NUEVE
JUEGOS DE GUERRA

La guerra de 1914 produjo un enorme desconcierto en la teosofía. Si bien la fraternidad política y el universalismo religioso seguían siendo las normas oficiales, el chauvinismo floreció dentro de la Sociedad y los teosofistas no fueron diferentes a los demás, asumiendo cada bando que Dios estaba de su lado.

Algunos fueron más lejos y entendieron la catástrofe en su propio beneficio. En una increíble interpretación sociodarwinista, el fanático imperialista Leadbeater, además de identificar a los alemanes con las Fuerzas Oscuras, anunció que el conflicto formaba parte del proceso evolutivo, una especie de dialéctica de la que surgiría una síntesis más elevada del ser humano[164]. Incluso se apropió de una página del Corán cuando afirmó que a los soldados alemanes se les hacía un favor matándolos, porque así aceleraban su avance oculto, mientras que un huno vivo no hacía bien a nadie. La victoria británica coincidía por consiguiente con los planes de la divina providencia.

En la otra orilla del Mar del Norte, Rudolf Steiner, que estaba de acuerdo con Leadbeater en el papel que las Fuerzas Oscuras habían jugado en el desencadenamiento de la guerra, haciendo inútiles los esfuerzos de los políticos por evitarla[165], proclamaba sin embargo la superioridad de la cultura teutónica y la misión espiritual del pueblo alemán en el mundo[166] y, aunque tuvo mucho cuidado en no exaltar el militarismo y el nacionalismo, otros, que compartían aquellas opiniones, no dudaron en echar la culpa de la carnicería a los británicos. En los círculos antroposóficos era opinión generalizada que la frivolidad y decadente francofilia de Eduardo VII estaban en la raíz del problema europeo, una confusa variante de la antigua creencia popular alemana que dice que los británicos son una nación de tenderos amantes de la buena vida, con una moral y un nivel espiritual muy por debajo del de sus parientes sajones (también en cómico contraste con la opinión británica que tildaba a Eduardo de alemán honorario).

Con independencia de lo que puedan decir sus apologetas, los numerosos escritos de Steiner sobre política europea antes de la guerra aprueban tácitamente las versiones más suaves de tan demenciales ideas. Su visión mística de los destinos nacionales como parte de un plan cósmico impiden que se distinga su fervor por la cultura teutónica de las formas más groseras de patriotismo. Por ejemplo, hizo suya la opinión de Hegel y Fichte de que los alemanes son por naturaleza más filósofos que los demás pueblos europeos. Esta pretensión se basa en la supuesta superioridad de la filosofía como actividad humana; lo cual hace de los alemanes la nación más grande de Europa.

Steiner sigue también a sus maestros cuando enumera las distintas «tareas» históricas de las naciones, añadiendo la provocativa teoría de que cada nación está guiada desde arriba por un arcángel que es algo así como el espíritu popular de la nación. El príncipe Max de Baden, último canciller del imperio alemán, le pidió un ejemplar de sus conferencias sobre este tema[167]. Según este razonamiento, a las demás naciones europeas se les asignaba el desarrollo de ciertos «aspectos» de la humanidad, como contribución a la evolución del mundo, una interesante idea degradada por la trivialidad de la conclusión a la que llega Steiner cuando dice que a los italianos se les ha dado sentimiento, a los franceses pensamiento, a los ingleses conocimiento, etcétera. Por supuesto, sólo los alemanes reúnen todas estas cualidades en grado sumo.

Cuando estalló la guerra, Steiner se estableció en Suiza, donde se casó con Marie von Sievers en diciembre de 1914[168]. Durante el conflicto mantuvo una aparente neutralidad, contemplando la guerra desde una perspectiva cósmica e histórica y rezando por los combatientes de todos los bandos; lo cual no impidió que viajara y pronunciara frecuentes conferencias en Alemania y Austria, donde la neutralidad pública, por supuesto, era inconcebible. Fue también consejero y amigo de la familia del jefe del Estado Mayor alemán, Helmut von Moltke, una relación que hace difícil pensar en su imparcialidad. Tanto si le gustó a Steiner como si no, la antroposofía se identificó con los objetivos bélicos alemanes, de la misma manera que la teosofía se identificó con la causa aliada. Aunque hubo unos pocos miembros ingleses de la Sociedad Antroposófica en Gran Bretaña durante la guerra, se mantuvieron en completo silencio.

Al principio, Steiner compartió la idea generalizada de que algo puro y noble podría surgir del conflicto entre las naciones. Pero a medida que la carnicería, aparentemente imparable, se hacía aún más horrible, modificó su nacionalismo instintivo y adoptó una actitud más abierta. Después de la guerra apoyó la Sociedad de las Naciones, y en sus últimos escritos puso más cuidado en diferenciar lo político de lo espiritual. A partir de 1919 oímos menos acerca de la misión espiritual del pueblo alemán y más acerca de la idea de que el poder político alemán debe apoyarse con el fin de mantener el equilibrio entre EE.UU. y Gran Bretaña en Occidente frente a Rusia en el Este[169]. Esta idea, poco original, surgió del creciente interés de Steiner por la organización social y política. Su pensamiento se basa en la comparación tradicional entre el sistema político y el cuerpo humano, del cual se dice que, para gozar de buena salud, necesita que sus principales componentes estén en equilibrio.

Las discusiones sobre el carácter nacional fueron parte de una controversia más extensa, antigua y oscura acerca de los arios, y muestran la vertiente racista del ocultismo. Las investigaciones del siglo XIX sobre los orígenes de las lenguas y pueblos europeos tendían a considerar que ambos procedían de una única raza pura, los arios de lengua sánscrita, cuya pureza se había ido diluyendo (y según pensaban algunos, deteriorando) con el mestizaje a medida que avanzaban hacia el oeste de Europa. Como los teóricos estaban de acuerdo, desde Rousseau hasta Gobineau, en que la pureza de raza era equivalente a fuerza y vigor, las naciones compitieron en sus pretensiones de pureza étnica y origen ario[170].

