tenía como consecuencia inevitable que se quisiera alcanzar la realidad interior desde fuera, lo espiritual desde lo material. Que se buscara el conocimiento, no el ser. Aquí, Keyserling coincide con su contemporáneo, el filósofo Martin Heidegger, que se acerca a estas cuestiones por el camino de la filosofía académica. Ambos comparten la opinión de que la ciencia sólo produce conocimiento, no entendimiento ni sabiduría.
Según Keyserling, hay dos clases de hombres que conocen esto y se aproximan a la expresión adecuada del significado por caminos diferentes. Estas clases la forman los artistas y los calificados por Platón como filósofos reyes: aquellos cuya sabiduría les da el derecho a gobernar a otros. Los artistas son los descubridores e incluso los creadores del significado (Keyserling no deja muy clara la distinción), y el arte encarna el «significado» eterno; siempre instintivamente reconocible por lo que es. Pero más altos que los artistas son los filósofos reyes que dan significado a toda su vida. Platón y Buda fueron dos de ellos (y no hay duda de que Keyserling tenía la inconfesada sospecha de que él era otro).
Con el fermento de las nuevas ideas que invadieron Alemania después de la guerra, Keyserling se puso de moda. Como Steiner, consiguió unir el interés popular por las cosas orientales con la tradición cultural vernácula. En 1919, el gran duque de Flesse, que estaba muy interesado por los asuntos espirituales (como todavía sus descendientes), invitó a Keyserling a establecerse en Darmstadt. El gran duque dejó una villa a Keyserling, donde el filósofo fundó lo que llamó Escuela Libre de Filosofía, libre en cuanto todos los temas estaban abiertos a la discusión y no había un plan de estudios fijo. Hacia 1920 se convirtió en Escuela de Sabiduría, aunque tras una breve vida en Darmstadt, la escuela pasó a ser un coloquio anual que se reunía en lugares de toda Europa. Uno de los años tuvo lugar en la playa de Formentor.
El rasgo más característico de esta escuela, que nunca renunció completamente a sus orígenes de salón, fue la determinación de su fundador a dejar que se escucharan todas las voces. Keyserling no quería imponer su propia opinión. En lugar de eso introdujo el concepto de polifonía creativa que la escuela tenía que armonizar en sus coloquios. El objetivo no era producir filósofos (pensadores con un sistema madurado y coherente), sino hombres filosóficos: individuos capaces de formular preguntas y contemplar los problemas desde muchos ángulos. Esto, en opinión de Keyserling, era la única base razonable del avance espiritual y social. Las discusiones se publicaron en la revista Leuchter, y la misma orientación se refleja en los escritos posteriores de Keyserling, que valora más el fragmento que el tratado, el aforismo más que el párrafo. A pesar de su admiración por Goethe, el ideal literario de Keyserling, como el de Heidegger, fue el gnómico Hölderlin. La totalidad sólo se alcanza con la muerte. En efecto, la totalidad es muerte. La vida es inevitablemente parcial, subjetiva y fragmentaria.
Completamente diferente fue el intento de Steiner de establecer su propia escuela de sabiduría no lejos de Darmstadt, en Dornach, Suiza, cerca de Basilea. Steiner ya había fundado un grupo antroposófico relacionado con su trabajo teosofista, y en 1911, antes de abandonar la Sociedad, le dedicó un edificio en Stuttgar donde tenía muchos seguidores. Poco después de cortar sus vínculos con la teosofía empezó a recoger fondos para una sede central en Suiza. La primera piedra del nuevo edificio se colocó un atardecer de septiembre de 1913, en medio del ulular del viento y una anochecida prematura pero, sin tener en cuenta estos malos presagios, Steiner terminó las maquetas de la estructura principal a finales de aquel año. Pronto empezaron los trabajos; los edificios, proyectados para que encarnaran los ideales artísticos y espirituales de Goethe, recibieron el nombre de Goetheanum[236].
Asistido por numerosos expertos, desde talladores de madera a cristaleros, el proceso constructivo fue prueba visible de los ideales prácticos y comunitarios de la antroposofía en acción: artistas e intelectuales, artesanos y aficionados, miembros de base y líderes, trabajaron juntos para erigir un palacio de madera de más de sesenta y cinco mil metros cúbicos sobre fundamentos de piedra y techado con pizarra noruega. Steiner no sólo proyectó el edificio, también dirigió cada detalle de la obra, hasta la intrincada decoración. También trabajó personalmente en los intervalos de sus giras por Alemania y Europa Central para predicar su doctrina. Jamás se había visto algo como aquel edificio, y en su corta vida (se incendió en diciembre de 1922 y fue reemplazado inmediatamente por otro de cemento) se convirtió en un lugar de peregrinaje espiritual y estético, una expresión visible de la visión steineriana del mundo.
