A pesar de su habilidad y rapidez, había llegado un momento en que no podía estar en todas partes al mismo tiempo, característica por la que era famosa. Así que, en cuestión de minutos, bajó del helicóptero, se dirigió hacia los talleres, y poco después estaba enzarzada en una breve conversación con el responsable de los trabajadores.
Era imposible seguir negándose a delegar responsabilidades; el tiempo se le echaba encima. Inevitablemente, parte del secreto debía ser menos riguroso porque, a menos que subiera un poco las cortinas, corría el riesgo de que se hiciera el caos. Casi era demasiado tarde. A pesar de la fuerza que Gueparda tenía en su cuerpo flexible, entre los trabajadores el descontento era mayor a cada día que pasaba.
Hasta la nobleza había empezado a murmurar; y Gueparda se vio obligada a tomar a uno o dos de sus miembros como confidentes.
Aparte de eso, estaba su padre. A él se lo había ganado parcialmente.
—No durará mucho, padre.
—No me gusta —dijo el hueco alfeñique.
—Harás lo que te pido, ¿verdad? ¿Tu traje está listo? ¿Y la máscara?
Una mosca se posó en la horrible cabeza con forma de huevo. Contrayendo la piel del cráneo en una pequeña convulsión, el hombre desalojó a la criatura y, para cuando fue capaz de contestar, su hija ya no estaba con él. Gueparda no podía andar perdiendo tiempo.