CIENTO DIEZ

Nadie había reparado en su llegada. Una gran campana repicaba en el pecho de Juno. Sus ojos estaban clavados en Titus. Temblaba. Un torbellino de recuerdos la asaltó. Deseaba correr hasta él y abrazarlo. Pero el Ancla la frenó, sujetándola por el codo tembloroso.

A diferencia de ella, aquel hombre, con su mata de pelo rojo y oscuro, permaneció a su lado con toda la sangre fría del mundo. Parecía poseer un perfecto dominio sobre sí mismo.

Observaba cada movimiento, y entonces dejó a Juno en un rincón en sombras. No debía moverse de allí hasta que él se lo dijera. Ancla regresó al centro de la violencia que parecía a punto de desencadenarse. Vio salir a una criatura de un muro de piernas. Era delgada como una vara. Una gran piedra de color rojo sangre parpadeaba sobre su pecho, como si estuviera transmitiendo en algún código secreto. Pero fue su rostro lo que le dejó helado. Era terrible, porque había renunciado a seguir fingiendo. Ya no importaba. Toda la feminidad había desaparecido de él. Las facciones se habían convertido en simples añadidos físicos a la cabeza. El rostro había muerto bajo ellas. Era un lugar vacío por el que los vientos podían soplar, calientes o fríos, del cielo o del infierno.

En cuanto al flemático Ancla, se había fijado en la larga hilera de aeroplanos que brillaban en la semioscuridad. A falta de algo mejor, ahí tenían una vía de escape.

Ahora estaba preparado. Ahora, antes de que la noche se cerrara, debía golpear cuando llegara el momento. ¿Cuándo? No tuvo que esperar mucho para conocer la respuesta.

Gueparda ya había localizado a Titus y a su padre. Se había detenido de repente, igual que un pájaro en mitad de una huida; porque fue con gran asombro que se encontró muy cerca del enorme desconocido, que en aquel momento estaba cogiendo a su padre del pescuezo como cogería un perro a una rata.