CIENTO QUINCE

Trampamorro alzó su rostro grande y tallado al cielo.

—Ven, Titus. Me parece que ya te recuerdo. ¿Qué ocurre? ¿Es que siempre vas por ahí rodeado de sangre, como un carnicero?

—Déjale en paz, Trampamorro querido. Está muy enfermo —dijo Juno.

Pero no podían bajar la guardia. Gueparda se había ido, es cierto, y su padre también, pero el peligro acechaba por otro lado. La multitud empezaba a encenderse. Se oían gritos furiosos, porque estaban muy asustados. Todo había salido mal. Tenían frío. Estaban perdidos. Tenían hambre. Y Gueparda, el centro de todo, los había abandonado. ¿A quién podían volverse ahora? En su situación, poco podían hacer salvo insultar a aquellas figuras sombrías. Justo después de una andanada particularmente fea, una voz espesa gritó:

—¡Miradlos! —dijo la voz—. Mirad a ese loco con la venda. ¡Septuagésimo séptimo conde! ¡Ja ja! Ahí tienes tu Gormenghast. ¿Por qué no vienes y nos demuestras lo que vales, mi señor?

¿Por qué este comentario en particular irritó tanto a Trampamorro? Es difícil saberlo pero así fue, de modo que se acercó a la multitud con intención de aniquilar al que lo había hecho. Para llegar hasta él, pavoneándose con sus harapos, tuvo que pasar entre los dos inescrutables hombres de los yelmos. Hubo una especie de suspiro cuando los dos se apartaron para dejarlo pasar. Luego, como si estuviera todo preparado, se dieron la vuelta y, sacando sus cuchillos, los clavaron en la espalda de Trampamorro.

No murió en seguida, aunque las hojas que lo hirieron eran largas. No emitió ningún sonido, sólo contuvo un momento la respiración. El rojo había desaparecido de sus ojos y, en su lugar, había una prodigiosa cordura.

—¿Dónde está Titus? —dijo—. Traed al joven rufián a mi lado.

No fue necesario decirle a Titus lo que tenía que hacer. Corrió junto a Trampamorro al punto, lleno de ternura a pesar de su apasionamiento, y abrazó a su viejo amigo.

—¡Eh! ¡Eh! No estrujes lo poco que queda de mí, amigo.

—Mi querido Trampamorro, mí querido amigo.

—No exageres —susurró éste, a quien le empezaron a flaquear las rodillas—. No te pongas ñoño… ¿eh? ¿Eh? ¿Dónde está tu mano, muchacho?

Aquello que durante el amanecer había sido difuso se condensó. Lo que había sido atmosférico se convirtió en algo casi sólido. Mientras se miraban el uno al otro, vieron lo que algunos ven bajo el efecto de las drogas, una peculiar proximidad y una vividez difícil de soportar.