DOS
MALONEY Y JACK

Las fotografías no son siempre reveladoras, sobre todo cuando se trata de aquellos retratos decimonónicos donde los personajes posan para responder claramente a determinados modelos: el joven atrevido, el esposo dominante o la esposa amantísima. Pero la personalidad de Helena Blavatsky se descubre en todas sus fotos: una mujer de escasa estatura, robusta, de boca resuelta y ojos grandes, acuosos y ligeramente saltones. En las más típicas mira directamente a la cámara con el aire de una mujer habituada a enfrentarse con dificultades y a seguir su propio camino. Sin embargo, hay también un marcado tinte melancólico en sus rasgos acusados. Se trata de un rostro agresivo que ha sufrido mucho.

De espesa barba y con lentes, como tantos padres de familia victorianos, Henry Olcott es, de entrada, más inescrutable. Aunque algunas fotografías lo muestran algo ridículo, esto probablemente se deba a defectos de la foto y no al hombre. En un retrato con Blavatsky, ella se acerca anhelante a la cámara mientras él se retira. La pose de él es torpe; su mirada, hundida y dubitativa. Junto a ella, y posiblemente por culpa de ella, no se siente seguro. Aunque más alto, parece menos robusto que su compañera, que le iguala en anchura de hombros. Sus rasgos más refinados sugieren una vida más ascética, sobre todo comparado con el sólido torso de ella.

Esta imagen refleja la naturaleza de la relación que hubo entre los dos. Quizá señale también sus antecedentes tan dispares, porque si llegaron al mismo punto fue por caminos distintos. Cada uno es, en cierto modo, un modelo de sus respectivas y diferentes culturas nacionales y sociales: Blavatsky, la ociosa aristócrata rusa convertida en maestra rebelde de religión; Olcott, el honesto burgués americano, en busca de la verdad espiritual. Por lo menos, eran las imágenes que gustosamente presentaban ante el mundo. ¿Cuánto de verdad había detrás de esas imágenes?

Olcott nació en 1836 en una familia que afirmaba ser descendiente de los peregrinos[17]. Tras una estricta formación presbiteriana, lo que él llama «dificultades financieras» (circunstancia habitual en las biografías de los teósofos) lo obligaron a interrumpir sus estudios y dedicarse a la agricultura en Ohio. Allí se convirtió en un agricultor experto y publicó varios libros sobre el tema, entre ellos un tratado sobre el sorgo y una de sus variedades africanas (sustitutivos de la caña de azúcar) que alcanzó las siete ediciones. Declinó la invitación del gobierno griego para ocupar una cátedra de agricultura científica en Atenas y, en lugar de eso, fundó la Escuela Agrícola Westchester. Fracasó en esta aventura y, en 1859, trabajó como responsable de la sección agrícola del New York Tribune, pero también tuvo que interrumpir esta carrera, esta vez por culpa de la Guerra Civil, que hizo de él un oficial de transmisiones del ejército de la Unión.

Dado de baja por invalidez, fue comisionado especial del Ministerio de la Guerra, con el rango de coronel, para investigar a los especuladores y tuvo tanto éxito en su tarea que, cuando Abraham Lincoln fue asesinado en 1865, Olcott fue designado como uno de los tres miembros de la comisión investigadora de la muerte del presidente. Dejó esta tarea al final de las hostilidades y, con recomendaciones del ministro de la Guerra y del fiscal general del Estado, estudió abogacía en Nueva York, donde estableció su despacho poco antes de 1870.

En cualquier medida, se trataba de una interesante, variada y rápida carrera, pero fue seguida por el desengaño. Aunque razonablemente próspero, su despacho de abogado no era de los más importantes; tampoco fue feliz en su matrimonio, a pesar del nacimiento de cuatro hijos. Olcott terminó por divorciarse de su mujer y buscó consuelo y diversión en el espiritismo. Cuando se dedicó a la agricultura en Ohio se interesó por el «Otro Mundo», frecuentó a los masones y se aficionó algo al mesmerismo y a la curación espiritual. Ahora leía la prensa espiritista de Nueva York.

Aburrido de su trabajo en un día monótono de 1874, Olcott se fue a comprar el Banner of Light al quiosco de la esquina cercana a su oficina. El Banner, un popular periódico espiritista, contaba una historia acerca de las manifestaciones psíquicas que ocurrían en una granja perteneciente a la familia Eddy, en Chittenden, Vermont, donde aparecían espíritus en número extraordinario. Después de una relativa disminución de su popularidad durante la década de 1860, el espiritismo experimentaba entonces uno de sus periódicos resurgimientos en Estados Unidos, y Chittenden era con mucho el centro de mayor interés. Como ocasional colaborador de periódicos espiritistas, el coronel decidió amenizar el aburrido verano de Nueva York con una excursión a Vermont, donde podría ejercitar sus antiguas dotes de investigador. En agosto y septiembre de 1874, visitó varias veces la granja, y publicó varios artículos en un periódico de Nueva York, el Daily Graphic, contando lo que había visto.

Y había mucho que ver[18]. Mary Eddy, de cuya tatarabuela escocesa se decía que había sido ahorcada por bruja, poseía clarividencia y todos sus hijos —William, Mary y Horatio— heredaron poderes psíquicos, entre ellos la levitación y la capacidad de evocar a los espíritus. Estas propiedades, que al parecer eran involuntarias, podían ser bastante embarazosas. Por ejemplo, tan pronto como los niños se acostaban, tendían a flotar hacia el techo; en la escuela, los espíritus que siempre los rodeaban, golpeaban sus pupitres, y en el hogar, las molestas apariciones los mantenían en estado de histeria permanente.

El más notable de los tres hijos fue William, que supo sacar provecho de sus poderes haciendo sesiones en la granja ante grupos de hasta treinta personas. Oculto dentro de un armario y encima de una tarima colocada en un extremo de una amplia sala (conocida por los clientes como «la tienda del fantasma»), realizó una serie de fenómenos dignos de un vulgar vodevil. Entre los espíritus visitantes había tres mujeres indias —Honto, Aurora y Estrella Brillante—, varios hombres blancos recientemente fallecidos y dos niños que se le habían muerto a una señora alemana, la cual, al parecer, asistía siempre a las sesiones. Todas las apariciones permanecían durante un breve tiempo suspendidas en el aire delante de una cortina que tapaba el armario dentro del cual se sentaba William. Algunas hablaban, la mayoría no. Algunas cantaban y había dos que mantenían un duelo con espadas.

