El siglo XIX fue el gran momento de los maestros espirituales independientes, aunque la mayoría de ellos siguieran siendo cristianos, al menos nominalmente. En efecto, fue la restauración de la fe verdadera la razón esgrimida habitualmente en primer lugar para apartarse de las iglesias establecidas. Pero el hábito del autoritarismo había calado hondo, y los rebeldes invariablemente incurrieron en la paradoja de imponer a sus seguidores una obediencia y conformidad estrictas.
De esta paradoja es un bello ejemplo la carrera del reverendo H. J. Prince[5]. En 1841, el señor Prince, que era coadjutor del párroco de Charlinch, Somerset, inició un resurgimiento religioso dentro de la Iglesia Anglicana. Prince, un clérigo evangélico tan comprometido con el principio de la divina providencia que consultaba con Dios si debía coger el paraguas cuando salía de paseo, era también un gran orador y estaba dotado de carisma personal y capacidad de mando. Tras ganar fácilmente ascendencia sobre el señor Starkey, el párroco, que se convirtió en su devoto discípulo, el nuevo cura emprendió su misión predicando con tal pasión los domingos, que la habitualmente estólida congregación rural de granjeros, labradores y familiares se vio arrastrada a un frenesí de éxtasis religioso como sólo se daba en aquellos tiempos en las sectas protestantes extremistas.
Los sermones de Prince dejaban a los hombres temblando, a las mujeres gritando e incluso provocaban ataques en los niños pequeños. Pronto se hizo famosa la iglesia de Charlinch y atrajo la atención de su superior, el obispo de Bath y Wells, que no se sintió complacido con la conducta de aquel cura. Las actividades de Prince subvertían claramente el orden establecido en general y la jerarquía clerical en particular. La sumisión del rector a su propio coadjutor sentaba un mal precedente para el mantenimiento de la autoridad dentro de la Iglesia, y la inflamada prédica de Prince hedía a metodismo, un credo que para la mentalidad de casi todos los anglicanos estaba relacionado con los políticos revolucionarios.
Amonestados repetidamente por el obispo a causa de sus excesos, Starkey y Prince abandonaron Charlinch y luego la propia Iglesia de Inglaterra. Al cabo de un tiempo se establecieron en el cercano pueblo de Spaxton y fundaron allí una comunidad religiosa independiente, conocida como la Agapemonés o Morada del Amor. La financiaron sus seguidores más ricos, principalmente mujeres, entre ellas las cuatro hermanas Nottidge, tres de las cuales se casaron con discípulos de Prince. Aunque la familia de estas mujeres se las arregló para meter en un asilo a la cuarta hermana antes de que siguiera la suerte de las otras tres, era tal el poder de persuasión de Prince que logró liberarla para que al cabo del tiempo se uniera a sus hermanas.
El dinero acudió generosamente a la comunidad y Prince no tardó mucho en poseer una fortuna que superaba el millón de libras en valores de hoy. Construyó una gran casa de campo en Spaxton para los Hermanos y Hermanas de su comunidad y vivió allí sin privaciones, con una sala de billar, carrozas y varios lacayos. Anunció que estaba unido al Espíritu Santo y, por consiguiente, era inmortal; hizo que sus seguidores se dirigieran a él como «Bien amado» y recibió sin sorprenderse cartas encabezadas por «Dios nuestro señor».
La doctrina fundamental de la Agapemonés era la redención del cuerpo por el amor. Según Prince, esta posibilidad no la procuraba el cristianismo convencional, que mortificaba la carne en beneficio del alma siguiendo el modelo del sacrificio de Cristo. Pero Dios había revelado a Prince que Jesús, lejos de ser Su última palabra sobre el tema de la redención, era sólo una en medio de una larga serie de avatares, que empezaban con Adán y Noé y culminaba en el mismo Prince. Cada uno de esos avatares había sido elegido para consolidar una etapa decisiva en la evolución del plan divino. La tarea de Cristo había terminado en la agonía de la crucifixión, pero al Bien Amado se le había conferido un destino más amable. Porque, así como el Espíritu Santo se había introducido en Prince otorgándole el don de la inmortalidad, del mismo modo Prince tenía el encargo de extender esta bendición sobre los demás.
Primero de todo la extendió sobre la Hermana Zod Paterson, con quien públicamente consumó su divina unión en un sofá de la sala de billar de Spaxton, en presencia de la congregación de Hermanos y Hermanas. Aunque el Bien Amado había anunciado previamente la ceremonia sin dar detalles, no reveló su naturaleza ni el nombre de la afortunada muchacha, y lo que sucedió sorprendió algo a la comunidad. Prince tranquilizó a sus discípulos diciendo que, bajo la nueva dispensa, la inmortalidad iba acompañada de la esterilidad y que el acto sexual se convertía en un nuevo sacramento; pero, desgraciadamente, la Hermana Zoé quedó preñada. Se le reveló entonces al Bien Amado que aquel niño era hijo de Satán, enviado para socavar su buena obra, una explicación que, al parecer, satisfizo a los discípulos. Fuera por eso o por otra razón, el caso es que el apoyo a la Morada del Amor empezó a disminuir a partir de aquel momento y las contribuciones financieras del exterior cesaron con rapidez. Prince vivió hasta 1899, y le sucedió como Segundo Bien Amado el reverendo T. H. Smyth Pigott, quien proclamó su propia divinidad en 1902, teniendo a continuación dos hijos, a los que llamó Gloria y Poder.
El éxito de Prince, a pesar de sus doctrinas extrañas y costumbres exóticas para atraer a seguidores respetables de la clase media, es un ejemplo vivo de la perplejidad en que estaban sumidas las religiones europeas a mediados del siglo XIX, porque la historia de Prince se repitió por toda Europa[6]. Las iglesias estaban en declive. Desde fuera las atacaban ateos y materialistas. El abuso de los privilegios clericales y el enfrentamiento con el Estado, exponía a la Iglesia a la crítica de liberales y radicales. Las disputas internas acerca de la doctrina y las batallas entre reformistas y reaccionarios la debilitaban desde dentro. La antigüedad, la jerarquía y el poder secular, que durante tanto tiempo habían sido las fuentes de su autoridad, eran ahora la causa de rebeliones internas y del desapego del público. En pocas palabras, las iglesias parecían haber perdido el rumbo y esto se reflejaba en su letargia espiritual. Incluso las denominaciones principales independientes tenían rebeldes en sus propias filas.