Siguiendo a Goethe, que toma la idea del concepto cabalístico de la creación como inspiración y espiración de Dios, Steiner concibe la Tierra como un organismo que respira, inspirando y espirando según las estaciones[237]. En verano, la Tierra espira y, en invierno, inspira. La vida humana forma parte de este proceso respiratorio, desarrollándose a través de ciclos, que son estacionales, históricos, terráqueos y cósmicos. El hombre cambia física y psíquicamente en los equinoccios. La humanidad es, por consiguiente, parte de un organismo espiritual y físico macrocósmico evolutivo, que reproduce microcósmicamente. La historia espiritual de la humanidad es parte de ese proceso. Steiner creía que, en la era moderna, la humanidad había perdido la unidad espiritual, estética y cognitiva que ahora añoraba. En su opinión, todos los objetos, desde una cuchara hasta un edificio, deben contribuir a la restauración de esa unidad por todos los medios disponibles.
El proyecto del Goetheanum pretendía expresar la relación orgánica del Hombre con la naturaleza y el propio papel del edificio como centro de energía espiritual. Por lo tanto, todos los aspectos del edificio tenían que ser funcionales y expresivos a la vez. En contra de las absurdas pretensiones de singularidad en la visión de Steiner, había claros indicios de Art Nouveau en la decoración y en rasgos secundarios de la estructura, como las columnas y marcos de las ventanas, todos distintos en sus detalles. Pero bajo esta ornamentación subyace la convicción de Steiner de que las formas artísticas deben fluir de la necesidad espiritual interna si quieren ser elevadas y significativas, en el modo que debe ser siempre el arte alemán. Por tanto, todo lo relacionado con el edificio estaba hecho para fluir, encarnando la teoría goethiana de la metamorfosis, según la cual todas las cosas orgánicas cambian y evolucionan permanentemente, y la percepción de Steiner de las auras o líneas de fuerza que, creía él, rodean a las criaturas vivas. El rasgo básico del diseño fue, pues, la ausencia de la línea recta allí donde era posible. Todo estaba decorado. Incluso los cristales de las ventanas, las paredes y los techos estaban pintados de acuerdo con la teoría de los colores de Goethe, con los diversos matices indicando los estados del alma y produciendo efectos psicológicos y espirituales diferentes. Los materiales del edificio, incluido el cristal, fueron fabricados especialmente, y los pigmentos fueron extraídos exclusivamente de plantas.
La exigencia de las curvas creó considerables problemas, sobre todo cuando hubo que coronar el edificio principal con las dos cúpulas de madera, de diferentes tamaños e intersecantes (una era mayor que la cúpula de San Pedro). Como las cúpulas se cruzaban, no se podían reforzar con las habituales nerviaciones internas de sostén y hubo que buscar un nuevo método, de modo que una sostuviera a la otra. Pero estos problemas de ingeniería se subordinaron a la mayor importancia de los múltiples propósitos del edificio. El espacio bajo las cúpulas, con capacidad para más de dos mil personas, era al mismo tiempo sala de conferencias y lugar de reunión de los congresos antroposóficos, según el modelo teosófico. Había también secciones de viviendas y amplios estudios y talleres y, como la sede de Point Loma, el Goetheanum fue pronto, además de un templo, un centro social, artístico y educativo, a medida que las actividades a que se había destinado la construcción fueron sustituidas por otras una vez terminado el edificio. Porque Steiner, como Gurdjieff, era terapeuta y mago. Su objetivo era la integración en una unidad de todos los aspectos de la vida. De esta manera la evolución espiritual del individuo podría contribuir a la evolución de la comunidad. El Goetheanum, por tanto, fue ideado para que fuera, literalmente, un proyecto cósmico.
Sin duda que esta folie de grandeur le debe algo a Wagner. Cuando decidió establecerse en Suiza, después de que las autoridades de Munich le negaran el permiso para construir, Steiner, hablando con los donantes del terreno en Dornach, se refirió a su deseo de establecer allí un nuevo Bayreuth, y poco después asistió a una representación de Parsifal en el teatro de Wagner. Parsifal es la ópera donde la teoría del Gesamtkunstwerk, u obra de arte total, se aplica al mito del Grial. Causó una profunda impresión en Steiner, que ya estaba interesado en el drama como camino del entendimiento religioso y como celebración sacramental de ese entendimiento. Algo parecido había visto en el intento de Edmond Schuré para recrear los rituales órficos en un escenario contemporáneo. Partiendo de las ideas de Wagner y Schuré, y combinándolas con su propia doctrina, escribió los Misterios, que se convertirían en el centro focal de la actividad de Dornach y han continuado en el repertorio antroposófico hasta nuestros días.
