El 3 de marzo de 1875, el coronel Olcott recibió una carta. Escrita en tinta dorada sobre un papel verde doblado dentro de un sobre negro, venía de un tal Bey Tuitit que vivía en Luxor, Egipto, siendo Luxor la sede de la Gran Hermandad Blanca a la cual pertenecía el Bey Tuitit. Invitaba al coronel a que fuera su discípulo, supervisado por Madame Blavatsky, quien ya conocía el ofrecimiento porque se le había ordenado que entregara la carta a Olcott con su nota explicativa. Además, parece que el corresponsal del coronel no envió la carta por correo desde Egipto, sino que la «precipitó» en la habitación de HPB.
La precipitación es una forma de escritura automática por medio de la cual un Maestro puede transmitir sus pensamientos, bien con ayuda de un amanuense bien —in extremis— directamente sobre el papel. El mensaje de Olcott fue el primero de los muchos dirigidos a toda clase de personas que, en en momento u otro, estuvieron relacionadas con su compinche, y estas cartas jugaron un papel importante para hacerla célebre. Al principio se citaban como prueba de que los Maestros existían, pero hubo quien dijo que Blavatsky las había escrito ella misma o había hecho que otros las escribieran. Algunas veces, las entregó a su destinatario la propia HPB, actuando como cartero espiritual. Otras, aparecían inopinadamente sobre una mesa, caídas del techo o incluso se manifestaban en trenes en marcha, aparentemente sin ayuda de un agente humano. Muchas fueron escritas en momentos de crisis, casi siempre ordenando a los receptores que hicieran lo que Blavatsky les dijera.
En su nota explicativa a Olcott (escrita a pesar de que se veían cada día) la compadre le decía que había tratado de persuadir al Bey Tuitit para que convenciera al coronel de la existencia de la Hermandad mediante un despliegue de poderes ocultos. Incluso le había sugerido que empleara un nuevo tipo de pergamino «en el cual el contenido aparece cada vez que pones los ojos en él, y desaparece tan pronto como dejas de hacerlo». Pero la Hermandad estaba por encima de unos trucos tan baratos, dijo ella, y Olcott tenía que contentarse con papel ordinario. Sin embargo, estaba segura de que su compinche entendería el significado del mensaje y le advirtió: «Ve con cuidado, Henry, antes de meter la cabeza en esto… Todavía estás a tiempo de rechazar la conexión. Pero si conservas la carta que te he enviado y consientes en la palabra Neófito, estás aviado, hijo mío»[36]. Le recordó también sus difíciles siete años de iniciación. Pero el coronel estaba impaciente por estar aviado, y aceptó la oferta sin ninguna duda.
Olcott empezó a recibir entonces una riada de cartas de otro Hermano, el Bey Serapis, que no tenía mucho que decir sobre el tema de la iniciación esotérica, pero le daba muchos consejos sobre el trato que debía dar a Blavatsky y sus problemas. Todo el mundo sabe que la mujer puede ser difícil, decía Serapis, y que no se preocupa de su propia seguridad; pero era única, tenía una misión especial en el mundo y había que cuidarla a toda costa, incluso si para cuidarla el coronel tenía que sacrificar otros intereses, como los de su mujer y sus hijos. En cualquier caso, no debía temer por ellos y añadía Serapis: Ya cuidaremos de ellos. Y, con el tiempo, así fue. Los muchachos encontraron trabajo y la señora Olcott recibió una sustancial pensión alimentaria y más adelante volvió a casarse. De modo que todo salió a pedir de boca.
Blavatsky ciertamente necesitaba que alguien cuidara de ella. Cuando volvieron a Nueva York después de la investigación de Katie King, los compinches vivieron en apartamentos adyacentes, lo cual no impidió que HPB estuviera casada durante un breve tiempo con otro hombre. Los motivos de este matrimonio son tan oscuros como todo lo demás en los años de madurez de Blavatsky. Quizá buscaba en su nuevo marido un socio para sus planes, o puede que Blavatsky se hubiera sentido atraída verdaderamente por él. Lo más probable es que buscara algo de seguridad. Si fue así, el matrimonio fue un desastre desde el principio. El georgiano Michael Betanelly era un desterrado como ella, pero inadecuado como esposo por muchas razones, entre otras que era mucho más joven que ella, además de ser insolvente y probablemente un granuja. Por otro lado, la nueva señora Betanelly era bígama, porque el general Blavatsky aún vivía.
Pronto se arrepintió de la boda y las cartas de Serapis empezaron a implorar al coronel que salvara a su compinche del nuevo esposo. Para empeorar las cosas, Blavatsky se hirió en una pierna, que se hinchó y la «mortificaba». Un médico, el doctor Pancoast, recomendó la amputación, pero ella se curó sola aplicándose una cataplasma de cachorro de perro, tal como recomienda Francis Bacon en su Historia Vitae et Mortis, basándose en que los perros poseen un gran calor terapéutico. Su pierna se recuperó y durante la convalecencia se las arregló para romper su relación con Betanelly.
Restablecida su amistad con Olcott, Blavatsky se entregó entonces a su carrera espiritista. No tuvo éxito. Primero llegó a un acuerdo con Eldridge Gerry Brown, director del Spiritual Scientist. A cambio de ayuda financiera, acordó publicar las comunicaciones de Serapis y el Bey Tuitit a Olcott, pero los compinches se quedaron sin dinero y Brown dejó de interesarse por ellos. Su revista cerró poco después y él mismo se fue a la bancarrota en 1878.
Después de eso, Blavatsky fundó el Miracle Club, dedicado a la investigación de los fenómenos ocultos. También fue un fracaso. Sólo entonces empezó a poner en práctica las ideas que hicieron de ella una celebridad internacional. Su problema era que tenía que encontrar la manera de publicar las comunicaciones de su Hermandad de Maestros y, consecuentemente, aparecer ante todos en un nivel de ocultismo más elevado que las simples médiums espiritistas. Esto no era fácil, habida cuenta de la competencia que tenía que vencer frente a otros que perseguían el mismo fin. Porque en la década de 1870 había varios antiguos espiritistas que ahora proclamaban que estaban en comunión con poderes ocultos superiores a los espíritus ordinarios.