El lugar de William lo ocupaba algunas veces su hermano Horatio, asistido por un espíritu guía llamado George Dix. A George nunca se le veía y sólo se le oía, pero daba lo mismo, porque se burlaba del público y contaba historias vulgares. Pero su extensa representación, que tenía lugar en la oscuridad, incluía la evocación de toda una banda de indios que tocaban una pieza de música contemporánea, The Storm at Sea, lo cual no dejaba de ser una curiosidad bastante frívola en unos espíritus indios que, presumiblemente, tenían acceso a sus propias melodías e incluso a la música celestial. Quizá el hecho de que el esposo de la señora alemana fuera músico, buen conocedor de esta pieza, tuviera algo que ver con ello.

Olcott quedó trastornado. Por un lado, todo el asunto —incluidos los fríos labios de alguien invisible en la oscuridad que le besaba la mejilla— le pareció convincente. El beso era positivamente frío y húmedo, como corresponde a una caricia espectral. Por otro lado, estaba dispuesto a no dejarse embaucar, y volvió varias veces a la granja para comprobar sus primeras impresiones. Una de estas veces, el 14 de octubre de 1874, cuando visitaba la casa de la granja, conoció a Madame Blavatsky. Había venido, le dijo ella, con la intención de conocerlo, atraída a Vermont por los artículos de Olcott en el Graphic, del mismo modo que la primera visita de él había sido provocada por el Banner. Es característico de la energía, espíritu emprendedor y tenacidad de propósito de Blavatsky que, apenas recién llegada a América, hubiera hecho el esfuerzo de visitar Chittenden con el fin de conocer y hacer amistad con Olcott. El encuentro resultó fructífero.

Si la vida y antecedentes de Olcott habían sido claramente vulgares, no podía decirse lo mismo de Helena Petrovna Blavatsky. Su padre, el barón Von Hahn, pertenecía a la pequeña nobleza germanorrusa que constituyó la mayor parte de la élite administrativa y militar de la Rusia decimonónica. Su madre, una novelista romántica, pertenecía a una familia de mayor nobleza, los Dolgorouky. A pesar de su condición aristocrática, los Hahn llevaron una vida ajetreada. El barón era soldado y tenía que trasladarse frecuentemente con su regimiento. Madame Von Hahn lo seguía con sus hijos, cuya vida aún fue más agitada cuando murió ella. Helena, nacida en 1831, sólo tenía once años cuando perdió a su madre. Aun cuando a partir de entonces pasó casi todo el tiempo con sus abuelos, la prole de los Von Hahn creció errante, con más emociones que seguridad[19].

Helena fue una niña rebelde e imaginativa en un mundo confuso y exótico, como contó a uno de sus biógrafos:

¿Mi infancia? Cuidada y mimada por un lado, castigada y endurecida por otro. Enferma y casi moribunda hasta los siete u ocho años, sonámbula; poseída por el demonio. Gobernantas, dos. Niñeras, no sé cuántas, muchas… Una era medio tártara. Los soldados de mi padre cuidaban de mí… Viví en Saratoga, donde el abuelo fue gobernador civil; antes de eso, en Astrakán, donde ejercía su dominio sobre miles, entre ochenta y cien mil kalmucos budistas[20].

Fue ferviente lectora y escritora y llegó a ser una pianista más que competente, pero se aburría fácilmente. Su hermana, más adelante, contaba:

Helena acostumbraba a soñar en voz alta y nos contaba sus visiones, evidentemente nítidas, vívidas, como si las hubiera palpado… Le encantaba que los niños nos reuniéramos alrededor de ella, a la caída de la tarde, y después de llevarnos al gran museo oscuro, nos hechizaba con sus historias fantásticas. Luego nos contaba las historias inconcebibles que le ocurrían cada noche, aventuras inauditas en las que ella era la heroína. Cada uno de los animales disecados del museo le había contado sus confidencias y la historia de sus anteriores encarnaciones o existencias[21].

Cuenta también su hermana que Helena perdió después sus poderes de elocuencia e inventiva. Es evidente que, al decirlo, Madame Jelihovsky bromeaba, mentía o quería ser discreta. Porque, aunque Helena se hizo perezosa al llegar a la edad madura, siguió siendo una narradora persuasiva, cuyo poder para fascinar a los demás con sus formidables extravagancias permaneció intacto hasta el final de su vida. Este poder procedía de la necesidad que tuvo en su infancia de crear un mundo propio y a su medida y que entonces consiguió que los demás aceptaran; esto también la hizo absorbente y egoísta.

Es difícil establecer los hechos de la vida de Helena von Hahn antes de llegar a América. Parece comprobado que se casó con Nikifor Blavatsky, vicegobernador de Ereván, en el Cáucaso, el 7 de julio de 1848, cuando ella tenía diecisiete años y él apenas pasaba de los cuarenta, y también que huyó de él unas semanas más tarde. Pero, a partir de ese momento, el mito y la realidad se confunden en la biografía de Blavatsky. Como suele suceder, a medida que pasaban los años y ella volvía a contar la historia de su primer matrimonio, la diferencia de edad se acrecentaba, y el general terminaba por ser un viejo rijoso que perseguía a una niña apenas pubescente. Lo que es indudable es que el matrimonio fue un fracaso y que en octubre de 1848 Helena huía de su reciente marido. Su padre aceptó acogerla de nuevo y envió criados para que la atendieran, pero algo convenció a Helena de que no quería padre ni esposo. A bordo de un vapor que la llevaba por el Mar Negro, de regreso a su casa, burló a sus acompañantes y se embarcó con destino a Constantinopla en busca de la libertad, un acto caprichoso que prefiguraba toda su vida.