Estas piezas teatrales, donde se expone la evolución espiritual de unos mismos personajes a lo largo de cuatro escenas (la quinta no se llegó a escribir), reúnen las artes del habla, del movimiento, del color y del diseño, en una síntesis wagneriana complementada por la euritmia[238]. La euritmia steineriana (distinta de la de Dalcroze) se define como habla y canto visibles; se basa en la idea de que no sólo nos afecta el sentido de las palabras, sino también su sonido. Este sonido se produce como ondas invisibles que perturban el aire, y las ondas se pueden traducir en formas visibles, parecidas a las líneas naturales de fuerza encarnadas en la pintura y escultura steinerianas. Pero las palabras también significan algo, por lo cual las formas pueden emplearse simultáneamente para expresar significados.
Como Gurdjieff, Steiner creía que los ritmos de la danza formaban parte de —y, por lo tanto, revelan— los orígenes del cosmos. Y las danzas de aquel antiguo templo, hoy perdidas o degeneradas hasta resultar irreconocibles, expresan esto y la relación del hombre con aquel cosmos. Todo en la creación está rítmicamente modulado: la calamidad de la vida moderna es que hemos perdido nuestro sentido de los ritmos naturales, los del mundo y los de nuestros cuerpos. Recuperarlos mediante la danza —un arte en el cual intervienen todas las facultades humanas— nos enseña algo de cosmología y cosmogonía. Y porque también es el arte que agudiza nuestro sentido del espacio y del tiempo (y la relación entre ellos), la danza es potencialmente el medio en el cual el movimiento del cuerpo humano combina con mayor fuerza el significado, la historia y la expresividad, una manera, quizá, de recuperar la antigua fórmula matemática que impulsó cuarenta años antes al señor Felt y a sus amigos a fundar la Sociedad Teosófica. Es, por lo tanto, el medio esencial de la antroposofía: el medio por el cual la ciencia discursiva del espíritu puede convertirse en la aprehensión inmediata del Ser.
El sentido destacado del Ser —como opuesto a la mera existencia— fue también el objetivo de la escuela más conocida de la época, situada en el Château du Prieuré des Basses-Loges. Fue allí donde Gurdjieff estableció la nueva versión de su Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre en octubre de 1922, iniciando (en sus propias palabras) «uno de los períodos más locos de mi vida»[239] y, podía haber añadido, de la de cualquier otra persona.
En acusado contraste con el torbellino de líneas art-nouveaux de Steiner, el castillo es una mansión austera, aunque elegante, cuyas ventanas equilibradas y decoración elaborada expresan el ambiente jerárquico y mundano de la Francia del siglo XVII. Incluso así, Gurdjieff lo convertiría en su propia versión del Goetheanum. A unos cuarenta kilómetros de París y situado en un gran parque de Avon, cerca de Fontainebleau, está rodeado de una alta muralla de piedra; se accede a él por unas puertas que dan a un patio con una fuente. Primero en alquiler, Gurdjieff terminó por comprarlo por setecientos mil francos que pagó la viuda de mattre Labori, el abogado que defendió a Dreyfus.
Los terrenos de la propiedad alcanzaban unas 180 hectáreas. La casa, aunque de sólida estructura y lujosamente amueblada, con bellos salones e invernadero, no se habitaba desde 1914, las habitaciones estaban sucias y casi abandonados los jardines. Gurdjieff se instaló en Auteuil y empezó a trabajar enseguida, poniendo a algunos discípulos a limpiar el castillo mientras otros se dedicaban a las danzas sagradas, utilizando el Instituto Dalcroze de París para sus ensayos. Éstos se hicieron después en un hangar de aviones abandonado, que fue desmontado y reerigido en los terrenos del castillo, equipado con estufas, una fuente, ventanas con cristales coloreados y una tarima revestida de bellas alfombras alrededor de la sala. El suelo de este edificio —conocido como Casa Estudio— se hizo aplanando y secando la tierra sobre la cual descansaba la estructura; las paredes se decoraron con dibujos y textos, como un enorme muestrario exótico. Tenía capacidad para trescientas personas.