La consecuencia inevitable fue la aparición de sectas religiosas independientes de una magnitud no vista desde el siglo XVII. Dirigidas por clérigos pícaros como Prince, las congregaciones declararon unilateralmente su independencia. Surgió una nueva generación de curas y pastores pertrechados de doctrinas radicales y dotados de personalidad poderosa, dispuestos a administrar las necesidades espirituales de quienes no estaban satisfechos con las iglesias establecidas. ¿Qué posibilidad tenía un clérigo normal, dentro de los límites del anglicanismo, de igualar el atractivo exótico que ejercía Prince sobre sus discípulos? ¿Y cómo iba la iglesia establecida a negar plausiblemente la credibilidad de Prince, si ella misma se fundaba en la revelación, no tan distinta de la del Bien Amado? Si Jesús poseía la divinidad, ¿por qué no iba a poseerla Prince? Si Jesús era único, también lo era Prince. Y si el apóstol Pedro pudo fundar una iglesia, ¿por qué no iba a fundarla el Bien Amado?
Tales problemas de plausibilidad y autoridad son tan viejos como la Iglesia misma. Cuando se introdujo la revelación, las formas creadas para encarnarla oscurecieron inevitablemente el impulso que les dio el ser. Surgieron los grupos y las discusiones sobre la interpretación de la doctrina. Esto siempre se complica con cismas entre corporativistas como el obispo de Bath y Wells, que exigía la sumisión a la autoridad institucional, y personas carismáticas como Prince, que proclamaba la validez de su revelación y contestaba a las objeciones diciendo que Jesús también había sido perseguido. Tales disputas se agravan después por las batallas entre los universalistas que buscan una doctrina común y aquellos que insisten en la prioridad de la relación individual de cada uno con Dios.
Pero el siglo XIX trajo nuevas y serias dificultades. Las dudas sobre el cristianismo mantenidas desde hacía tiempo y las disputas sobre el rango institucional se intensificaron con el creciente prestigio y autoridad de las ciencias naturales y la complicación cada vez mayor de la exégesis bíblica. Mientras la tecnología invadía el sentido sacramental de un mundo creado y sustentado por el poder divino, los estudiosos modernos en textología e historia, basándose en disciplinas tales como la filología y la etimología, desmitificaban la Biblia y humanizaban la figura del mismo Cristo. El cristianismo quedó reducido en consecuencia a poco más que una interesante historia tribal con una moral influyente, más o menos encarnada en las instituciones cristianas legales y políticas. Jesús, en semejante contexto, no aparecía como el único Cristo, sino como un influyente maestro entre otros muchos, como Buda, Sócrates, Confucio, Manú y Lao Tse. Algunos de estos maestros eran míticos, otros eran figuras históricas envueltas en un caparazón mítico que la erudición contemporánea hacía desaparecer gradualmente, un proceso que sugería que el propio cristianismo pudiera ser una especie de ficción, una narrativa trascendente que podría dar todavía significación a la «historia» individual de cada persona, sin que fuera verdad en ningún sentido objetivo. Este debilitamiento de la exclusiva autoridad divina de Cristo abrió una brecha de dudas lo suficientemente amplia para que por ella se colara una buena cantidad de Princes.
Ninguna de estas circunstancias niega necesariamente la validez de la experiencia cristiana, excluye la posibilidad de la vida espiritual o milita contra la existencia de las iglesias establecidas como tales, pero todas juntas sí que perturban estos tres aspectos señalados. Debido a esto, los resurgimientos religiosos del siglo XIX se caracterizaron a menudo por la tendencia a identificar la «verdadera» espiritualidad con el misticismo o el ocultismo: el conocimiento de la realidad definitiva experimentado como algo ajeno a las formas comunes de expresión. Era una manera de salvar lo espiritual de los efectos corruptores de las instituciones religiosas. Y si bien las iglesias establecidas declinaban, nunca fue más fuerte el interés por la religión. El proceso de creencias perturbadoras despertó grandes pasiones; a medida que las certezas se convertían en dudas, las dudas daban paso a nuevas necesidades. No se cuestionaba la espiritualidad por ella misma, tanto más cuanto que era la fuente segura de la autoridad espiritual. Era esta necesidad de autoridad lo que hacía tan vulnerables a los discípulos frente a los maestros carismáticos.
El problema de la fuente estaba íntimamente ligado a otra preocupación del siglo XIX, la búsqueda de una única clave que resolviera los misterios del universo. Una clave, se pensaba, podría desvelar la fuente y, a la inversa, la fuente podría proporcionar la clave. La idea no era novedosa. Por el contrario, explicar la aparente diversidad en términos de unidad real es el principio formativo de muchas filosofías y religiones antiguas. Pero este deseo de encontrar la unidad en la diversidad se convirtió en una obsesión decimonónica en proporción directa a la confusa multiplicación de nuevas ideologías. Se propuso, por ejemplo, que todas los idiomas humanos se derivan de un idioma común, todas las razas de una raza-madre y todas las filosofías y religiones de una doctrina original. Aunque los dos grandes filósofos de mediados de siglo —Søren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche— señalaron que una clave y una fuente era precisamente lo que no podía darse en una época tan subjetiva como el siglo XIX, nadie quiso escucharlos. La necesidad de creer en una unidad primigenia y en una autoridad definitiva había calado muy hondo, incluso entre los escépticos. Aunque George Eliot satiriza en Middlemarch la búsqueda del señor Casaubon de una Clave para Todas las Mitologías, es evidente que simpatiza con el intento. Son los métodos de Casaubon los equivocados, no su objetivo.
Una fuente poderosa pareció durante un tiempo que iba a dar la clave del misterio más profundo de todos. El hambre espiritual insatisfecha que afligió a tantos victorianos hizo que éstos fijaran su principal atención, y de modo obsesivo, en los ritos y protocolos de la muerte, estimulados por la incertidumbre acerca de la naturaleza —e incluso la existencia— de la vida de ultratumba. Este apetito fue satisfecho de modo repentino y sorprendente en 1848 por la familia Fox, de Hydesville, Rochester, Nueva York, cuando las dos hijas de la casa —Katherine, de nueve años, y Margaret, de trece— empezaron a recibir lo que ellas decían que eran mensajes de espíritus, en forma de sonidos de golpes y golpecitos[7].