Hasta llegar a América veinte años más tarde, la vida de Blavatsky (tal como la contó a sus amigos y pretendidos biógrafos) está llena de anécdotas suficientemente exageradas como para provocar la incredulidad sin dejar de ser del todo creíbles. Reaparece periódicamente en Rusia para visitar a su hermana y, entretanto, viaja por Europa, Asia y las Américas. Cómo atendió a su sustento no está muy claro, aunque es posible que recibiera dinero de su padre y parece que trabajó de médium itinerante. También se dice que actuó de amazona en un circo, que hizo una gira por Serbia como pianista, que en París importó plumas de avestruz y que fue decoradora de interior de la emperatriz Eugenia.

Pudo o no pudo tener amantes, como el barón alemán Meyendorf, el príncipe polaco Wittgenstein y el cantante de ópera húngaro Agardi Metrovitch. Todos estos nombres estuvieron ligados al de ella, aunque hubo veces en que ella negaba estas relaciones, mientras que en otras daba a entender que eran ciertas, equívoco al que se prestaba únicamente cuando sus enemigos la tachaban de promiscua. El principal objetivo de éstos era Metrovitch, a quien Blavatsky había salvado de la muerte cuando, contaba ella, lo encontró moribundo en un callejón (de El Cairo o Constantinopla, según la versión que se prefiera). Es posible que tuviera un hijo de este hombre, aunque la prueba médica, citada por la propia Blavatsky, lo niega[22].

Que tales historias se convirtieran en temas de controversia, que su personalidad y toda su vida fueran ocasión de agrias disputas, es característico de una mujer que tenía que buscar la publicidad sin saber cómo hacerlo. Blavatsky hablaba con brillantez e indiscretamente acerca de ella misma, pero raramente decía la misma cosa dos veces. El perfil especulativo de su vida, tal como lo trazaron más tarde su sobrino nieto y otros biógrafos, la muestra reuniéndose con pieles rojas en Canadá y Estados Unidos en 1850 y 1851; en un viaje en carreta atravesando el Medio Oeste americano en 1854; luchando al lado de Garibaldi en la batalla de Mentana (1867), donde es herida por arma de fuego y por sable, y náufraga en Spetsai, frente a la costa griega, en 1871, cuando hundieron el Eumonia y muchos pasajeros perecieron. Entre estos acontecimientos se nos dice que se relacionó con cabalistas en Egipto, agentes secretos en Asia Central, magos del vudú en Nueva Orleans y bandidos en México.

Nada de esto es imposible, pero las historias de Blavatsky están apoyadas por detalles convincentes y datos absurdos, hasta el punto que resulta imposible distinguir la verdad de la falsedad. Quizá, al final, esta distinción no importe mucho. Porque lo que importa es que pudo persuadir a bastante gente para que aceptara la versión de los hechos según le convenía, por más que la razón aconsejara no creerla. Algunos de sus últimos seguidores se vieron en la situación paradójica de confiar en la narradora aunque no creyeran en la narración. Y aunque son pocas las cosas que dijo que puedan comprobarse, hay que decir que el siglo XIX es pródigo en vidas extraordinarias y viajes notables. Porque ella no fue la única mujer europea que se aventuró en el corazón de un desconocido continente con sólo un paraguas y una enorme confianza en sí misma para sostenerse. Si en su conjunto las historias nos sorprenden por lo ridículas que son, cada narración nos parece creíble por separado, como una hipérbole legítima. Y esto ocurre con cada una de las historias, excepto con la más importante, porque el suceso central de su Wanderjahre —y por consiguiente de la historia moderna del esoterismo— fue su encuentro con un tibetano desmaterializado de nombre Maestro Morya.

Una de las jactancias favoritas de Blavatsky era que había viajado sola por el Tibet y había vivido allí más de siete años. El significado de semejante pretensión reside en la creencia tradicional según la cual siete años es el período de aprendizaje de los candidatos que buscan la iniciación en los misterios esotéricos. Blavatsky alcanzó la celebridad por esto, pues no sólo había sido «elegida» para llegar al mayor nivel de iniciación en la jerarquía secreta permitida a los seres humanos, sino que debía sus conocimientos a determinados «maestros himalayos» con quienes había estudiado en sus hogares montañosos.

Dio la casualidad que dos oficiales del ejército británico destinados en la zona atestiguaron después de la muerte de Blavatsky que habían visto u oído de una mujer blanca que viajaba sola por las montañas del Tibet en 1854 y 1867 respectivamente[23]. Esto es muy improbable. Incluso después de la expedición de Younghusband en 1903, el Tibet seguía cerrado a todos, salvo a unos pocos viajeros, cuyos movimientos estaban estrechamente vigilados por las misiones china, rusa y británica que patrullaban las fronteras y alertaban de la presencia de espías militares en la región[24]. Y si hubo semejante viajera blanca nunca fue identificada positivamente como Blavatsky. Pero quizá el argumento de mayor fuerza que puede oponerse a la idea es uno de orden práctico: que la maciza y robusta Blavatsky, corta de resuello y carente de discreción, pudiera escalar montañas en condiciones climáticas adversas, al tiempo que permanecía oculta a los ojos de avezados observadores, es imposible de imaginar.

Reales o imaginados, los viajes de Blavatsky al Tibet cobraron una considerable significación, porque el simbolismo romántico y religioso de aquel país aumentaba a finales del siglo XIX en proporción directa a su comprobada lejanía. El proceso experimentó curiosos giros. En 1894, N. A. Notovitch, compatriota de Blavatsky, pretendía en La desconocida vida de Jesucristo que Jesús había pasado varios años en el Tibet aprendiendo las doctrinas del budismo esotérico, que luego había transmitido a sus apóstoles en forma codificada. La idea de que el fundador del cristianismo hubiera viajado por Asia Central[25], ligándolo de esta manera con las tradiciones budista e hindú, iba a atraer a quienes, como la misma Blavatsky, soñaban con un sincretismo de las creencias importantes en una sola religión de sabiduría universal, así como a quienes, por razones más siniestras, querían desvincular a Jesús de sus orígenes judíos. Fue también sintomático cómo se desplazó el centro de gravedad religioso hacia el este. Los mapas europeos de la Edad Media ponían a Jerusalén en el centro espiritual del mundo. Hacia 1900 ese honor recaía en Lahsa. Las sagas casi inmortales de Shangri-La en Horizontes perdidos (1933), de James Hilton, se basan en una mitología bien establecida.