Esta competencia dio lugar a algunas afirmaciones absurdas. Al final del siglo XIX, los alemanes —divididos entre el orgullo de su exclusividad teutónica y la envidia que sentían por la prosperidad y la estabilidad política de sus parientes ingleses, menos inmaculados, pues su sangre estaba manchada por celtas y romanos— se esforzaron por demostrar que los ingleses más ilustres, Shakespeare, por ejemplo, eran alemanes. Los franceses, despreciados por los sajones de ambos lados, reaccionaron diciendo que sus antepasados francos y galos eran también auténticos alemanes. Y todos se unieron para despreciar a las razas inferiores, como la eslava o la judía.

Este desprecio, que pronto tendría horribles consecuencias en la Alemania de Hitler y en la Rusia de Stalin, tuvo su reflejo en el absurdo de la discusión ocultista. Por ejemplo, con el fin de preservar a Jesús de sus innegables orígenes judíos, Steiner y el teórico racial Houston Stewart Chamberlain coincidieron en señalar que Jesús tenía rasgos semíticos y arios y, por lo tanto, era tan bueno como un alemán honorario[171]. El siguiente paso era negar que Jesús tuviera algo de judío, y fueron muchos los dispuestos a darlo. Incluso los Maestros Himalayos de la Teosofía disimularon su hermoso aspecto indio bajo una piel sospechosamente blanca y rasgos europeos.

En resumen, la guerra fue algo más que las rivalidades imperiales o económicas. Fue también una lucha darwiniana por la supremacía racial, moral y espiritual. Quizá esas ideas no interesaran mucho a los hombres que estaban en las trincheras, pero guiaron a muchos políticos que los enviaban a ellas, y al público patriotero que los apoyaba, exacerbando la violencia de la lucha.

A pesar de su preocupación por la Iglesia Católica Liberal a partir de 1915, Leadbeater deseaba que se le relacionase con el esfuerzo bélico. Una forma era mover los hilos de los poderosos. Rudolf Steiner tenía acceso al general Von Moltke y al príncipe Max de Baden; Annie Besant y Emily Lutyens tenían amigos en puestos elevados. Pero como era habitual en Leadbeater, a quien no le gustaba hacer las cosas a medias y no quería ser menos que nadie, jugó con las cartas del ocultismo, anunciando que él había estado en comunión no sólo con los vivos influyentes, sino también con los difuntos poderosos, y había hablado en el plano astral con Otto von Bismarck, discutiendo con él la guerra en extenso.

Resultaba que el otrora canciller alemán, identificado en una ocasión por HPB como ilustre ocultista, era uno de los Señores de la Faz Oscura, los agentes del mal que luchaban contra la humanidad en la Europa del siglo XX, igual que hicieron en la Atlántida trece mil años antes. Su batalla no era meramente espiritual. Según Leadbeater, Bismarck había plantado talismanes magnéticos en las cuatro esquinas de Alemania para impedir la resistencia a los ejércitos de la Patria, sin que sirvieran para nada como luego se vería. Pero Leadbeater estaba resuelto a que ninguna trampa, de este mundo o del otro, le diera la victoria a los hunos. Aunque si era como él decía, que sus maquinaciones eran en cualquier caso parte del Plan Divino para la Segunda Venida, no se entiende su preocupación. Tampoco nos dice por qué los Señores de la Faz Oscura revelaron voluntariamente sus estratagemas a un enemigo.

Desde un punto de vista práctico era inconcebible, por supuesto, que Leadbeater tomara parte en la batalla, pero había algo útil que podía hacer. Desde su fortaleza de Australia, el obispo aceptó noblemente que su cuerpo astral patrullara el frente con el fin de guiar a las almas de los muertos en el camino a la otra vida, como una especie de mayordomo estigio. Aunque sucedió oportunamente en 1914, esto era ya una actividad teosófica reconocida, e incluso había otra organización de la Sociedad dedicada específicamente a esta tarea: los Ayudantes Invisibles[172]. Emily Lutyens era una Ayudante entusiasta, aunque su pacifismo y su negativa a odiar al enemigo la puso en un apuro al estallar la guerra, porque la opinión de Leadbeater era que los Ayudantes debían asistir en primer lugar a los espíritus aliados. El obispo aborrecía a los pacifistas y terminó por sacar a Emily Lutyens de la dirección del Herald of the Star, aduciendo que ella simpatizaba en demasía con los alemanes. Aquel periódico, dijo su portavoz Jinarajadasa, debía declararse «comprometidamente del lado de la Hermandad», es decir, de los aliados[173].

Krishnamurti, que durante la Segunda Guerra Mundial se revelaría al público como impenitente y absoluto pacifista, en 1914 se encontró en una difícil situación. Estaba dispuesto a luchar y tenía la edad para hacerlo, pero Annie no permitió que se alistara en ningún tipo de servicio, no porque pudieran matarlo, sino porque vivir del rancho militar habría supuesto comer carne, y su vocación (por no mencionar su brahmanismo) exigía que fuera estrictamente vegetariano. Esto no impidió que su atrevido hermano sirviera por breve tiempo como ciclista de la unidad de la Cruz Roja en Flandes, pero Annie también puso fin a eso, y los hermanos se pasaron casi todo el tiempo de la guerra haraganeando en Londres o en el campo.

Annie no fue el único obstáculo que encontraron en su afán por ayudar. Aunque colaboró en la limpieza del Endsleigh Palace Hotel cuando se decidió que sirviera de hospital durante la guerra, no se permitió a Krishna que trabajara en él a causa de su color. Se creyó que los pacientes no aceptarían que los cuidara un indio, sobre todo uno que pretendía ser el Mesías. Lo que hacía que Krishna pareciera exótico y atractivo a los ojos de los aristócratas con inclinaciones espirituales podía resultar inaceptable para los heridos de las clases bajas. Krishna y Nitya estaban bastante acostumbrados al ridículo y a la discriminación racial. Aunque les incomodaba, cuando se producía algún incidente desagradable lo resolvían con una impresionante diplomacia. Lady Emily, que compartía con la reina Victoria su pasión por todo lo que fuera indio, pasó dificultades para dominar sus sentimientos.

La interferencia de Annie, combinada con la extrañeza de su entorno, la conducta excéntrica de sus guardianes ingleses y la tensión de vivir con arreglo a su alto destino, hicieron que Krishnamurti se sintiera confuso y deprimido. Mientras la lucha continuaba y él se consumía al verse apartado, la vida ordinaria —si así pudiera llamársela— resultaba imposible. Como otros civiles, se sentía profundamente afectado por las hostilidades por más que no participara. Como Proust escribiera en aquel tiempo, la gente vivía en la guerra como los místicos decían que vivían en Dios. Absorbía toda su atención, sin dejarles más energías para las demás cosas[174].