La solución al problema era encarnar los secretos que le habían enseñado los Maestros de forma que fueran accesibles a un público más amplio, al tiempo que dejaba claro que quienes aceptaban la doctrina constituían una élite. Éste era el enfoque tradicional del esoterismo y el mejor método para alcanzarlo era escribir una biblia y fundar una iglesia. Y en 1875, Blavatsky hizo las dos cosas.
Una de las rivales de Blavatsky era su amiga Emma Hardinge Britten, una famosa médium neoyorquina que aquel mismo año había publicado un libro titulado Art Magic. Britten explica en el prefacio que ella no es realmente la autora del libro, sino la escriba del Chevahier Louis, un Adepto o ser espiritual parecido a los Maestros de Blavatsky. El propósito del chevalier es comunicarse con los pocos que quieran entender su mensaje. Este exclusivismo lo subrayaba Britten anunciando que sólo distribuiría el libro entre estudiantes serios, y el Banner of Light dio cuenta de que la señora Britten se había negado a vender ejemplares a «gentucilla» que para ella no tenía ningún valor[37].
En cualquier caso, Olcott no era «gentucilla». Se le permitió comprar dos ejemplares de Art Magic al precio de cinco dólares cada uno, pero quedó decepcionado con el texto y con el retrato del autor (que la señora Britten le había enseñado confidencialmente), comentando en sus memorias que:
Uno, que ha estado cara a cara con un Adepto auténtico, cuando ve el rostro de este holgazán afeminado, se ve obligado a sospechar que o la señora Britten, faute de mieux, ha mostrado un retrato fraudulento del autor real, o que el libro no ha sido escrito por ningún «Chevalier Louis…»[38]
una conclusión con la que nadie estaría en desacuerdo.
Art Magic fue producto de la luz astral, un término probablemente acuñado por Eliphas Lévi y empleado por los espiritistas para describir la fuente de su poder y conocimiento. El dictado divino era un método frecuente entre los ocultistas americanos, inspirado en el espiritismo y alentado por el interés en los libros proféticos de la Biblia. Su más famoso practicante en el siglo XIX fue Joseph Smith, un campesino adolescente de Nueva Inglaterra[39].
Dado a visiones de Dios Padre y de Dios Hijo mientras paseaba por los campos, ambos advirtieron a Smith que no formara parte de ninguna de las iglesias existentes, pues «todos sus credos son abominaciones». Reaccionó a esto fundando su propia iglesia, inspirado por un ángel llamado Moroni, que se le apareció en septiembre de 1823 y le dijo a Smith que encontraría enterradas en una colina próxima unas «Tablas de oro», contenedoras de un nuevo evangelio en un idioma extraño. Las tablas iban acompañadas de dos piedras mágicas, Thummim y Urim, engarzadas en un peto que Joseph debía ponerse cuando quisiera trasladar el evangelio. Recogió las Tablas, que escondió debajo de su cama y que, con el tiempo, transcribió en el Libro del Mormón, algunas veces con ayuda de Urim y Thummim, otras veces simplemente ocultando la cara en su sombrero y consultando una piedra mágica que ya había usado previamente (sin éxito) para encontrar un tesoro escondido. Aunque el semianalfabeto Smith dictaba su traducción a un escriba, consultaba las Tablas en secreto, sentado detrás de una sábana colgada de una cuerda, mientras el escriba tomaba nota de sus palabras desde el otro extremo de la habitación.
Smith pronto tuvo seguidores e intentó llevarlos a la Tierra de Promisión, situada en Carthage, un pueblecito agradable a orillas del Misisipí, donde el profeta no tardó en atraer a miles de conversos. Pero su trayectoria posterior, con adulterio, poligamia, poliandria y fraude financiero, se interrumpió bruscamente en 1844, cuando él y su fiel hermano Hyrum fueron hinchados durante un violento motín en la prisión de Carthage, donde estaban recluidos acusados de traición. Los conversos fueron expulsados y siguieron la Ruta de Utah bajo la dirección del sucesor de Smith, Brigham Young. Hacia 1875, los mormones formaron una próspera comunidad en Salt Lake City.
Como Art Magic y el Libro del Mormón (al que Mark Twain calificó de «cloroformo impreso»), extensos pasajes de la biblia de Blavatsky, Isis desvelada, aparecieron sin más. Por la mañana, tras una noche de profundo sueño, la autora bajaba a su mesa y encontraba sobre ella un montón de páginas, unas treinta, que, mientras dormía, habían escrito —¿o quizá precipitado?— unas manos invisibles. En otras ocasiones, un Maestro se encarnaba en su cuerpo y escribía para ella: una ayuda impagable si se tiene en cuenta que el libro consta aproximadamente de medio millón de palabras. En estas ocasiones, Olcott observaba cambios sorprendentes en la letra de Blavatsky. Su compinche también recurrió a una especie de biblioteca pública astral que le facilitaba material, porque Olcott, cuando llegaba al estudio, la encontraba muchas veces con la mirada puesta en el espacio, como si buscara en él las citas. Éstas le llegaban por medios psíquicos y ha sido curioso comprobar que coinciden asombrosamente con las versiones impresas, muchas de las cuales se encontraron luego en un estante del estudio de Blavatsky. Cuando había divergencias, HPB apuntaba que el error estaba en la versión impresa y no en el «original» transmitido directamente por los Maestros, con quienes había estrechado su relación. Olcott observó también que había momentos en el transcurso del dictado astral en que la voz de Blavatsky se hacía más grave y su cabello rizado se le ponía lacio y de color negro, como si se estuviera volviendo india, al tiempo que la habitación se llenaba de extrañas presencias y del sonido de una música celestial.
Isis desvelada es una exposición del ocultismo egipcio y del culto a la Gran Madre. El libro se divide en dos partes, bajo los epígrafes de «Ciencia» y «Teología». La primera parte empieza con una crítica de Hume, Darwin y Huxley, a quienes acusa de haber estrechado el concepto de ciencia, al aplicarla tan sólo a las leyes demostrables que rigen el universo material. Luego, Blavatsky arguye que hay otras leyes de la naturaleza que el hombre desconoce, pero que son accesibles a la sabiduría ocultista, y que merecen el nombre de ciencia. La segunda parte es un ensayo de religión comparada y una exposición del budismo como la sabia doctrina donde religión y ciencia se unifican.
