CIENTO DIECISIETE

Con búho o sin él, era imprescindible que Titus y Juno salieran de aquel lugar enfermizo, donde, a la luz del día, brutal, los objetos que durante la noche habían parecido misteriosos y hasta magníficos se veían ahora de relumbrón, meras baratijas.

De haber estado solo, al Ancla no le hubiera sido difícil escapar con rapidez de aquella multitud cada vez más furiosa. Porque sabía pilotar la mayoría de aeroplanos y ya había elegido uno.

Pero Titus estaba débil y Juno temblaba como si estuviera sumergida en agua helada.

En cuanto a Trampamorro, tirado en el suelo como si quisiera abrazar el mundo, ¿qué podían hacer con él, con su pesado cuerpo de prodigiosas extremidades? Incluso estando vivo hubiera tenido dificultades para entrar en el aeroplano con forma de pez volador.

Pero ahora que era un peso muerto cuyos músculos empezaban a ponerse rígidos, ¡cuánta dificultad!

Fue en ese momento cuando los tres vagabundos cerraron filas junto a ellos. Congrejo, Grieta-Campana y Tirachina, testigos y partícipes, al igual que el Ancla, sabían muy bien que su única posibilidad era deshacerse del gigante muerto y correr hacia los aeroplanos, situados en largas hileras bajo las ramas de los cedros.

—Trampamorro, ¿dónde está? —susurró Titus—. ¿Dónde?

—No podemos llevarlo —dijo el Ancla—. Debemos dejarlo aquí. Ven, Titus.

Pero, a pesar de la imperiosidad de las palabras del Ancla, pasaron unos minutos antes de que Juno lograra separarse de aquella parte tan importante de su vida. Se inclinó a besar la frente fría y escarpada. Luego, al segundo grito del Ancla, lo dejaron bajo la inmisericorde luz del sol y corrieron hacia la voz.

El sonido de la chusma empezaba a sonar amenazador. ¿Aquello era la fiesta de Gueparda? Los hombres estaban furiosos; las mujeres se veían cansadas y resentidas. Los trajes estaban destrozados. ¿No es normal que aquella gente deseara vengarse sobre algo o alguien? ¿Qué mejor que aquellos tres que quedaban?

Pero no habían contado con los hombres del Subrío, quienes, viendo la peligrosa situación creada, bloquearon las salidas más evidentes al mundo exterior.

Pero antes dejaron pasar entre sus dedos a Titus, Juno y el Ancla. Y en ese instante se inició un gran alboroto. Aquellos con reputación de caballeros se vieron obligados a cambiar su manera de pensar, porque hubo que forcejear e insultar mucho antes de que todos lograran abrirse paso hasta el exterior de la Casa Negra, y también en el allí, donde empezaron a arremolinarse. Al parecer, la caballerosidad se había perdido en un enjambre de rodillas y codos.

Los tres huidos del Subrío eran perros viejos y, en cuanto vieron que habían provocado el suficiente caos, se perdieron en medio de la chusma irritada.

El cielo, a pesar de estar coagulado, parecía menos ominoso. Había en él un matiz nuevo y más claro.

Los tres vagabundos, se reunieron como habían acordado en un cúmulo de ramas y se sentaron entre las hojas, como aves inmensas.

Entonces Congrejo alzó la cabeza y silbó. Era la señal para que Titus supiera que el camino estaba despejado, el camino hacia la larga hilera de aeroplanos que esperaban como fragatas ancladas.