Irónicamente, el fin del conflicto empeoró aún más las cosas. El caos económico y político estuvo acompañado por un vacío emocional enorme. La energía de los individuos y de sociedades enteras, durante tiempo dedicada a una lucha a vida o muerte, no tenía ahora objetivo alguno. Había la necesidad de la reconstrucción —social y política, física y financiera, humana y personal— pero la pregunta que todos tenían en la cabeza era: ¿Qué es lo que queremos reconstruir de un sistema que hace muy poco nos ha llevado a semejante catástrofe? ¿No sería mejor construir un mundo nuevo? Y si fuera así, ¿cómo hacerlo? Un mundo nuevo es, por definición, algo desconocido. No existía ningún modelo. Todo el mundo trabajaba en la oscuridad.

La teosofía y la antroposofía iban a aprovecharse del hambre espiritual surgida al final de la guerra y de la sensación vaga de que las antiguas religiones e instituciones políticas estaban definitivamente desacreditadas. Las dos organizaciones tuvieron una rápida expansión en la década de 1920, creando al mismo tiempo movimientos juveniles. Pero el mismo apetito produjo también otra ola de maestros espirituales alternativos, más en deuda con la teosofía de lo que les gustaba admitir, que amenazaban con sustituir las vagas generalidades de su doctrina con algo más vigoroso. Esta nueva ola vino una vez más de lo que se conocía vagamente como «Este», pero prefirió la energía del islamismo místico militante a la suave síntesis de hinduismo y budismo con que había soñado Madame Blavatsky.

Estos nuevos maestros hirieron en lo más vivo el Occidente de Europa. Era como si la violencia de la guerra, cesada ahora en los campos de batalla, hubiera resurgido en la vida privada. Freud había empezado ya a trazar la ruta psíquica de esa violencia y su represión[175]. La guerra, según él, no era el resultado de un accidente militar o de un error político, sino una matanza de masas deseada inconscientemente por todas las naciones, incapaces de responder a las exigencias de su propia moral y sus códigos sociales. Ahora tenían que aclararse las implicaciones religiosas de sus deseos inconscientes. La era del dulce Jesús estaba llegando a su término.

Ninguna nación se vio tan horriblemente afectada por la brutalidad de la guerra como Rusia, donde la revolución que ayudó a precipitar fue seguida de una larga y encarnizada batalla, en la cual los ejércitos blanco y rojo lucharon por la supremacía. Paradójicamente, la tendencia de los occidentales a identificar la Rusia de este período con todo lo bárbaro, tenía más que ver con los soldados que con los bailarines. Porque el acontecimiento cultural más apasionante de la Europa de la anteguerra había sido la aparición de los Ballets Rusos, que dominaron la escena artística y se pusieron al frente de la vanguardia desde su primera actuación en París en 1906 hasta la muerte de su director-fundador, Sergei Diaghilev, en Venecia en 1929[176].

Diaghilev fue esencialmente un empresario. Desde los ballet-óperas escritos para glorificar a Luis XIV, no se había visto nunca nada como los Ballets Rusos. En las obras que encargó para su compañía, Diaghilev consiguió la síntesis de todas las artes que Wagner sólo había soñado, trascendiendo al mismo tiempo el realismo formal wagneriano de finales del siglo XIX en una nueva combinación deslumbrante de fantasía, comedia, cuento de hadas, esplendor bárbaro y espectáculo. Lo decisivo del milagro fue la danza, un arte hasta entonces relegado a los interludios operísticos y a las escenas de transición de las revistas. Chaikovski ya había explorado las posibilidades teatrales del ballet, pero fue a Diaghilev y a su compañía a quienes correspondió convertir la danza en un nuevo arte revolucionario.

Diaghilev fue una personalidad volcánica, un homosexual diletante, encantador, siniestro y extravagante, que se sentía a gusto en medio de las disputas y los escándalos; dominaba sin esfuerzo a sus artistas y a los ricos patrones que les pagaban, al mismo tiempo que se creía con derecho a mofarse de la moral y las normas sociales de conducta. Al observar sus relaciones con su amante y bailarín principal Nijinski, algunos lo compararon con Svengali, otros con Rasputin.

Pero Diaghilev no fue el único empresario y hombre poderoso que surgiría en Rusia en este período. Aunque conocido hoy como maestro espiritual, a George Ivanovich Gurdjieff le gustaba definirse como maestro de danza, y la danza, en efecto, es importantísima en su enseñanza. Mientras Diaghilev triunfaba en todo el Occidente europeo, Gurdjieff trataba inútilmente de escenificar su propio ballet, La lucha de los Magos, en Moscú y San Petersburgo.

Nada más alejado de las buenas obras y el amor fraternal de la teosofía que las enseñanzas de Gurdjieff. Por encarnizados que fueran los antagonismos de sus facciones y por muy chauvinista que hubiera sido cada bando durante la guerra, los diversos grupos teosóficos y antroposóficos seguían predicando la paz y la fraternidad, y ésta era su línea oficial en 1919. Gurdjieff no compartía ninguna de estas ideas. Si la teosofía representa la tendencia idealista de la Europa de principios del siglo XX que daría lugar a la Sociedad de las Naciones, la socialdemocracia y los movimientos juveniles, Gurdjieff es parte de la fascinación complementaria por la barbarie y el primitivismo que va a colorear la política del fascismo y las obras artísticas, desde las novelas de Lawrence hasta los primeros ballets de Stravinski. La doctrina de Gurdjieff fue la guerra y su método de enseñanza fue agitar la lucha por todos los medios a su alcance.

Aun cuando rechazó abiertamente la teosofía, Gurdjieff empleó una ideología similar, con su doctrina universal, una cosmología detallada y (lo más decisivo) una Hermandad de Maestros. Hasta dónde se inspiró en HPB es imposible decirlo. La teosofía florecía en Rusia durante las dos primeras décadas de este siglo, la época en que Gurdjieff formulaba su doctrina, pero la noción de una Hermandad Oculta, que Blavatsky situó en Egipto y en el Himalaya, también se da entre los místicos del Asia Central, lugar de nacimiento de Gurdjieff, un hecho que posiblemente apoya la pretensión teosofista de que todas las religiones mundiales tienen una doctrina común. Y dada la proliferación de sociedades ocultista~ y fraternidades secretas al final del siglo XIX, lo prudente no sería relacionar demasiado la enseñanza de Gurdjieff con la de Blavatsky, sobre todo si se tiene en cuenta que sus métodos respectivos fueron muy diferentes[177].