Las acostumbradas mentiras y trampas empezaron de inmediato, con un nuevo prospecto del instituto en el que se decía que el número de miembros en todo el mundo era de cinco mil, que disponía de personal residente experto en todas las áreas concebibles y un departamento médico en el cual los pacientes podían seguir tratamientos de psicoterapia, hidroterapia, magnetoterapia, electroterapia, dietoterapia y dulioterapia[240]. La realidad es que el personal lo formaban Gurdjieff y sus discípulos más antiguos: Stjoernval, los Hartmann y los Salzmann; el programa del instituto era más bien un refrito exótico de la doctrina teosófica y los ejercicios sufíes, y el número total de asociados apenas rebasaba los 150. Pero como la divergencia entre apariencia y realidad era uno de los temas más serios del Maestro, quizá estas mentiras fueran verdad.
De los más o menos 150 discípulos, cuarenta llegaron a residir en el Prieuré (aunque el número fluctuaba considerablemente), creando una extraña mezcla, con casi la mitad de ellos procedentes de Rusia y Europa Oriental y la otra mitad de las clases medias-altas inglesas. La mayoría de los orientales eran eslavos y armenios y casi ninguno hablaba francés o inglés. En 1923 vinieron a unirse a ellos desde Georgia los miembros supervivientes de la familia de Gurdjieff. Ya que no otra cosa, el contingente oriental puso el necesario color exótico al instituto. Apartados de los demás, pocos aprendieron francés y, cuando el Maestro periódicamente los ponía de patitas en la calle, no sabían qué hacer. Cuando no era así representaban sus danzas sagradas y vivían de su generosidad.
Treinta años antes, la mayoría del contingente inglés habría estado por la teosofía y, en efecto, muchos de ellos eran miembros descontentos de la Sociedad que buscaban una doctrina más rigurosa y una disciplina personal más estricta. Habían acudido al lugar adecuado. Porque Gurdjieff ofrecía precisamente lo que le faltaba a la teosofía: dureza, dificultad, ilusión, novedad y la singular mezcla de control compasivo y libertad estimulante que sigue cuando alguien abandona la vida cómoda y se somete a la voluntad de otro.
Sobre todo, Gurdjieff facilitaba exactamente lo que muchos teosofistas, disciplinados o no, habían buscado inútilmente desde siempre: el contacto con un Maestro de Sabiduría; un ser que, aunque no fuera uno de los Hermanos Inmortales, estuviera en directa comunión con ellos o con lo que quisiera decir Ouspensky cuando se refería a la Fuente. Pero la autoridad de Gurdjieff sólo procedía en parte de esta comunión. Lo realmente importante era su propia personalidad, el poder que persuadía incluso a muchos de sus enemigos de que era una fuerza con la que había que contar. Nada menos que la absoluta sumisión a lo que exigía.
La vida en el Prieuré siguió las pautas establecidas en Brocton y Essentuki, con los residentes viviendo bajo un asedio permanente, pues así era en cierto sentido. El enemigo era el mismo Gurdjieff. Imponía su acostumbrado e intermitente despotismo benévolo, insistiendo ahora en que los inquilinos observaran no sólo su voluntad arbitraria sino también una serie de reglamentos carcelarios administrados por subordinados. Estos reglamentos prohibían que los discípulos estuvieran en determinados lugares a determinadas horas o que abandonaran el sitio sin autorización. También abarcaban la vida diaria en la casa o el huerto. Muchas habitaciones estaban lujosamente amuebladas porque Gurdjieff había comprado parte del mobiliario con la casa, pero estaban reservadas a visitantes ricos, a recién llegados y, ocasionalmente, a discípulos favoritos y, por supuesto, a Gurdjieff. Los demás moradores las bautizaron «el Ritz», pues ellos estaban relegados a las buhardillas que daban al justamente llamado Corredor del Monje, donde estaban separados por Sexos y dormían con austeridad monástica. Los niños vivían separados de los padres en una pequeña casa que había en el parque y cuidaban de ellos adultos en régimen rotativo.
Aunque la rutina en el Prieuré cambiaba de vez en cuando según el capricho del Maestro, el modelo básico era previsible y espartano[241]. El trabajo empezaba después de un desayuno de café y tostada seca entre las seis y las siete de la mañana. Continuaba hasta el almuerzo a mediodía. Éste solía consistir en pan y sopa. Se trabajaba algo después del almuerzo y, luego, los discípulos tenían tiempo libre hasta la cena a las siete. A la cena, a partir de las nueve, le seguían ejercicios gimnásticos, danzas, charlas y discusiones, que a menudo se prolongaban hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Este régimen era para los días laborables. Los sábados podían variar con baños comunales rusos y fiesta con danzas cuando Esparta daba paso a la Rusia Central. Las visitas de forasteros distinguidos solían estar acompañadas de banquetes. Por otro lado, Gurdjieff imponía un severo ayuno en cuaresma: una lavativa seguida de varios días con sólo naranjas y leche agria, varios días más sin nada, un día con caldo y otro día con un filete de buey. El domingo siempre era día de descanso.
