Por el oeste, arrastrando los pies, apareció Trampamorro. En otro tiempo no había ese arrastrarse ni en su porte ni en su mente. Ahora era distinto. La arrogancia seguía ahí, aflorando en cada gesto, pero ahora iba acompañada de algo más aberrante. El cuerpo ágil se había convertido en una parodia que los niños imitaban. La mente ágil le jugaba malas pasadas. Avanzaba como si el mundo no existiera. Y así era, salvo por una cosa. Del mismo modo que Titus suspiraba por Gormenghast, por abrazar sus muros decrépitos, Trampamorro se había impuesto la tarea de descubrir el foco de origen de la destrucción.
Su cabeza volvía una y otra vez a aquel simple experimento; la aniquilación de su zoo. No había forma en nada de cuanto le rodeaba, ya fuera rama o roca, que no le recordara a una u otra de sus amadas criaturas. Su muerte había despertado en él algo que jamás había sentido; una lenta e insaciable sed de venganza.
En algún lugar la encontraría, esa espantosa colmena de horrores; una colmena cuya miel era el cieno gris y definitivo del abismo. Día tras día caminaba a rastras de sol a sol. Día tras día sus pasos lo llevaban aquí y allá.
Era como si de una extraña forma su obsesión dirigiera sus pasos. Como si siguiera un camino que sólo ella conocía.