Lo que es innegable es el sorprendente parecido de sus personalidades y formas de vivir. Igual asombro produce el paralelismo entre la creación caprichosa del mito que HPB hace de ella misma y la escenificación magistral que hace Gurdjieff de su carrera. Que Gurdjieff conocía bien los escritos y reputación de HPB es evidente a juzgar por las observaciones dispersas que hace a sus discípulos. Bromeando, llegó a decir en alguna ocasión que había tenido una aventura con la Vieja Dama. En muchos aspectos es como si hubiera moldeado su vida basándose en la de ella, pero, en cada caso, superaba al modelo. Si Blavatsky había viajado por Asia central, él había nacido allí; si Blavatsky fundó una sociedad para estudiar los fenómenos, Gurdjieff estableció una auténtica escuela esotérica para practicarlos; si ella estaba en contacto con los Maestros, él pretendía ser uno de ellos. Sin insistir en un linaje, se puede afirmar legítimamente que había una herencia compartida o, quizá más sutilmente, lo que el filósofo Ludwig Wittgenstein llamaba un parecido de familia: un conjunto de correspondencias que sugieren un parentesco no necesariamente sanguíneo.

Los primeros cuarenta años de su vida están rodeados de un misterio que él alentaba gustosamente[178]. Como Blavatsky y Leadbeater, era un fértil narrador de historias, y la mejor ocasión para inventarlas se la proporcionaba el desconocimiento público de su vida. Hasta la fecha de su nacimiento es insegura. Un autor reciente apunta a 1873, otro prefiere 1877, y un tercero, 1866. Aún hay un cuarto que opta por 1874, advirtiendo la salvedad de que cualquier año entre 1870 y 1886 podría ser el acertado. Esta ambigüedad, contra la que nada hizo Gurdjieff, contribuyó a su aura de misterio. En una ocasión, al pasar la aduana norteamericana, vieron que su pasaporte indicaba una fecha de nacimiento situada en un lejano futuro. «No es ningún error», dijo el complacido viajero al funcionario, «siga con su trabajo[179]».

Para los demás hechos de su vida, entre su nacimiento y su primer encuentro con Ouspensky poco antes de la Revolución, sólo disponemos de su testimonio, en gran parte adornado con historias fantásticas sacadas del folclore del Asia Central y de Las mil y una noches. Sin embargo, parece probable que fuera hijo de padre griego y madre armenia, nacido en Alexandropol (hoy en la república de Armenia) y criado en la «remota y aburrida ciudad» de Kars, cercana a la frontera ruso-turca.

Aunque la ciudad pudiera resultarle aburrida, la región es compleja y peligrosa. Objeto de disputa durante siglos entre rusos y turcos, atravesada por nómadas y perturbada por los movimientos étnicos causados por las guerras, el comercio y los desastres naturales, la región era una mezcla de razas, religiones y lenguas, encrucijada de mercaderes y viajeros del Asia Central, lo cual posiblemente explique la posterior facilidad de Gurdjieff para los idiomas, su talento para sobrevivir y su naturaleza cosmopolita. Griegos, armenios, turcos, rusos, kurdos, tártaros y georgianos convivían en pequeñas ciudades situadas en una vasta extensión de llanuras, ciénagas y montañas; las tribus que por allí pasaron son fantásticamente diversas y las religiones indígenas abarcaban todo, desde el cristianismo nestoriano al sufismo, desde el budismo al chamanismo y la adoración al diablo.

Gurdjieff decía que su padre era descendiente de una antigua familia, fabulosamente rica, heredera de grandes rebaños, que luego fueron diezmados por la peste y causó la ruina del propietario. Tras aquello, se dedicó a varios oficios, entre ellos la carpintería; pero fracasó en todos ellos, en gran medida porque Gurdjieff pére era demasiado honrado para aprovecharse de la simpleza de los demás, si bien Gurdjieff fils no explica por qué el éxito en los negocios exige necesariamente el engaño, lo cual no debe sorprender en vista de su propia experiencia.

Más importante es que su padre fuera también un ashoj, o poeta y narrador, conocedor de memoria de una gran cantidad de poesías, entre ellas la antigua epopeya de Gilgamesh. Esto facilitó al hijo un vínculo palpable con el remoto pasado, mucho más valioso que la perdida y fabulosa fortuna. También le sugirió, según cuenta, la continuidad de la tradición cultural, que interpretó en términos religiosos como la conservación de la antigua sabiduría en fórmulas y rituales contemporáneos cuyos significados han caído en el olvido. No podemos saber si incluía efectivamente en sus recitales la historia de Gilgamesh, tal como luego afirmaría Gurdjieff. Puede ser uno de los momentos en que su fantasía se sobreponía a los hechos. Como en el caso, de Blavatsky, poco importa. Lo que importa es el papel que Gurdjieff quería que su padre representara en su mitología: el del noble salvaje rousseauniano en contacto con los manantiales más profundos de la vida.

Este papel explica también el mayor legado del padre al hijo, según nos cuenta éste: un severo régimen doméstico que enseñó al muchacho a cuidar de sí mismo en el mundo hostil de los adultos. Los madrugones y los baños fríos formaban parte de la rutina diaria, con duros castigos a la desobediencia. Las bromas del viejo señor Gurdjieff parecen haber sido despertar al muchacho poniéndole un sapo en la cama u obligarlo a asir una serpiente venenosa mientras el padre terminaba el almuerzo, severidades que el hijo recordaba después con emocionado agradecimiento. Estos métodos brutales los reproduciría más adelante con sus propios seguidores.

