Cuando Titus los vio, a Tirachina, Congrejo y Grieta-Campana, el corazón le dio un vuelco. Sus rostros extravagantes y extraños estaban allí para luchar por su cordura como un doctor lucha por salvar la vida de su paciente. Pero ni con un simple parpadeo traicionaron el hecho de que eran amigos suyos.
Y sin embargo, ahora tenía aliados, aunque ignoraba cómo podrían ayudarlo. Sus tres cabezas permanecían muy quietas en medio de la conmoción general. No le miraban a él, sino a través de él, como si fueran perros de caza y trataran de indicarle a Titus que volviera la vista a una pared cubierta de helechos en la que se había apoyado la tosca figura de Trampamorro.
En cuanto a Gueparda, sentada escrutando a su presa, esperaba el momento del colapso; saboreando la parte dulce y la parte amarga de todo aquello. Pero entonces Titus apartó la cabeza con un acceso de náuseas. Ella siguió su mirada y vio una figura que no tenía que estar allí.
En cuanto Titus lo vio, empezó a avanzar tambaleándose hacia él, aunque sabía que no podría atravesar el muro humano que lo circundaba.
Con los ojos de Titus y de Gueparda sobre él, a cada instante eran más los invitados que reparaban en la presencia de Trampamorro, que seguía apoyado con indiferencia en la pared cubierta de helechos.