Las hermanas Fox interpretaban estos mensajes y contestaban a ellos de la misma manera, mediante un sencillo código, convocando a sus comunicantes al mandato de «Escucha, señor Pata de Cabra, haz como yo». La frase melodramática y la alusión al diablo de estas palabras podía haber alertado a los observadores de la posibilidad de un fraude, pero Katherine y Margaret pronto tuvieron un público numeroso y embelesado. Las hermanas se comunicaban regularmente con sus espíritus amigos que espetaban noticias apocalípticas acerca del despertar de una nueva era, el tipo de noticias que encontraba un público predispuesto en la América milenarista, sensible a cualquier clase de nueva escatología. Hubo escépticos tan poco amables que sugirieron que los mensajes de los espíritus no eran más que el crujido subrepticio de los dedos de las manos y pies de Margaret y Katherine, pero tales críticos fueron desdeñados o acallados por la mayoría que necesitaba creer en el origen sobrenatural de los fenómenos de Hydesville. Pronto las dos chicas se hicieron célebres en toda la nación. P. T. Barnum las contrató para hacer demostraciones en público; Horace Greeley, director del New York Tribune, las invitó. Y empezó la moda de las sesiones espiritistas.
La sesión ofrece una nueva versión de la sagrada comunión, en la cual la evidencia sustituye a la fe, y los espíritus que se manifiestan, al pan y al vino. Fue sobre todo muy popular entre las sectas protestantes de la costa Este de EE.UU., carentes como solían estar de cualquier satisfacción sensual en su religión y sedientas de cualquier señal de las obras de la divina gracia, por extravagante que fuera. No es por casualidad que Hydesville estuviera en medio del famoso distrito «superardiente» del Estado de Nueva York, calificado así por el número extraordinario de modas religiosas que lo invadieron a principios del siglo XIX. El espiritismo se mezcla fácilmente con el milenarismo cristiano. Aunque la mayoría de los mensajes eran triviales, se tenía la esperanza de que fueran el preludio de noticias de verdadera importancia procedentes del Otro Mundo. Habiendo confirmado su existencia mediante las muchachas Fox, se esperaba que ese mundo trajera mensajes que desvelaran hechos de la vida después de la muerte, de la inmortalidad y quién sabe si del futuro de la humanidad.
Los encuentros aislados con fantasmas y duendes ya eran corrientes. Los espíritus amigos dijeron a las hermanas Fox que llevaban ya más de medio siglo tratando de «comunicarse». Lo novedoso del movimiento de Hydesville fue cómo se convirtió en una moda y la rapidez con que adquirió tonos sociales, morales e incluso políticos. Fenómenos que hasta entonces se habían considerado casuales y siniestros, ahora parecía que establecían anuncios proféticos de un futuro radiante en el cual los vivos compartirían con el tiempo los gozos del País del Verano, el paraíso espiritual. Curiosamente, el infierno jugaba un papel insignificante en las sesiones. Los fantasmas ya no se veían como espíritus descontentos o errantes, sino como mensajeros naturales o heraldos. El espiritismo, por tanto, alentó la creencia en la hermandad espiritual que vigilaba el destino humano.
El espiritismo, echadas sus raíces en América, colonizó Europa con rapidez. En la estela del fracaso de las revoluciones políticas de 1848 —el mismo año de los fenómenos de Hydesville— se convirtió enseguida en parte de una síntesis «alternativa» en la que estaban el vegetarianismo, el feminismo, la reforma del vestidos la homeopatía y toda la variedad de disidencias sociales y religiosas. Muchos radicales ingleses estuvieron a favor, siendo el más famoso Robert Owen, el socialista utópico, industrial y fundador de Nueva Armonía, y varios miembros de su familia. Para entonces Owen tenía más de ochenta años y era objeto de la sátira de la prensa. Pero el espiritismo también se popularizó en los círculos literarios, siempre abiertos a la experimentación, y tuvo una perdurable influencia en Bulwer Lytton en Inglaterra, Elizabeth Barrett Browning en Italia y Victor Hugo en Francia. Cuando Harriet Beecher Stowe visitó Europa en 1853, las sesiones de espiritismo eran la última moda.
Si la sesión espiritista ocupó el lugar de la comunión, el médium ocupaba el lugar del sacerdote, y los supuestos médiums abundaron. Se creía que las mujeres, por su propia naturaleza, eran más sensibles para comunicarse con los espíritus, sobre todo si no habían recibido educación e incluso si eran algo subnormales. También se decía que la falta de poder intelectual despejaba el canal y facilitaba que los mensajes se «comunicaran» en un nivel más profundo. El éxito internacional, sin embargo, estuvo reservado para un hombre: Daniel Douglas Home (1833-1886), que gustaba de llamarse a sí mismo, con alguna justicia, Médium de las Testas Coronadas de Europa[8]. Aunque Home pretendía ser el nieto ilegítimo del décimo conde de Home, pasó su infancia en Norteamérica, donde hizo de celebrado muchacho-médium durante el auge de Hydesville. Hombre agradable, elocuente y algo afeminado (sus enemigos apuntaban a algo peor que el afeminamiento), tuvo defensores y detractores en igual número y con igual pasión. Uno de sus patrones, el entusiasta investigador psíquico y pederasta lord Adare, juraba que había visto a Home flotar horizontalmente, salir por una ventana de un primer piso, cortar una flor de un rododendro cercano y volver a entrar en la habitación por otra ventana. Algunos achacaron la visión a la credulidad de Adare y al poder persuasivo de Home.
Cuando visitaba Europa en 1855, Home actuó delante de Thackeray, los Browning, Charles Dickens y Bulwer Lytton. Robert Browning, como Dickens, le profesó una apasionada antipatía, quizá por el entusiasmo de Elizabeth, y lo caricaturizó como el fraudulento «Mr. Sludge [Aguas Negras], El Médium». A pesar de esto, Home ganó mucho dinero. Fue mimado por la aristocracia de Inglaterra, Francia y Alemania, donde impresionó incluso al rey de Prusia. Su siniestra ascendencia sobre la emperatriz Eugenia mientras estaba embarazada del príncipe imperial llegó a ser tan grande que el ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón III amenazó con expulsarlo de París.