No es de extrañar que el joven Gurdjieff resultara sobre todo un golfo callejero, tosco y espabilado, que sabía cuidar mejor que nadie de sí mismo. Como todas las ciudades de la región, Kars y Alexandropol estaban divididas según las diferencias de clase, costumbres y religión y el muchacho fue sensible en grado sumo a tales diferencias. Porque, a pesar de jactarse de su elevado linaje, creció en la pobreza y tuvo que aprender pronto a hacer lo que tuviera a su alcance, desde remendón a hipnotizador, adquiriendo una serie de habilidades manuales que más tarde impresionarían profundamente a los intelectuales de clase media que se reunieron con él.

Casi toda su educación la adquirió por su cuenta, aunque afirma que pasó algún tiempo en la escuela coral de Kars, hasta que un día el deán de la catedral le dijo al padre que se llevara al muchacho y lo educara en casa, porque la enseñanza de la escuela no estaba a la altura de un alumno tan brillante. El deán fue entonces su tutor oficioso, inculcándole diez principios (la exactitud en los números es muy típica de Gurdjieff): la conocida lista de mandamientos bíblicos, obedecer a los padres y trabajar duro, con una novedad, el sexto mandamiento añade no tener miedo de los demonios, las serpientes y los ratones.

Acabada pronto su educación formal, Gurdjieff se puso a viajar. Como Blavatsky, es posible que llegara al Tibet. La idea de que visitó ese país se basa en la pretensión de que trabajó allí con nombre supuesto, como un lama tibetano implicado en intrigas políticas o como el agente secreto zanista Ovshe Narzounoff. Por lo menos un autor reciente acepta que Gurdjieff y Narzounoff eran la misma persona. Su mejor y más reciente biógrafo es más circunspecto, aunque admite que es probable que Gurdjieff trabajara como agente zanista con uno u otro nombre[180].

El mismo Gurdjieff no mostró ningún interés en aclarar el asunto, diciendo solamente que fue herido en el Tibet en 1902, cuando fue en una misión para estudiar la ciencia oculta. Cuando años más tarde se encontró en Nueva York con Achmed Abdullah, un curioso acompañante de la expedición Younghusband, le dio a entender que había sido efectivamente un agente en el Tibet (si bien el testimonio de Abdullah es tan poco fiable como el del mismo Gurdjieff)[181]. Todo lo que sabemos con certeza es que Gurdjieff tuvo que vivir de algo, que a menudo estuvo implicado en negocios turbios, que pudo estar mezclado en intrigas políticas y que poseía una capacidad casi mágica para sobrevivir sin apenas tener medios de subsistencia. También supo cómo aumentar su propia fama, exagerando los misterios y escándalos que se atribuían a su persona.

El propio relato de Gurdjieff pinta la primera parte de su vida como una búsqueda de los Maestros Ocultos de la Sabiduría. De manera solemne, describe en Encuentros con hombres notables su temprana ambición de descubrir la finalidad y el significado de la vida mediante un viaje a Egipto (como era inevitable) con un mapa encontrado en una aldea perdida. El libro da cuenta detallada de una serie de aventuras más o menos increíbles, en las cuales hasta el perro pastor kurdo del autor figura como un fenómeno asombroso. Pero el profesor Sknidlov, arqueólogo, y el príncipe Lubovedsky, peregrino espiritual, Ekim Bey, Bogga Eddin, Bogacheksky y todos los demás llamados Buscadores de la Verdad que va encontrando en el camino, sólo tienen hoy importancia en cuanto encarnan facetas de un viaje vital arquetípico. Como figuran bajo seudónimos, nunca sabremos si existieron realmente.

El foco de atención del libro pasa de Egipto al Asia Central y al norte de la India cuando Gurdjieff conoce a un cierto padre Giovanni, antiguo sacerdote cristiano, pero entonces establecido en una orden monástica islámica de Kafinistán, una de las cuatro órdenes desperdigadas entre el Pamir y las montañas del Himalaya. El padre Giovanni se refiere a los ritos y doctrinas de una «Hermandad Mundial», y no aclara si sus miembros —él es uno— son o no los mismos Maestros de la Sabiduría.

El relato de los años de Gurdjieff en el desierto evoca los fantasiosos cuentos de Blavatsky sobre su juventud. La única diferencia es que, mientras la aristócrata HPB tuvo que esforzarse por pasar desapercibida y apenas se molestó en que su narración pareciera verosímil, los orígenes más humildes de Gurdjieff y su lugar remoto de nacimiento le ayudaron a pasar desapercibido hasta que quiso atraer la atención del público con historias bien apoyadas en el detalle circunstancial de costumbres y lugares. Dicho esto, es obviamente demasiado fácil decir que un período vacío de la vida de uno se ha pasado en retiro místico o se ha dedicado al aprendizaje ocultista, sobre todo si no hay quien pueda contradecirlo. Y aunque lo hubiera, siempre puede decirse que los testigos no vieron lo que sucedía «realmente», dado que lo oculto, por definición, está escondido a la vista de la gente. Se trata de una argumentación bastante corriente. Lo que importa, se nos dice, no es la apariencia, sino la realidad, no los fenómenos, sino su interpretación, no el relato, sino su intencionalidad. No hay manera de refutar semejantes afirmaciones, aunque la osadía de algunos para mantenerlas da mucho que pensar.

Los discípulos de Gurdjieff, cuando más tarde intentaron describir las dificultades de su enseñanza, varían en su interpretación del mapa y la búsqueda, unos tomándolos por realidades, otros como parábolas o metáforas. Él mismo mantuvo una ambigüedad burlona sobre el tema, y algunos seguidores llegan a decir que semejante ambigüedad es una especie de prueba para distinguir al sabio del necio mediante su capacidad de interpretación. Aquellos que disciernen la verdad en los cuentos fantásticos del Maestro prueban así que tienen derecho a ella. Quizá por eso no sea sorprendente que Gurdjieff se refiriera a sus discípulos como ovejas a las que había que esquilar.

A principios de 1912, Gurdjieff llega a Moscú, donde se establece como comerciante de alfombras y artículos del Asia Central. Entra en la historia por primera vez en la autobiografía del inglés Paul Dukes[182], y en un ensayo anónimo titulado «Atisbos de Verdad»[183]. Dukes, estudiante de música en el conservatorio de Moscú, que luego sería agente secreto británico, había leído La doctrina secreta y asistido a sesiones de espiritismo. Su profesor de piano lo introdujo en la teosofía y, después de interesarse por varias sectas esotéricas, conoció a Gurdjieff y se convirtió en su primer discípulo extranjero. Dukes y el autor de «Atisbos de Verdad» describen encuentros parecidos con el Maestro, el primero en una casa de campo en las afueras de Moscú, el segundo en una calle gris cercana a la estación Nikolaevski de la ciudad, donde fueron convocados secretamente.

