Cada vez era menor la atención que se prestaba a los actores del centro del círculo, y Gueparda, viendo que su plan se venía abajo, volvió su rostro de ira concentrada hacia aquel intruso alto y enigmático.
De acuerdo con su plan, a esas alturas Titus, la causa de su quemazón y su odio, hubiera debido estar a punto de someterse.
Prácticamente todas las cabezas miraban hacia el legendario Trampamorro, y un extraño silencio cayó sobre aquel insólito escenario. Incluso el murmullo de las hojas de los árboles cercanos se había apagado.
Cuando Titus vio a su viejo amigo, no pudo contener un grito…
—¡Ayúdeme, por favor!
Trampamorro no pareció oírlo. No, él estaba examinando las apariciones, hasta que sus ojos se detuvieron en una en particular. Aquella figura indefinida se arrastraba dentro y fuera del círculo como si buscara algo importante. Pero, fuera lo que fuese, el ojo centellante de Trampamorro la seguía a todas partes. Al final la figura se detuvo, la cabeza calva y reluciente, y a Trampamorro no le quedó ninguna duda sobre la identidad de aquel hombre. Era una criatura tan repulsiva e indescriptible que al verla la sangre se le helaba a uno.
Titus volvió a llamar a gritos a Trampamorro, y de nuevo no obtuvo respuesta. Y sin embargo allí estaba, apoyado contra una pared a la media luz, donde podía oírle. ¿Qué le pasaba a su viejo amigo? ¿Por qué, después de tanto rato, no le hacía caso? Titus hizo chocar sus puños. Sin duda, aquel reencuentro hubiera debido suscitar alguna emoción… Pero no. Hasta donde alcanzaba a ver, Trampamorro no respondía. Apostado a la sombra de un pilar cubierto de helechos, se lo hubiera podido tomar fácilmente por un mendigo, de no ser porque ningún mendigo podía parecer tan harapiento y al mismo tiempo tener un aire tan regio.
De haberse acercado a él Titus o cualquier otro, hubiera visto una luz mortífera en los ojos de aquel hombre feroz. No era más que un destello, una chispa de fuego. Y sin embargo, esa chispa, ese peligro, no iba dirigido a nadie en particular; y tampoco fluctuaba. Era algo constante. Algo que se había convertido en parte de él, como un brazo o una pierna. Por su aire de apatía, se hubiera dicho que pensaba quedarse allí para siempre. Pero esta ilusión duró poco, aunque parecía que la concurrencia llevaba horas observándolo. Jamás habían visto nada parecido: un gigante vestido con harapos.
Y entonces, poco a poco —porque hizo falta un buen rato para que todos desplazaran su mirada de este intruso magnético al objeto de su escrutinio—, poco a poco no quedó una sola persona en toda la concurrencia que no estuviera mirando la cabeza pulida del padre de Gueparda.
Tan visible era el cráneo bajo la piel tensa que era inevitable pensar en la muerte. Sólo había una par de ojos que no estaban clavados en aquella cabeza; y eran los del hombre en cuestión.
Luego, muy despacio, Trampamorro bostezó, estirando los brazos al máximo como si quisiera tocar el cielo. Dio un paso al frente y entonces, finalmente, habló, pero no con su voz, sino con algo mucho más elocuente, doblando su dedo índice lleno de cicatrices.