Aunque la mayoría de las sesiones espiritistas no pasaban de ser una diversión popular, los espiritistas serios esperaban que el significado de sus experiencias encontraría pronto apoyo en fundamentos sólidamente científicos, pues a mediados del siglo XIX «ciencia» era sinónimo de «verdad innegable». Tal como lo escribiera un jadeante Robert Dale Owen, hijo del más famoso Robert:
cuán aprensivo el corazón, cuán totalmente indigna la concepción de que, bajo la Divina Economía, el gran privilegio del progreso, al cual el hombre debe todo lo que siempre ha sido o será, se le niegue la Ciencia del Alma inherente en cada persona[9].
La búsqueda de la prueba científica no sólo afectó a los espiritistas convencidos. Grupos tales como la Sociedad Dialéctica de Londres, la Sociedad Nacional Secular y la más celebrada Sociedad para la Investigación Psíquica (Society for Psychical Research, SPR) siguieron de cerca y a menudo con simpatía el progreso del espiritismo. Estas organizaciones dedicaron muchos esfuerzos a recoger pruebas y a montar experimentos controlados con el fin de analizar las manifestaciones de los espíritus. Pero para aquellos más entregados a la elaboración de una teoría de la ciencia espiritista —en contraposición a la actividad práctica de los médiums y de las supuestas sociedades eruditas— existía ya una cantidad considerable de material disponible en la obra de dos de los primeros gurúes occidentales, Emmanuel Swedenborg (1688-1772) y Franz Anton Mesmer (1735-1815), dos participantes en la carrera en pos de la Clave para Todo.
Hijo de un capellán de la corte sueca, Swedenborg[10] pasó los treinta años de su carrera profesional en la industria minera, pero sus pasiones privadas fueron la ciencia, las matemáticas, la filosofía y la religión. De gran laboriosidad, fundó el primer periódico científico sueco y se anticipó a un buen número de inventos modernos, entre ellos unos prototipos de submarinos y aeroplanos. Publicó también tratados de cosmología, mediciones lunares, química, física, circulación sanguínea y percepción sensorial, y desarrolló una teoría de la estructura atómica que se adelanta a la nuestra cuando describe a la materia como un sistema de indefinidas partículas divisibles agrupadas en vórtices giratorios.
Esta teoría surgió incidentalmente del proyecto que había ocupado la mayor parte de su tiempo libre en la etapa final de su vida el intento de localizar el alma humana y demostrar su inmortalidad. Tras concluir que el alma es idéntica a una fuerza vital que se origina en el córtex y circula con la sangre, se embarcó en un largo curso de detallados experimentos anatómicos para demostrar su teoría, pero todo esto se vio interrumpido por una importante crisis religiosa que le sobrevino en 1743 con una serie de sueños —muchos de ellos sorprendentemente carnales— y una visión de Jesucristo.
Educado en la más piadosa atmósfera protestante, Swedenborg tenía un profundo sentido del pecado, exacerbado por el sentimiento de culpa que le causaba su propia ambición de ser el mayor científico de su época y el exceso de trabajo para lograr su ambición. Pero, cualquiera que fuera la causa, la larga salida de la crisis cambió su vida. Jesús se le apareció una vez más al año siguiente y le ordenó que abandonara su trabajo científico para dedicarse a la exégesis bíblica. Y fue lo que hizo, elaborando más de treinta volúmenes de comentarios y argumentaciones teológicas durante el resto de su larga vida. Sus visiones fueron entonces frecuentes. Visitó el cielo y el infierno, habló con espíritus y ángeles e incluso con el Mismo Dios. Se trasladaba con facilidad del mundo material al espiritual, habitando el último mediante los órganos espirituales que él identificaba con la intuición y la imaginación (de aquí su posterior popularidad entre los escritores románticos).
La experiencia visionaria dio lugar a la teoría de las correspondencias que perfila en la Clavis Hieroglyphica, traducida como A Spiritual Key [La clave espiritual] y publicada en Londres en 1784. Reflejando las controversias de la época sobre el significado de los jeroglíficos egipcios y la posibilidad de un lenguaje filosófico universal, Swedenborg sugiere que hay tres niveles diferentes de significado en cualquier símbolo: el natural, el espiritual y el divino. El significado natural es el discurso de las cosas materiales, como la ciencia y la historia humana. El significado espiritual se refiere al mundo intangible de las ideas y la imaginación, mientras que el significado divino nos conduce a la última realidad del Mismo Dios. Cada cosa material es por consiguiente el signo de sus correspondientes significados espiritual y divino.
La teoría de las correspondencias tiene importantes consecuencias teológicas y políticas, sobre todo la convicción de Swedenborg de que el universo es en definitiva un todo armonioso, sólo perturbado temporalmente por el pecado. Rechazando las nociones protestantes del juicio y la condena, equiparaba el pecado con el error, un enfoque que daba a su pensamiento un cierto aroma utópico. Sus visiones lo persuadieron de que el cielo y el infierno no son estadios futuros, sino realidades permanentes en las que podemos entrar según elijamos, y Swedenborg concluía de esto que era posible invertir la Caída del Hombre sólo con que los humanos desarrollaran la intuición y la imaginación —los órganos espirituales de la percepción— a costa de la razón. Porque la razón, creía él, es sólo uno de los caminos que conducen a la verdad y el entendimiento. De esta manera debilitaba los vínculos entre la ciencia y la racionalidad, volviendo a la antigua y más amplia noción de la ciencia espiritual como visión totalizadora del cosmos, conseguida mediante todas las facultades humanas y teniendo en cuenta los diferentes órdenes de la realidad. Poco después de su muerte se fundaron varias sociedades e iglesias swedenborgianas y algunas aún permanecen, aunque el swedenborgianismo nunca llegó a ser un movimiento popular. Su influencia se nota más directamente en la obra de escritores, desde Blake y Balzac a Baudelaire, Strindberg, Emerson y Yeats. Pero tuvo su más poderosa influencia en las muchas ramificaciones de la tradición religiosa alternativa, a las que contribuyó al menos con cuatro aportaciones vitales: la teoría de las correspondencias; la creencia en la accesibilidad al mundo espiritual; la confianza en la realidad de un nuevo designio político y religioso, y el acercamiento de los diversos órdenes de la ciencia y la religión, de la imaginación y la razón.