Al llegar al lugar de la cita, fueron guiados por oscuros pasajes hasta unas habitaciones mal iluminadas adornadas con profusión de alfombras y chales, con los techos entoldados como tiendas a la manera oriental y con objetos del mismo origen en las paredes. El autor anónimo describe una de las lámparas, con la pantalla de cristal en forma de flor de loto, y un armario con iconos y esculturas de marfil de Moisés, Mahoma, Buda y Cristo: el panteón de los Maestros Ocultos. Enfrente de la última puerta, mirando fijamente al visitante con ojos penetrantes, pero amistosos, un hombre silencioso, de mediana edad, estaba sentado con las piernas cruzadas en una otomana y fumando una pipa de agua. Dukes encontró al Maestro jugando al ajedrez con un misterioso huésped barbudo, de pómulos acusados y ojos oblicuos. Gurdjieff hizo entonces un ejercicio de respiración y canto, entonando la Plegaria del Señor, de tal modo que indujo una especie de suave corriente eléctrica en Dukes.

El episodio sugiere un paralelismo con Thomas Lake Harris, que será más notable en años posteriores, cuando la ascendencia de Gurdjieff sobre sus discípulos se hace absoluta, pero muchas de estas escenas nos llevan directamente a Bulwer Lytton vía Blavatsky, y muestran claramente que en este momento Gurdjieff cultiva la imagen indiscriminada de un «misterioso» oriental, a la manera del Fu Manchú de ficción y de la HPB real. Más adelante se deshará de los accesorios teatrales y aprenderá a causar efecto mediante la fuerza de su personalidad, aunque conservará su debilidad por las alfombras. El teatro fue importante en la vida de Gurdjieff en más de una manera. Siempre estaba representando. Si esto provocaba dudas en quienes estaban con él, también era fuente de fascinación. Y a pesar del diletantismo de su escenografía, la enseñanza de Gurdjieff ya tenía un lado serio. Enseñó ejercicios de respiración y canto a Dukes, que siguió tomando lecciones de él durante varios años.

El encuentro de Ouspensky con Gurdjieff fue menos prometedor. Cuando regresó en 1914 de sus viajes a Moscú, poco después de iniciarse la guerra, volvió a su trabajo de periodista. Al ver el anuncio de La lucha de los Magos, lo incluyó como noticia en su periódico, pero hasta la primavera siguiente no se conocieron, cuando los presentó un amigo común, el escultor Mercourov (que quizá fuera primo de Gurdjieff).[184]

Se conocieron la primavera de 1915 en un café barato de Moscú, donde Ouspensky vio a

un hombre de aspecto oriental que había dejado atrás la juventud, de bigote negro y ojos penetrantes, que me causó asombro porque parecía que iba completamente disfrazado… con la cara de un rajá indio o de un jeque árabe…[185]

Gurdjieff, que inmediatamente impresionó a Ouspensky como hombre que «sabía todo y podía hacer cualquier cosa»[186], habló de modo cuidadoso, preciso y con autoridad. No sólo le pareció omnisciente, sino aún más: sabía lo que era importante y lo que no lo era. Cuando Gurdjieff hablaba, las cosas también parecían estar conectadas; transmitía el sentido de la totalidad de la creación; cada observación implicaba un sistema de pensamiento vasto, unificado y coherente, que a su vez correspondía a la misma naturaleza de la realidad. Podía discutir de los temas más profundos sin más, y Ouspensky mencionó inmediatamente su obsesión de encontrar una escuela esotérica. Gurdjieff le hizo ver claramente que había encontrado al hombre que buscaba, que él, Gurdjieff, estaba en contacto directo con la verdadera tradición esotérica.

Pero aunque a Ouspensky le impresionó la autoridad personal de Gurdjieff, le repelió un persistente indicio de fraude. Ésta sería su actitud ordinaria en los años que siguieron. Cuando quiso explicarse esta contradicción —pensando que su nuevo amigo era un actor que nunca exteriorizaba su verdadero yo— Ouspensky quedó perplejo. La representación de un papel normalmente produce una sensación de falsedad, pero en el caso de Gurdjieff lo que sugería era autenticidad. El hombre poseía un aura de dignidad y poder innatos que superaba el disgusto fastidioso de Ouspensky por lo que en otro habría tomado por charlatanería: el modo teatralmente misterioso, las alusiones a los poderes ocultistas, la jactancia. Pero le pareció imposible distinguir las fuerzas de las flaquezas, y Ouspensky se preguntó si la misma teatralidad del hombre no era una especie de testimonio de su autenticidad, basándose en que ningún tramposo medianamente inteligente caería en semejantes tonterías. Más tarde llegó a la conclusión de que los criterios de juicio habituales no podían aplicarse a Gurdjieff, que sus engaños formaban parte de una estrategia deliberada y compleja para probar a los demás, y que la fuente del poder de Gurdjieff descansaba en última instancia en su naturalidad y sencillez.

Sin embargo, cuando abandonaron el café para conocer al pequeño grupo de seguidores de Gurdjieff, que estaban en un deslucido piso encima de una escuela municipal, Ouspensky quedó asombrado ante la disparidad entre la grandiosa descripción que el maestro le había hecho de sus importantes discípulos y la abatida banda de desesperados allí reunida. Cuando Ouspensky preguntó a esta gente qué les enseñaba el maestro, respondieron vagamente refiriéndose a un sistema de ideas, a trabajos en grupo y a «trabajar en uno mismo», incapaces de responder nada más. Gurdjieff también dejó claro que esperaba que los discípulos pagaran bien por sus servicios (sin especificar qué servicios eran), argumentando que quien no paga por algo no sabe valorarlo.

