Juno, aunque sabía que era una intrusa, a pesar de la devoción que sentía por ambos, no fue capaz de mantenerse alejada de su antiguo amor. Y es extraño que en ese último momento necesitaran a Trampamorro más que la venganza. Pero el momento de la venganza llegaría, el Ancla ya estaba en ello.
El sol estaba ya alto en los bosques del este, y todas las formas y colores se hubieran visto con claridad de no ser por aquel omnipresente y repulsivo velo anaranjado, aquel matiz bastardo que ni era rojo ni amarillo y sin embargo vacilaba en los límites de ambos. Lo único que ardía con decisión era el Ancla.
Con unas pocas zancadas se plantó junto a los hombres de los yelmos. Estaban limpiando las largas hojas de acero en unas acederas, que crecían abundantemente en el suelo de la Casa Negra. Por un instante sintió que se le revolvía el estómago, porque no había expresión en sus rostros. Y en ese momento, demasiado breve para calificarlo de pausa, el Ancla apartó la mirada y junto a los hombres de los yelmos vio a los tres huidos del Subrío.
El Ancla no sabía nada de aquellos tres pero no tardó en conocer sus intenciones. Moviéndose con torpeza pero con una total sincronización, cogieron a los asesinos de los yelmos por sorpresa, arrebataron los cuchillos y les sujetaron los brazos a la espalda. Aún así, cuanto más apretaban ellos, más fuerza parecía tener aquella extraña pareja, que sólo cuando los yelmos cayeron al suelo se vio privada de su fuerza sobrenatural. Así vencidos, fueron ambos ejecutados con sus propias armas.
Un gran silencio cayó sobre la Casa Negra y la escena trágica que tenía lugar en ella. Con grandes dificultades, Titus consiguió que el hombre feroz se dejara caer de rodillas, centímetro a centímetro. Ni por un instante dejó de resistirse; ni por un instante se quejó. Tenía la cabeza bien alta y se iba desplomando con la espalda tiesa como un soldado. Con una mano aferró el antebrazo de Titus con las fuerzas que le quedaban. Pero el joven apenas lo notó.
—Esto parece un holocausto, ¿verdad, chico? —susurró—. Dios te bendiga a ti y tu Gormenghast.
Y entonces se oyó otra voz. Era Juno.
—Deja que te vea. Deja que me arrodille a tu lado.
Pero ya era demasiado tarde. Algo había escapado de aquella mole soleada que yacía en el suelo. Trampamorro se había ido. Se había desplomado. Su arrogante cabeza estaba ladeada y Juno le cerró los ojos.
Titus se puso en pie. Al principio no vio nada, luego le llegó la oscilación de la chusma. Titus vio un rostro… blanco como el papel: inmenso. Era demasiado grande para ser un rostro humano. Estaba rodeado por mechones de pelo de color zanahoria y llevaba aves disecadas sobre los hombros polvorientos. Era la primera de las monstruosidades, su madre. Apartándose del lado de Trampamorro, con los ojos puestos en aquella parodia de cartón piedra, Titus se puso a temblar, porque recordaba la traición que él mismo cometiera al abandonarla; y al castillo; su herencia.
Pero estaba demasiado débil por la pérdida de sangre y le invadió una profunda sensación de vacío. Era como si ya nada importara, así que cuando el Ancla le puso el brazo en cabestrillo no opuso resistencia, porque había perdido su fuerza. Volvieron a oírse gritos de la multitud, pero en seguida quedaron silenciados, porque un búho del tamaño de un gato grande pasó planeando sobre la Casa Negra, y volvió para asegurarse de que lo que había visto era cierto.
¿Qué vio el búho? Vio la hoguera de enebro medio apagada. Vio un cadáver con la cabeza ladeada tendido a su suerte. Vio un lirón bajo una mata de agropiro. Vio el destello de unos yelmos y, algo hacia la izquierda, a los que fueran sus dueños. Allí yacían, uno encima del otro.
Vio los vendajes de Titus y el pelo rojo del Ancla bajo la terrible luz de la mañana. Vio un brazalete destellando en la muñeca de Juno. Vio a los vivos y a los muertos.