Los discípulos que cocinaban y limpiaban las habitaciones tenían que trabajar duro. Para preparar el desayuno, el cocinero tenía que levantarse a las cuatro y media para encender los fogones, llenar las carboneras, hacer el café y tostar el pan. Inmediatamente después del desayuno, había que poner a hervir a fuego lento soperas de veinticinco litros y dejar limpias las cocinas. Mientras unos discípulos cocinaban, otros cultivaban el huerto, cuidaban el gallinero o mataban un pollo, cortaban leña, pulían muebles y suelos y hacían reparaciones en la casa.
En acusado contraste con las tendencias espirituales y desencarnadas de la teosofía, que desdeña la existencia humana y la considera una desafortunada necesidad en el esquema de las cosas, la Obra[242], como se la llegó a conocer, ponía el acento en el trabajo físico y en los proyectos comunales. Mientras los seguidores de Keyserling se entregaban al diálogo aristocrático y los de Steiner buscaban a Dios en el arte y las buenas obras, los discípulos de Gurdjieff vivían en un frenético y agotador trabajo, reuniones de grupo y ejercicios psicológicos que pretendían despertar al alma de su letargo. Era esto, y no sus elaboradas doctrinas, lo que atraía a los miembros del contingente inglés, hastiados casi todos ellos de la vida de la clase alta británica. Estos hombres y mujeres venían del mundo cómodo satirizado en las novelas de Aldous Huxley, D. H. Lawrence y E. M. Forster: un mundo donde los criados hacían todo para sus amos, salvo sus funciones corporales, y los amos, por tanto, languidecían espiritualmente.
A. R. Orage fue uno de los primeros discípulos en llegar al Prieuré. Vio su aventura como una heroicidad. Al dejar Inglaterra para ir al Prieuré, dijo a su fiel secretaria de la Little Review que «iba en busca de Dios»)[243]. Cuando llegó al castillo sin más equipaje que su deseo en el corazón y un ejemplar milagrosamente apropiado de Alicia en el País de las Maravillas en el bolsillo, quedó sorprendido al comprobar que la búsqueda de Dios consistía en cavar cada día un agujero sin propósito alguno.
Cuando Orage se quejó al Maestro de la depresión y el cansancio causados por semanas de trabajar sin sentido, Gurdjieff le dijo que dejara de gimotear, volviera al trabajo y cavara con más fuerza. Orage, casi exhausto y a punto de rebelarse, obedeció y, cuando parecía que no iba a poder más, superó la barrera del dolor y empezó a sentir una profunda satisfacción en una tarea que ya no era agotadora, en el trabajo bien hecho y en obedecer a la voluntad de su amo[244].
Imponer tareas imposibles no era la única manera de Gurdjieff para crear conflictos. Le encantaba insistir en el régimen insoportable, humillar a sus discípulos en público e incluso alentar las riñas entre ellos. Se suponía que todo esto era parte de una gran estrategia terapéutica y de un tratamiento de choque que tomaba oficialmente la forma de ejercicios mentales, emocionales y espirituales.
Los ejercicios, que ocupaban gran parte del día de quienes no hacían labores domésticas o agrícolas, iban desde simples penalidades, como el cavar de Orage, a tareas complicadas y confusas. A las señoras de la buena sociedad, que no habían trabajado un solo día en sus vidas, las ponía a pelar patatas o a escardar un macizo de flores con una cucharilla de té mientras aprendían algunas palabras tibetanas o memorizaban el código Morse. A otros les ponía complicados ejercicios de aritmética mental mientras ejecutaban determinados movimientos. Un médico de Harley Street era el encargado de encender la caldera, había escritores que cocinaban y cortaban leña, un eminente psiquiatra apilaba estiércol o fregaba el suelo de la cocina. El lugar poseía el ambiente de un internado salvaje gobernado por un director demente aunque genial, y a casi todos los discípulos les gustaba… durante un tiempo.
La personalidad se tenía en cuenta a la hora de asignar una tarea. Gurdjieff ignoraba la distinción habitual entre lo importante y lo trivial, entre lo serio y lo cómico. A los individuos encargados de hacer un trabajo se les decía que lo hicieran en la mitad del tiempo acostumbrado, después en la cuarta parte. A otros se les ponía a trabajar en grupo con personas que aborrecían. A los intelectuales se les prohibía leer y a las almas sensibles se les ordenaba que limpiaran establos y mataran animales. El principio pedagógico básico era la contradicción: haz lo que aborreces, cualquier cosa que parezca odiosa. Haz lo imposible; luego, haz más; o trabaja en dos tareas imposibles al mismo tiempo.