Esta escena deprimente aumentó las dudas de Ouspensky. Sabía muy bien que Gurdjieff trataba de impresionarlo. Como periodista ducho, familiarizado con el esoterismo y miembro de la intelectualidad petersburguesa, sería una valiosa presa para el desconocido Gurdjieff. También le pareció claro que aquellos discípulos no tenían el dinero que andaba buscando Gurdjieff. Ouspensky se preguntó si no iba a ser utilizado como señuelo. Pero, a pesar de sus recelos (¿es posible que esta figura desaseada y jactanciosa, inclinada a los trucos baratos, posea realmente las credenciales ocultistas que afirma?), aceptó a Gurdjieff como maestro. Porque las reservas racionales de Ouspensky fueron barridas por una sensación extraordinaria: la presencia de Gurdjieff hacía que este intelectual, habitualmente serio, necesitara reír, gritar y cantar «como si hubiera escapado de la escuela o de algún extraño encierro»[187]. Pronto empezó a acudir diariamente para ser instruido por Gurdjieff.

En estas reuniones vio claramente que «trabajar en uno mismo» era mucho más que aprender el «sistema» de Gurdjieff, el cual, de todas formas, era imposible que pudiera entenderlo Ouspensky: cada vez que creía dominarlo, siempre había más. El mismo Gurdjieff decía que esto era deliberado, que sería un error rebajar el valor del entendimiento haciéndolo más fácil. También exigía y obtenía una sumisión absoluta de sus discípulos, y mientras más abyectamente obedecían, con mayor agresividad y arbitrariedad los trataba. Ouspensky descubrió lo que esto significaba cuando fue a San Petersburgo en el invierno de 1915 con el propósito de formar un grupo que pusiera en práctica los principios de Gurdjieff. Su maestro acudía a la ciudad desde Moscú para dar charlas cada quince días, dejando que Ouspensky organizara la asistencia y el lugar de reunión, muchas veces en el último minuto, mientras él bebía en un café u organizaba una venta de alfombras. A veces dejaba en suspenso a su atribulado lugarteniente, no desvelando hasta el último momento si iba a dar o no la charla. Para el disciplinado Ouspensky aquello debió ser un tormento. A pesar de todo, gracias a sus relaciones, consiguió poco a poco un grupo de entre treinta y cuarenta discípulos. Algunos se entregaron inmediatamente a Gurdjieff, otros fueron aves de paso.

Pero, ¿qué hacían estos discípulos? Casi todo el tiempo lo pasaban escuchando a Gurdjieff, que exponía la cosmología y la psicología descritas por Ouspensky en su libro sobre estos años, En busca de lo milagroso. El sistema de Gurdjieff impresionó a su nuevo alumno por las cualidades que él mismo había estado buscando: detalle, extensión, conexión y totalidad. Parecía como si Gurdjieff tuviera literalmente una explicación para cada cosa y pudiera demostrar siempre cómo una cosa se relacionaba con otra. Pero aún más importante fue la formación práctica que ofrecía. Para explicar a Ouspensky por qué no había podido encontrar semejante enseñanza en otro sitio, Gurdjieff le dijo que desde la antigüedad, los indios habían tenido el monopolio de la filosofía espiritual, los egipcios el de la teoría espiritual y los persas y mesopotámicos el de la práctica espiritual. La región del «Turquestán», de la cual se proclamaba hijo, era por consiguiente la patria de la práctica espiritual, y el mismo Gurdjieff el heredero de la tradición[188].

Para probarlo, empezó a asignar tareas a los discípulos. Estas tareas —que comprendían el «trabajo en uno mismo» del que ya habían hablado a Ouspensky— incluían los ejercicios de canto y respiración descritos por Dukes y una serie de movimientos destinados a coordinar las aptitudes mentales, espirituales y físicas. Los ejercicios serían vitales en la enseñanza de Gurdjieff y marcan la ruptura diferenciadora con la teosofía. El núcleo de la doctrina de Gurdjieff se ocupa de la integración de todas las fuerzas vitales con el fin de establecer la armonía entre ellas y con el orden cósmico, de modo que cada individuo pueda aprender a Ser. Esta idea atrajo poderosamente al intelectual Ouspensky, que hasta entonces había buscado el ideal teosófico del conocimiento esotérico como camino de la iluminación espiritual. Pero el verdadero conocimiento, de acuerdo con Gurdjieff, es una función del ser. Lo que el hombre conoce está en relación directa con su ser. Distinguiendo entre el ser esencial y la identidad superficial o personalidad, Gurdjieff preparaba sus ejercicios para debilitar el poder represivo de las características adquiridas y restaurar así el sentido fundamental del ser, bloqueado u oscurecido por esas características.

Los ejercicios no se vieron favorecidos por la inquietud creciente que vivía Rusia. Las dificultades hogareñas, la manifiesta incompetencia de las autoridades civiles y militares y la horrible matanza de la guerra provocaron revueltas en Moscú. La débil confianza en el gobierno terminó por derrumbarse. En efecto, parecía extraordinario que en aquellas circunstancias alguien pudiera interesarse por la actividad esotérica, cuando sólo permanecer vivo y asegurarse el propio futuro era más peligroso cada día. Pero fue precisamente este peligro el que despertó el interés por la enseñanza de Gurdjieff. Porque había alguien que podía explicar el terrible caos en el que la vida se precipitaba y —quizá más importante— alguien que podía elevarse por encima de él.

Gurdjieff, como Steiner, atribuía la guerra a poderes ocultos —más específicamente a la hostil influencia planetaria—[189] pero también decía que, como eran fuerzas ocultas, no había nada que pudieran hacer los individuos, fueran campesinos o ministros del gobierno, para arreglar la situación. Las cosas ocurren[190]. En la mayoría de los casos, los hombres se comportan como máquinas o sonámbulos, corriendo ciegamente hacia el desastre. Dadas las circunstancias, la manera lógica de vivir es ignorar el caos y no tratar de salvarse como si hubiera un orden establecido. Sólo liberándose uno del curso arbitrario de los acontecimientos se puede tener alguna esperanza de desarrollarse espiritualmente mediante la experiencia de ser o de afectar esos acontecimientos. Para apoyar esta doctrina consoladora (y fatalista) invitaba a sus discípulos a depositar toda la confianza en él. Su conducta podía parecer a veces arbitraria, pero era sólo porque su lógica estaba oculta a sus ojos. Dada la completa ausencia de otro apoyo al que acudir, no había razón para que no confiaran en Gurdjieff.

