Proyectando sus sombras traviesas, dos gatos monteses se liberaron por fin del trance en que habían caído todas aquellas criaturas hechizadas y con un sigilo casi inverosímil se adelantaron lado a lado.
Bajo la mirada de las hordas misceláneas y calladas, salieron a la manera de los felinos de aquel bosque que escuchaba y finalmente llegaron a la pared norte de la Casa Negra.
Durante un buen rato, permanecieron allí sentados, muy tiesos, ocultos por una maraña de helechos. Sólo las cabezas eran visibles, como si flotaran en aceite, tal era la fluidez con que se volvían a un lado y a otro.
Finalmente saltaron a la vez, como si hubieran seguido un impulso mutuo, y se encontraron sobre un amplio alféizar cubierto de musgo. Habían efectuado ese mismo salto muchas veces, pero nunca hasta entonces habían bajado la vista sobre una metamorfosis tan increíble.
Todo estaba cambiado y no lo estaba. Por un momento sus ojos se encontraron. Fue una mirada de una sutileza tan exquisita que un escalofrío de placer les recorrió la columna.
El cambio era completo. Nada era como solía. Donde antes había un montón de piedra verdosa, ahora se veía un trono. Viejas armaduras colgaban de las paredes. Había linternas y grandes alfombras y mesas con las patas hundidas entre la cicuta. Los cambios no tenían fin.
Y sin embargo todo seguía igual, porque la misma atmósfera lo anegaba todo. Una atmósfera de indecible desolación que ni todos los cambios del mundo hubieran podido alterar. Los gatos, conscientes de que eran el centro de todas las miradas, cada vez se mostraban más confiados, hasta que, descendiendo por un muro cubierto de hiedra, sonrieron positivamente con todo su cuerpo y saltaron en el aire con una mezcla de exaltación y furia. Exaltación porque había nuevos mundos que conquistar; furia porque sus caminos secretos habían desaparecido para siempre, y sus verdes dominios y guaridas ya no existían. Las ruinas cubiertas de malezas que formaban parte de sus vidas desde que no eran más que unas bolitas que se acurrucaban buscando el calor del vientre de su madre, de pronto eran otra cosa, algo que había que asimilar y explorar. Un mundo de nuevas sensaciones… un mundo que en otro tiempo resonaba con el eco, pero que ahora no daba respuesta, porque su vacío había desaparecido.
¿Dónde estaba ahora el saliente gastado y polvoriento, festoneado de helechos? Había desaparecido y lo que había en su lugar jamás había sentido la impronta del cuerpo de un gato montés.
En su lugar veían torres altas e incomprensibles. Conforme su arrojo aumentaba, los felinos echaron a correr por aquí y por allá movidos por la exaltación, pero sin perder en ningún momento su elegancia, con las cabezas erguidas, de una forma tan sentida y señorial que parecía moverlos una especie de sabiduría interior.
¿Qué eran aquellos grandes festones de material? ¿Qué era aquella intrincada bóveda de ramas de color hueso suspendida sobre sus cabezas? ¿Eran las costillas de una gran ballena?
Los dos gatos, cada vez más osados, empezaron a comportarse de una forma curiosa, y no sólo saltaban de un punto desde donde podían verlo todo a otro en un extraño juego, sino que sus cuerpos dúctiles adoptaban todas las posturas concebibles. A veces corrían por corredores cubiertos de viejas alfombras; se enzarzaban y luchaban entre ellos, y de pronto se separaban, como si se hubieran puesto de acuerdo, para que el uno o el otro se pudiera rascar la oreja con una de las patas traseras.
Y sin embargo, seguía sin haber ningún movimiento en el círculo de criaturas que miraban, hasta que, sin previo aviso, un zorro salió de la periferia, saltó por una de las ventanas y, corriendo hasta el centro de la Casa Negra, se sentó sobre una costosa alfombra, alzó su rojizo rostro afilado y aulló.
Eso tuvo el efecto de una toxina, y al punto cientos de criaturas del bosque se pusieron en pie y un momento después llenaban el escenario.
Pero no se quedaron allí mucho tiempo, porque, justo después de que los dos gatos arquearan el lomo y gruñeran al zorro y a los otros invasores, sucedió otra cosa que hizo que todas las bestias y aves volvieran a sus escondrijos.
De pronto, sobre la Casa Negra el cielo se llenó de luces de colores. La vanguardia de la flota aérea había empezado a descender.