Como veremos, la popularidad de semejante mitología se debió en gran parte a la obra de la misma Blavatsky, aunque el primer encuentro que ella tuvo con el ser a quien llamaba Maestro Morya no tuvo lugar en el salvaje Himalaya, sino en mitad de los terrenos urbanos de la Gran Exposición de Londres, en julio de 1851. Decía ella que había tenido muchas visiones de Morya antes de 1851, pero éste fue su primer encuentro con él «en carne» (o en cualquier cosa que pudiera ser su carne, tratándose de una criatura que podía desmaterializarse a capricho). Ésa, al menos, es la interpretación que ella hizo de una anotación en su diario que dice: «Nuit mémorable. Certaine nuit par un clair de hune qui se couchait á —Ramsgate, 12 Août [31 de julio en nuestro calendario] 1851— lorsque je rencontrai le Maître de mes Rêves»[26]. Cuando un acólito que revisaba los papeles de Blavatsky treinta años más tarde dio con este pasaje, su maestra le explicó aquellas palabras como una descripción de su encuentro con Morya, diciendo que el cambio de lugar era intencionado, por si el diario caía en manos hostiles. Ramsgate es ciertamente una elección inspirada si lo que pretendía era desviar el interés. En cuanto a la ambigüedad de la frase «Maître de mes Rêves», los lectores pueden hacer con ella lo que gusten.

Pero, ¿quién era el Maestro Morya? Según Blavatsky, pertenecía a la Gran Hermandad Blanca de Maestros o Mahatmas. Estos Hermanos, Maestros o Mahatmas (que de las tres maneras los llama Blavatsky) eran Adeptos o Iniciados, seres cuyo riguroso aprendizaje esotérico y absoluta pureza les conferían poderes sobrenaturales. Inmortales e inmateriales, los Maestros podían habitar cuerpos materiales o semimateriales según su voluntad (esto no estaba muy claro) y poseer poderes que les permitían moverse por todo el universo ejerciendo sus habilidades taumatúrgicas y clarividentes. Se comunicaban entre ellos mediante una especie de radio cósmica, estableciendo así un vínculo entre los seres humanos y los jefes de la jerarquía divina que gobiernan el cosmos.

De acuerdo con la posterior descripción que hace Blavatsky de la Hermandad, la jerarquía está encabezada por el Señor del Mundo, que vive en Shambahla, en el desierto de Gobi[27]. El Señor del Mundo vino al principio de Venus, con varios acólitos, y ahora habita el cuerpo de un muchacho de dieciséis años. En orden decreciente de autoridad, sus acólitos son el Buda, el Mahachohan, Manú y Maitreya. Tanto Manú como Maitreya tienen un ayudante, y estos ayudantes son los dos Maestros que iban a jugar un papel decisivo en la vida de Blavatsky y en la fundación de la Sociedad Teosófica.

El ayudante de Manú es el visitante original de Blavatsky, el Maestro Morya, mencionado a menudo como Maestro M o simplemente M. Su deber especial dentro de las responsabilidades cósmicas es presidir las virtudes del Poder y la Fuerza, muy particularmente para orientación de las naciones. Para facilitar su tarea, Morya asume el poderoso y oscuro cuerpo de un príncipe rajput y vive en un escondido valle tibetano.

El ayudante de Maitreya es el Maestro Koot Hoomi —también conocido como Maestro KH o KH— entre cuyas pasadas encarnaciones figura Pitágoras. KH tiene el cuerpo de un brahmán cachemir, rubio y de ojos azules. Es un chico culto, lingüista y músico, que se ocupa de supervisar la Religión, la Educación y el Arte. Como ha asistido a la Universidad de Leipzig, pasa mucho tiempo meditando y está calificado para cuidar del vasto Museo Oculto que hay en las cámaras subterráneas cercanas a su casa, situada en el mismo valle del Maestro Morya.

Otros Maestros son: Jesús, un «sirio» que, de manera algo confusa, es responsable de todas las religiones, no sólo del cristianismo; el príncipe húngaro Rakoczi, también conocido como conde de Saint-Germain, que preside lo Mágico y estuvo previamente encarnado en los dos Bacon, Roger y Francis; Hilarión, un hermoso griego que se ocupa de la Ciencia; Serapis, un griego aún más hermoso, de cabello dorado y ojos azules, que se ocupa de la Belleza, y el Maestro Veneciano, que es el más hermoso de todos. Mucho más abajo de la jerarquía está el Maestro Dwaj Khool, que se ocupa de las tareas desagradables del cielo.

Además de éstos, la Hermandad de Maestros cuenta con todos los grandes dirigentes religiosos y maestros ocultistas del pasado, entre ellos, Buda, Confucio, Salomón, Lao Tse, Boehme, Roger Bacon, Francis Bacon, Cagliostro, Mesmer, Abraham, Moisés y Platón. Bajo ellos (descendiendo ahora los peldaños humanos de esta escalera oculta) están los «arhats» (postulantes de Maestro que han alcanzado un nivel intermedio de iniciación) y sus discípulos, conocidos como «chelas».

De acuerdo con Blavatsky, la Hermandad permanece normalmente oculta a la vista de todos, salvo de unos pocos. Cuando sus miembros intentan transmitir sus doctrinas por medio de agentes humanos, estos agentes raramente son creídos y a menudo son perseguidos por seres humanos influidos por los poderes malignos, conocidos indistintamente como Fuerzas Oscuras o Señores de la Faz Oscura. Debido a esto, los Hermanos trabajan en secreto para dirigir el destino del cosmos y preservarlo de la influencia maligna de las Fuerzas Oscuras. En ocasiones, la guerra entre los Señores y los Hermanos alcanza niveles de extrema violencia pública, en acontecimientos como la crucifixión de Jesús. En tales casos, lo esotérico se convierte en exotérico y la lucha secreta se revela durante un breve tiempo. Pero, para aquellos que entienden, toda la historia humana tiene un significado esotérico.