Aunque profundamente comprometido, Ouspensky seguía siendo escéptico. Pasaban los meses y los métodos del maestro no parecían dar resultado. Además, los métodos eran sumamente extravagantes. Cuando el grupo creció en 1916, Gurdjieff complementó sus charlas con terapias intensivas de grupo. A los discípulos que acudían para recibir instrucción sobre ocultismo y misticismo les decía que todas aquellas ideas no tenían sentido, que sus talentos profesionales y personales eran basura, y que el único camino para seguir adelante era desprenderse de todo lo que les era familiar con la esperanza de descubrir sus verdaderas identidades. Para conseguir esto no necesitaban el estudio y la meditación, sino vivir y trabajar juntos, en grupo, haciendo las tareas serviles que les encomendaba el maestro. También los instruía en los movimientos que decía haber aprendido en remotos monasterios mientras viajaba por Asia Central y los sometía a ejercicios mentales y físicos cada vez más penosos. A medida que la situación política empeoraba, el régimen de Gurdjieff se hacía más tiránico. Reñía constantemente a los discípulos por sus fallos, a veces en privado, pero casi siempre en presencia de los demás, exigiendo la confesión pública de sus faltas e insultando con especial dureza a quienes más se esforzaban por complacerlo. Llegó incluso a alentar las rencillas entre los discípulos, una manera de romper con la conducta habitual que forma parte de la personalidad bloqueada del individuo.

El propósito de estos métodos era promover la autoobservación y el «recuerdo de uno mismo», de modo que los discípulos empezaran a despertar de su profundo letargo y fueran conscientes de sus verdaderas identidades. Sólo entonces dejarían de ser máquinas humanas. La distinción de Gurdjieff entre ser —o esencia— y personalidad superficial, adquirida por la herencia y el entorno, depende de que casi todos nosotros, casi todo el tiempo, nos identificamos con la vida superficial, que está sometida por entero a las influencias externas. Antes de poder desarrollarnos espiritualmente, debemos descubrir nuestra auténtica identidad. Y nunca puede ser un proceso cómodo o placentero. La angustia, el dolor, la tensión y el conflicto son necesarios para favorecerlo. El régimen de Gurdjieff, por lo tanto, era entera y literalmente un curso de terapia de choque.

Los discípulos estaban perplejos. Era algo muy alejado de la pasión por el ocultismo o del consuelo de la teosofía, con los cuales casi todos estaban familiarizados. Muchos abandonaron a su nuevo maestro. Otros aceptaron su punto de vista, que los discípulos deben obedecer sin rechistar al Maestro, por más irracional que pueda parecer si es para conseguir un avance espiritual. Semejante entrega, proclamaba Gurdjieff, era en sí misma un obstáculo esencial que había que superar y un signo de que el acólito era digno del trabajo. Ouspensky fue uno de los que aceptaron esta premisa, aunque nunca pudo liberarse de las dudas residuales de intelectual y aceptar la autoridad sin cuestionársela.

En el verano de 1916, los miembros principales del grupo se retiraron para un período de estudio intensivo a una casa de campo finlandesa que pertenecía a uno de los miembros. En esta época, los principales discípulos de Gurdjieff eran el matemático A. A. Zaharoff; el doctor Stjoernval, especialista en enfermedades mentales, convertido (según su esposa) en esclavo devoto del Maestro; uno de los pacientes de Stjoernval; Sophia Grigorievna, amiga de Ouspensky, y Madame Ostrowska, una prostituta polaca, convertida en amante de Gurdjieff.

La atmósfera en Finlandia fue tensa. El grupito de Gurdjieff sufrió el chismorreo, la histeria y la claustrofobia que suelen afligir a tales grupos, incluso en tiempos normales, sobre todo cuando se está bajo el liderazgo de una figura carismática que puede o no puede saber lo que está haciendo. La guerra, que iba muy mal para Rusia, sólo podía empeorar las cosas. Había escasez de comida y viajar era cada vez más difícil. Pero fueron precisamente estas condiciones las que sirvieron para concentrar las mentes de los discípulos de Gurdjieff, sobre todo de quienes, como Ouspensky, estaban dispuestos a ayunar y practicar los ejercicios de concienciación prescritos por el maestro. El resultado fue que todos se volvieron muy sugestionables y el mismo Ouspensky se encontró en contacto mental directo con su maestro, oía la voz de Gurdjieff dentro de su cuerpo y contestaba en voz alta a las preguntas que los demás discípulos no habían oído formular a Gurdjieff.

Según cuenta el propio Ouspensky, Gurdjieff le hizo saber por este medio que su mejor discípulo tenía ahora que rendirse o marcharse. No podía seguir por más tiempo ligeramente apartado de la obra. Desafiar e incluso expulsar a los discípulos iba a convertirse en una de las estratagemas habituales de Gurdjieff, en frecuente y repetida secuencia, lo cual constituiría uno de los aspectos más siniestros de su trato. Empezaba por seducir a sus seguidores, luego los subordinaba y, finalmente, los expulsaba, a menudo sin razón aparente. Muchos, incapaces de vivir sin apoyarse en Gurdjieff, suplicaban regresar, lo cual permitía a algunos por breve tiempo, pero, al final, el propio Gurdjieff se libraba de todos los discípulos importantes o creaba una situación insostenible para que ellos mismos se fueran. En esta ocasión, Ouspensky se fue de Finlandia y regresó a San Petersburgo, donde continuó durante varias semanas en comunicación telepática con Gurdjieff o, al menos, eso es lo que creyó. El episodio, sin entrar en su naturaleza y circunstancias, marcó la completa sumisión de Ouspensky a su maestro.

El comienzo de la verdadera educación esotérica de Ouspensky coincidió con el fin de su antigua vida en Rusia. En octubre de 1916 fue llamado por breve tiempo al servicio militar, en el cuerpo de zapadores. Casi en las mismas fechas empezó a compartir su apartamento con Sophia Grigorievna y su hija, aunque nunca se casaron. Los discípulos siguieron engrosando el grupo, pero la situación en la capital rusa se hizo insostenible. A los seis meses del viaje a Finlandia, la crisis política se agravó y el país empezó a colapsarse. En febrero, Gurdjieff se fue a Moscú. Una semana después abdicó el zar, dando paso a un gobierno provisional. El 16 de abril, otro hombre poderoso, Lenin, llegaba a la estación Finlandia de la capital y empezaba la revolución propiamente dicha.