Las cuatro formaron parte de la obra de Franz Anton Mesmer, que desarrolló la teoría del mesmerismo influido por los experimentos en electricidad y magnetismo que contemporáneamente llevaron a cabo Galvani y Volta[11]. Debido a esto, el mesmerismo se conoce habitualmente como magnetismo animal o electrobiología. De moda en París durante la década de 1870, fue barrido por la Revolución para resurgir en la década de 1820, llegando a Gran Bretaña en 1837. El mesmerismo, además de estar enraizado en las ideas de Swedenborg sobre «afinidad», se basa en la pretensión de que los cuerpos están rodeados y bañados de una fuerza o fluido magnético (las dos palabras se emplean indistintamente) que el sanador (a menudo conocido como el «sensible») puede detectar y dirigir según su deseo con fines terapéuticos.
De acuerdo con Mesmer, la enfermedad está causada por obstáculos al libre flujo del fluido, obstáculos que el sensible puede eliminar mediante pases magnéticos hechos con un hierro imantado o (en el caso de practicantes expertos) con las manos e incluso con la nariz. A menudo las curas obligaban a poner en trance al paciente, en cuyo transcurso tenía que obedecer órdenes e incluso predecir el futuro, si bien los críticos observaron que las sesiones curativas estaban acompañadas de convulsiones histéricas del paciente y acababan de manera caótica. Las pretendidas profecías en estado de trance provocaron las inevitables especulaciones sobre la relación que había entre el mesmerismo y la clarividencia. Después de la muerte del maestro, muchos discípulos afirmaron que estaban en comunión psíquica con él.
Con independencia de la plausibilidad de semejantes afirmaciones, muchos pacientes, por lo demás escépticos, testificaron el valor terapéutico del mesmerismo, entre ellos Charles Dickens y la popular escritora Harriet Martineau, que siguió con provecho una cura mesmerista por recomendación de Bulwer Lytton. El significado de la fuerza o fluido mesmérico en el contexto religioso es su indefinida situación entre los mundos físico y espiritual, y los poderes especiales y exigencias éticas que han de poseer quienes lo practican. Los sensibles no deben poseer tan sólo una poderosa mirada magnética, afinada por la concentración y el autocontrol; también es obligado que tengan el carácter moral y la tenacidad de propósito que dan al practicante el necesario sostén para su fatigoso trabajo.
El mesmerismo encajó bien con la moda de la frenología —o «fisiología cerebral» para darle su nombre más elevado— que pretende el análisis de las facultades y desórdenes mentales mediante el tacto del cráneo. El doctor John Elliotson, que encabezó el resurgimiento del mesmerismo en Inglaterra, fundó en 1824 la Sociedad Frenológica Británica y escribió regularmente en la revista que unió en su título a ambos movimientos: The Zoist, «Publicación de la Fisiología Cerebral y del Mesmerismo», fundada en 1843. Junto con la clarividencia, la frenología y el mesmerismo formaron un poderoso trío que preparó el camino del psicoanálisis, una «ciencia» del siglo XX, en la cual el analista hace el papel del sensible.
La síntesis del swedenborgianismo, mesmerismo y espiritismo pareció que facilitaba el camino de una ciencia espiritual que, con el tiempo, proporcionaría no sólo la clave de los misterios de la vida después de la muerte, sino del significado de todas las cosas. Fueron estas expectativas las que dieron ímpetu a nuevas ramas del cristianismo «científico», especialmente en Estados Unidos. En Norteamérica había ya una fuerte tradición de comunidades religiosas autónomas que se remontaba a los orígenes puritanos de la nación y que consagraba la Constitución. A medida que se ensanchaban las fronteras del país y acudían más inmigrantes, esta tradición se enriqueció y complicó enormemente con la influencia de las diversas ideologías europeas.
Estas sectas de nuevo cuño ofrecían dos tipos de tendencias, uno dedicado a la restauración de la pureza de la doctrina cristiana, y el otro que encarnaba la voluntad de un individuo carismático cuya revelación personal constituía la «ciencia» en la cual se basaba la secta. Algunas veces, como en el mormonismo, coincidían los dos factores y un maestro poderoso lograba crear una nueva iglesia desde el culto a la personalidad encarnado en una doctrina. Cualquiera que fuese el resultado, las dos cosas imprescindibles eran un hombre (o una mujer) y una visión.
La Ciencia Cristiana pertenece al primer tipo[12]. Mary Baker Eddy (1821-1910), que sufrió una infancia infeliz y una persistente enfermedad, en gran parte de origen psicosomático, experimentó sin éxito la homeopatía. Fue tratada luego por Phineas Quimby, un curandero cuyos métodos se basaban en el mesmerismo. Aunque Quimby logró algunos efectos curativos, sólo lo consiguió parcialmente, y cuando Eddy volvió a caer enferma tras la muerte de Quimby, se curó a sí misma leyendo las curaciones milagrosas de Cristo en el Evangelio de Mateo. Esta experiencia anunció el descubrimiento de la Ciencia Cristiana, descrita en el libro de Eddy publicado en 1875 Science and Health [Ciencia y Salud], significativamente retitulado en posteriores ediciones como Science and Health and a Key to the Scriptures [… y una clave para las Escrituras]. La Primera Iglesia Científica de Cristo se fundó en 1879 para enseñar las doctrinas de Science and Health.
Eddy, cuyo magisterio seguía a Swedenborg en muchos puntos, rechazó el calvinismo en que había sido educada y creyó en un dios benevolente. Enseñó que el pecado es error y surge del radical mal entendimiento que la mente hace de la realidad, y que el pecado es irreal por cuanto Dios no lo crea ni lo reconoce. El universo es una armonía de fuerzas, y sólo dentro de esa armonía el espíritu alcanza su plena existencia. La aparente realidad del mundo material es simplemente la ilusión a que nos induce la fuerza de nuestros deseos carnales. La curación requiere por tanto la renuncia a estos deseos y el sometimiento a la divina gracia. Si queremos hacernos dignos de Cristo, la salvación exige una constante vigilancia frente a los abusos de nuestro estado mortal. Y podemos hacerlo siempre si ésa es nuestra voluntad. Igual que Swedenborg, Eddy creía que el reino de los cielos no es un destino del más allá, sino una inmediata posibilidad espiritual al alcance de todos los individuos que logran superar la tendencia a identificar lo real con lo material.