Esta cosmología se elaboró a lo largo de unos quince años, desde mediados de la década de 1870 hasta la época en que murió Blavatsky, en 1891. Pero, ¿dónde encontró ella a Koot Hoomi y a los demás? Parece probable que existieron dos fuentes principales para la idea de la Hermandad Oculta: las divinidades plurales de las religiones orientales y las mitologías del esoterismo occidental. El estudio de las religiones asiáticas no ha cesado en Europa desde finales del siglo XVIII, cuando se fundó la Sociedad Asiática de Londres y se tradujeron las escrituras hindúes al francés y al inglés. Hacia 1870, los eruditos alemanes tradujeron en magníficas ediciones los Vedas indios y los principales textos budistas.

Sin ser en absoluto una erudita, Blavatsky fue una apreciable autodidacta que conocía amplia aunque desordenadamente las escrituras asiáticas. En contraste con el monoteísmo de judíos, cristianos y musulmanes, los hindúes y budistas son politeístas: adoran a múltiples divinidades, cada una con un papel asignado en el plan cósmico. Una característica fundamental de su práctica religiosa es la noción del Adepto (mahatma es la palabra sánscrita para adepto), por la que un individuo puede adquirir grandes poderes ocultos mediante la formación y la dedicación. En el pensamiento de Blavatsky, la mayoría (no todos) de los Maestros son antiguos Adeptos que han evolucionado hasta un nivel muy alto.

En el esoterismo occidental, la fuente inmediata de esta idea fue con casi toda seguridad el novelista inglés Edward Bulwer Lytton (1803-1873), cuya obra era bien conocida por Blavatsky. No sería injusto decir que la nueva religión está sacada prácticamente de sus páginas. Uno de los personajes de Bulwer dice (anticipándose al gran ocultista y discípulo de Blavatsky, W. B. Yeats): «En sueños se inicia todo el conocimiento humano; en sueños, sobre el espacio inconmensurable, se cierne el primer puente sutil entre espíritu y espíritu, entre este mundo y los mundos del más allá…»[28]. Los sueños de Blavatsky estaban destinados a producir el principal resurgimiento del esoterismo en los tiempos modernos.

Bulwer Lytton no era un simple novelista[29]. También hizo una brillante carrera política. Accedió al Parlamento en 1831 y llegó a ser ministro de las Colonias en 1858 (por lo cual fue premiado con el título de lord Lytton en 1866). Pero hoy sólo se le recuerda como escritor. Sus primeros escritos pertenecen al género aristocrático y romántico de novelas conocidas como de «tenedor de plata». Los héroes son dandis criminales al estilo de Byron o Balzac. Luego pasó a escribir novelas históricas, entre ellas Los últimos días de Pompeya (1834), y sagas costumbristas de la clase media. Por su éxito en todo cuanto emprendía, Bulwer Lytton causó la envidia, la admiración e incluso la imitación de escritores tan importantes como Dickens y Thackeray; pero los libros suyos que más complacieron fueron las novelas ocultistas Zanoni (1842) y Una extraña historia (1862).

Bulwer se había interesado por la alquimia y el neoplatonismo y estaba familiarizado con la obra de Boehme, Swedenborg y Mesmer. Sus novelas ocultistas demuestran un conocimiento elaborado de la ciencia contemporánea y de la magia antigua, una vivaz imaginación y dotes para una narrativa emparentada con la fórmula byroniana del héroe poseedor de un oscuro secreto. Lo que lo atrajo de la magia fueron sus analogías con la ciencia moderna. Ambas son métodos para conseguir el dominio de la naturaleza, pero la magia, a diferencia de la ciencia, no puede verificarse. Hombre cauto y escéptico, que no creía en casi ninguno de los fenómenos que tan fantásticamente describe en sus propias novelas (aunque predijo el descubrimiento de la energía atómica con sorprendente exactitud), pensaba, sin embargo, que era muy posible que la ciencia validara con el tiempo ciertos poderes ocultos, como la percepción extrasensorial y la profecía.

En pos de esta idea, participó en experimentos mágicos con su amigo el cura secularizado francés Eliphas Lévi (1810-1875)[30]. Lévi, cuyo nombre real era Alphonse-Louis Constant, había iniciado el resurgimiento del ocultismo en Francia. Enseñaba la existencia de una «doctrina oculta» que unifica todos los sistemas mágicos y religiosos; sus escritos beben profusamente en fuentes orientales, sobre todo en las escrituras hindúes. El resultado fue una mezcla de orientalismo y ocultismo que apasionó primero a Bulwer y después a Blavatsky: a ambos les llamó poderosamente la atención la teoría de Lévi que dice que los transmisores de la doctrina secreta son Adeptos longevos poseedores de poderes mágicos.

Zanoni, la novela de Bulwer, trata de un pintor y sus encuentros con dos personajes que, siendo humanos, son inmortales. El héroe de Una extraña historia es un joven médico que, por negarse a creer en la existencia del alma, recibe el castigo de verse implicado terriblemente en las aventuras de un asesino despiadado que va en busca del elixir de la vida. En ambas novelas se describen inusitados poderes mentales que permiten a sus poseedores dominar a los demás con la fuerza de la voluntad. La inmortalidad y el elixir de la vida eran temas manidos en la novela romántica de la época. Balzac, Charles Maturin, Eugéne Sue y E. T. A. Hoffmann se sirven de ellos en sus novelas fantásticas. La diferencia es que Bulwer teje estos temas en un tupido tapiz de alusiones eruditas a las tradiciones ocultistas y filosóficas, dándoles un aire de autoridad no del todo espurio.

Zanoni empieza con una referencia a los Rosacruces, con casi toda seguridad la principal fuente occidental moderna en la que se basa la mitología del Maestro Oculto. La ironía de la deuda de Blavatsky con Bulwer Lytton es doble, porque esta hermandad secreta es en sí misma una ficción, creada en la Alemania del siglo XVII mediante una serie de panfletos que daban cuenta de la existencia de una misteriosa hermandad (fraternitatis) de la Rosa Cruz, así llamada en honor del caballero del siglo XIV Christian Rosenkreutz[31]. Este, de acuerdo con los panfletos, había estudiado a Paracelso y trabajado con los sabios de Damasco, y el propósito de la hermandad era unificar el conocimiento de todos los hombres sabios a fin de prepararse para el Juicio Final.