Los ejercicios se basaban en dos principios. Primero, la necesidad de sufrir voluntaria y conscientemente, que Gurdjief decía que había que soportar para despertar a la realidad y permanecer despiertos. Pero pocos individuos pueden lograrlo por sí solos. Por lo tanto, venía el segundo principio: ese sufrimiento debe infligirlo un maestro a quien se deba obediencia absoluta. De aquí la necesidad de la «escuela». Sin fe en el maestro, decía Gurdjieff, no hay prueba de una voluntad real de sufrir. Como hemos visto, Ouspensky ya se había rebelado contra esta receta en diversas ocasiones. Otros quedaban perplejos cuando Gurdjieff señalaba maliciosamente que la inclinación de sus discípulos a obedecerlo, por caprichosas que fueran sus órdenes, demostraba que necesitaban y merecían su sufrimiento. La rebelión se premiaba a veces con el destierro, otras veces con el anuncio de que a la larga el rebelde había hecho algunos progresos, había aprendido a valerse por sí mismo.
Los efectos de esta enseñanza eran variados. Las damas de la buena sociedad encontraban a veces que, efectivamente, se sentían más conscientes durante un día o dos, pero el efecto desaparecía en cuanto regresaban a París o Londres, cosa que solía ocurrir cuando el Maestro las insultaba según tenía por costumbre. Porque Gurdjieff no sólo creía que debía dificultar la vida de sus discípulos, sino que él mismo debía ser difícil. No tenía tiempo, decía, para gente frívola, aunque no hacía ascos cuando recibía el dinero de ellos: «esquilar sus ovejas», eran sus palabras.
Los estudiantes serios pensaban que hacían progresos espirituales bajo esta tortura, pero eso era sólo al principio. Gurdjieff siempre encontraba nuevas penalidades para ellos, llevándolos bajo su férula hasta el límite e incluso más allá. No había posibilidad de relajarse. El lema era vigilancia constante, esfuerzo constante, lucha constante. El periodista Carl Bechofer Roberts, colega de Orage, que había conocido a Ouspensky y a Gurdjieff cuando fue corresponsal en la guerra civil rusa, describe al Maestro acuciando constantemente a sus discípulos ingleses con las palabras «corriendo» y «más rápido»[245]. Si ésta era la estrategia del Cuarto Método, también era un darwinismo espiritual que se había vuelto loco.
En su forma extrema, es indudable que la enseñanza de Gurdjieff tuvo serias consecuencias para quienes fueron incapaces de resistir o escapar del Maestro y se produjeron crisis nerviosas e incluso hubo sospechas de suicidio entre sus discípulos[246]. Pero estas consecuencias daban la medida de su poder. Puede decirse, por supuesto, que las crisis y los suicidios hubieran ocurrido siempre, que, en tales casos, son precisamente los neuróticos y vulnerables quienes se sienten atraídos por un hombre semejante. Una vez bajo su hechizo, muchos discípulos, los más débiles y crédulos, pensaban que Gurdjieff poseía poderes divinos. Explicaban cuanto sucedía atribuyéndolo a su voluntad. Cuando, por ejemplo, los liberaba de una tarea penosa que les había impuesto, era como si una deidad benévola hubiera intervenido en sus vidas. Alguno llegó incluso a achacar a su brujería que funcionara el motor de un coche en no muy buen estado.
La mezcla de seriedad y frivolidad escandalosa es eJ enigmático sello de Gurdjieff y sobre ello disponemos de material abundante. A los periodistas les encantaba el Prieuré que, entre 1922 y 1925, figurará profusamente en los diarios populares. Tanto el Daily Mirror como el Daily News publicaron artículos sobre Gurdjieff, atribuyendo cualquier cosa al Prieuré, desde el satanismo hasta el nudismo. Un trabajo más digno, aunque no menos inexacto, apareció en el New Statesman, que hizo famosos a los moradores del Prieuré al llamarlos «Filósofos selvátivos»[247]. Pero, por más que la prensa deformara sus actividades, Gurdjieff les hacía el juego para obtener notoriedad. Como a HPB, le gustaba confundir el tema con historias escandalosas sobre su persona. Pero gran parte de las noticias se debían al interés que despertaban los ricos y aristocráticos patrocinadores de Gurdjieff, más que la Obra misma. Una gran noticia fue, por ejemplo, la visita que hizo lady Rothermere para inspeccionar su inversión en enero y febrero de 1923.