Olcott comparó a Blavatsky con Darwin, y el libro de ella es un desafío deliberado al maestro, cuya teoría de la evolución falsifica cuando afirma que la evolución del mono hacia el hombre es meramente un eslabón en la larga cadena que hace que el hombre evolucione hacia los seres superiores. Con esto, Blavatsky convierte la evolución, una teoría limitada sociobiológica, en la explicación de todo, desde los átomos a los ángeles. En lugar de oponer la religión a los hechos, según la ciencia victoriana, intenta subsumir los hechos en una vasta síntesis que hace del conocimiento religioso, no el enemigo del conocimiento científico, sino su propósito final.
La primera edición de mil ejemplares se vendió de inmediato a pesar de los ataques de los estudiosos y de los críticos, que la despreciaron como «basura» (New York Sun) y un «gran guiso de cosas embrolladas» (Springfield Republican). El New York Times ignoró el libro por completo. Max Muller, profesor de sánscrito en la Universidad de Oxford, acusó a la autora de incompetencia documental, y otro crítico identificó más de dos mil citas que pasaban por originales. La autora y su compinche dijeron que tales citas eran la prueba de su poder oculto.
Pero el objetivo de Isis desvelada no era complacer a críticos y eruditos. Buscaba en cambio apasionar a los aficionados y autodidactas espirituales, lectores demasiado preocupados con las respuestas a las cuestiones importantes para molestarse con los tiquismiquis de los académicos sobre la autenticidad o la coherencia interna del libro. El libro de Blavatsky respondía a necesidades muy sentidas en una época en que las dudas religiosas estaban impulsadas por la primera gran oleada de la educación de masas. A finales del siglo XIX aparecieron numerosos lectores semieducados, con el apetito, las aspiraciones y la falta de formación intelectual imprescindible para consumir tales textos. Era el ambiente retratado tan vívidamente en Inglaterra por Bernard Shaw, H. G. Wells, George Gissing y Hale White: el mundo de los autodidactas, periódicos de perra gorda, enciclopedias semanales, clases nocturnas, conferencias públicas, instituciones educativas para obreros, debates sindicales, bibliotecas de clásicos populares, asociaciones socialistas y clubes de arte, un mundo bullicioso y serio donde los lectores de Ruskin y Edward Carpenter podían perfeccionarse, donde los idealistas de las clases medias contribuían a ello, y donde el nudismo y la reforma dietética iban del brazo con la hermandad universal y el conocimiento ocultista.
Fue en este mundo de templos seculares e instituciones reformistas en el que Blavatsky fijó su atención cuando, después de escribir su biblia, se puso a, pensar en la fundación de su iglesia. La fundación de la Sociedad Teosófica sobrevino casi accidentalmente con motivo de una charla que daba J. G. Felt en el apartamento de Blavatsky el 7 de septiembre de 1875. Por lo menos, así es como lo cuenta Olcott. El título de la charla de Felt era «El perdido canon de la proporción egipcia» y su tema una fórmula matemática usada por los antiguos en muchos de sus edificios, como las pirámides y la Acrópolis de Atenas. Según Felt, esta fórmula sólo la conocían los iniciados, que hicieron de ella la base de una ciencia esotérica y espiritual. El señor Felt quería reencontrar la fórmula y revivir la ciencia.
Los asistentes eran el señor y la señora Britten; un juez y su esposa poetisa; un fiscal; un cura progresista; un abogado inglés apasionado por el espiritismo y el mesmerismo; un rosacruz; el presidente de la Sociedad Neoyorquina de Espiritismo; un industrial retirado; un médico interesado por la cábala; dos periodistas, descritos como «caballeros» para esconder su profesión; un francmasón; para añadir encanto, el signor Bruzzesi, antiguo secretario de Mazzini; un pasante de abogado y los propietarios del apartamento. Sin duda escucharon en silencio al señor Felt, pero la cosa se animó cuando el cabalista (el mismo doctor Pancoast que fracasó en el tratamiento de la pierna de HPB) preguntó si la fórmula podía usarse para evocar a los espíritus de las profundidades.
Esto despertó a todos. El señor Felt contestó emocionado que naturalmente que se podía y, para demostrarlo se ofreció para provocar una serie de apariciones, y se inició una animada discusión acerca del culto de los espíritus; pero antes de que el conferenciante pudiera continuar, el coronel Olcott, después de consultar con Madame Blavatsky, se levantó y pronunció un discurso. El tema de su discurso fue que todas aquellas ideas eran tan interesantes que se debía constituir una sociedad para estudiarlas, y todos los presentes votaron unánimemente a favor de la propuesta en cuanto el orador se sentó, lo cual tardó en suceder, porque Olcott tenía fama de ser muy aficionado a escuchar el sonido de su propia voz.
Resueltos a establecer su sociedad de manera estrictamente racional y democrática, los miembros procedieron de inmediato a nombrar un comité y cargos directivos. William Judge, el pasante de abogado, propuso al coronel como presidente. Olcott correspondió proponiendo a Judge como secretario. Ambas propuestas fueron aceptadas nemine contradicente. La reunión del comité fue aplazada hasta la tarde siguiente, pues para entonces el señor Felt tenía prevista otra conferencia. Ésta no se llevó a efecto y, después de sacarle a la sociedad 100 dólares para «gastos», Felt abandonó a sus amigos para irse a Londres, donde intentó montar su propia Sociedad de Investigaciones Ocultas, aunque nada salió de ella.
Impertérritos, continuaron en su nueva aventura que, al principio, no tuvo nombre. Egipcia, hermética, Rosacruz, fueron los nombres propuestos en las reuniones siguientes, pero el nombre definitivo no se eligió hasta que uno de los miembros, hojeando un diccionario, encontró la palabra «teosofía». Así fue como nació la Sociedad Teosófica el 13 de septiembre, aunque no celebró su primera reunión oficial hasta el 17, día en que a los miembros se les impuso el ambicioso deber de reunir y difundir el «conocimiento de las leyes que gobiernan el universo». De esta forma comenzó la historia del ocultismo organizado en Occidente.