Mary Baker Eddy fue una asceta: una reformadora para quien la pureza de la doctrina era tan importante que, para preservarla, se vio obligada a fundar su propia iglesia. Esa iglesia aún pervive con casi 350.000 miembros. Aunque su fundadora es venerada, la Iglesia Científica Cristiana debe su éxito casi enteramente a su magisterio. Aunque fuerte e independiente, Eddy no tenía carisma. Al otro extremo del espectro figura un casi coetáneo de Eddy, Thómas Lake Harris (1823-1906), cuyas enseñanzas y estilo de vida recuerdan vivamente a H. J. Prince. El culto a la personalidad de Harris era tan fuerte que la comunidad que fundó no pudo sobrevivir a su muerte.
Nacido en Inglaterra, Harris[13] creció en Norteamérica, donde llegó a ser un predicador independiente de la Iglesia Universal (que enseñaba la salvación de todos los creyentes), y luego discípulo del médium Andrew Jackson Davis. Davis era un swedenborgiano, pero estaba menos interesado por el austero misticismo de su maestro que por su teoría de la bisexualidad divina. Según la versión que Davis hizo de esta teoría, los atributos masculinos del Dios Padre y los atributos femeninos de la Madre Naturaleza pueden encontrarse en la constitución espiritual de todos los seres humanos. Harris, que se hallaba desolado por las tempranas muertes de su madre y de su esposa, encontró consuelo en una doctrina que le permitía situar dentro de él mismo el amor femenino que le faltaba, pero repudió a Davis tan pronto como descubrió que su maestro predicaba la teoría bisexual como una tapadera para toda clase de prácticas heterosexuales.
Tras dejar a Davis y salirse de la Iglesia Universal, Harris intentó experimentar una vida comunal. En 1850, él y un colega se pusieron al frente de cien seguidores y se retiraron a una propiedad de diez mil acres en Virginia. Allí esperaron el Día del Juicio tal como predijeron los doce apóstoles, con quienes todos los miembros del grupo pretendían estar en comunión directa. Harris, hombre de temperamento dominante, no contó con la enérgica independencia de su rebaño y, cuando para reforzar su propia autoridad insistió que. en el futuro sólo él mediaría entre los acampados y los apóstoles, los seguidores se rebelaron contra esta usurpación antidemocrática de sus derechos espirituales y la comunidad se disolvió.
A mediados de la década de 1850, Harris estaba casado de nuevo y había fundado su propia iglesia swedenborgiana en Nueva York, entre cuyos congregantes se encontraban Henry James, padre de William y Henry Junior, y Horace Greeley, socialista utópico y patrón de las hermanas Fox. Harris elaboró allí una nueva teología, legitimada —decía él— por habérsela revelado directamente Dios en visiones parecidas a las de Swedenborg en la década de 1740. Harris explicó a sus seguidores que, aunque a Swedenborg se le dio la facultad de abrir las puertas del cielo en su Arcana Coelestia de 1757, a él se le había encargado la explicación del significado de aquella obra seminal, tarea a la que se entregó en su propio libro, de enorme extensión, Arcana of Christianity, escrito exactamente cien años después del libro de Swedenborg y publicado en 1858. Modificando la distinción tripartita entre lo material, lo espiritual y lo divino, Harris explicó que Swedenborg sólo había dado el significado «celestial» de las escrituras: Harris facilitaría ahora su interpretación más «espiritual».
La interpretación espiritual fue seguida de un buen número de curiosidades, como la descripción de la vida en otros planetas; la afirmación de que Harris era el hombre fundamental de quien dependía la salvación de la raza humana; la creencia en la respiración sincronizada como clave de la gracia (lo cual quizá provenga de la noción cabalística que establece que la Creación es el resultado de la inspiración y expiración divinas); un Dios bisexual, y el análisis de la historia partiendo de tres grandes crisis o cambios de rumbo: el Diluvio, la Encarnación y la aparición del propio Harris. El origen de todas estas ideas puede encontrarse en Swedenborg, si bien Hams le da un giro princiano cuando, audazmente, se coloca a sí mismo en el centro del drama cósmico.
Pero fue la doctrina de los homólogos la que dio fama a Harris. Esta doctrina, que era la versión que Harris hizo de la Clave, procede de la noción swedenborgiana de Davis de los principios masculino y femenino unidos en el Hombre. Cuando escribió su Arcana, el pesar de Harris por la pérdida de su madre y de su esposa se había desvanecido gracias a su encuentro con lo que él llamaba su Reina Azucena o Reina Azucena del Conyugal (sic), una inmortal novia espiritual con quien dormía por las noches, sin duda para sorpresa de Emily Waters, su segunda esposa ante el mundo. Habiendo encontrado su propio homólogo, Harris (como Prince) se dedicó con entusiasmo a ayudar a sus seguidores para que hicieran el mismo descubrimiento. Esto exigía que los seguidores se echaran en brazos de Harris. La fuerza que entonces fluía de él producía en ellos una visión del amor de Cristo de la que surgía la respectiva Reina Azucena, aunque mejor sería decir Rey Azucena, porque los seguidores a quienes Harris abrazaba, siempre eran mujeres.
En 1861, Harris fundó otra comunidad, la Hermandad de la Vida Nueva, conocida por sus miembros como «El Uso». Después de probar en otros sitios, Harris estableció el Uso en Brocton, a orillas del Lago Erie, y esta vez se aseguró de tener el control único y absoluto. Alojado en una mansión llamada Vinecliff, a orillas del lago, llevó la vida de un caballero rural junto a unas pocas mujeres elegidas, entre ellas Jane Waring, cuyo dinero se empleó para financiar la operación, y una tal señora Requa, a quien Harris favoreció como el equivalente terrenal más próximo de su homólogo celestial. Todos los de Brocton recibieron un nuevo nombre. Harris se llamó Fiel, aunque los miembros de la comunidad se dirigían a él como Padre. El remoquete de la señora Requa fue Rosa Dorada, presumiblemente como tributo respetuoso a la Reina Azucena. La segunda esposa de Harris vivió separada bajo estrecha vigilancia; se decía que se enfadaba fácilmente, lo cual no es de extrañar. El resto de la comunidad —de la que formaba parte el señor Requa, un millonario arruinado que murió pronto— dormía en cobertizos y graneros, y todo el mundo, con excepción de Harris, la señorita Waring y la Rosa Dorada, se dedicaba al duro trabajo físico de llevar la propiedad. A la señora Harris se le asignó la tarea de limpiar las malas hierbas de las plantaciones de alerce.