La aparición de Gertrude Stein y Upton Sinclair en el Prieuré también atrajo la atención de la prensa, así como una breve visita de Diaghilev, que estuvo considerando la escenificación de las danzas sagradas. Pero la gran mayoría de visitantes era de menor celebridad. J. G. Bennett permaneció durante cinco semanas en el verano de 1923 y el mismo año, más tarde, Gurdjieff acogió por breve tiempo al Obispo Wedgwood, que trataba de pasar inadvertido después del último escándalo. Mucha gente acudía desde París en coches lujosos para pasar el día o la tarde y ver los ejercicios y danzas, y Gurdjieff y el Prieuré se pusieron de moda como parte del circo parisino.
Los visitantes eran agasajados con ricos manjares y vinos y si se quedaban a pasar la noche eran alojados, por supuesto, en el Ritz. Pero la comida y los halagos de Gurdjieff no complacieron a todos y muchos se preguntaron si la complicada cortesía y las historias fantásticas del anfitrión no eran más que formas para burlarse de ellos. Algunos visitantes mostraron una franca hostilidad. D. H. Lawrence y su esposa Frieda, curiosos del nuevo gurú y padre de la tierra, de quien hablaban tantos amigos, e incitados por Mabel Dodge Luhan —que cometió el error de pensar que la agresividad de ambos daría lugar a una afinidad entre ellos— visitaron el castillo en enero de 1925[248]. Aborrecieron cada minuto pasado en él. Lawrence calificó el Prieuré de «lugar corrompido, falso, inseguro» lleno de gente «que representa un espectáculo bochornoso»[249]. Lo único que sorprende de esta reacción es que alguien hubiera esperado que Lawrence y Gurdjieff iban a llevarse bien: eran rivales y no almas gemelas. Otros compartieron el escepticismo de Lawrence, aunque pocos lo expresaron con el lenguaje violento de Wyndham Lewis, que dijo del propietario del Prieuré que era un «estafador psíquico levantino». Bechofer Roberts, más temperado y divertido, describió a los ingleses del Prieuré como «Micawbers místicos [esperando] pacientemente que ocurriera algo sobrenatural»[250].
Quien esperaba con casi absoluta certeza que ese «algo» fuera la muerte fue la más famosa residente del castillo, Katherine Mansfield, que murió allí. Mansfield fue a Fontainebleau por consejo de Orage, que había publicado los primeros relatos de ella en el New Age. Cuando llegó al castillo estaba gravemente enferma de tuberculosis y sabía que le quedaba poca vida. Durante todo el año anterior, tal como escribió a Dorothy Brett, estuvo esperando un milagro, un médico que la curara. Al mismo tiempo, sospechaba que necesitaba curar algo más que el cuerpo, como si, al final de su vida, empezara a identificar su propia curación con la del mundo. Por lo menos, quería un médico en quien pudiera creer, que fuera simpático y comprensivo, no un mero clínico, un hombre poderoso más que un hombre hábil.
Su primer candidato fue el doctor ruso Manoukhin, que trataba a sus pacientes con rayos X dirigidos al bazo. Fue su amigo Serge Koteliansky quien le recomendó a Manoujin, y Mansfield, que sentía debilidad por los rusos, lo tomó por una especie de Chejov: tierno, prudente y poderoso. Fue a París en 1922 para verlo y el médico le prometió que la curaría. A pesar de que informó de la buena noticia a su marido, Middleton Murry, Mansfield escribió en su diario que no las tenía todas consigo. Por una parte, veía al médico como a una buena persona, pero, por otra, lo consideraba un impostor sin escrúpulos. Empezó su tratamiento, pero, al mismo tiempo, consultó a un médico en Inglaterra.
También tomó otras medidas. Cuando empezaba su tratamiento con Manoujin, Orage le envió un libro anónimamente publicado sobre el control psíquico de las enfermedades físicas. La anatomía cósmica o la estructura del ego, de Lewis Wallace, uno de los patronos de New Age, produjo una profunda impresión en Mansfield, que copió algunos párrafos en su diario. Pero Wallace pronto sería sustituido por Gurdjieff.
Mansfield llegó a París a principios de octubre, justo cuando Gurdjieff se estaba instalando en el castillo. Orage llegó a la ciudad el día 14, en route del Prieuré, y otros discípulos de Gurdjieff visitaron a Mansfield en su hotel. Se trasladó al castillo el 17 de octubre, donde la instalaron en el Ritz, y enseguida se sintió atraída por Gurdjieff, aunque en su primer encuentro lo describe parecido «exactamente a un jeque del desierto»[251]. Hacía frío en la mansión —las fuentes ya estaban heladas— y recibió con agrado la ropa de abrigo que le envió su amiga Ida Baker desde París; estaba cómoda y aparentemente feliz, aunque sus cartas revelan una irritabilidad comprensible. Sólo le quedaban unas pocas semanas de vida.
