Gueparda no tardó en encontrar al anciano, que resultó ser perro viejo. En seguida le preguntó si recordaba la expedición, y más concretamente la inquietante noche que sus miembros pasaron en la Casa Negra.
—Sí, sí. Por supuesto que me acuerdo. ¿Por qué quiere saberlo?
—Tiene que llevarme allí en seguida —dijo Gueparda sintiendo repugnancia por dentro, pues la edad de aquel hombre era palpable.
—Y ¿por qué iba a hacerlo? —inquirió él.
—Le compensaré… le compensaré sobradamente. E iremos en helicóptero.
—¿Y eso qué es? —dijo el septuagenario.
—Iremos volando, y buscaremos el lugar desde el aire.
—Ah —dijo el anciano.
—La Casa Negra… ¿Lo entiende?
—Sí, ya la he oído. La Casa Negra. Sur-sureste. Siguiendo el río que cubre hasta la rodilla. ¡Ajá! Y luego hay que adentrarse en el territorio de los perros salvajes, en dirección oeste. ¿Cuánto? —dijo, y meneó sus cabellos canosos y sucios.
—Venga —lo apremió Gueparda—. Ya hablaremos de eso más tarde.
Sin embargo eso no era suficiente para el sucio anciano, el antiguo explorador. Hizo un centenar de preguntas; a veces sobre el vuelo, o sobre el aparato, aunque la mayoría se referían al aspecto económico, que parecía ser su principal preocupación.
Finalmente, todo quedó arreglado y dos horas después ya estaban en el aire, rozando las copas de los árboles.
Allá abajo, poco podía verse, salvo los extensos mares de follaje.