En realidad, la comunidad no era más que una granja mal llevada, cuyos trabajadores recibían instrucción religiosa cuando a Harris le apetecía, haciendo depender su progreso espiritual de la realización de las tareas desagradables, las cuales, convenientemente, consistían en los trabajos agrícolas. Harris creía que el orgullo debía ser domeñado y los viejos hábitos extirpados antes de poder descubrir el yo esencial y su homólogo verdadero. Predicó la conocida doctrina victoriana de doblegar la voluntad y dominar el cuerpo con el fin de renovar el espíritu. Él nunca trabajó la tierra.
En lugar de resistirse a semejante trato, los residentes lo aceptaban de buen grado. Tal como escribió uno a su esposa muchos años después:
[Harris] me intimidó más que cualquier otro hombre que hubiera conocido y, como necesitaba que me intimidaran, permanecí con él hasta que su tiranía me produjo el efecto deseado… Tenía que domarme, y se eligió a Harris como el instrumento adecuado, porque nunca me he encontrado con un tirano peor y más irracional[14].
Harris era un psicólogo astuto que nunca buscó discípulos y no dejaba que los candidatos ricos entraran en el Uso si no estaban dispuestos a mendigar la admisión y a someterse absolutamente a su voluntad. Insistía también en que los esposos compartieran el lecho sin hacer el amor, porque eso facilitaba la llegada de los respectivos homólogos celestiales. Era tan fuerte su garra tiránica que, cuando murió en 1906, los pocos discípulos que le quedaban se negaron a creer que su Padre los hubiera abandonado y permanecieron vigilando el cadáver hasta que empezó a descomponerse. Entre los vigilantes estaba la señorita Waring, quien, en medio de grandes protestas, se había casado con Harris después de la muerte en 1895 de la segunda esposa, y gastó el resto de su fortuna procurando a Harris el mejor estilo de vida en California.
Harris y Prince tienen muchos rasgos en común. Fueron autócratas que fundaron comunas donde satisfacían sus deseos en nombre de la religión; parece, sin embargo, que creían auténticamente en que habían encontrado la clave de los misterios cósmicos al conseguir la inmortalidad y la luz mediante la unión mística con el amado. Aunque adoptó una forma grosera y física, esta doctrina tiene acusadas afinidades con las enseñanzas del hinduismo y el budismo que, en el siglo XIX, empezaban a difundirse lentamente por Europa, y es característico cómo afectó a la investigación occidental, desde la filología hasta el estudio de la religión. El trascendentalismo y el unitarismo, por ejemplo, son importantes sectas cristianas influidas por las doctrinas védicas sobre la unidad de todas las cosas creadas y la única realidad del espíritu. Ambas creencias influyeron en Prince y en Harris. Buscando un cristianismo renovado, los dos hombres introdujeron hasta donde pudieron sus doctrinas mientras permanecían nominalmente dentro de la fe.
Quedó para otros el dar un paso adelante en el proceso que liberaría al gurú occidental de las ligaduras de la doctrina cristiana mediante un magisterio basado en otras tradiciones religiosas. Como veremos, el más importante de ellos fue Helena Blavatsky, de quien nos ocuparemos en los capítulos siguientes. Pero otro maestro significativo que marcó esta dirección fue Laurence Oliphant, discípulo de Harris[15]. Partiendo de unos comienzos convencionales, Oliphant moldeó bajo la influencia de Harris una extraordinaria síntesis de cristianismo e islamismo que atrajo incluso a la reina Victoria. Su relación con Harris fue también un modelo de trato entre los gurúes occidentales y sus acólitos.
Nacido en el seno de, una familia escocesa de la clase alta y educado en la iglesia evangélica, Oliphant fue una brillante figura en la sociedad londinense, contando entre sus amigos íntimos al príncipe de Gales. Antes de ser miembro del Parlamento en 1865, hizo una extraordinaria carrera en los negocios, la literatura, la diplomacia y la intriga internacional, en cuyo transcurso fue consejero de varios primeros ministros, como lord Palmerston y lord John Russell[16].
Oliphant conoció a Harris en 1860. Como había de relatar en Masollam, su novela sobre este encuentro publicada en 1886, mucho después de enemistarse con Harris, el primer encuentro con éste le produjo una gran impresión. Al principio, trató de seguir las enseñanzas de Harris mientras hacía su vida normal, pero pronto vio claro que aquello no era posible. Harris exigía una entrega absoluta e incondicional; lo que ofrecía a cambio era disciplina, autoconocimiento y —al menos en lo que se refería a Oliphant— una genuina vida «nueva». Después de visitar la comuna, Oliphant decidió abandonar su brillante carrera y unirse a Harris en El Uso, adonde fue a establecerse en 1867.
¿Qué motivó semejante cambio de personalidad? Las razones oficiales se explican en otra de las novelas de Oliphant, Piccadilly, publicada en 1865, cuando decidía qué hacer con respecto a Harris. La novela, aparentemente una sátira de la sociedad elegante, es en realidad un arrepentimiento del mundo, en el cual, el héroe lord Frank Vanecourt, trasunto del autor, al salir de una extraña enfermedad renuncia a su amada y a la sociedad para llevar una nueva vida en América, bajo la guía de un misterioso curandero: «uno cuyo nombre no puede divulgarse». En Masollam, publicada en 1886, después de que Oliphant se separara violentamente de su maestro, el escritor pinta un retrato de Hams bajo el disfraz de un demonio armenio con poderes extraordinarios. Ambos personajes son claramente no-cristianos, más parecidos a los maestros de los sufíes, los místicos islámicos que hacen a la vez de sacerdotes, magos y curanderos.