Quizá febril sea la palabra que mejor defina su estado. Escribió varias veces a Ida Baker en estilo gurdjieffiano, reprochándole su carácter egoísta:
¿Por qué eres tan trágica? No sirve de nada. Sólo para fastidiarte. Si sufres, aprende a entender tu sufrimiento, pero no te rindas a él. La parte tuya que vive en mí ha de morir y, entonces, nacerás tú. ¡Acaba de una vez con la muerte![252]
Mansfield hizo cuanto pudo para revivir en el Prieuré, a pesar de que poco después la trasladaron del Ritz a un pequeño dormitorio que daba al corredor general del piso superior, con el suelo de madera desnudo y una tosca mesa (Volvió al Ritz en diciembre, cuando su agravamiento se hizo evidente). Para aumentar las dificultades, Gurdjieff cambió la rutina de los residentes, anunciando que, en adelante, el trabajo diario de mantenimiento de la casa se haría por la noche. Mansfield tuvo que lavar zanahorias en agua fría a medianoche y compartir la parca comida de los demás discípulos, un cambio brutal con respecto a su régimen de los anteriores meses: «Comes lo que te dan y se acabó»[253].
Todos participaban rotativamente en la cocina y en todos los quehaceres de la casa. El castillo se gobernaba como una auténtica comuna y las tareas inútiles —como el cavar de Orage— eran, pensaba ella, la excepción. Había que cultivar verduras, cortar leña para calentarse, hacer reparaciones y mantener un enorme jardín y el parque. Gurdjieff tenía hasta ganado, como vacas, que entraron en la vida de Mansfield cuando el Maestro le ordenó que pasara parte del día en una plataforma construida especialmente encima del establo para que respirara los olores: un remedio tradicional de los campesinos de la Europa Oriental, según cuenta uno de los biógrafos de Mansfield, que dice que la escritora no explica nada de sus efectos en sus cartas y diarios. El pequeño balcón se adornó y pintó con pájaros e insectos, y se habilitó con alfombras y colchones. Dos de las discípulas, Adéle Kafian y Olga Ivanovna Hinzenburg (que luego se casaría con Frank Lloyd Wright), se encargaron de cuidar de ella.
Mansfield, ciertamente, cambió en las últimas semanas de su vida. Veía a Orage casi todos los días. En sus conversaciones, se refería a su antigua personalidad como ya muerta: «La lamentable y difunta Katherine Mansfield»[254]. Estaba arrepentida de la parcialidad y malicia de sus primeros escritos y quería convertirse en una nueva escritora, con personajes que lucharan con los conceptos gurdjieffianos de conciencia y autorrecuerdo, en historias donde ella «mostraría a Dios»[255]. No fue posible.
Gurdjieff era un apasionado de los banquetes y fiestas de todo tipo, especialmente en Navidad, que celebraba con complicadas decoraciones, ceremonias y comidas. Mansfield se unió a la festividad, esperando llegar incluso al Año Nuevo ruso, el 13 de enero, día en que se inauguraría el pequeño teatro del Prieuré e invitó a su marido para la ocasión. Murry llegó el 9 de enero y encontró en ella «un ser transformado por el amor»[256]. Mientras Mansfield vivía en el Prieuré, Murry había seguido su propia búsqueda de Dios en una casa de campo de Ditchling, Surrey, con una versión provinciana inglesa de Gurdjieff, Miller Dunning, que practicaba el yoga y acababa de publicar su tratado místico El espíritu de la Tierra (1920). Dunning dijo a un amigo que la enseñanza de Ouspensky era pecado. Favorablemente impresionado por Gurdjieff en el momento de la muerte de su esposa, Murry despreciaría después la Obra, calificándola de «charlatanería espiritual».
Aquella noche hubo baile. Cuando acabó, Katherine fue a subir con su marido a su habitación, pero en la escalera le sobrevino un espasmo de tos. Cuando llegaron a la habitación, la sangre manaba de su boca y a los pocos minutos estaba muerta, recién cumplidos sus treinta y cinco años. Fue enterrada tres días después, el 12 de enero de 1923, en el cercano cementerio protestante, en presencia de su esposo, sus hermanas y unos pocos amigos del castillo, entre ellos Gurdjieff, que quizá interpretó la corta vida de ella como un presagio para el Prieuré.