La incertidumbre que hubo al principio con respecto al nombre es síntoma de la honda confusión que existía sobre los propósitos de la nueva sociedad. La clara diferencia que hay entre las prácticas ocultistas y el estudio objetivo de sus fenómenos es difícil de mantener cuando se está ya comprometido de facto con la creencia en otro mundo y sus manifestaciones en éste. Olcott decía repetidamente que la Teosofía no pretendía ser una nueva religión, sino una ciencia. Sin embargo, siguió argumentando a favor de la existencia de los fenómenos psíquicos, del mismo modo que HPB continuaba produciéndolos.
La teosofía asumió también la existencia de la doctrina secreta universal que pretendía investigar. La premisa de partida fue que las verdades y valores fundamentales son universales y que todas las religiones son esencialmente la misma. La Sociedad confundió más el tema cuando proclamó los ideales sociales humanitarios: el estudio de la ciencia espiritual conllevaba la promoción de la Hermandad del Hombre. En los primeros tiempos, semejante confusión no importaba mucho. En efecto, tanta amplitud podía atraer a más miembros. Pero el intento de conciliar objetivos tan conflictivos como el religioso, el científico y el político creó al final serias dificultades.
Quizá la misma palabra «teosofía» —que significa ciencia sagrada, verdad o sabiduría divina— era parte del problema. Cabe suponer que los primeros teosofistas fueron los filaletos, filósofos (o amantes de la verdad) alejandrinos del siglo III que, a su vez, pretendían basarse en Pitágoras y Platón y estaban influidos por los perdidos misterios órficos y egipcios. El último resurgimiento importante de la teosofía tuvo lugar en el Renacimiento, cuando algunos escritores, entre ellos el zapatero remendón y místico Jacob Boehme, usaron la palabra para describir la propia mezcla de misticismo, esoterismo y cosmología[40]. Pero los conceptos de «verdad» y «ciencia» para estos primeros teosofistas no tienen nada que ver con las normas racionales de objetividad, precisión, distanciamiento y neutralidad que caracterizan la verdad y la ciencia concebidas en el siglo XIX. Por un lado, Olcott y Blavatsky pretendían obrar con estas normas; por otro lado, trataban de restaurar el sentido del misterio, desaparecido del mundo moderno por la insistencia de tales normas.
Mientras se esforzaban por resolver los propósitos de la nueva sociedad, el deseo de Olcott de introducir la sabiduría oriental en Occidente encontró su expresión práctica en otra novedad. Uno de los primeros miembros de la Sociedad Teosófica fue el barón de Pahm, un aristócrata europeo en apuros que vivió en una pensión hasta que el coronel y su compañera le ofrecieron una habitación en el apartamento de ellos. Delicado de salud, el barón murió pronto y dejó todos sus bienes a Olcott con el ruego de que su cuerpo fuera quemado.
Aunque común en Asia, la cremación era casi desconocida en Europa y en América. En 1873 se formó una Sociedad de Cremación en Nueva York, y otra en Gran Bretaña al año siguiente, pero todavía no se había incinerado a nadie. El coronel ingresó en la sociedad de Nueva York cuando se formó y vio la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro si procedía a la incineración con su propio ritual teosófico. La combinación despertó un enorme interés y proporcionó a ambas sociedades un comienzo fulgurante.
Hubo que vencer muchas dificultades y no fue la menor encontrar un método adecuado para quemar el cadáver. No existía ningún crematorio y tampoco era cuestión de erigir una pira pública a la manera hindú. Además, el ayuntamiento de Nueva York no las tenía todas consigo, y mientras discutía con Olcott, el cuerpo embalsamado del barón permanecía insepulto. Al final, los miembros de la Sociedad de Cremación se asustaron también y decidieron que no querían comprometer su causa por asociarse con la dudosa Madame Blavatsky y su nueva religión. Cuando rehusaron participar en aquello, Olcott se vio obligado a construir su propio horno de arcilla. Tuvo un éxito sorprendente: el cuerpo embalsamado ardió fácilmente y contribuyó a popularizar el nuevo sistema.
Los funerales causaron más problemas que la incineración. El rito de una iglesia establecida estaba fuera de lugar, por lo cual el coronel alquiló una sala y preparó una liturgia ecuménica y unos rezos apropiados, pero la ceremonia se convirtió en una farsa. El público que acudió se rió abiertamente del ritual y el escándalo aumentó cuando un cura se levantó y gritó: «¡Eso es mentira!» en medio de una de las plegarias, la que describía a Dios como «única y primera causa no creada». Sin embargo, o como consecuencia de aquello, el asunto atrajo la atención de la prensa, y Olcott probablemente sabía demasiado bien que incluso la parodia cómica de su ceremonia publicada en The World, un periódico de Nueva York, era de por sí una publicidad útil. Todo fue como era de temer. Las tierras y castillos que el barón dejó en su testamento a Olcott no existían y ni siquiera dejó dinero suficiente para pagar la cremación. Lo único de valor en el baúl que contenía las escasas posesiones de Palm fueron algunas camisas del propio coronel con el bordado de su nombre cuidadosamente descosido.
A pesar de la popularidad de Isis desvelada y de la sensación causada por la cremación del barón, la Sociedad Teosófica no prosperó. Durante los dos años siguientes a la fundación, muchos de los primeros miembros la abandonaron e ingresaron pocos. Al final de 1878, los dos fundadores estaban casi solos. Esto, junto al fracaso de Gente del otro mundo, el libro de Olcott sobre sus investigaciones espiritistas, la falta de dinero, el desasosiego permanente y la sensación de que Nueva York tenía poco más que ofrecerles, les aconsejó viajar a la India.
Si bien arriesgada, la marcha era lógica por dos motivos. Primero, los fundadores ya tenían contactos en Oriente con una sociedad védica, la Arya Samaj, que, al parecer, profesaba doctrinas similares. Y segundo, el atractivo de la Sociedad Teosófica procedía en gran parte de su orientalismo vagamente concebido, que en la práctica eran el hinduismo y el budismo. Porque, a pesar del declarado proyecto de extraer los elementos universales de todas las religiones, la teosofía tenía un sesgo contrario al cristianismo y apenas tenía en cuenta al islam o al judaísmo. El hinduismo significa inevitablemente la India, donde también había varios cientos de millones de personas esperando para convertirse a la teosofía.