Sólo podemos hacer suposiciones sobre las oscuras razones de la conversión de Oliphant que se rumorearon en aquella época: los poderes ocultos de Harris y la susceptibilidad sexual de su discípulo. Ambos eran emocionalmente inestables, ambos habían llevado una vida nómada e incansable, y ambos se sentían unidos a sus madres de un modo poco frecuente, y a tal extremo en el caso de Oliphant que lady Oliphant fue una conversa aún más entusiasta del Uso que su hijo, cambiando la vida cómoda y convencional de Londres por la inhospitalaria comuna de Harris en América. Pero la razón más profunda para la conversión de Oliphant parece haber sido su creencia en que la vida que ofrecía Harris, por dura que fuese, lo acercaría más a aquella fuente elusiva de autoridad. También le ofrecía Harris la clave de los misterios de la existencia: cuando el héroe de Piccadilly descubre la futilidad de su vida, el «curandero» promete darle un significado.
La vida en Brocton fue efectivamente dura, y madre e hijo fueron prácticamente unos esclavos, cediendo a Harris su considerable riqueza y obedeciendo todas sus órdenes. Aunque lady Oliphant tuvo el privilegio de alojarse en Vinecliff, lavaba la ropa, cocinaba y limpiaba la casa, mientras que su elegante hijo (ahora llamado Madreselva) se encontró limpiando cuadras, cargando barriles, acarreando agua y descargando ladrillos, a menudo en medio del ulular del viento invernal a las cuatro de la madrugada. La nariz y los dedos se le congelaron y comía de las sobras que encontraba.
Dos años después, Oliphant dejó la comuna para volver a su antigua vida, pero lady Oliphant permaneció con Harris; su hijo siguió bajo la influencia de éste, al principio combinando su carrera social y literaria con intentos de proselitismo a favor de su maestro entre las clases altas de Inglaterra. Los dos hombres empezaron a distanciarse a mediados de la década de 1870, pero la enemistad no llegó hasta 1881. Cuando ese año fue a América para retirar su fortuna de la comuna y poder financiar otros proyectos, Oliphant se encontró con que Harris y la señorita Waring se habían trasladado a California, dejando la comunidad de Brocton en manos de un menguado grupo de discípulos, lady Oliphant entre ellos, gravemente enferma de cáncer. A pesar de su debilidad, acompañó a su hijo a California, donde se enfrentaron a Harris. Hubo una escena terrible, en la cual el Padre se negó a devolver el dinero. Lady Oliphant se agravó enseguida y murió seis días más tarde.
En este momento, Oliphant hizo una jugada que iba a ser arquetípica entre los discípulos de los gurúes occidentales. En lugar de abandonar la vida religiosa, disgustado por la conducta de su maestro —y otras evidencias condenatorias que empezaba a acumular acerca de aquello— acometió la separación de la doctrina de Harris de la persona de Harris. Arguyendo que aunque el hombre se había corrompido y se había hecho arrogante, no había nada intrínsecamente equivocado en su enseñanza, Oliphant continuó fiel a ella. Y, para ser consecuente, decidió ser maestro. Hacía tiempo que apoyaba la causa del sionismo y le pareció lógico fundar una comunidad en Palestina, donde pasó el resto de su vida, interesado muy de cerca por las variedades locales del misticismo cristiano e islámico que se centran en la idea de la unión con el amado, es decir, con Dios.
Allí, inspirado por la bella Alice le Strange, con quien se casó en 1872, Oliphant enseñó la doctrina del simpneuma, tal como reflejó en Sympneumata, or The Evolutionary Forces Now Active in Man (1884). Aunque Laurence figuró como autor del texto, es probable que fuera escrito por Alice, que se había convertido a Las ideas de Harris aún con más pasión que su esposo. El libro elabora la doctrina de los homólogos y el ideal de una sociedad completamente andrógina, en la cual los hijos se generarán por medios (sin especificar) no sexuales. Sympneumata causó una gran sensación. El general Gordon, amigo de los Oliphant, se tomó un gran interés en su composición; y cuando Oliphant, en una visita a Gran Bretaña en 1886, cenó con la reina Victoria en Balmoral, ésta se interesó tanto por lo que él le contó, que pidió que le fuera enviado un ejemplar.
Alice murió poco tiempo después de la publicación de Sympneumata, y en 1888 Oliphant se casó con Rosamund Dale Owen, nieta de Robert Owen. A partir de entonces, Rosamund dedicó su vida a dar conferencias sobre la importancia de la castidad en el matrimonio, y la pareja fue más de homólogos celestiales que de esposos. El matrimonio duró poco. Oliphant murió a los pocos meses de la boda, después de lo cual Rosamund se retiró a la comuna palestina, donde se casó con un hombre mucho más joven. Cuando éste se hundió en una depresión y se suicidó dos años después, saltando por la borda de un barco, Rosamund adoptó a otro joven, casi un niño, y vivió felizmente con él, en medio de un continuo escándalo, hasta su muerte en The Laurels, Worthing, en 1937.
Hacia finales del siglo XIX se veía cada vez con mayor claridad que en Occidente existía una enorme y constante apetencia generalizada por formas nuevas y exóticas de creencias religiosas que complementaran o incluso sustituyeran a las formas ortodoxas del cristianismo. Swedenborg había mostrado un posible camino hacia la unión de la ciencia y la religión. Mesmer y los espiritistas habían mostrado otro al abrir la puerta del mundo de los espíritus. El interés por las cosmologías orientales y el ocultismo creció rápidamente, y a menudo atrajeron a quienes anhelaban sobre todo un cambio radical social y político. Pero no eran sólo nuevas doctrinas lo que se necesitaba. La época clamaba por sacerdotes carismáticos y, cuando no los encontraba, los políticos y los escritores ocupaban su lugar. Hubo poderosos maestros al margen de las iglesias establecidas, como Prince, Harris y Oliphant, pero sólo pusieron en práctica sus doctrinas novedosas en pequeña escala. Sin embargo, la Ciencia Cristiana y los Mormones probaron que había espacio para nuevas religiones de masas, y que incluso las mujeres podían llegar a ser profetisas importantes en aquella era chauvinista. Todo lo que faltaba, por lo tanto, era que apareciera un individuo que uniera a la autoridad personal de Harris y Prince y al atractivo de Eddy, una nueva doctrina que sintetizara los elementos procedentes de todas las alternativas radicales, y la era del gurú occidental podría comenzar.