CIENTO VEINTE

Llegó la noche, el pequeño artefacto se desplazaba como un insecto en el vacío, el tiempo parecía no tener sentido; pero finalmente llegó también el amanecer, con el pecho cubierto de plumas.

El piloto de cabeza roja parecía haberse dormido en los mandos, pero de vez en cuando se sacudía y ajustaba alguna cosa. A su alrededor tenía las intrincadas entrañas de la máquina amarilla; una criatura terrible en su velocidad; letal en su línea; multitudinaria en sus secretos; una ecuación de metal.

Juno dormía con la cabeza apoyada en el hombro de Titus. Él permanecía sentado en un silencio sepulcral mientras el estilizado aparato silbaba por los aires.

De pronto se sentó muy erguido y cruzó las manos. Un oscuro resplandor le cubría la frente. Era como si acabara de oír la pregunta del Ancla.

—¿Alguien ha preguntado adónde vamos? ¿O estaba soñando? Quizá no ha sido más que una invención de mi cerebro.

—¿Qué pasa, Titus? —preguntó Juno levantando la cabeza.

—¿Que qué pasa? ¿Es eso lo que has dicho? Entonces ¿tú tampoco lo sabes? Ninguno de los dos. ¿Es eso? ¿No tenemos ningún destino? Nos movemos, eso es todo, de un cielo al siguiente. ¿Es eso lo que pensáis? ¿O es que estoy loco? ¿Tanto he sofocado mi hogar con mis delirios que su nombre no significa nada? ¡Gormenghast! ¡Oh, Gormenghast! ¿Cómo puedo demostrar tu existencia?

Titus se golpeó la cabeza contra las rodillas una vez y otra vez.

—¡Dios, Dios! —musitaba—. No dejes que me vuelva loco.

—Tú no estás más loco que yo —dijo el Ancla—. O que cualquier otra criatura que se siente perdida.

Pero Titus siguió golpeándose la cabeza contra las rodillas.

—Oh, Titus —exclamó Juno—. Buscaremos hasta que encontremos el hogar de tu corazón. ¿He dudado yo alguna vez de ti?

—Es vuestra compasión, vuestra maldita compasión —exclamó Titus—. No me creéis. Sois amables. Pero no me creéis. Oh, Dios, es vuestra ignorante y terrible compasión. ¿Es que no veis que lo que ansío son las torres grises? Mi doctor; mi Bellobosque. Si grito, ¿me oirá ella? Apague el motor, señor Ancla, y la llamaré a través del aire.

Juno y el Ancla cruzaron la mirada, y apagaron el motor. Un silencio escurridizo los envolvió. Titus levantó la cabeza para gritar pero ningún sonido salió de su boca. Sólo en su interior oía una voz lejana que gritaba: «Madre… madre… madre… madre… ¿dónde estás? ¿Dónde… estás? ¿Dónde… estás?».