Los panfletos fueron escritos por un grupo de místicos luteranos dirigidos por Johann Valentin Andreae, autor también de otro panfleto titulado La boda química, una alegoría alquimista de la unión entre Cristo y el alma. Los panfletos tuvieron un enorme impacto en toda Europa, a pesar de la posterior confesión de Andreae de que Rosenkreutz era una invención, una especie de juego o broma. Pero el público había interpretado literalmente lo que era una alegoría de la vida espiritual, y la mitología de los Rosacruces quedó establecida para siempre entre los ocultistas, a pesar de las pruebas concluyentes de los modernos estudiosos que demuestran que nunca existió el tal Rosenkreutz.

Hasta Descartes y Leibniz tuvieron un interés pasajero por los Rosacruces, participando en la búsqueda de los misteriosos hermanos. También Swedenborg se apasionó por ellos, pero nunca los encontraron. Como en todas las antiguas órdenes de las cuales supuestamente descendían tales hermanos —los gimnosofistas, los sacerdotes de Isis, los pitagóricos, la hermandad caldea, los magos de Babilonia, los guardianes de los misterios órficos— el secreto era el elemento esencial. Cuando uno de los panfletanos originales, Heinrich Neuhaus, sugirió traviesamente que si no se podía encontrar a los hermanos era porque todos se habían retirado a la India y al Tibet, fue imposible probar su existencia o no existencia, aumentando así la creencia popular en la realidad de los hermanos. Este retiro imaginario ‘iba a ser uno de los puntos de partida de Blavatsky.

Otra fuente fue la Orden Masónica, cuyas logias del siglo XVIII (Blavatsky se apropió luego de la palabra logia) convirtió a un gremio de trabajadores en una mezcla de fraternidad oculta y cruzada de reformismo político, que se puso de moda entre intelectuales y aristócratas afines. Aunque se cree que la masonería se originó en Escocia, la primera logia masónica se fundó en Londres en 1717. Paradójicamente relacionada con la Ilustración, esta orden secreta se extendió por toda Europa y pronto fue considerada como una peligrosa fuerza revolucionaria.

Detrás de los masones reales y de los Rosacruces inventados, está la mitología de los Caballeros del Temple, una orden militar y religiosa que jugó un papel importante en las Cruzadas antes de que la monarquía francesa la destruyera en 1312. La cruel persecución de los templarios por el rey Felipe el Hermoso y sus ministros (seguramente motivada por la envidia que despertaba el poder y las grandes riquezas del Temple) fue apoyada por los partidarios del papa, que acusaron a la orden de haberse convertido en una sociedad secreta y de prácticas ocultistas, perversión sexual, rebelión política y contactos heréticos con el Islam. Todo eso implicaba que los caballeros trataban de crear un estado dentro del estado con el fin de derrocar la monarquía.

A los templarios, objetos de la imaginación ocultista desde entonces, se les atribuye también una «doctrina secreta». Se cree que cada caballero, en el momento de su muerte, transmite un secreto —o más bien, parte de el secreto— a un iniciado. Por lo tanto, el conjunto de estos iniciados posee el conocimiento de una sabiduría esotérica que puede desvelar los misterios del universo; pero esto sólo podrá hacerse cuando todos los herederos junten y compartan sus respectivos conocimientos. Mediante el secreto, los iniciados preservan su poder y preparan el camino para su futuro gobierno del mundo o incluso del cosmos.

Apoyándose en la síntesis de la religión oriental de Eliphas Lévi y en la magia occidental, tal como la presenta Buhwer Lytton, reforzando esto con sus amplios conocimientos de las escrituras asiáticas y añadiéndole elementos mitológicos de los Rosacruces, de la Masonería y de los Templarios, Blavatsky se inventó la Hermandad de los Maestros del Himalaya, quienes supuestamente la habían elegido para que comunicara al mundo el mensaje de la Hermandad. El porqué la habían elegido a ella, nunca lo supo. Pero visto retrospectivamente, era evidente que sus viajes sin rumbo aparente habían sido guiados por la fraternidad, y que fueron los Maestros quienes hicieron de ella una pianista en Serbia, una amazona en Italia y una médium espiritista en El Cairo.

Y fueron los Maestros quienes le ordenaron que saliera de París con destino a Nueva York en el verano de 1873, veintidós años después de haber contactado con ella por primera vez. En este momento, los datos registrados de la vida de Blavatsky comienzan de nuevo. A bordo de un barco, con sólo el dinero justo para pagarse el pasaje en tercera clase, llegó a Nueva York sin recursos. Se mantuvo a duras penas cosiendo monederos y limpiaplumas hasta que le llegó una pequeña herencia de su padre. Cuando conoció a Olcott ya había gastado la herencia en una granja avícola improductiva, con la cual Blavatsky, como un esperanzado P. G. Wodelouse, creyó que iba a hacer una fortuna, si bien no tenía la más mínima idea de cómo criar animales o hacer negocios y lo único que sabía del dinero era cómo gastarlo.

Años más tarde, quienes la conocieron antes de hacerse famosa, entre ellos conocidos esporádicos en hostales y pensiones, anotaron sus impresiones, y es fácil ver por qué la recordaban sin dificultad. Uno la comparó con Stalin por la sensación de poder que daba, otro la recordaba fumando hachís, un tercero la calificaba de poco atractiva y un cuarto describía a los diaki (pequeños espíritus elementales o duendes) que constantemente gastaban bromas a su supuesta dueña, como atarla a la cama una noche mientras ella dormía[32].