Pero la lógica poco tuvo que ver con las razones inmediatas de la marcha. Porque la lógica podría haberlos llevado a Egipto, lugar donde residían Tuitit, Serapis y la Hermandad de Luxor. Este cambio de destino era sintomático de la preferencia generalizada de los círculos ocultistas por el Himalaya en detrimento de Egipto, y así, desde 1878, apenas oímos hablar a Blavatsky de los Maestros egipcios. También sugiere la cómica incertidumbre de dónde hacer la mejor apuesta. ¿Acaso fue la India el único lugar que aún no habían intentado? O, ahora que el Oriente Medio empezaban a conocerlo mejor los europeos (y lo visitaban masivamente, gracias a Thomas Cook), ¿era deseable situar los misterios en algún lugar más exótico y menos accesible? ¿O era sólo otro capricho, como cuando huyó Blavatsky de los siervos de su padre en 1848? Por muy enterada que estuviera del mapa cósmico, su sentido de la geografía terrenal fue siempre escaso. A menudo, sus propias historias de viajes imaginarios la habían llevado simultáneamente a partes del mundo muy distantes entre sí. Daba igual la India que Egipto.
Más preocupado por los aspectos prácticos. Olcott vio posibilidades financieras en la mudanza. Sus planes ambiciosos para obtener dinero, como invertir en las minas de plata venezolanas, se ampliaron hasta formar agrupaciones indias de negocios, aunque ninguna se llevó a cabo. Puso entonces todo su empeño en obtener un pasaporte diplomático y una vaga licencia para promover las relaciones culturales y comerciales indonorteamericanas, que consiguió de la administración del presidente Hayes, lo cual dio motivo a HPB para escribir una carta a un amigo diciendo que su compinche «abriga esperanzas de entrar en Bombay con el sello del gobierno estampado en el culo»[41]. Siempre confiado, el coronel estaba seguro de contar con el apoyo del mundo espiritual, creencia que se confirmó cuando, como él mismo cuenta, «aparecieron» mil dólares en su cuenta bancaria, de forma muy parecida a como se precipitaban las cartas de Serapis en sus habitaciones[42].
Pero, cualquiera que fueran las razones prácticas, los dos compadres insistían en que los Maestros les habían dicho que tenían que salir para la India. Y, además, habían ordenado que salieran de Nueva York el 17 de diciembre de 1878, so pena de un desastre oculto inminente si desobedecían. El desastre los amenazaba ciertamente en la forma material de los acreedores impacientes, pero para quienes toman los acontecimientos terrenales como signos de las intenciones divinas, aquello era suficiente. Una tarde de otoño, cuando leía en su habitación, Olcott fue visitado por un extranjero alto y moreno, que resultó ser uno de los Maestros Ocultos o Hermanos, que esta vez no venía de Luxor, sino del Himalaya. Olcott ya tenía contacto habitual con el Maestro Morya, a quien alude en su diario como «papá». Este extranjero, tocado con un turbante ámbar y vestido de blanco, puso una mano en la cabeza del coronel y le dijo que estaba a punto de alcanzar el momento crítico de su vida con la gran tarea que él y HPB tenían que hacer por la humanidad. Dejándole el turbante como recuerdo —su fotografía aparece en las memorias de Olcott— el extranjero se desvaneció tan bruscamente como había aparecido.
El 9 de diciembre, exactamente cinco meses después de obtener Madame Blavatsky la nacionalidad norteamericana, se subastó todo cuanto había en la Lamasería, se saldó la deuda con los acreedores y, el 17, Olcott y HPB salieron para la India. Cualesquiera que fueran las razones, era una jugada valerosa. Hicieron el recorrido contrario al flujo emigratorio habitual de este a oeste, no eran jóvenes y no disponían de capital. Sus únicos contactos en el subcontinente dependían de corresponsales a quienes nunca habían visto y de una carta oficial redactada en términos vagos que recomendaba a Olcott a los consulados americanos, de difícil utilidad en un país donde la potencia colonizadora era el principal rival comercial y político de Estados Unidos. La virtualmente moribunda Sociedad de Nueva York se dejó en manos del general Abner Doubleday, que más tarde alcanzó fama por inventar el béisbol.
Llegaron a Bombay a mediados de febrero de 1879, después de detenerse brevemente en Londres, donde se alojaron con la novelista Mabel Colhins y donde Olcott se encontró de nuevo con su visitante himalayo, lo cual no tendría nada de raro si no fuera porque HPB se encontró con la misma figura al mismo tiempo pero en un lugar muy distinto. Que un ser pudiera atravesar el Atlántico sin, al parecer, viajar en barco, y luego apareciera simultáneamente en el extrarradio y en el centro de Londres, es una clara demostración, por si alguien lo dudaba, del poder oculto de un Maestro. Era, en efecto, más estimulante que cualquier cosa ofrecida por la diminuta Sociedad Teosófica Británica.
Ya en la India, se sintieron inmediatamente en casa y el coronel fue tan lejos que besó la pared del muelle cuando desembarcaron en Bombay. Era sin duda la actitud que tenían que adoptar si Olcott y HPB querían hacer amigos entre la población nativa, aunque no les sirvió de mucho con su primer anfitrión, Hurrychund Chintamon, miembro de Arya Samaj. Les había invitado a venir, les ofreció una hospitalidad lujosa y una grandiosa recepción, y luego les presentó una abultada factura que incluía hasta el telegrama de bienvenida. Al parecer seguía en posesión del dinero que los compinches habían enviado con anterioridad a Arya Samaj como contribución y señal de buena voluntad. Retiraron el dinero entre riñas y amenazas de venganza, abandonaron la casa de Chintamon y encontraron un sitio a su gusto en Girgaum Back Road, un barrio de nativos en la ciudad.
