El padre de Gueparda, viendo que no tenía más remedio que obedecer —pues había algo terrible e imperioso en Trampamorro, con aquellas migajas de fuego en la mirada—, se dirigió a regañadientes hacia el gran vagabundo. Seguía sin oírse ni un sonido en el mundo.
Titus volvió a hacer chocar sus puños, como un hombre que golpea una puerta para poder liberar su alma. Ni una sola cabeza se volvió a mirarlo, y el silencio regresó y llenó la carcasa de la Casa Negra. Pero aunque no hubo ningún movimiento físico salvo el del hombre calvo, un escalofrío se extendió por el suelo, como el aliento en un húmedo fresco lleno de figuras que se estuviese pudriendo; así de silencioso era aquel despliegue nocturno; y de pronto, el círculo de cabezas se cerró en torno a los protagonistas y éstos empezaron a acercarse.
Trampamorro había bajado el dedo y se acercaba al científico a un paso deliberadamente lento. Dos mundos se acercaban.
Pero ¿qué hay de Gueparda? ¿Dónde podía estar ella en ese bosque de piernas, con su bello y menudo rostro crispado y empalidecido? Todo había salido mal. Lo que fuera un plan organizado se había convertido en un caos humillante. La habían olvidado. Se había perdido en un mundo de extremidades. Aún así, más por instinto que obedeciendo a su razón, se dirigió hacia el lugar donde había visto por última vez a Titus, pues perderlo hubiera sido como perder su venganza.
Aunque, a decir verdad, no era ella la única descontenta. A su manera, Titus estaba tan indignado como ella. Aquella espantosa payasada le había llenado de odio. Y no sólo eso. También estaba Trampamorro, su viejo amigo. ¿Por qué estaba tan callado y tan sordo a sus gritos?
En un arrebato de frustración, se abrió paso a codazos hasta el exterior del círculo y entonces, por fin libre, corrió hacia Trampamorro como si pretendiera atacarlo.
Ahora bien, cuando estuvo lo bastante cerca para golpear a la gran figura, se paró en seco, porque vio lo que había subyugado al hombre calvo. Eran las brasas en los ojos de su amigo.
Aquél no era el Trampamorro que él conocía, sino alguien muy distinto. Un solitario que no tenía amigos, ni los necesitaba, porque estaba obsesionado.
Titus vio todo esto cuando se plantó ante él en la penumbra. Vio las ascuas y su ira se desvaneció. Se percató con una sola mirada de que Trampamorro buscaba muerte, de que estaba enajenado. ¿Qué lo empujó entonces, a pesar de ese horror, hacia él? Porque Trampamorro seguía sin reparar en su presencia. ¿Qué fue lo hizo avanzar hasta interponerse entre él y el padre de Gueparda? Era una especie de amor.
—Viejo amigo —dijo Titus con suavidad—. Mírame, mírame. ¿Lo has olvidado?
Finalmente, Trampamorro volvió sus ojos hacia Titus.
—¿Quién eres? Deja que mis lémures se vayan, muchacho.
Su rostro parecía tallado en madera gris.
—Escucha —dijo el vagabundo—. Me recuerdas a un amigo que tuve. Se llamaba Titus. Él siempre decía que vivía en un castillo. Tenía una cicatriz en los pómulos. Oh, sí, Titus Groan, señor de los Caminos.
—Ése soy yo —exclamó Titus desesperado.
—¡Bum! —hizo Trampamorro con una voz abstracta como el aire de la noche—. No tardará. ¡Bum!
Titus se lo quedó mirando; y Gueparda también, a través de un hueco entre la gente. Trampamorro se estremecía con violencia.
—Dame una pista, por el amor de Dios. ¿Qué es ese «bum» que dices? ¿Qué es lo que no tardará? —preguntó Titus.
Para entonces el científico estaba a sólo unos pasos de Trampamorro, como si una fuerza invisible lo empujara hacia él.
Pero no era sólo el científico quien se movía inexorablemente. La multitud, centímetro a centímetro, empezó a desplazarse con pasos minúsculos; sus cabezas se cerraban cada vez más en torno a los protagonistas de aquella escena.
De no ser porque todos los ojos miraban traspuestos a aquellos tres, alguien se hubiera apercibido de la presencia de Juno y el Ancla.