Su aspecto físico era difícil de olvidar. Aunque al principio no era muy gruesa, llegó a pesar más de cien kilos a fuerza de comer grasas, como su plato favorito de huevos flotando en mantequilla, y era bastante robusta. Tenía el cabello castaño claro, «rizado como el de una negra o una oveja merina»[33], y unos ojos magnéticos que se describen indistintamente de azules, gris azulados o celestes. Los elevados pómulos, la cara ancha y maciza y la nariz aplastada completaban el aspecto exótico que le prestaban sus vestidos raídos y fantásticos. Cuando se encontró por primera vez con Olcott llevaba una camisa roja Garibaldi. En su vida posterior le gustaba llevar ropas desahogadas que disimulaban su figura, siendo su vestido preferido una especie de bata de franela roja. Como fumaba sin parar, llevaba sus adminículos de fumar en una bolsa hecha con la piel de la cabeza de un animal colgada del cuello. Los dedos solía llevarlos cubiertos de anillos, algunos con piedras auténticas y, en conjunto, parecía un paquete brillante y mal hecho. Era indiferente al sexo, aunque hablaba de él sin tapujos; más aficionada a los animales que a las personas; llana de maneras, sin pretensiones, escandalosa, caprichosa y un tanto ruidosa. Se mostraba habitualmente de buen humor, vulgar, impulsiva y afectuosa, y no se molestaba por nadie ni por nada.

Era, en suma, la mujer adecuada para un aburrido. Olcott, que había perdido el rumbo de su vida. Una vez arreglado su encuentro con él en Chittenden, Blavatsky procedió a demostrar sus poderes y presentó en las sesiones su propio elenco de espíritus materializados, entre los cuales estaban su tío, dos siervos rusos, un comerciante persa y un guerrero kurdo. Al tomar el control aparente de las sesiones, éstas cambiaron de signo. Porque mientras William y Horatio eran canales pasivos por los cuales los espíritus iban del mundo de los muertos al mundo de los vivos, Blavatsky pretendía que podía ordenar a los espíritus a su capricho.

La distinción entre médiums dominantes y médiums sumisos era significativa por tres motivos. Primero, permitía a Blavatsky contrastar favorablemente sus poderes con el fraude, la ineptitud o la pasividad de sus competidores. Segundo, evitaba la acusación de que las personas sensibles son vulnerables a la manipulación y a la autosugestión. Y tercero, constituía al médium como un poder por derecho propio, no como un mero canal de comunicación con el otro mundo. Blavatsky insistiría más adelante que el contacto con los espíritus de los muertos no tenía importancia en sí mismo y era bastante fácil preparar una demostración vulgar de poder psíquico. Lo que importaba era la comunión con los Maestros, quienes, aunque vivían en un plano más elevado, no dejaban de ser muertos.

Sin embargo, lo acontecido en Chittenden provocó pronto acusaciones de engaño. Daniel Douglas Home la acusó de fraude cuando, durante las sesiones, pretendió reconocer una medalla de plata supuestamente enterrada con su padre en Rusia y materializada en Vermont para la ocasión. Celoso de su propia credulidad, Home basó su acusación no en la imposibilidad de que se materializaran objetos distantes (conocidos como «aportes»), sino en la afirmación de que los rusos no entierran las condecoraciones con sus muertos, añadiendo que Blavatsky ya había intentado el mismo truco en París en 1858.

Sin inmutarse por las acusaciones de fraude, Blavatsky y Olcott, dejando inconclusas las investigaciones en Chittenden, se fueron a Filadelfia, donde el matrimonio Nelson Holmes había estado celebrando sesiones por su cuenta[34]. Su principal aparición era un atractivo, juguetón y joven «espectro» (la palabra es de Blavatsky) llamado Katie King. Katie y su familia ya eran muy conocidos en los círculos espiritistas. Se decía que era la hija de «John King», el nombre del espíritu de un viejo bucanero, sir Henry Owen Morgan. Tanto John como Katie aparecían con frecuencia en las sesiones espiritistas de mediados de siglo y John King servía de espíritu guía a muchas médiums famosas.

La joven Katie había producido una impresión tan fuerte en uno de los clientes de los Holmes, el anciano de 73 años Robert Dale Owen[35], que le dio algunas joyas valiosas a cambio de un mechón de su dorado cabello. Cuando la joven se desvaneció al final de la sesión, las joyas también se desvanecieron, pero no el mechón de cabello. El escándalo surgió pocos días después cuando W. C. Leshie, espiritista y contratista de los ferrocarriles, fue a ver a Owen. Acusó de fraude a los Holmes y presentó algunas de las joyas como prueba, proclamando que la fantasmagórica Katie King era en realidad Eliza White, un ama de casa de buen ver que había estado aconchabada con los Holmes, pero que ahora estaba dispuesta a confesar todo y a vender su embarazosa historia a la prensa.

Los motivos de Leshie en aquel asunto no están muy claros, pero la notoriedad del anciano admirador de Katie hizo que la historia ocupara las primeras páginas de los periódicos locales. Robert Dale Owen era hijo de Robert Owen, que también fue ganado al espiritismo por una médium americana en los años cincuenta, cuando ya era octogenario. Después de las revelaciones de Leshie, Owen, al principio, trató de conservar su fe en el espiritismo y adujo que los evidentemente fraudulentos Holmes eran una excepción en el habitual proceder honrado de los médiums espiritistas. Luego cambió de parecer y dijo estar encantado cuando Olcott se ofreció para investigar el asunto con la intención de reivindicar a los Holmes.

Ignorando a Eliza White y al plomizo W. C. Leslie, Olcott empezó su investigación al final de 1874, procurando que las sesiones se hicieran con el máximo rigor. Para impedir el fraude, la señora Holmes, que era la médium, se introducía en un saco que se ataba, cosía y sellaba con cera. Esto se hacía delante del público, después de lo cual se la encerraba en un armario, con el coronel golpeando los paneles para demostrar su solidez. Incluso en estas condiciones, la mujer seguía produciendo fenómenos, o eso es lo que decía el coronel. Por más que se esforzaba Olcott en introducir nuevas pruebas, la señora Holmes las superaba todas y pronto estuvo él convencido de la buena fe de la médium. Pero, ay, esto sucedió demasiado tarde para la señora Holmes, que sucumbió a la tensión que le produjo aquel asunto y moría no mucho después en un asilo de lunáticos.