A pesar de estas molestias y a pesar de las sospechas del gobierno imperial, que los hizo seguir sin disimulo por un divertido espía, el comandante Henderson, hasta que Olcott protestó, las cosas empezaron a mejorar. En abril de 1879, publicaron una revista, The Teosophist, que pronto empezó a dar beneficios. A los tres meses, el número de suscriptores superaba los seiscientos. También empezaron a viajar por el país, visitando lugares sagrados y maestros. Entre sus nuevos conocidos figuraba el swami Dayananda Sarasvati, de Arya Samaj, que enseñaba la práctica del yoga y los poderes que produce, como la levitación, la ocupación de otros cuerpos, la prolongación de la vida y la transformación de la materia. El swami, sin embargo, puso cuidado en distinguir entre tan importantes materias y los trucos que tanto divertían a los europeos. Hacer que las cosas desaparezcan, por ejemplo, no depende de una profunda práctica religiosa, sino de la destreza de las manos: es una habilidad, no una ciencia. No se debe abusar en ese sentido de los poderes del yoga, aunque cualquier yogui podría hacer fácilmente esos trucos si lo desea para un propósito particular.
Pero HPB estaba dispuesta a establecerse como maestra por derecho propio y proclamó públicamente su condición, precisamente mediante una serie de demostraciones de destreza manual. Cuando los compinches regresaron de sus viajes, a finales de diciembre de 1880, y se establecieron en una nueva casa, Crow’s Nest [Nido del Cuervo], en una zona más salubre de Bombay, estas demostraciones ya estaban en curso. Consistían en que apareciera un broche en un macizo de flores, encontrar una taza de té y provocar música en el aire. Había una demanda constante de tales «fenómenos» en los círculos angloindios a los que HPB iba teniendo acceso. Pero muchos decían que eran precisamente lo que el swami Dayananda había denunciado como tamasha, es decir, engaños o trucos. Quizá la distinción del swami entre fenómenos producidos por auténticos medios ocultos y los conjuros vulgares era difícil de entender para los europeos.
Con el tiempo, los fenómenos, igual que las cartas precipitadas, se convirtieron en el centro de dolorosos debates dentro de la Sociedad Teosófica, admitiendo la mayoría de los partidarios de Blavatsky que algunos de sus trucos eran realmente eso, trucos, pero insistiendo también que otros eran fenómenos genuinamente ocultos, y que era imposible trazar la frontera entre los dos. La cuestión, mantenían ellos, no era si Blavatsky era una charlatana, sino saber si algunas veces era lo bastante necia como para comprometer sus verdaderos poderes con demostraciones vulgares para complacer al público. La actitud de ella al final de su vida era sugerir unas veces que había una distinción entre lo falso y lo verdadero, atribuyendo lo falso a su propia naturaleza humana y lo verdadero a la orientación de los Maestros; otras veces, decía, la misma duda de algunos de los trucos formaba parte de un plan más vasto. Cuál era ese plan, nunca lo dijo, y sus afirmaciones siempre quedaban en el aire por alguna incómoda evidencia. El broche en el macizo de flores, por ejemplo, resultó que había sido empeñado por su propietaria en Bombay de donde HPB lo había redimido.
Aunque habitualmente no la invitaban a las grandes recepciones oficiales, porque la clase dirigente nunca dejó de sospechar que fuera una espía, Blavatsky fue ensanchando el círculo de conocidos, algunos próximos al gobierno (como el comandante Henderson, encargado de espiarla a ella y a Olcott durante sus primeras semanas en la India). También se convirtió en una pequeña celebridad entre los británicos y nativos afines. Mucha de su fama entre los angloindios se la debió a Alfred Percy Sinnett (1840-1921) y a Allan Octavian Hume (1829-1912).
Alfred Sinnett había sido periodista en Londres y Hong Kong y era entonces director de un importante periódico indio, el Pioneer de Allahabad. Él y su esposa Patience mantuvieron una especie de salón intelectual en Allah abad, contando entre los asistentes con el padre de Rudyard Kipling. Los Sinnett era espiritistas entusiastas, ávidos de sesiones y manifestaciones. Eran también un poco esnobs y Sinnett, a quien le gustaba presentar a HPB como «la condesa», enseguida le concedió un valioso espacio en su periódico, casi demasiado espacio en opinión de los propietarios, que terminaron por despedir a Sinnett por dejar que sus chifladuras invadieran la publicación. En diciembre de 1879, Olcott y Blavatsky visitaron a los Sinnett en Brightlands, la casa que tenían en Simia, y aunque Olcott se limitó a mostrarse cordial, HPB se hizo amiga íntima de los anfitriones. Durante la década siguiente, se confió a ellos repetidamente con cartas y material que entregó a Alfred para que escribiera su biografía.
A. O. Hume también tenía una mansión en Simia, el imponente «Rothney Castie», donde se hizo un experto en ornitología india. Había servido con honores en la East India Company, en el Ejército indio (alcanzando el grado de coronel) y en el servicio civil imperial, llegando a ser Secretario del Gobierno de la India. Pero Hume, que era hijo del parlamentario liberal Joseph Hume, heredó el carácter intratable de su padre. Acababa de pelearse violentamente con sus superiores cuando Blavatsky llegó a la India, y aunque su destitución oficial se basaba en los conflictos personales y en la incapacidad de Hume para acatar las órdenes, quizá hubo razones más profundas. Hume sentía demasiadas simpatías por los indios para el gusto del gobierno. Estaba profundamente implicado en la política nacionalista y en el movimiento que daría lugar al Partido Nacionalista del Congreso, cuya primera reunión tuvo lugar en 1885. Menos crédulo que Sinnett, con quien compartía el interés por el budismo, Hume era suspicaz e impetuoso en ocasiones. También quedó intrigado por Blavatsky y sus Maestros.
Hume y los Sinnett necesitaban confiar en su nueva amiga, pero pronto se dieron cuenta de las dificultades que les creaba. «Aunque estoy desesperadamente inclinado a creer en ocasiones que usted es una impostora —escribía Hume a Blavatsky en 1881— creo que la amo más que ninguno de ellos[43]». Era una reacción habitual, y dio pie a un mote —la Old Lady [Vieja Señora]— que HPB aceptó inmediatamente, refiriéndose a ella misma en su correspondencia como la «OL», haciendo gustosamente el papel de una vieja amiga irracional, caprichosa e imprevisible, aunque fascinante, inclinada a meter a los demás en líos innecesarios.
