CIENTO CINCO

Titus no podía ver el interior de la habitación olvidada, donde una docena de monstruosidades con mal genio habían sido recluidas. Pero ahora se produjo un movimiento en aquella prisión: la entrada quedó despejada cuando se alejó el primer personaje y, detrás de él, muy cerca, caminando como un pato, apareció una perversa caricatura de la hermana de Titus. Llevaba un vestido hecho jirones de un diabólico carmesí. Los cabellos oscuros y revueltos le llegaban a las rodillas y, al volver el rostro a la asamblea, pocos hubo que no contuvieran la respiración, pues estaba manchado de lágrimas negras y pegajosas, y las mejillas se veían descarnadas y cubiertas de rojeces. Caminaba arrastrando los pies tras la enorme figura de su madre, pero cuando estaban a punto de entrar en el círculo de antorchas se detuvo, miró con patetismo a un lado y a otro, y luego se puso grotescamente de puntillas, como si estuviera buscando a alguien. Tras unos momentos, echó la cabeza atrás y sus mechones negros prácticamente tocaron el suelo. Y así, con la cabeza levantaba de forma lastimera al cielo, abrió la boca en una «O» vacía y redonda y se puso a aullar a la luna. Aquello era absurdo. Ahí tenía algo de lo que vengarse. Y ese algo tomó a Titus y lo zarandeó, haciendo que se debatiera con más empeño a fin de soltarse.

Tan extraño y terrible era lo que veía que se quedó helado en manos de sus captores. Algo empezó a ceder en su mente. Algo perdió la fe en sí mismo.

—¿Dónde está mi hijo? —dijo la meliflua, y esta vez su madre volvió el rostro hacia él para que la viera.

En contraste con el rostro descarnado, enfermo y surcado de lágrimas de Fucsia, el rostro de su madre, era una losa de mármol sobre la que caía una cascada de falsos cabellos de color zanahoria. Aquel monstruo hablaba, aunque poco había en su rostro que pudiera considerarse una boca. Era como una enorme piedra plana que mil mareas hubieran erosionado.

Mientras la losa vacía lo miraba, Titus dejó escapar un grito de desolación.

—Ese es mi hijo —dijo la voz como gachas—. ¿No le habéis oído? Ese era el acento de los Groan. Pesaroso y sin embargo, qué extraño que haya muerto. ¿Cómo es estar muerto, mi hijo vagabundo?

—¿Muerto? —susurró Titus—. ¿Muerto? ¡No! ¡No!

Entonces, Fucsia atravesó con paso torpe el círculo, cuyo perímetro estaba saturado de rostros.

—Querido hermano —dijo al llegar al trono destrozado—. Hermano querido, confías en mí ¿verdad?

Levantó el rostro hacia él.

—No sirve de nada fingir. No estás solo. Yo me ahogué, ya lo sabes. Tenemos la muerte en común. ¿Lo has olvidado? ¿Has olvidado cómo me ahogué en las aguas del foso? ¿No te parece glorioso que estemos muertos los dos? Yo, a mi manera, y tú, a la tuya.

Fucsia se estremeció, despidiendo unas nubes de polvo. Entretanto, Gueparda apareció junto a Titus.

—Soltad a su majestad —ordenó a sus captores—. Dejad que juegue. Dejad que juegue.

—Dejad que juegue —hizo el coro.

—Dejad que juegue —susurró Gueparda—. Dejad que finja que está vivo otra vez.