Cuando volvieron de Filadelfia a Nueva York, Blavatsky y Olcott eran amigos íntimos, llamándose entre ellos Maloney (Olcott) y Jack (Blavatsky). Aficionado a los motes, el coronel también apodó a su nueva amiga como Mulligan, Latchkey, Caballo Viejo y HPB —apodo este último que hizo fortuna—. Tal como sugieren estos nombres, la relación era asexual. Olcott y Blavatsky nunca fueron amantes, sino lo que el coronel, curiosa aunque adecuadamente, calificaba de «compinches» y tal relación de compinches se basaba en el reconocimiento de la necesidad recíproca. El coronel necesitaba emociones y una misión en la vida; Madame necesitaba admiración y una fuente de ingresos. Olcott necesitaba a alguien que lo convenciera de la existencia del mundo de los espíritus, y Blavatsky alguien a quien convencer. Es difícil decir si Olcott fue cómplice o víctima de Blavatsky. El coronel era el típico caso de persona cuyo deseo de creer se confunde con la creencia misma.

Aunque al principio vivieron en apartamentos separados, Olcott y su nueva amiga compartieron la vida diaria en Nueva York y la sala de estar de Blavatsky se convirtió en el centro de la vida del coronel. La habitación estaba atestada de manuscritos. Durante el día, el coronel atendía su despacho de abogado. Por la tarde, ambos trabajaban en mesas adyacentes, Olcott en sus libros, Blavatsky en sus cartas y artículos para la prensa. Alguna vez hubo reuniones en el apartamento, casi siempre con el propósito de discutir asuntos del ocultismo, pero decididamente, los compinches no eran del género doméstico. Los visitantes esporádicos, aunque bienvenidos, tenían que prepararse su té o café y buscarse sin ayuda un rincón entre los montones de libros y papeles. Como diversión, al coronel le gustaba cantar canciones cómicas cuando terminaba su trabajo y cuando hacía buen tiempo, él y Blavatsky se iban de excursión a los Hamptons de Long Island, donde ella chapoteaba en el mar.

El apartamento de Blavatsky estaba amueblado del modo habitual en la época tardía victoriana, con sillas afelpadas y palmas, pero el pesado tapizado se aliviaba con una colección de cachivaches orientales que motivaron que los periodistas que la visitaban (y eran muchos) bautizaran la casa de Blavatsky como la Lamasería. Había armarios chinos y japoneses, un pájaro mecánico, abanicos, alfombras, la figura de un bonzo siamés, cajas lacadas y un Buda dorado sentado sobre la repisa de la chimenea. Aunque este tipo de decoración estaba entonces de moda en muchas casas, en el caso de Blavatsky tenía otro significado, sus vínculos con un Oriente generalizado que, a su vez, simbolizaba los misterios de la religión viva: la sabiduría espiritual aún viva en Asia pero cada vez más inaccesible a los occidentales.

Pero aún más sorprendente era su colección de animales disecados: la cabeza de una leona encima de la puerta, monos vigilantes en los resquicios, pájaros en cada rincón, lagartos sobre los estantes, una lechuza gris y una serpiente. La estrella de la colección era sin duda un enorme mandril con gafas, de pie, vestido con cuello de puntas, chaqueta de mañana y corbata, que llevaba bajo el brazo el manuscrito de una conferencia sobre El origen de las especies. La aparición del libro de Darwin en 1859 había provocado una avalancha de historietas de monos en la prensa, y el mono seguía siendo el poderoso símbolo del continuado debate sobre la evolución. Etiquetado como el profesor Fiske, un famoso académico darwiniano, el mandril de Madame Blavatsky simbolizaba la postura de ella en este debate como inflexible antidarwinista.

Era una atrevida imagen la elegida, pero también, retrospectivamente, algo arriesgada. El mandril representa evidentemente la Necedad de la Ciencia como opuesta a la Sabiduría de la Religión; quien únicamente Conoce (o cree que conoce) como opuesto a quien Es; Darwin contra Blavatsky. Pero junto a este altanero desprecio hacia el darwinismo (y lo que Blavatsky llamaba «ciencia materialista» en general) está implícito el mensaje de que quien piensa como Darwin no es mejor que un mandril, es decir, es bruto, ladino, necio, vulgar, codicioso, grosero y embustero. Exactamente las mismas acusaciones que se hacían contra Blavatsky. Y mientras el siglo transcurrido desde su muerte ha visto la canonización de Darwin como santo secular, el mismo período ha relegado a Blavatsky al práctico olvido. Si se la recuerda por algo es como ejemplo de gurú fraudulento. En la alegoría moderna de la Sabiduría y la Necedad, ella hace el papel del Necio.

Pero en su tiempo tuvo poderosos seguidores. Y todavía hay quienes argumentan que si Helena Blavatsky es un caso escandaloso, es sólo porque las calumnias sobre su reputación son los signos de la gracia: los estigmas que todos los grandes mártires han de soportar. Esta interpretación de los hechos, que configura a Blavatsky como santa y heroína moderna, se basa en un conocido esquema histórico. Según este esquema, la humanidad occidental se ha apartado de la religión durante los siglos XVIII y XX bajo la influencia de la ciencia que prometía crear el paraíso en la tierra. Pero ésa era una falsa promesa, porque la ciencia nunca puede responder totalmente a las necesidades humanas. Dadas las imperfecciones del cristianismo, demostradas en su batalla con el materialismo, era necesario que alguien mostrara el camino a seguir denunciando los engaños de los darwinistas, que representan el ideal falso del progreso, y de los cristianos, que creen en falsos mitos de la salvación. Los seguidores de Blavatsky argumentan que el ataque a aquéllos, con sus enormes intereses creados, tenía que provocar una violenta respuesta: de aquí los ataques personales a su ídolo.

Se había pensado que el espiritismo ofrecía un camino entre las alternativas frustrantes de la pseudociencia y la pseudorreligión, facilitando una auténtica ciencia espiritual. Pero hacia 1875, cuando Olcott publicó su relato sobre los sucesos de Chittenden y Filadelfia, el resurgimiento del espiritismo en América empezó a perder fuerza y se hizo evidente que la promesa original del movimiento nunca se cumpliría. Sus limitaciones eran claras para todos, salvo para los más comprometidos. Si bien la danza musical de los espíritus podía ser una diversión, no arrojaban mucha luz sobre la vida de ultratumba. Las sesiones fueron un espectáculo, un misterio o un consuelo para los afligidos, pero no tenían un objetivo claro ni doctrinas positivas ni ritos apropiados ni organización coherente. Se necesitaba algo más. Ese «algo» fue lo que intentó aportar Helena Blavatsky.