También se complació en atormentar a estos dos ingleses correctísimos, criticándolos abiertamente a sus espaldas e —imprudentemente— entre ellos, describiendo a Hume en una carta a Sinnett como «un Júpiter que, cual cabrero, se ofrece al dios Hermes para enseñarle las últimas maneras… Un pobre yerbajo seco rodando cuesta abajo por la pirámide de Queops»[44]. Sinnett era mordazmente despreciado como un bobo. Siempre satírica con las pretensiones de los gobernantes británicos de la India, Blavatsky alternaba su humor, unas veces proclamando la superioridad de su cuna con respecto a la de la reina Victoria, otras jugando con la idea de convertirse en ciudadana británica y hacerse llamar «Señora Pitorreo o Pelodecarnero»[45]. También le gustaba el reto que sus amigos representaban. El inglés de sentido común, observaba ella, «cree más en los rusos que en los Hermanos»[46], sin embargo tienen un apetito «insaciable» por comprobar los fenómenos psíquicos. Aunque orgullosos de su escepticismo, son ilimitadamente crédulos de cualquier cosa, una vez convencidos de su existencia por la «evidencia».
A juzgar por sus cartas, está claro que Sinnett y Hume también gozaron con la afición de Blavatsky por la intriga: la compleja correspondencia entre ellos tres (y entre HPB y Patience Sinnett) está cargada de cotilleos y del constante juego con la idea de que HPB fuera, después de todo, un fraude. Ella niega tales acusaciones desde todos los ángulos, ellos siempre las traen a colación. Los nuevos amigos adoptaron también el tono irreverente de ella. «Si no existieran —le escribía Hume—, ¡qué gran novelista sería usted! Porque lo cierto es que usted crea unos personajes muy convincentes. Cuando nuestro querido y antiguo Jesucristo, quiero decir K.H., aparece de nuevo en escena, es nuestro actor favorito…»[47]
Tenía razón HPB en cuanto a la credulidad de ellos. Aunque Hume se resistió al final, Sinnett se le rindió por completo. Para disipar cualquier duda que pudieran tener, Blavatsky decidió admitirlos en la comunión con el Maestro. Ambos aceptaron con entusiasmo el privilegio, esperando convertirse en chelas de la Hermandad; pero como todos los mensajes dirigidos a Morya y Koot Hoomi tenían que pasar por ella, aquello se convirtió en un complicado minueto de los futuros chelas con HPB, que era quien enviaba las cartas y entregaba las respuestas directamente o por precipitación. Algunas veces, la carta que ellos enviaban se devolvía con observaciones a mano del Maestro, con frecuencia en el mismo estilo desenfadado de HPB[48].
El control de la comunicación con la Hermandad era la fuente de la autoridad de Blavatsky, pero no era una fuente segura: como pasaría con frecuencia en la Sociedad Teosófica, fue una carta la que causó la ruptura entre Hume y HPB. Pronto, al igual que Sinnett, se sintió insatisfecho con las respuestas que recibía de Koot Hoomi. En lugar de obtener respuestas a sus preguntas metafísicas, recibían constantes mandatos de ser amables y comprensivos con HPB. «No cuesta tanto ser indulgentes con ella», les decía Koot Hoomi[49], y obedecieron durante un tiempo. Pero, en 1882, quizá porque sospechaban el fraude, decidieron prescindir del cartero y escribieron directamente a Malachohan, sugiriendo que en el futuro pudieran comunicarse sin intermediarios. Desgraciadamente, no había otro medio que entregar la carta sellada a la Vieja Señora para que, como de costumbre, la hiciera seguir. HPB se retiró a su habitación con la carta, supuestamente para tocar el piano mientras precipitaba el sobre en su destino pero, a los pocos minutos, no fue música lo que se oyó desde la otra habitación, sino los gritos de traición que profería HPB después de abrir la carta y leerla.
La fe tambaleante de Hume en Blavatsky se derrumbó desde aquel momento. Le pareció evidente que cualquier poder psíquico que tuviera lo complementaba con el fraude, contestando ella las cartas y haciendo pasar las respuestas por comunicaciones ocultas. Deseoso aún de creer en los Maestros, al principio sólo rechazó que fuera ella la mensajera elegida, y la llamó embustera, simuladora, mediocre y charlatana crónica. Pero, a los pocos meses, abandonó por completo la Sociedad Teosófica e incluso a los Maestros y a los «asiáticos egoístas»[50]. Este tipo de entusiasmo y amistad inicial con Blavatsky, seguido de una rápida desilusión se repetiría muchas veces en los años siguientes. Sinnett continuó creyendo en ella, y llegó a ser vicepresidente de la Sociedad a la muerte de ella. Su esposa ‘le siguió siendo fiel, pero sus relaciones ya no fueron cómodas después de la deserción de Hume, y las últimas cartas de HPB contienen muchas críticas despiadadas de la idiotez y debilidad de Sinnett.
El problema era que, por mucho que Blavatsky quisiera defenderse, por mucho que necesitara ser aceptada por la sociedad angloindia, nunca desperdició oportunidad de burlarse de la solemne mojigatería del formalismo británico. «Mí graciosa y majestuosa persona, vestida mitad tibetana, mitad de etiqueta de noche», escribía en 1883 desde Ootacamund,
aparece con toda la gloria de su belleza kalmuka en las cenas de gala del Gobernador y de Carmichael; ¡HPB cortejada por los aide-de-camps! La vieja Upasika [otro mote de HPB] del brazo de miembros del Consejo, hinchada, con vestido de cola y medias de seda, con una peste a brandy con soda que mataría a un yac tibetano[51].
Quizá Blavatsky sabía que el escándalo es un sistema como otro cualquiera para que los demás te recuerden. En su caso parece que le dio buenos resultados, en tanto prosperaba la Sociedad Teosófica, a pesar de las desilusiones de algunos como Hume. Descubrió también que enfadar a los angloindios no le causaba ningún daño ante la población nativa: por cada europeo que la abandonaba, ganaba diez indios para su causa. Y quizá también tuvo la intuición de que el escándalo era una parte importante de su coraza como maestra y figura pública. De haber encajado en la situación, habría pasado desapercibida: usada convenientemente, la controversia podía ser provechosa, creando permanentemente a su alrededor una atmósfera electrizante de expectación. Para su desgracia, sabía crear la controversia, pero no manejarla.
