CIENTO VEINTIUNO

Nunca sabían dónde estaban, porque sólo veían colinas extrañas y un gran mar desconocido, y sin embargo, no tenían más remedio que adentrarse más y más en lo desconocido.

Se turnaban para pilotar la esbelta máquina, y fue bueno que Titus aceptara su parte de responsabilidad… hasta cierto punto le ayudaba a no pensar.

Pero incluso en esos momentos su mente sólo era medio consciente. Infancia y rebelión… desobediencia y desafío; el viaje; aventuras y ahora alguien que ya no era un joven… sino el hombre.

—Adiós, amigo mío. Cuídala. Es todo corazón.

Antes de que Juno y el Ancla supieran qué estaba pasando, Titus apretó un botón y uno o dos segundos más tarde estaba solo, cayendo por los aires, y su paracaídas se abría sobre él. Como una flor.

Poco a poco, la oscura carpa de seda se hinchó por el aire y Titus descendió oscilando en la oscuridad, porque volvía a ser de noche. Se dejó llevar por la sensación de descenso interminable.

Por un rato se olvidó de su soledad, lo cual era extraño, porque ¿qué entorno podía haber más solitario que la noche a través de la que estaba cayendo? Sus pies no podían tocar nada y, en ese momento, fue bueno estar tan desconectado de todo en todos los sentidos. Así pues, fue con gran compostura que notó y vio que los murciélagos le rodeaban.

La tierra estaba allá abajo. Un extenso dibujo al carbón de montañas y bosques. No había ninguna casa a la vista, ni nada propio de los humanos. Y sin embargo, la desolación del paisaje y el cúmulo de las frondas del bosque casi recordaban figuras humanas. Finalmente, cayó entre las ramas de un árbol, y durante un rato se quedó allí, ileso, como un niño en una cuna.

Tras librarse de su arnés y cortar las cuerdas, bajó rama a rama. Para cuando llegó al suelo, los primeros rayos de sol se abrían paso entre los árboles.

Ahora estaba realmente solo y, cuando decidió encaminarse hacia el sur, no encontró más razón para ello que el hecho de que era de allí de donde venían los rayos del sol.

Hambriento y cansado siguió su camino solitario, comiendo raíces y frutas del bosque, bebiendo de arroyos. Los meses se sucedían, hasta que un día, mientras deambulaba por el solitario vacío, sintió que el corazón le subía a la garganta.