La continua conmoción terminó por aconsejar a Olcott el alejamiento de su antigua compinche y seguir su propia línea. Después de todo, era el presidente de la Sociedad Teosófica, mientras que HPB sólo era la Secretaria de Correspondencia, aspecto que le recordaba de vez en cuando. Olcott se hacía más consciente de su puesto a medida que aumentaba la tendencia de Blavatsky a darse aires, dando a entender que era ella la persona elegida, la profetisa dotada y elegida por los Maestros, mientras que el coronel no pasaba de ser su ayudante. Cuando él se aferraba a su dignidad, HPB reaccionaba diciendo a sus corresponsales que Olcott era un charlatán, un latazo y un cabeza hueca lleno de vanidad. Informado de estos comentarios, Olcott respondía criticando la indiscreción de las cartas y la afición de HPB por hacer ruido.
Fueron siempre dos caracteres incompatibles, unidos tan sólo por las necesidades mutuas y por la creencia del coronel en los poderes de Blavatsky. Arrojados en una tierra extraña, la ingeniosa y temperamental Blavatsky fue cada vez más intolerante con el cálculo pausado y prosaico de Olcott, mientras que él cada vez la temía más por los problemas que causaban sus continuos exabruptos e intemperancias. El desequilibrio de Blavatsky aumentó con la edad. Cuando se descubrían sus trucos, respondía algunas veces con jactancias, pero otras veces confesaba el engaño con un guiño y una risita. La evidencia de su impostura aumentaba día a día, y aunque a Olcott le costaba creer, como a Sinnett y a Hume, que era una impostora (¿adónde irían a parar entonces sus propias afirmaciones sobre la sabiduría oculta?), cada vez estaba más inclinado a creer que su antigua compinche, en el mejor de los casos, era una personalidad compleja e imprevisible y, en el peor de los casos, una onerosa carga que interfería en la valiosa obra que él mismo realizaba. Pretextaba cualquier motivo para alejarse de la casa, sobre todo para no oír las permanentes disputas en las que los teosofistas dirigentes parecían estar siempre implicados.
En diciembre de 1882, los ingresos de la Sociedad procedentes de los afiliados y de los suscriptores de The Teosophist permitieron que Blavatsky y Olcott se mudaran de Crow’s Nest a una pequeña propiedad en Adyar, cerca de Madrás, donde todavía permanece hoy la sede central de la Sociedad Teosófica. Es un bello lugar en la desembocadura del río Adyar, y los compinches dotaron a la casa de todo tipo de comodidades. Pero en la época de la mudanza a Adyar, ya había comenzado el alejamiento entre ellos. Olcott empezó a dedicar cada vez más tiempo a sus viajes misioneros a Birmania, India septentrional y Ceilán, sobre todo a Ceilán, donde la teosofía estaba alcanzando una gran popularidad, en buena parte debida al entusiasmo del coronel por el budismo.
Los compinches hicieron una visita de dos meses a la isla en mayo de 1880. Casi desde la llegada, Olcott se comportó como un nativo, vistió como un brahmán, con sandalias y dhoti, y se amoldó a las costumbres locales. Siete fueron las sucursales cingalesas de la Sociedad que llegaron a inaugurar, y Olcott empezó a abrazar la causa budista en contra de las misiones cristianas, que dominaban la isla con la imposición de sus propias reglas. Sólo los matrimonios cristianos gozaban de legalidad en Ceilán. Toda la educación estaba bajo la hegemonía cristiana —805 escuelas cristianas frente a 4 budistas— y las ayudas gubernamentales a las escuelas dependían de la enseñanza de la Biblia. Como se exigían las calificaciones oficiales para acceder al funcionariado, todo empleo en el gobierno estaba vedado a los no cristianos.
Los budistas cingaleses protestaron durante algún tiempo contra este estado de cosas. En la década de 1860, las protestas pasaron a los hechos, y cuando Olcott y Blavatsky llegaron a Ceilán y «tomaron el pansil» (una forma de confirmación budista), sellaron su identificación con las fuerzas rebeldes. En Kandy les mostraron la más sagrada de sus reliquias: el diente de Buda montado en oro. HPB, sin ningún tacto, lo describió como del tamaño de un colmillo de cocodrilo. Olcott, diciendo que obviamente el diente databa de cuando Buda se encarnó en un tigre, fue más diplomático. También presidió reuniones públicas a favor de la igualdad entre budistas y cristianos, promovió el desarrollo de un sistema escolar budista cuyas calificaciones sirvieran para el funcionariado y, cuando fue a Londres, defendió ante el Foreign Office la causa de los sacerdotes budistas cingaleses. Empleando sus excelentes dotes de organizador, fundó un Comité de Defensa Budista, enseñando a los bonzos cómo actuar eficazmente en política para el reconocimiento de sus derechos. Quizá lo más notable fue su publicación en 1881 de un Buddhist Cathecism en inglés, que alcanzó numerosas ediciones y aún hoy se sigue imprimiendo.
Las consecuencias fueron impresionantes. En la década de 1960, cuando se nacionalizó el sistema educativo en Ceilán, la Sociedad Teosófica Budista tenía más de cuatrocientas escuelas, con muchos antiguos alumnos ocupando puestos importantes. Los esfuerzos de Olcott consiguieron uno de los primeros y más notables triunfos sociales de la Sociedad: tener un influjo formativo en el nacionalismo cingalés.
Fueron logros auténticos y de hondo calado, y quizá constituyan el monumento más duradero de la teosofía. Como es lógico, el nombre de Olcott es recordado en la isla, en cuya capital hay una calle con su nombre. En 1967, con motivo del sesenta aniversario de su muerte, las autoridades emitieron un sello postal conmemorativo y el Primer Ministro cingalés afirmó que «la visita del coronel Olcott a este país es un hito en la historia del budismo en Ceilán»[52].